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Guias e Dicas
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Libertad en un orden, Manuais, Projetos, Pesquisas de História

Montalban libertad en un orden

Tipologia: Manuais, Projetos, Pesquisas

2020

Compartilhado em 15/02/2020

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LIBERTAD DENTRO DE UN
ORDEN
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Christopher Hill inicia y concluye su estudio El siglo de la Revolución con una pregunta que
contesta a lo largo de casi cuatrocientas páginas. ¿Qué ocurrió para que en los cien años más o
menos que van de 1603 a 1714, Inglaterra se convirtiera en la avanzadilla del cambio histórico
en la Europa moderna? La Inglaterra de 1603 —dice Hill— era una potencia de segundo
orden; la Inglaterra de 1714 era la potencia más fuerte del mundo. Desde la cantidad y calidad
de la alimentación, hasta la cantidad y calidad de la participación política, experimentaron un
cambio progresivo acelerado.
En 1603, todos los ingleses, hombres y mujeres, estaban obligados a ser miembros de la Iglesia
nacional y el disentir de ella constituía una ofensa perseguida por la ley. Los herejes eran todavía
quemados en la pira, así como eran torturados los sospechosos de traición. Hasta 1714, la disidencia
protestante estaba legalmente tolerada: la Iglesia no podía quemar, ni el Estado torturar. Los tribunales
de la Iglesia, poderosos desde la Edad Media en todos los ámbitos de la vida, perdieron casi todas sus
atribuciones en este siglo. Bajo Carlos I, el arzobispo Laúd gobernó el país; bajo Ana causó sensación,
cuando, por última vez, un obispo fue nombrado para un caigo político.
Concluye Hill su reflexión inicial diciendo que la transformación del siglo xvm fue mucho más
que una mera revolución política o constitucional, o una revolución en la economía, religión y
gustos. Comprende la vida entera. Dos conceptos sobre la civilización estaban en conflicto:
«Uno tomó por patrón al absolutismo francés, el otro la República de Holanda».
La pieza angular que colocó a Inglaterra en las vías del gobierno parlamentario, el
desarrollo económico, el imperialismo político-económico, la tolerancia religiosa y el progreso
científico, hay que buscarla en el protagonismo creciente de la burguesía como clase social
ascendente. Su participación decidida en las luchas sociales del siglo constituyó una especie de
inversión histórica, a la larga rentable. La peripecia de esa ascensión constituye uno de los
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LIBERTAD DENTRO DE UN

6 ORDEN

Christopher Hill inicia y concluye su estudio El siglo de la Revolución con una pregunta que contesta a lo largo de casi cuatrocientas páginas. ¿Qué ocurrió para que en los cien años más o menos que van de 1603 a 1714, Inglaterra se convirtiera en la avanzadilla del cambio histórico en la Europa moderna? La Inglaterra de 1603 —dice Hill— era una potencia de segundo orden; la Inglaterra de 1714 era la potencia más fuerte del mundo. Desde la cantidad y calidad de la alimentación, hasta la cantidad y calidad de la participación política, experimentaron un cambio progresivo acelerado. En 1603, todos los ingleses, hombres y mujeres, estaban obligados a ser miembros de la Iglesia nacional y el disentir de ella constituía una ofensa perseguida por la ley. Los herejes eran todavía quemados en la pira, así como eran torturados los sospechosos de traición. Hasta 1714, la disidencia protestante estaba legalmente tolerada: la Iglesia no podía quemar, ni el Estado torturar. Los tribunales de la Iglesia, poderosos desde la Edad Media en todos los ámbitos de la vida, perdieron casi todas sus atribuciones en este siglo. Bajo Carlos I, el arzobispo Laúd gobernó el país; bajo Ana causó sensación, cuando, por última vez, un obispo fue nombrado para un caigo político. Concluye Hill su reflexión inicial diciendo que la transformación del siglo xvm fue mucho más que una mera revolución política o constitucional, o una revolución en la economía, religión y gustos. Comprende la vida entera. Dos conceptos sobre la civilización estaban en conflicto: «Uno tomó por patrón al absolutismo francés, el otro la República de Holanda». La pieza angular que colocó a Inglaterra en las vías del gobierno parlamentario, el desarrollo económico, el imperialismo político-económico, la tolerancia religiosa y el progreso científico, hay que buscarla en el protagonismo creciente de la burguesía como clase social ascendente. Su participación decidida en las luchas sociales del siglo constituyó una especie de inversión histórica, a la larga rentable. La peripecia de esa ascensión constituye uno de los

HISTORIA Y COMUNICACIÓN SOCIAL hitos de la historia de la comunicación social, porque la política informativa y cultural se insertó en ese forcejeo en su perpetua doble dimensión dialéctica: siendo instrumentalizadas por los forcejeantes e instrumentalizando el forcejeo para alcanzar un estatuto más libre. La importancia del «caso inglés» no sólo hay que verla en la peculiaridad de su génesis, desarrollo y conclusión, sino en su carácter de foco irradiador de modelos y experiencias que a lo largó del siglo xvm incidieron en el desarrollo del proceso de cambio en toda Europa. Un historiador como G. M. Trevelyan {La Revolución inglesa: 1688- 1689 , FCE, 1951) aún se plantea el «gran salto inglés» a partir de lo que constituyó en definitiva la última arremetida del ariete contra el portón de la fortaleza del viejo régimen; es decir: el definitivo asalto revolucionario de 1688 y 1689. Pero para que ese asalto pudiera realizarse se ne- cesitaron arremetidas previas que a lo largo de todo el siglo XVII fueron debilitando los goznes del poder y la verdad establecida. A comienzos del siglo XVII ya empieza a percibirse una alianza entre sectores de la nobleza y la burguesía para cuestionar las prerrogativas del poder absoluto del rey y de la Iglesia. La nobleza buscaba un retorno al taifismo del poder feudal, y la burguesía, no excesivamente racionalizada, trataba de modificar las superestructuras que obraban a manera de corsé constre- ñidor para sus necesidades de expansión: desde el control ideológico hasta el control de las reglas del comercio, pasando por razones de Estado en política exterior, eran vestidos asfixiantes para la gordura de una clase que al reivindicar el principio de la tolerancia reivindicaba en realidad el de la competencia libre frente al proteccionismo absolutista. El engorde de la burguesía se produce en las primeras décadas del siglo xvii, no sólo por el desarrollo comercial interior y exterior, sino también por la compra de tierras a la Corona y a la nobleza que necesitaba dinero. Por otra parte se experimenta el primer gran impulso industria- lizador según patrones típicamente capitalistas: A la víspera de la guerra civil, una fundición de Keswick empleaba a 4.000 trabajadores. Hasta 1.000 libras se podían invertir antes de llegar a una veta carbonífera, suma que, para ser alcanzada por un obrero especializado, hubiera supuesto un trabajo de cien años. La utilización del carbón en otras industrias, como la de ladrillos, jabón, vidrio, tinturas, refinerías de sal y cervecerías, exigía fuertes inversiones en hornos, calentadores y tanques. Una cervecería en tiempos de Jacobo I requería un capital de 10.000 libras. La industria estaba cada vez menos en manos de artesanos y mineros independientes; el capitalista londinense y el terrateniente de empresa desempeñaban un papel cada vez más importante. Los comerciantes intermediarios compraban plomo, estaño y carbón por adelantado a los pequeños mineros o bien concedían préstamos a quienes se dedicaban al tendido del alambre y a los fabricantes de alfileres y clavos. La industria algodonera de Lancashire se organizó, desde sus comienzos, sobre una base capitalista (Hill, op. cit.). Londres se convierte en el centro motor del desarrollo industrial y comercial y acapara poderes de fado determinantes en la crisis de la monarquía absoluta. El desarrollo de esta burguesía terrateniente, comercial e industrial repercutía en el empobrecimiento de la nobleza, en el debilitamiento del poder del rey y de la Iglesia y en la formación acelerada de una

ISTORIA Y COMUNICACIÓN SOCIAL ra y determinante como instrumento de comunicación social, a pesar del desarrollo de las hojas noticieras. El índice de analfabetismo y el control estatal-eclesiástico seguían haciendo de la palabra hablada el principal vehículo de comunicación. El monopolio de mensajes mediante la palabra hablada lo tenían los curas. La censura estaba en manos de los obispos por acuerdo del rey, la educación estaba en manos de eclesiásticos por acuerdo del rey, las becas para estudiar en las universidades solían concederse a clérigos, nadie podía ser maestro o ni siquiera preceptor familiar sin permiso del obispo. No es de extrañar que en este contexto fuera clave la reivindicación de la «tolerancia religiosa» y la destrucción del monopolio de una Iglesia nacional identificada con la monarquía absoluta. No es de extrañar que los elementos más lúcidos de la revolución de 1640 al tiempo que reivindicaban la libertad constitucional o la libertad comercial^2 adjuntaran, de momento en vano, las reivindica- ciones en contra del monopolio de la imprenta y del monopolio de la predicación ejercida por la Iglesia. En tiempos de paz, decía Carlos I, el pueblo estaba más sujeto al gobierno del púlpito que al de la espada. La lucidez del poder político sobre el sostén que recibía del poder religioso, se basaba en que la Iglesia garantizaba la fidelidad o el sometimiento ideológico de las masas a las verdades establecidas. La Iglesia siempre se mostró muy celosa de esta prerrogativa y los puritanos llegaron incluso a oponerse a la política estatal de fomento del «deporte» porque alejaba a los hombres de las iglesias en los días festivos. Prácticamente sólo eran legítimos los factores de reunión social: la religión y el deporte. Para el clero «ultra» la primera excluía al segundo, para el clero más al día, el deporte era un complemento de desfogue que igual alejaba al hombre de las tabernas «... lugar propicio para la cháchara y la subversión».^3 El duque de Newcastle aconsejaba al rey que fomentara los deportes tradicionales porque «... absorberán la atención de los hombres haciéndolos inofensivos, lo cual libraría a Su Majestad de todo alboroto y sedición». Parte del clero no aceptó de buena gana esta competencia. Incluso después de los hechos de 1620, reinante Carlos II con el poder absoluto ya algo recortado, dictó una Ley de los Deportes y una Declaración de los Deportes que los clérigos debían leer en los sermones. Uno de aquellos clérigos «forzados» pasó de la lectura de la Declaración de los Deportes a la lectura de los Diez Mandamientos y dijo luego a sus feligreses: «Habéis escuchádo los mandamientos de Dios y los del Hom- bre, obedeceréis los que más os gusten». Sublevada la burguesía y parte de la nobleza contra el rey, el Parlamento de 1640 se convirtió en el símbolo de la defensa de la religión, de la libertad y de la propiedad. Este enunciado aporta un cierto misterio sobre el porqué del derribo de la monarquía absoluta. Al defender la religión defendía al protestantismo y al puritanismo como tendencia dominante, de los flirteos del Estado absolutista con las monarquías católicas europeas y con los católicos escoceses. Al defender la libertad, se oponía al régimen de monopolios por real decreto que el poder se atribuía en el comercio interior y exterior.

LIBERTAD DENTRO DE UN ORDEN Al defender la propiedad, se enfrentaba a las prerrogativas del rey para imponer impuestos según sus intereses personales o los del Estado entendidos a la real manera. La revolución de 1640 hundió la monarquía absoluta según el modelo francés, pero tampoco significó un cambio radical en el proceso histórico. Los elementos más radicales y lúcidos fueron a la larga marginados y se impuso simplemente una modificación del privilegio del poder absoluto que beneficiaba los privilegios de facto de las clases dominantes. A pesar de todo, el sustrato ideológico revolucionario sirvió de abono en un largo proceso de maduración, largo según la medida de una vida humana. Corto según el tiempo objetivo de la Historia. Si tenemos en cuenta que en 1641 sir Thomas Aston definía la libertad auténtica como el hecho de que «... sepamos por una determinada ley que nuestras mujeres, nuestros hijos, nuestros siervos y nuestros bienes son nuestros, que construimos, aramos, cultivamos y cosechamos para nosotros mismos», afirmación a todas luces de los derechos de los libres (propietarios) frente a los radicales demócratas (del sector desposeído), y que apenas setenta años después, el novelista Goldsmith pone en boca del vicario de Wakerfield: «Todos tenemos por naturaleza el mismo derecho al trono: todos somos originariamente iguales», nos daremos cuenta de la’profunda revolución ideológica y social que había experimentado el país en un tiempo histórico corto. Aunque inicialmente la revolución de 1640 permitió tomar posiciones a los «liberales utópicos» (a su manera, los jacobinos de la revolución inglesa); sólo fueron utilizados como compañeros de viaje. Sus construcciones teóricas sobre el orden social, la educación, la libertad de expresión fueron combatidas por los moderados y los conservadores aterrorizados ante un nuevo concepto de «igualdad» que introducía en el juego las reivindicaciones del «monstruo de cien cabezas». En las posiciones de Hobbes, Locke o Milton, la contradicción entre la razón utópica y la razón práctica es constante. Cuando Cromwell robusteció la revolución burguesa con una dictadura bonapartista (para orientamos levemente), erradicó todo tipo de utopismo y sólo toleró las verdades que convenían al estatuto de privilegio de clases y estamentos vencedores en el asalto al poder absoluto. La prensa pasó de la tutela del rey y el clero a la tutela del Parlamento. La prensa inglesa encama conflictos y evoluciones como sólo podía encamarlo un instmmento hecho a la medida. Los «corantos» que se empezaron a publicar a partir de 1620 fueron adjudicados a periodistas-funcionarios como Nicholas Boume, Nathaniel Butter y Thomas Archer. Estas publicaciones sólo podían dar nuevas del extranjero y en ningún caso podían discrepar de la «verdad» oficial. La razón de Estado era deter- minante no sólo en política interior, sino incluso en política exterior. Bastó una protesta del embajador español para que en 1631 fueran suprimidas las publicaciones que habían dado información antiespañola. La revolución de 1640 trajo, entre otras consecuencias, una mayor liberación de la prensa. Por ejemplo, ya se pudieron dar informaciones de política interior y esta simple

LIBERTAD DENTRO DE UN ORDEN auténtica relación comunicativa. La London Gazette (1655) que había nacido en Oxford como The Oxford Gazette, traducía el modelo exacto de la Gazette absolutista de Renaudot y Richelieu. El único mérito inicial de esta publicación fue que instituía la periodicidad y la regularidad dentro de la historia de la información británica. Su responsable era otro periodista oficial, Muddiman, que había heredado las funciones de l'Estrange como supremo censor. Esta situación de retroceso, de franca regresión, se agudizó a medida que se agudizaba la crisis de la Restauración. La prensa reflejó el miedo del poder a medida que se iba debilitando y se benefició de las consecuencias del definitivo asalto revolucionario de 1688. La promulgación de la odiada Licensing Act en 1662, marcó el punto culminante de recelo del poder hacia la libertad que se habían tomado periodistas leales y clandestinos.^5 La restauración de 1660 no significó una total erradicación de los avances implicados en la revolución de 1640. El rey Carlos II mediante el Ordenamiento de la Restauración fijó un nuevo estatuto que trataba de equilibrar lo que la monarquía absoluta cedía al Parlamento y viceversa. El Parlamento entre 1660 y 1678 estuvo dominado por los tories (conservadores) que, si bien no abdicaron totalmente de los objetivos de

HISTORIA Y COMUNICACIÓN SOCIAL la revolución burguesa y de la burguesa dictadura de clase de Cromwell, transigieron con la monarquía en la recuperación de parte de sus prerrogativas. No obstante, la crisis de la institución monárquica permaneció latente por la progresiva carencia de base social en que apoyarse. Se agudizó cuando los whigs (liberales) dominaron el Parlamento entre 1679 y 1681. Entre tories y whigs no sólo había discrepancias derivadas de su distinto origen social (la pequeña nobleza los primeros y la alta burguesía los segundos), sino también de sus distintos criterios en política religiosa. Mientras los tories eran anglicanos y opuestos al puritanismo y a todas las demás tendencias disidentes, los whigs sólo compartían con los tories su total repulsa a la tolerancia con respecto a los católicos, por su carácter quinta-columnista al servicio de un Estado medieval culminado por el papa de Roma y por el rey. Esta lucha no sólo se dio en el Parlamento, sino en la calle y en los campos, en las cárceles y en el cadalso. La monarquía trató de utilizar estas discrepancias para reinstaurar sus pasados atributos. Jacobo II, dice Trevelyan, «... en su deseo de restaurar el romanticismo en Inglaterra, creyó necesario convertirse en un monarca absoluto como lo eran los restante príncipes de Europa». Con esto sólo consiguió un pacto político y social entre tories y whigs , y el estallido de la revolución de 1686. Los pactistas solicitaron a Guillermo de Orange, estatúder de Holanda, que ocupara el trono de Inglaterra y, una vez en fuga Jacobo Estuardo, programaron y promulgaron el famoso Ordenamiento de la Revolución, declaración explícita del pacto político-social aludido. Conscientes del cansancio provocado en las masas por las constantes luchas religiosas y políticas, el ordenamiento no se enfrentaba con las cuestiones de fondo y se limitaba a crear unas normas de convivencia que hicieran imposible el enfrentamiento constante entre tendencias religiosas y políticas al servicio de unos mismos objetivos finales. La Cámara de los Comunes alcanzó un poder decisorio desconocido y se convirtió en la expresión de ese nuevo equilibrio entre las clases hegemónicas, dispuestas por una parte a erradicar para siempre el medievalismo absolutista y por otra a gobernar con la suficiente autoridad como para impedir que la religión se escapara de sus manos. La Cámara de los Comunes durante el siglo xvm estuvo compuesta principalmente por terratenientes, pero terratenientes que estaban en estrecho contacto con otros intereses además de los de la tierra. Muchos de los profesionales importantes, especialmente abogados, grandes comerciantes, oficiales del ejército y unos pocos por su propio talento, como Bur- ke, tuvieron asiento en la Cámara. Un inglés ambicioso y hábil tenía por lo común dos aspiraciones: ser miembro del Parlamento y adquirir una hacienda rústica. Los whigs (liberales) representaban principalmente a los grandes terratenientes, a los disidentes y a las clases mercantiles; los tories (conservadores) representaban a los squires (hidalgos) y a la Iglesia. Pero de hecho, la ruidosa batalla entre el interés de la propiedad rústica, representado por los tories , y el dinero «amonedado», representado por los whigs , fue en gran parte asunto

ITORIA Y COMUNICACIÓN SOCIAL lories arbitrarios Tories moderados CABALLEROS Caballeros eclesiásticos o de la Iglesia Eclesiásticos rígidos Eclesiásticos moderados Parlamentarios políticos o del Estado Parlamentarios eclesiásticos o de la Iglesia Whigs republicanos Whigs moderados Presbiterianos rígidos Presbiterianos moderados Caballeros políticos o de Estado PARLAMENTARIOS conquistada por el proletariado en el futuro. Un análisis de la composición de la elite del poder de 1688 explicará esta íntima conexión entre el Derecho, las normas jurídicas y los intereses de clase. La revolución de 1688 tuvo una repercusión informativa trascendental: la derogación en 1695 de la Licensing Act, con lo que se ponía fin definitivamente al sistema medieval de control de la prensa. «Sin embargo, la independencia de los periódicos fue limitada: siguieron sometidos a persecuciones muy numerosas y fue habitualmente empleada la corrupción de profesionales por los gobiernos. En 1722, asustado el Parlamento por la proliferación de periódicos y por su naciente influencia en la opinión pública generalizada, aprobó drásticas leyes del timbre que pesaban sobre cada ejemplar y sobre los anuncios» (Siebert y Peterson, Tres teorías sobre la prensa, La Flor, 1967). Hasta finales del siglo xvn no se votaron normativas estables que aseguraron el respeto a una ley estable a la que debían atenerse por igual los poderes políticos y los empresarios de información. La Libel Act aprobada en 1791 trataba de fijar el techo de tolerancia al que debían atenerse los informadores. La ley respiraba por los cuatro costados la consagración del individualismo burgués, por cuanto ponía límites al derecho del informador a penetrar en el territorio de la intimidad del individuo, incluso de su intimidad política. Fred S. Siebert insiste en el carácter «liberalizador» de la supresión de la Licensing Act en 1695, pero minimiza justamente el avance: «La prensa se encontró sujeta a procesos por sedición, así como a restriccio

LIBERTAD DENTRO DE UN ORDEN

nes más indirectas, tales como impuestos especiales,

subvenciones y reglamentaciones contra el acceso a los

archivos del Parlamento. Uno a uno fueron superados dichos

obstáculos, no sin prolongadas controversias y, en ocasiones,

la oposición violenta por parte de funcionarios del gobierno y

sus defensores».

Los que más presionaron para forzar los límites de las nuevas normativas insuficientemente liberalizadoras, fueron los editores y publicistas, flanqueados por los pensadores e intelectuales subidos al caballo del liberalismo. Los empresarios de información forcejeaban con el poder para elevar las ventas a medida que se elevaba el techo de tolerancia. Buscaban una identificación del público con los contenidos de las publicaciones, frente al interés del Estado de filtrar todos aquellos elementos susceptibles de brindar una realidad problemática y concienciadora. Aparentemente existía un poder arbitral entre el gobierno, representante del Estado, y los empresarios de información; ese árbitro era el poder judicial. Los jueces nombrados por la Corona, frecuentemente simpatizaban con la tentativa del gobierno para evitar que la prensa perturbara al público. Durante el siglo xvm, los tribunales se adhirieron al principio de que el material publicado que atacara a las políticas del gobierno o a sus funcionarios tendía a socavar al Estado y por tanto resultaba ilegal. De acuerdo con el sistema inglés de jurisprudencia, el problema de si las palabras publicadas eran peligrosas o «sediciosas», o no, resultaba evidente de la mera lectura de las mismas y, por ende, podía determinarse por el jurado. A principios del siglo xvm, los jurados en Inglaterra y en Norteamérica comenzaron a rebelarse contra esta división de funciones. Acicateados tanto por los editores como por los dirigentes políticos liberales, se negaron a pronunciar condenas. La Libel Act de Fox solucionó la controversia en 1792, concediendo al jurado el derecho a determinar la tendencia dañina del material publicado (Siebert, op. cit.). Hasta 1843, mediante la Parliament Act, no se conseguía en Inglaterra que la «verdad» de la información fuera un valor situado por encima del «daño» político que pudiera causar. La eficacia de la verdad establecida, aunque fuera falsa, fue una larga secuela medieval sostenida en la liberal Inglaterra hasta mediado el próximo siglo xix. Con todo, el panorama de la prensa inglesa con posterioridad a la resolución de 1688 es de un progresismo objetivo evidente, sobre todo en comparación al estatuto de la comunicación social en el resto del mundo. De momento la abolición de la Licensing Act provocó una proliferación de periódicos desconocida hasta entonces. Inicialmente el precio de

LIBERTAD DENTRO DE UN ORDEN Ordenamiento de la Revolución. La tolerancia y la curiosidad son la base de la posición moral de unos intelectuales que a pesar de seguir dependiendo de las idas y venidas de conservadores y liberales, a pesar de ser víctimas propicias, y a veces con gusto, de la corrupción económica, iluminaron sobre el temple de sus conciudadanos y prepararon el talante del futuro. La importancia de The Spectator fue tan impresionante que en cuarenta años el modelo fue imitado en toda Europa y llegó incluso a España, imitado por Clavijo y Fajardo en El Pensador. The Spectator fue el faro guía de los ilustrados del siglo XVIII, vivo después de muerto (desapareció en 1712), como sólo lo consiguen los mitos. En la misma línea edita posteriormente Addison el Guardian , que tuvo una vida de 175 números. Y por doquier aparecían nuevas publicaciones que incluso se permitían delimitar parcelas de públicos según el sexo, según su nivel cultural, según sus gustos y aficiones: The Gentle - man’s Journal , The Gentleman’s Magazine, The Muses’ Mercury. The Gen - tientan s Magazine , concebido como un Reader’s Digest, tuvo una dura pugna con el Estado porque se empeñó en publicar debates parlamentarios. Para conseguir burlar la ley, los cronistas transcribían los debates del Parlamento como si fueran los del Parlamento del Liliput gulliveria- no, subterfugio que se mantuvo hasta que en 1754 se instituyó la norma de tolerar que los periódicos tuvieran la libertad de informar sobre las sesiones de la Cámara de los Comunes. El crecimiento de la circulación ya es impresionante en este período. En 1711 se venden un total de 2.250.000 ejemplares, de los distintos diarios, en toda Inglaterra; en 1753, la cifra era de 7.000.0000 y en 1760 de 9.000.000. La prensa prospera, opinan Appia y Cassen (Presse, Radio et Télévision en Grande-Bretagne, Armand Collin, 1970), porque responde a la necesidad creciente de la burguesía: la de informarse profesionalmente y elevarse socialmente. Cumple este papel sobre todo con un sector burgués que no posee las claves lingüísticas de la cultura con mayúscula y busca en la prensa adoctrinadora y formativa la divulgación de las ideas que le sirven para legitimar su ascensión histórica. A medida que la audiencia sube, el Parlamento aumenta los impuestos y prosigue su política de compra de editores y periodistas para que no incordien. El aumento de la audiencia y el concurso de una incipiente publicidad van dando seguridad a empresarios y profesionales. Con el respaldo del consenso del público plantearán una dura batalla final para conformar las reglas del liberalismo en el campo de la comunicación social. En el número 1 del diario North Briton (1762), Wilkes plantea descaradamente la necesidad de oponer la libertad de prensa a la corrupción política. En el número 45 critica el Discurso de la Corona del rey Jorge III y la persecución gubernamental convierte a Wilkes en un héroe popular. En el Public Advertiser se publican entre 1769 y 1772 las «Cartas de Junius»,^6 despiadado ataque contra los altos cargos del gobierno y contra el mismísimo rey. Son piedras de toque. El público secunda las actividades de Wilkes y del Public Advertiser y el gobierno, el Parlamento y el rey no tienen más remedio que claudicar ante la que

HISTORIA Y COMUNICACIÓN SOCIAL era su más importante clientela histórica, cada vez más rica y poderosa: la burguesía. Pero no bastó que cuajara un periódico como el Political Register (1802) entre la clase obrera y el campesinado, para que el gobierno gravara aún más los impuestos en un desesperado intento de dejar los avances del «cuarto poder» aún dentro del orden burgués. En 1816 la tirada del Political Re - gister era de 40.000 ejemplares y se calcula que lo leían unas 500.000 personas. La consecuencia inmediata fue que en 1819 se aumentaran el número de impresos sobre la prensa, mediante la ley del Timbre (News- paper Stamp Duties Act). El director del Political Register es William Cobbett, un hombre inicialmente conservador, que ante los excesos jacobinos de la Revolución francesa optara por la defensa de la libertad dentro de un orden, como la mayoría de los intelectuales integrados del siglo XVIII. El espectáculo de la miseria campesina fue radicalizando su posición, hasta que chocó con el poder, irritado por la alineación de clase que progresivamente iba adoptando la publicación. Cobbett rechazó siempre las ofertas gubernamentales de financiación y lo dirigió incluso en los períodos en que permaneció encarcelado, acusado de sedición. Frente a la significación del Political Register ya hay que hablar de la actitud de The Times. Nació en 1785 con el título Daily Universal Register y en 1788 pasaba a adoptar su actual nombre. Su director era John Walter I, editor de libros, quien a cambio de publicar declaraciones del gobierno recibía pedidos libreros oficiales. La honradez no era el fuerte de Walter I, de quien uno de sus empleados dijo en cierta ocasión: «No ha realizado un acto honesto en toda su vida». Estos diarios, que ahora abandonamos en los albores de la auténtica prensa de masas, ya empezaron a beneficiarse del clima creado por otra revolución más radical que la inglesa. La Revolución francesa sensibili-

miembros. Representaban notable

parte de aquellos hombres

instruidos, ligentes, sensibles y

conscientes de la sociedac

3, hombres que se habían mostrado en sitúale suministrar una guía y una dirección a la que compartían con otros. Por eso la compen- 1 de las condiciones sociales que les motivaron ícialmente el papel de la universidad y de instituciones culturales— ayuda a explicar ira tempestad que abatió el sistema de gobier- tuardo y sumió a Inglaterra en los espasmos guerra civil». [ark H. Curtis, «Los intelectuales alineados primer período de la Inglaterra Estuardo» (del :olectivo Crisis in Europe, Routledge & Kegan 1965). Esta reivindicación se oponía a la arbitra- 1 de la monarquía absoluta que sólo concedía sos para comercio exterior ligados con la Co- ) con las razones de Estado. Gaeta (Storia del giomalismó) habla de la ncia política que llegaron a tener los cafés, lugares de reunión y discusión, por lo tanto tercomunicación. Fueron siempre muy mal por el poder. Llegaron a ser suprimidos 76 porque se habían convertido en lugares de ación de «noticias malignas e infamantes del no de Su Majestad». Los gustos del nuevo público, la burguesía,

puestos a la retórica literaria de las clases al- l utilitarismo de la expresión se impone como comunicativo supremo: «Los miembros de la