Docsity
Docsity

Prepare-se para as provas
Prepare-se para as provas

Estude fácil! Tem muito documento disponível na Docsity


Ganhe pontos para baixar
Ganhe pontos para baixar

Ganhe pontos ajudando outros esrudantes ou compre um plano Premium


Guias e Dicas
Guias e Dicas

DESTEJIENDO EL ARCO IRIS Ciencia, ilusión, y el, Manuais, Projetos, Pesquisas de Cultura

livro cientifico

Tipologia: Manuais, Projetos, Pesquisas

2015

Compartilhado em 01/07/2015

nivaldo-muniz-4
nivaldo-muniz-4 🇧🇷

4

(1)

10 documentos

1 / 352

Toggle sidebar

Esta página não é visível na pré-visualização

Não perca as partes importantes!

bg1
Metatemas
Libros para pensar la ciencia
Colección dirigida por Jorge Wagensberg
Al cuidado del equipo científico del Museu de la Ciencia
de la Fundació "la Caixa"
* Alef, símbolo de los números transfinitos de Cantor
pf3
pf4
pf5
pf8
pf9
pfa
pfd
pfe
pff
pf12
pf13
pf14
pf15
pf16
pf17
pf18
pf19
pf1a
pf1b
pf1c
pf1d
pf1e
pf1f
pf20
pf21
pf22
pf23
pf24
pf25
pf26
pf27
pf28
pf29
pf2a
pf2b
pf2c
pf2d
pf2e
pf2f
pf30
pf31
pf32
pf33
pf34
pf35
pf36
pf37
pf38
pf39
pf3a
pf3b
pf3c
pf3d
pf3e
pf3f
pf40
pf41
pf42
pf43
pf44
pf45
pf46
pf47
pf48
pf49
pf4a
pf4b
pf4c
pf4d
pf4e
pf4f
pf50
pf51
pf52
pf53
pf54
pf55
pf56
pf57
pf58
pf59
pf5a
pf5b
pf5c
pf5d
pf5e
pf5f
pf60
pf61
pf62
pf63
pf64

Pré-visualização parcial do texto

Baixe DESTEJIENDO EL ARCO IRIS Ciencia, ilusión, y el e outras Manuais, Projetos, Pesquisas em PDF para Cultura, somente na Docsity!

Metatemas

Libros para pensar la ciencia

Colección dirigida por Jorge Wagensberg

Al cuidado del equipo científico del Museu de la Ciencia de la Fundació "la Caixa"

  • Alef, símbolo de los números transfinitos de Cantor

Richard Dawkins

DESTEJIENDO EL ARCO IRIS

Ciencia, ilusión, y el deseo de asombro

Traducción de Joandoménec Ros

9 Prefacio

17 1. La anestesia de la familiaridad 31 2. El salón de los duques 55 3. Códigos de barras en las estrellas 83 4. Códigos de barras en el aire 99 5. Códigos de barras en el estrado 131 6. Embaucados por la fantasía de las hadas 163 7. Destejiendo lo sobrenatural 197 8. Enormes símbolos nebulosos de un romance elevado 227 9. El cooperador egoísta 251 10. El libro genético de los muertos 273 11. Volviendo a tejer el mundo 303 12. El globo de la mente

Apéndices

333 Bibliografía 343 índice onomástico y de materias

Prefacio

Un editor extranjero de mi primer libro {El gen egoísta, 1976) me confesó que después de leerlo no pudo dormir durante tres noches; hasta tal punto llegó a perturbarlo su, para él, frío y desolado mensaje. Otros me han preguntado cómo puedo soportar levantarme de la cama cada mañana. Un profesor de un país lejano me escribió una carta llena de reproches en la que me contaba que una alumna se le había presen- tado llorando después de haber leído el mismo libro, porque se había convencido de que la vida era vana y carecía de propósito. El profesor le aconsejó que no mostrara el libro a ninguno de sus amigos, por miedo a que se contaminaran del mismo pensamiento nihilista. Acusa- ciones similares de desolación estéril, de promover un mensaje árido y lúgubre, se lanzan con frecuencia contra la ciencia en general, y a los propios científicos les cuesta poco subirse al mismo carro. Mi colega Peter Atkins concluye su libro La segunda ley (1984) de esta guisa:

Somos hijos del caos, y la estructura profunda del cambio es la de- gradación. En el fondo, sólo existe la corrupción y la imparable marea del caos. No hay finalidad; hay tan sólo dirección. Ésta es la cruda realidad que tenemos que aceptar si escudriñamos con pro- fundidad y de forma desapasionada el corazón del universo.

Pero esta conveniente depuración de cualquier propósito edulco- rado y falso, este laudable realismo en detrimento del sentimentalismo cósmico, no debe confundirse con la pérdida de la esperanza personal.

poeta digno del calificativo de romántico no podría dejar de dar un brinco si contemplara el universo de Einstein, Hubble y Hawking. Lee- mos su naturaleza a través de las líneas de Fraunhofer («Códigos de barras en las estrellas») y sus desplazamientos a lo largo del espectro. La imagen de los códigos de barras nos lleva a los dominios muy dis- tintos, pero igualmente intrigantes, del sonido («Códigos de barras en el aire») y luego a la identificación por el ADN («Códigos de barras en el estrado»), que ofrece la oportunidad de reflexionar sobre otros as- pectos del papel de la ciencia en la sociedad. En lo que llamo la «sección de engaños» del libro, «Embaucados pof la fantasía de las hadas» y «Destejiendo lo sobrenatural», me dirijo a la gente corriente supersticiosa que, sin la exaltación de los poetas que defienden el arco iris, se deleita en el misterio y se siente estafada cuando se le explica. Es gente que disfruta con las historias de fantas- mas, cuya mente salta enseguida al poltergeist o el milagro siempre que sucede algo que parezca mínimamente extraño, y que nunca pierde la oportunidad de citar a Hamlet:

¡Hay algo más en el cielo y en la tierra, Horacio, de lo que ha soñado tu filosofía!^1

La respuesta del científico («Sí, pero estamos trabajando en ello») no les inmuta en absoluto. Para ellos, encontrar la explicación de un buen misterio es ser un aguafiestas. Eso mismo pensaron algunos poe- tas románticos de la explicación que dio Newton del arco iris. Michael Shermer, editor de la revista Skeptic, suele relatar una anécdota muy instructiva. En una ocasión desenmascaró públicamente a un famoso espiritualista televisivo. El hombre engañaba al personal con trucos ordinarios y le hacía creer que se estaba comunicando con espíritus de personas muertas. Pero, en lugar de mostrarse hostil con el charlatán desenmascarado, la audiencia se encaró con el desenmascara- dor y respaldó a una mujer que lo acusó de conducta «inadecuada» por- que había destruido las ilusiones de la gente. Uno pensaría que la mujer tendría que haberle estado agradecida por quitarle la venda de los ojos,

  1. There are more things in heaven and earth, Horatio, / Than are dreamt of in your philosophy.

pero por lo visto ella prefería mantenerla bien apretada. Creo que un universo ordenado, indiferente a las preocupaciones humanas, en el que todo tiene una explicación (aunque todavía nos falte mucho trecho por recorrer antes de encontrarla) es un lugar más hermoso y maravi- lloso que un universo embaucado por una magia caprichosa y ad hoc. El paranormalismo puede considerarse un abuso del legítimo sen- tido de la maravilla poética que debería alimentar la auténtica ciencia. Una amenaza distinta procede de lo que podríamos llamar «mala poe- sía». El capítulo «Enormes símbolos nebulosos de un romance ele- vado» advierte contra la seducción que ejerce la mala ciencia poética, contra la fascinación de la retórica engañosa. A modo de ejemplo, me referiré a un autor que ha hecho contribuciones en mi propio campo y cuya imaginativa pluma le ha conferido una influencia desproporcio- nada (y creo que desafortunada) en la comprensión de la evolución por parte del público norteamericano. Pero el impulso dominante del libro es en favor de la buena ciencia poética, que no quiere decir ciencia es- crita en verso, sino ciencia inspirada por un sentido poético de la mara- villa. Los cuatro últimos capítulos insinúan lo que podrían llegar a hacer unos científicos poéticamente inspirados y con más talento que yo en relación a cuatro temas diferentes pero interrelacionados. Por muy «egoístas» que sean, los genes deben ser también «cooperativos» en el sentido de Adam Smith (por eso el capítulo «El cooperador egoísta» se abre con una cita de dicho autor, aunque no hace referencia a este tema, sino a la maravilla misma). Los genes de una especie pueden contem- plarse como una descripción de mundos ancestrales, un «Libro gené- tico de los muertos». De modo parecido, el cerebro «vuelve a tejer» el mundo construyendo una «realidad virtual» continuamente puesta al día en la cabeza. En «El globo de la mente» especulo sobre los oríge- nes de los rasgos más distintivos de nuestra propia especie y, por úl- timo, vuelvo a maravillarme ante el impulso poético mismo y su posi- ble papel en la evolución humana.

La informática está impulsando un nuevo Renacimiento, y algunos de sus genios creativos son a la vez mecenas y renacentistas por dere- cho propio. En 1995, Charles Simonyi, de Microsoft, dotó una nueva

ferencia Richard Dimbleby de 1996. Algunos párrafos de un borrador anterior de este libro aparecieron en esta conferencia televisada por la BBC. También en 1996 presenté un documental televisivo de una hora en el Channel Four, Break the Science Barrier [Romper la barrera de la ciencia]. Trataba el tema de la ciencia en la cultura, y algunas de las ideas de fondo, desarrolladas en conversaciones con John Gau, el pro- ductor, y Simón Raikes, el director, han influido en este libro. En 1998 incorporé algunos fragmentos del libro en mi conferencia para la serie Sounding the Century [Sondeando el siglo], difundida por Radio 3 de la BBC desde el Queen Elizabeth Hall de Londres. (Agradezco a mi es- posa el título de la conferencia, «Ciencia y sensibilidad», que ya ha sido plagiado nada menos que por una revista de supermercado, ante lo cual no sé qué medidas tomar.) También he utilizado párrafos de este libro en artículos publicados en el Independent, el Sunday Times y el Observer. Cuando se me concedió el Premio Internacional Cosmos en 1997 elegí «El cooperador egoísta» como título para mi discurso de aceptación, que dicté tanto en Tokyo como en Osaka. Algunas partes de esta conferencia han sido reelaboradas y ampliadas en el capítulo 9 del mismo título. Algunas partes del capítulo 1 proceden de mis confe- rencias de Navidad de la Institución Real. El libro se ha beneficiado mucho de las constructivas críticas verti- das sobre un borrador previo por Michael Rodgers, John Catalano y lord Birkett. Michael Birkett se ha convertido en mi lector profano ideal. Su ingenio académico hace que sea un placer leer sus comenta- rios críticos por derecho propio. Michael Rodgers fue el editor de mis tres primeros libros y, por deseo mío y generosidad suya, también ha desempeñado un papel importante en los tres últimos. Querría agrade- cer a John Catalano no sólo sus útiles comentarios, sino también su http://www.spacelab.net/~catalj/home.html, cuya excelencia (que no tiene nada que ver conmigo) podrán apreciar todos los que vayan allí. Stefan McGrath y John Radziewicz, editores respectivamente en Pen- guin y Houghton Mifflin, me ofrecieron su ánimo paciente y consejos literarios que valoro mucho. Sally Holloway trabajó sin descanso y de buena gana en la corrección final del original. Gracias también a Ingrid Thomas, Bridget Muskett, James Randi, Nicholas Davies, Daniel Den- nett, Mark Ridley, Alan Grafen, Juliet Dawkins, Anthony Nuttall y John Batchelor.

Mi esposa, Lalla Ward, ha criticado cada capítulo una docena de veces en varios borradores, y con cada lectura me he beneficiado de su oído de actriz, sensible al lenguaje y a sus cadencias. Cada vez que yo dudaba, ella creía en el libro. Su visión lo ha mantenido ligado, y no lo hubiera terminado sin su ayuda y su aliento. Se lo dedico a ella.

La anestesia de la familiaridad

Vivir ya es bastante milagroso. Mervyn Peake, The Glassblower [El soplador de vidrio] (1950)

Vamos a morir, y esto es una suerte. La mayoría de gente no tendrá oportunidad de morir porque nunca habrá nacido. Las personas que podrían haberse encontrado aquí en mi lugar y que nunca verán la luz del día son más numerosas que los granos de arena de Arabia. Estos fantasmas no nacidos seguramente incluyen poetas más grandes que Keats y científicos más grandes que Newton. Podemos asegurarlo por- que el conjunto de individualidades posibles que permite nuestro ADN excede con mucho el de personas reales. Entre las incontables posibili- dades que podrían haberse materializado, somos el lector y yo, en nuestra medianía, los que estamos aquí. Moralistas y teólogos dan mucho peso al momento de la concep- ción, pues lo ven como el instante en que el alma comienza a existir. Si, como yo, el lector es indiferente a esta palabrería, todavía debe considerar ese instante concreto nueve meses antes de su nacimiento como el acontecimiento más decisivo en su trayectoria personal. Es el momento en que su conciencia se hizo de golpe trillones de veces más previsible que una fracción de segundo antes. Desde luego, el embrio- nario lector que comenzó a existir tenía todavía multitud de obstáculos que salvar. La mayoría de embriones concebidos terminan en un aborto temprano antes de que la madre advierta siquiera que estaban allí, y to- dos nosotros tenemos la suerte de no haber tenido el mismo destino. Por otra parte, hay algo más en la identidad personal aparte de los ge- nes, como nos demuestran los gemelos idénticos (que se separan des- pués del momento de la fecundación). No obstante, el momento en que

un espermatozoide concreto penetró en un óvulo concreto fue, en nuestra percepción retrospectiva privada, un momento de singularidad vertiginosa. Fue entonces cuando las posibilidades en contra de que el lector se convirtiera en una persona pasaron de una cifra astronómica a una cifra contable. La lotería se inicia antes de que seamos concebidos. Nuestros pa- dres tuvieron que encontrarse, y la concepción de cada uno de ellos fue tan improbable como la propia. Y así sucesivamente, remontándonos a nuestros cuatro abuelos y a nuestros ocho tatarabuelos, hasta un punto en el que ya no tiene sentido pensar. Desmond Morris abre su autobio- grafía, Animal Days [Días de animales] (1979), con su característica vena cautivadora:

Napoleón fue quien lo empezó todo. Si no hubiera sido por él, quizá yo no estuviera ahora aquí escribiendo estas palabras... porque fue una de sus balas de cañón, disparadas en la guerra peninsular contra España y Portugal, la que arrancó el brazo de mi tatarabuelo, James Morris, y alteró todo el curso de la historia de mi familia.

Morris cuenta que el forzado cambio de carrera de su antepasado tuvo algunos efectos decisivos que culminaron en su propio interés por la historia natural. Pero, realmente, no tenía por qué haberse preocu- pado. No hay «quizá» en ello. Naturalmente que Morris debe su mis- ma existencia a Napoleón. Y lo mismo me ocurre a mí y al lector. Na- poleón no tenía que arrancar el brazo de James Morris para sellar el destino del joven Desmond, y también el del lector y el mío. No ya Na- poleón, sino el más humilde campesino medieval no tenía más que es- tornudar para afectar a algo que cambiara a su vez alguna otra cosa que, tras una larga reacción en cadena, hiciese que uno de nuestros antepasa- dos en potencia no llegara a serlo y, en cambio, se convirtiera en el an- tepasado de alguna otra persona. No estoy hablando de las teorías del caos y de la complejidad que están en boga, sino simplemente de las es- tadísticas ordinarias de la causación. El hilo de eventos históricos del que pende nuestra existencia es tenue hasta el sobresalto.

Cuando se la compara con el intervalo de tiempo que nos es desco- nocido, ¡oh rey!, la actual vida de los hombres sobre la Tierra es

posible. Puesto que es probable que el total de la población futura su- pere por un amplio margen el número de mis contemporáneos, no puedo sino aspirar a estar muerto para cuando el lector esté leyendo es- tas palabras. Visto jocosamente, esto no es más que la esperanza de que mi libro tarde mucho en dejar de reeditarse. Pero lo que veo mien- tras escribo esto es que tengo la suerte de estar vivo, y lo mismo le digo al lector. Vivimos en un planeta que es casi perfecto para nuestro modo de vida: ni demasiado cálido ni demasiado frío, caldeado por una luz solar agradable mientras gira calmosamente, suavemente hidratado; una fiesta verde y dorada de planeta. Por desgracia, también hay eriales y barriadas pobres, lugares en los que impera la miseria y el hambre. Pero echemos un vistazo a la competencia. Comparado con la mayoría de planetas, esto es el paraíso, y hay zonas de la Tierra que aún son pa- radisíacas desde cualquier punto de vista. ¿Cuál es la probabilidad de que un planeta elegido al azar tenga estas cualidades tan amigables? Incluso el cálculo más optimista nos diría que menos de una entre un millón. Imagine el lector una nave espacial llena de exploradores durmien- tes, colonos potenciales ultracongelados procedentes de algún mundo distante. La nave podría estar cumpliendo una misión desesperada para salvar a la especie antes de que un cometa imparable, como el que eli- minó a los dinosaurios, impacte en su planeta natal. ¿Cuáles son las posibilidades de que la nave espacial encuentre alguna vez un planeta tolerable para la vida? Si, en el mejor de los casos, sólo hay un planeta de cada millón que sea adecuado, y si se tardan siglos en viajar de una estrella a otra, es patéticamente improbable que la nave encuentre un refugio apto y, menos aún, seguro para su cargamento durmiente. Pero imaginemos que el piloto robot de la nave tiene una suerte in- decible y, después de millones de años, acierta a encontrar un planeta capaz de albergar vida: un planeta de temperatura moderada, bañado por una cálida luz estelar y refrescado por el oxígeno y el agua. Los pasajeros, nuevos Rip van Winkle,^1 se despiertan y salen de la nave

  1. Personaje de una narración de Washington Irving, muy conocida en los países anglo- sajones, que se despierta después de un sueño de 20 años y advierte grandes cambios en el mundo que le rodea. (N. del T.).

tambaleándose. Después de un millón de años de sueño, contemplan un planeta fértil, con ríos y cascadas rutilantes y prados lujuriantes, un mundo repleto de criaturas que surcan una exuberancia verde y ex- traña. Nuestros viajeros caminan en trance, estupefactos, incapaces de dar crédito a sus sentidos no habituados o a su suerte. Como ya he dicho, este relato implica una suerte increíble; es im- probable que ocurra algo así. Ahora bien, ¿acaso no es esto lo que nos ha ocurrido a cada uno de nosotros? Nos hemos despertado después de un sueño de cientos de millones de años, desafiando las posibilidades astronómicas en contra. Admito que no venimos al mundo en una nave espacial, ni irrumpimos en él con la conciencia ya despierta, sino que acumulamos conocimiento gradualmente a lo largo de la infancia. El hecho de que descubramos lentamente nuestro mundo en lugar de aprehenderlo de golpe no le resta nada de su maravilla. Sé que estoy haciendo trampa. Al hablar de suerte estoy poniendo la carreta delante de los bueyes. No es ningún accidente que la vida tal como la conocemos se encuentre en un planeta cuya temperatura, plu- viosidad y demás sean inmejorables. Si un planeta es apto para la evo- lución de alguna clase de vida, entonces las condiciones serán las idó- neas para esa clase de vida. Pero en tanto que individuos seguimos siendo inmensamente afortunados. Somos unos privilegiados, y no sólo por poder gozar de nuestro planeta. Se nos ha concedido la oportunidad de comprender por qué nuestros ojos están abiertos, y por qué ven lo que ven, en el corto tiempo de que disponemos antes de que se cierren para siempre.

Aquí, me parece a mí, radica la mejor respuesta a esos tacaños de espíritu que andan siempre preguntando qué utilidad tiene la ciencia. En una de esas anécdotas míticas de autoría incierta, parece ser que cierto personaje le preguntó a Michael Faraday para qué servía la cien- cia. «Señor», contestó Faraday, «¿para qué sirve un niño recién na- cido?». Lo que Faraday (o Benjamin Franklin, o quienquiera que fuese) quiso decir es que un bebé podía no reportar nada en el presente, pero tenía un gran potencial de cara al futuro. Me gusta pensar que quiso de- cir algo más: ¿qué utilidad tiene traer un niño al mundo si lo único que hace con su vida es trabajar para poder vivir? Si todo se juzga por lo «útil» que es (útil para seguir vivo, se entiende), entonces nos encon- tramos ante un argumento circular y fútil. Tiene que existir algún valor