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Tipologia: Esquemas
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Mis recuerdos se iluminan bajo la sombría luz del alba, cuando, tras los muros desgastados de la vieja casa donde soy apresado, el día comienza en un susurro. Aquí, en este rincón del mundo andino, donde las montañas abrazan a la tierra con su inmensa sabiduría, mi vida se transforma en un ciclo de sufrimiento y soledad. A pesar de la grandeza natural que me rodea, yo, Ángel, un joven esclavo de esta mujer envejecida y cruel, he aprendido a reconocer tanto la belleza como el dolor en este paisaje. La dueña de mis días, Doña Ernestina, es una mujer cuya mirada fría podría congelar el tiempo. La casa de adobe que habito, con paredes agrietadas y techos de paja, resuena con sus gritos, que son la sinfonía diaria de mi existencia. No hay espacio para la compasión ni la empatía en su corazón. Con cada orden que me lanza, mi espíritu se agrieta un poco más. “¡Límpialo todo, Ángel! ¡No quiero ver ni una mota de polvo!” Sus palabras son dagas que golpean mi alma, dejándome marcado con la indolencia del desdén. Cada golpe, cada insulto, es un recordatorio de mi lugar en el mundo: el de un ser insignificante, un mero objeto a merced de su capricho. En el silencio de mis reflexiones, sin embargo, hallo consuelo en la amistad de Patric y Alessandro. Ellos son los únicos destellos de luz en un panorama cubierto de sombras. Juntos, compartimos risas y sueños en la escuela, un espacio donde las esperanzas florecen por un breve instante. No obstante, al llegar a casa, la tristeza se apodera de mí nuevamente, como una nube oscura que oculta el sol. Patric es un amante de la música, su voz armoniza con el canto de los pájaros en las mañanas; Alessandro, por su parte, es un apasionado de la naturaleza, siempre incitándome a mirar más allá de las montañas. “Ángel, mira cómo bailan las hojas al viento, siente cómo la tierra respira”, dice con fervor. Sus palabras son un bálsamo que alivia mi herida, aunque la realidad regrese con su crudo peso.
Pero hay algo más que me aflige en este laberinto de dolor: mi corazón late por María, una chica vibrante de nuestro colegio. Su risa es un canto fresco que irrumpe en mis pensamientos, y su sonrisa, el rayo de luz que traspasa mis muros. A menudo, la observo desde lejos, deseando poder acercarme a ella y compartir mis anhelos. Sin embargo, la sombra de Doña Ernestina se cierne sobre mí, impidiéndome alcanzar esa felicidad que parece tan distante. “Eres un estúpido, Ángel”, me reprende ella sólo al saber que os ganas algún momento de alegría junto a mis amigos. “Debes trabajar más, y si no lo haces, no tendrás comida.” Así, mis sueños se desvanecen, anegados por la opresión de su autoridad. Entonces, un día, la crueldad de Doña Ernestina alcanzó un nuevo nivel. Enterada de mis sentimientos por María, decidió jugar con mi destino. Me obligó a realizar trabajos forzados en el campo, bajo el sol abrasador, mientras ella disfrutaba de la compañía de sus amigos en la ciudad. Sin embargo, el cosmos andino que me rodea, con su fragancia a tierra y flores silvestres, se volvió mi refugio en medio de tanto tormento. En cada espiga dorada que acariciaba el viento, encontraba un susurro de esperanza. Pero el dolor persiste: “No olvides tu lugar, Ángel”, resonaba en mi mente. A medida que pasaron los días, el profundo sufrimiento comenzó a arañar mi ser. La carga física y emocional era abrumadora. Una tarde, mientras luchaba contra la fatiga y la tristeza, caí de rodillas en el suelo, buscando apoyo en la tierra que tanto amaba. Quisiera haber encontrado consuelo en la naturaleza, pero solo sentí que el espíritu de la vida me abandonaba. Mis manos, lechosas de trabajo, ya no podían sostener el peso de mi opresión. Doña Ernestina, al percatarse de mi estado, tomó esa debilidad como una oportunidad para humillarme aún más. “Veo que la tierra te está devorando, tómalo como una advertencia”, dijo con burla. Sus palabras fueron el eco de mi inminente caída. Finalmente, en un instante, el terrible desenlace llegó. Un día, cuando los rayos dorados del amanecer apenas iluminaban el horizonte, me encontré a mí mismo en un oscuro laberinto de desesperación. Agotado, herido, decidí poner fin a esta agonía. Caminé hacia el acantilado que siempre observaba desde lejos. Parado al borde, miré hacia el vasto valle que se extendía ante mí, donde las montañas parecían ofrecerme su abrazo eterno. En ese último suspiro, comprendí que incluso en la tragedia de mi existencia, la naturaleza no juzga, sino que acoge. Y así, con un brillo de esperanza entre lágrimas, di un paso al vacío.