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En los últimos años el incremento constante de las necesidades de atención social, sanitaria y sociosanitaria, así como el desarrollo y profesionalización de este sector ha supuesto un importante reto social, en el que todas las personas, las instituciones, las empresas, las familias, estamos involucrados de una u otra manera. Aunque todavía gran parte del cuidado y atención a las personas mayores, discapacitadas y/o dependientes recae en las familias y en el apoyo natural .
Tipo: Ejercicios
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En los últimos años el incremento constante de las necesidades de atención social, sanitaria y sociosanitaria, así como el desarrollo y profesionalización de este sector ha supuesto un importante reto social, en el que todas las personas, las instituciones, las empresas, las familias, estamos involucrados de una u otra manera. Aunque todavía gran parte del cuidado y atención a las personas mayores, discapacitadas y/o dependientes recae en las familias y en el apoyo natural (especialmente en los países mediterráneos y latinoamericanos), los importantes cambios sociodemográficos y culturales están implicando un sustancial cambio, casi una revolución, en las pautas y modelos de cuidado. Esta revolución cultural y sociodemográfica implica fundamentalmente que el cuidado –hasta ahora era una función femenina interpretada como “natural”, en el ámbito familiar (todavía lo sigue siendo)– va a pasar a ser gradualmente delegado en parte a una responsabilidad institucional y profesional. Ahora bien, el uso de recursos sanitarios viene condicionado por una serie de factores que escapan a los tratados directamente por el sistema sanitario, y que es necesario considerar en el avance hacia la eficiencia y eficacia del mismo, así como para mejorar la prevención, la atención y la salud de la población. Esto es especialmente importante en un contexto sociológico y demográfico en el que el sector de población mayor y muy mayor está ganando cada vez más peso específico. Este peso, y sus consecuencias, plantean asuntos clave no sólo en términos de eficiencia y eficacia del sistema sociosanitario, sino también a nivel de valores y derechos sociales. Una de las características más sobresalientes de la estructura demográfica de los países llamados desarrollados es el fuerte envejecimiento de la población. El progresivo incremento del sector mayor de 65 años y la mayor frecuencia de problemas de salud que se dan en este grupo de edad se traducen en un aumento del consumo de los servicios sanitarios y en una necesidad de especialización de estos. En el ámbito anglosajón, las circunstancias demográficas de finales del siglo XX y principios del XXI han hecho saltar las alarmas, observando en los estudios conclusiones poco menos que apocalípticas. Las consecuencias sobre las sociedades, en general, y sobre los sistemas sanitarios, en particular, no se han hecho esperar. Los servicios de salud en todo el mundo están sufriendo las mismas presiones, que pueden resumirse en el aumento de los costes del servicio, un incremento de necesidades específicas y de la demanda; presiones que deben afrontarse, además, considerando las circunstancias nacionales y locales. Estas circunstancias nacionales se concretan en la asunción de dos modelos de adaptación del sistema sanitario, cada uno con sus implicaciones. El primero de ellos es un modelo inclusionista que delega en otras instituciones la prestación del servicio especializado a este nuevo y numeroso grupo social. El segundo, inclusivo, internaliza la prestación. La reacción inclusionista puede ser (generalmente lo es) heredada de un sistema sanitario de base privatizada, donde el Estado suele limitarse a una regulación legal del sistema o, como máximo, a un prestación y controles básicos del mismo. La reacción inclusiva suele aparejarse a sistemas más centralizados. La adaptación del
sistema sanitario español está más en esta segunda línea, aunque la potencia del fenómeno ha generado también una externalización de la carga hacia el sistema informal de cuidadores, en el propio ámbito familiar. Las consecuencias de ambos enfoques son fácilmente apreciables, aún más desde la perspectiva histórica que nos ofrecen las tres o cuatro décadas de experiencia. La reacción inclusionista tiene implicaciones discriminatorias hacia el grupo social de los mayores, que se enfrentan claramente a los valores fundamentales sobre los que se han construido las democracias occidentales, fundamentalmente el principio de igualdad de acceso a los recursos públicos. Los cuidados específicos se dicotomizan en un sistema privado, basado en empresas aseguradoras y, por otra parte, un sistema de socialización de costes, donde los cuidadores informales (familiares cercanos, convivientes, parejas, etc.) asumen la prestación del servicio y los enormes costes de todo tipo que ello implica. Por la parte positiva, ofrece una menor carga financiera sobre el Estado. El afrontamiento inclusivo, por otro lado, tiene como principal característica una mayor coherencia del sistema con los idearios de igualdad propios de la cultura occidental, pero una repercusión financiera enorme en las arcas públicas. Al desequilibrio de las cuentas nacionales, especialmente en épocas de crisis económica como la actual, se añaden problemas en la prestación del servicio, saturado por la especificidad e incremento de la demanda. Las soluciones informales también se presentan en estos contextos. Desde un punto de vista más estructural, estos problemas sociales provienen de la diferente capacidad de adaptación al cambio de las vidas cotidianas de las personas (adaptación más rápida) y la estructura social (muy estable, con mucha inercia). El cambio social, tradicionalmente lento, se ha acelerado en el último siglo y especialmente durante el último tercio de este. Esta velocidad subraya aún más la importancia del escalón entre las dinámicas de vida cotidiana y la estructura social, en un contexto de complejidad y diversidad como en el que vivimos. En cualquier investigación sociológica, en el bloque informativo referido a los aspectos sociodemográficos de los sujetos de estudio, se descubren una serie de variables que muestran influencias significativas sobre la mayoría de las demás variables consideradas. Una de aquellas es la edad, que ofrece una capacidad estructurante fundamental. La edad es, al mismo tiempo, un proceso y un estado construido socialmente e interpretado culturalmente, que hace asumir a las personas roles sociales específicos con el paso del tiempo, que se van transformando con su transcurrir por los estatus sociales que implica cada fase. Cada edad es definida bio-psico-socialmente y la red de expectativas mutuas es específica en cada fase. Como para cualquier otro rol social, las personas nos distinguimos de las posiciones sociales que ocupamos, y nuestro paso por el rol es más rápido que el cambio del rol en sí mismo. Es decir, las personas asumimos los cambios sociales, pero estos no se reflejan a la misma velocidad en la "lista" de deberes y expectativas propias de las posiciones estructurales que ocupamos. Esta doble velocidad, a la que nos referíamos arriba, en el caso del final de la edad madura y en un contexto demográfico como el contemporáneo, provoca que esta diferencia de ritmo desestabilice los sistemas sociales previstos para dar cobertura a las necesidades de los mayores.