Docsity
Docsity

Prepara tus exámenes
Prepara tus exámenes

Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity


Consigue puntos base para descargar
Consigue puntos base para descargar

Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium


Orientación Universidad
Orientación Universidad

U3C9 - hobsbawn-historia-del-siglo-xx, Resúmenes de Literatura del Siglo XX

U3C9 - hobsbawn-historia-del-siglo-xx

Tipo: Resúmenes

2020/2021

Subido el 24/05/2025

facundo-brontes
facundo-brontes 🇦🇷

2 documentos

1 / 28

Toggle sidebar

Esta página no es visible en la vista previa

¡No te pierdas las partes importantes!

bg1
Capítulo X
LA REVOLUCIÓN SOCIAL, 1945-1990
L
ILY
:
Mi abuela nos contaba cosas de la Depresión. También puedes
leerlas.
R
OY
:
Siempre nos andan diciendo que deberíamos estar contentos de
tener comida y todo eso, porque en los años treinta nos decían
que la gente se moría de hambre y no tenía trabajo y tal.
B
UCKY
:
Nunca he tenido una depresión, o sea que en realidad no
me preocupa.
R
OY
:
Por lo que he oído, hubieras odiado vivir en esa época.
B
UCKY
:
Vale, pero no vivo en esa época.
S
TUDS
T
ERKEL
,
Hard Times (1970, pp. 22-23)
Cuando [el general De Gaulle] llegó al poder había un millón de
televisores en Francia... Cuando se fue, había diez millones... El estado
siempre ha sido un espectáculo. Pero el estado-teatro de ayer era muy
diferente del estado-TV de hoy.
R
EGÍS
D
EBRAY
(1994, p. 34)
I
Cuando la gente se enfrenta a algo para lo que no se la ha preparado con
anterioridad, se devana los sesos buscando un nombre para lo desconocido, aunque
no pueda ni definirlo ni entenderlo. Entrado ya el tercer cuarto del presente siglo,
podemos ver este proceso en marcha entre los intelectuales de Occidente. La palabra
clave fue la pequeña preposición «después», usada generalmente en su forma latina
de «post» como prefijo a una de las numerosas palabras que se han empleado, desde
hace varias generaciones, para delimitar el territorio mental de la vida en el siglo XX.
El mundo, o sus aspectos relevantes, se ha convertido en postindustrial,
postimperialista, postmo-
LA REVOLUCIÓN SOCIAL, 1945-1990 291
derno, postestructuralista, postmarxista, postgutenberguiano o lo que sea. Al igual
que los funerales, estos prefijos indicaban el reconocimiento oficial de una
defunción, sin implicar consenso o certeza alguna acerca de la naturaleza de la vida
después de la muerte. De este modo fue como la transformación social mayor y más
intensa, rápida y universal de la historia de la humanidad se introdujo en la
conciencia de las mentes reflexivas que la vivieron. Esta transformación es el tema
del presente capítulo.
La novedad de esta transformación estriba tanto en su extraordinaria rapidez
como en su universalidad. Es verdad que las zonas desarrolladas del mundo —o sea,
a efectos prácticos, la Europa central y occidental y América del Norte, además del
reducido estrato de los cosmopolitas ricos y poderosos de cualquier lugar— hacía
tiempo que vivían en un mundo de cambios, transformaciones tecnológicas e
innovaciones culturales constantes. Para ellas la revolución de la sociedad global
representó una aceleración, o una intensificación, de un movimiento al que ya
estaban acostumbradas. Al fin y al cabo, los habitantes de Nueva York de mediados
de los años treinta ya podían contemplar un rascacielos, el Empire State Building
(1934), cuya altura no se superó hasta los años setenta, y aun entonces sólo por unos
escasos treinta metros. Pasó bastante tiempo antes de que la gente se diese cuenta de
la transformación del crecimiento económico cuantitativo en un conjunto de altera-
ciones cualitativas de la vida humana, y todavía más antes de que la gente pudiese
evaluarlas, incluso en los países antes mencionados. Pero para la mayor parte del
planeta los cambios fueron tan repentinos como cataclísmicos. Para el 80 por 100 de
la humanidad la Edad Media se terminó de pronto en los años cincuenta; o, tal vez
mejor, sintió que se había terminado en los años sesenta.
En muchos sentidos quienes vivieron la realidad de estas transformaciones in situ
no se hicieron cargo de su alcance, ya que las experimentaron de forma progresiva, o
como cambios en la vida del individuo que, por drásticos que sean, no se conciben
como revoluciones permanentes. ¿Por qué tenía que implicar la decisión de la gente
del campo de ir a buscar trabajo en la ciudad, desde su punto de vista, una
transformación más duradera de la que supuso para los hombres y mujeres de Gran
Bretaña y Alemania en las dos guerras mundiales alistarse en el ejército o participar
en cualquiera de los sectores de la economía de guerra? Ellos no tenían intención de
cambiar de forma de vida para siempre, aunque eso fuera lo que ocurrió. Son los
observadores exteriores que revisan las escenas de estas transformaciones por etapas
quienes reconocen lo que ha cambiado. Qué distinta era, por ejemplo, la Valencia de
principios de los ochenta a la de principios de los cincuenta, la última vez en que este
autor visitó esa parte de España. Cuan desorientado se sintió un campesino siciliano,
especie de moderno Rip van Winkle —un bandido local que se había pasado un par
de décadas en la cárcel, desde mediados de los años cincuenta—, cuando regresó a
las afueras de Palermo, que entretanto habían quedado irreconocibles debido a la
actuación de las inmobiliarias. «Donde antes había viñedos, ahora hay palazzi», me
decía meneando incrédulo la
pf3
pf4
pf5
pf8
pf9
pfa
pfd
pfe
pff
pf12
pf13
pf14
pf15
pf16
pf17
pf18
pf19
pf1a
pf1b
pf1c

Vista previa parcial del texto

¡Descarga U3C9 - hobsbawn-historia-del-siglo-xx y más Resúmenes en PDF de Literatura del Siglo XX solo en Docsity!

Capítulo XLA REVOLUCIÓN SOCIAL, 1945-

LILY

:^ Mi abuela nos contaba cosas de la Depresión. También puedes

leerlas.

R

OY

:^ Siempre nos andan diciendo que deberíamos estar contentos de

tener comida y todo eso, porque en los años treinta nos decíanque la gente se moría de hambre y no tenía trabajo y tal.

B

UCKY

:^ Nunca he tenido una depresión, o sea que en realidad nome preocupa.

R

OY

:^ Por lo que he oído, hubieras odiado vivir en esa época. B UCKY

:^ Vale, pero no vivo en esa época.

STUDS

T

ERKEL

,^ Hard Times

(1970, pp. 22-23)

Cuando [el general De Gaulle] llegó al poder había un millón de televisores en Francia... Cuando se fue, había diez millones... El estadosiempre ha sido un espectáculo. Pero el estado-teatro de ayer era muydiferente del estado-TV de hoy.

R

EGÍS

D

EBRAY

(1994, p. 34)

I

Cuando la gente se enfrenta a algo para lo que no se la ha preparado con anterioridad, se devana los sesos buscando un nombre para lo desconocido, aunqueno pueda ni definirlo ni entenderlo. Entrado ya el tercer cuarto del presente siglo,podemos ver este proceso en marcha entre los intelectuales de Occidente. La palabraclave fue la pequeña preposición «después», usada generalmente en su forma latinade «post» como prefijo a una de las numerosas palabras que se han empleado, desdehace varias generaciones, para delimitar el territorio mental de la vida en el siglo XX.El

mundo,

o^

sus

aspectos

relevantes,

se

ha

convertido

en

postindustrial,

postimperialista, postmo-

LA REVOLUCIÓN SOCIAL, 1945-

291

derno, postestructuralista, postmarxista, postgutenberguiano o lo que sea. Al igualque

los

funerales,

estos

prefijos

indicaban

el

reconocimiento

oficial

de

una

defunción, sin implicar consenso o certeza alguna acerca de la naturaleza de la vidadespués de la muerte. De este modo fue como la transformación social mayor y másintensa, rápida y universal de la historia de la humanidad se introdujo en laconciencia de las mentes reflexivas que la vivieron. Esta transformación es el temadel presente capítulo.

La novedad de esta transformación estriba tanto en su extraordinaria rapidez como en su universalidad. Es verdad que las zonas desarrolladas del mundo —o sea,a efectos prácticos, la Europa central y occidental y América del Norte, además delreducido estrato de los cosmopolitas ricos y poderosos de cualquier lugar— hacíatiempo que vivían en un mundo de cambios, transformaciones tecnológicas einnovaciones culturales constantes. Para ellas la revolución de la sociedad globalrepresentó una aceleración, o una intensificación, de un movimiento al que yaestaban acostumbradas. Al fin y al cabo, los habitantes de Nueva York de mediadosde los años treinta ya podían contemplar un rascacielos, el Empire State Building(1934), cuya altura no se superó hasta los años setenta, y aun entonces sólo por unosescasos treinta metros. Pasó bastante tiempo antes de que la gente se diese cuenta dela transformación del crecimiento económico cuantitativo en un conjunto de altera-ciones cualitativas de la vida humana, y todavía más antes de que la gente pudieseevaluarlas, incluso en los países antes mencionados. Pero para la mayor parte delplaneta los cambios fueron tan repentinos como cataclísmicos. Para el 80 por 100 dela humanidad la Edad Media se terminó de pronto en los años cincuenta; o, tal vezmejor,

sintió

que se había terminado en los años sesenta.

En muchos sentidos quienes vivieron la realidad de estas transformaciones

in situ

no se hicieron cargo de su alcance, ya que las experimentaron de forma progresiva, ocomo cambios en la vida del individuo que, por drásticos que sean, no se concibencomo revoluciones permanentes. ¿Por qué tenía que implicar la decisión de la gentedel campo de ir a buscar trabajo en la ciudad, desde su punto de vista, unatransformación más duradera de la que supuso para los hombres y mujeres de GranBretaña y Alemania en las dos guerras mundiales alistarse en el ejército o participaren cualquiera de los sectores de la economía de guerra? Ellos no tenían intención decambiar de forma de vida para siempre, aunque eso fuera lo que ocurrió. Son losobservadores exteriores que revisan las escenas de estas transformaciones por etapasquienes reconocen lo que ha cambiado. Qué distinta era, por ejemplo, la Valencia deprincipios de los ochenta a la de principios de los cincuenta, la última vez en que esteautor visitó esa parte de España. Cuan desorientado se sintió un campesino siciliano,especie de moderno Rip van Winkle —un bandido local que se había pasado un parde décadas en la cárcel, desde mediados de los años cincuenta—, cuando regresó alas afueras de Palermo, que entretanto habían quedado irreconocibles debido a laactuación de las inmobiliarias. «Donde antes había viñedos, ahora hay

palazzi»,

me

decía meneando incrédulo la

292

LA EDAD DE ORO

cabeza. Realmente, la rapidez del cambio fue tal, que el tiempo histórico puedemedirse en etapas aún más cortas. Menos de diez años (1962-1971) separan unCuzco en donde, fuera de los límites de la ciudad, la mayoría de los indios todavíavestían sus ropas tradicionales, de un Cuzco en donde una parte sustancial de losmismos vestían ya ropas

cholas,

es decir, a la europea. A finales de los años setenta

los vendedores de los puestos del mercado de un pueblo mexicano ya determinabanlos

precios

a

pagar

por

sus

clientes

con

calculadoras

de

bolsillo

japonesas,

desconocidas allí a principios de la década.

No hay modo de que los lectores que no sean lo bastante mayores o viajeros como para haber visto avanzar así la historia desde 1950 puedan revivir estasexperiencias, aunque a partir de los años sesenta, cuando los jóvenes occidentalesdescubrieron que viajar a países del tercer mundo no sólo era factible, sino queestaba de moda, todo lo que hace falta para contemplar la transformación del planetaes

un

par

de

ojos

bien

abiertos.

Sea

como

sea,

los

historiadores

no

pueden

conformarse

con

imágenes

y

anécdotas,

por

significativas

que

sean,

sino

que

necesitan concretar y contar.

El cambio social más drástico y de mayor alcance de la segunda mitad de este siglo, y el que nos separa para siempre del mundo del pasado, es la muerte delcampesinado. Y es que, desde el Neolítico, la mayoría de seres humanos había vividode la tierra y de los animales domésticos o había recogido los frutos del marpescando. Excepto en Gran Bretaña, agricultores y campesinos siguieron formandouna

parte

muy

importante

de

la

población

activa,

incluso

en

los

países

industrializados, hasta bien entrado el siglo XX, hasta el punto de que, en los tiemposde estudiante de este autor, los años treinta, el hecho de que el campesinado seresistiera

a

desaparecer

todavía

se utilizaba

como

argumento

en

contra de

la

predicción de Marx de que acabaría haciéndolo. Al fin y al cabo, en vísperas de lasegunda guerra mundial, sólo había un país industrializado, además de Gran Bretaña,en donde la agricultura y la pesca emplearan a menos del 20 por 100 de la población:Bélgica. Incluso en Alemania y en los Estados Unidos, las dos mayores economíasindustriales, en donde la población rural ciertamente había experimentado unasostenida disminución, ésta seguía representando aproximadamente la cuarta parte dela población; y en Francia, Suecia y Austria todavía se situaba entre el 35 y el 40 por100. En cuanto a países agrícolas atrasados, como, en Europa, Bulgaria y Rumania,cerca de cuatro de cada cinco habitantes trabajaba la tierra.

Pero considérese lo que ocurrió en el tercer cuarto de siglo. Puede que no resulte demasiado sorprendente que, ya a principios de los años ochenta, menos de tres decada cien ingleses o belgas se dedicaran a la agricultura, de modo que es másprobable que, en su vida cotidiana, el inglés medio entre en relación con alguien quehaya sido un campesino en la India o en Bangladesh que con alguien que lo haya sidoen el Reino Unido. La población rural de los Estados Unidos había caído hasta elmismo porcentaje, pero esto, dado lo prolongado y ostensible de su declive, resultamenos sorprendente que el hecho de que esta minúscula fracción de la poblaciónactiva se encontrara en

LA REVOLUCIÓN SOCIAL, 1945-

293

situación de inundar los Estados Unidos y el mundo con cantidades ingentes de alimentos.Lo que pocos hubiesen podido esperar en los años cuarenta era que para principios de losochenta

ningún

país situado al oeste del telón de acero tuviese una población rural superior

al 10 por 100, salvo Irlanda (que estaba muy poco por encima de esta cifra) y los estados dela península ibérica. Pero el mismo hecho de que, en España y en Portugal, la poblacióndedicada a la agricultura, que constituía algo menos de la mitad de la población total en1950, se hubiera visto reducida al 14, 5 por 100 y al 17, 6 por 100 respectivamente al cabode treinta años habla por sí mismo. El campesinado español se redujo a la mitad en losveinte años posteriores a 1950, y el portugués, en los veinte posteriores a 1960

(ILO,

1990, cuadro 2A; FAO, 1989).

Las cifras son espectaculares. En Japón, por ejemplo, la proporción de campesinos se redujo del 52, 4 por 100 de la población en 1947 al 9 por 100 en 1985, es decir, en eltiempo que va del retorno de un soldado joven de las batallas de la segunda guerra mundialal momento de su jubilación en su carrera civil subsiguiente. En Finlandia —por citar uncaso real conocido por el autor— una muchacha hija de campesinos y que, en su primermatrimonio, había sido la mujer trabajadora de un campesino, pudo convertirse, antes dellegar a ser de mediana edad, en una figura intelectual y política cosmopolita. En 1940,cuando murió su padre en la guerra de invierno contra los rusos, dejando a madre e hija alcuidado de la heredad familiar, el 57 por 100 de los finlandeses eran campesinos yleñadores; cuando cumplió cuarenta y cinco años, menos del 10 por 100 lo eran. ¿Quépodría ser más natural que el hecho de que, en tales circunstancias, los finlandesesempezasen en el campo y acabaran de modo muy diferente?

Pero si el pronóstico de Marx de que la industrialización eliminaría al campesinado se estaba cumpliendo por fin en países de industrialización precipitada, el acontecimientorealmente extraordinario fue el declive de la población rural en países cuya evidente faltade desarrollo industrial intentaron disimular las Naciones Unidas con el empleo de una seriede eufemismos en lugar de las palabras «atrasados» y «pobres». En el preciso momento enque los izquierdistas jóvenes e ilusionados citaban la estrategia de Mao Tsetung para hacertriunfar la revolución movilizando a los incontables millones de campesinos contra lasasediadas fortalezas urbanas del sistema, esos millones estaban abandonando sus pueblospara irse a las mismísimas ciudades. En América Latina, el porcentaje de campesinos seredujo a la mitad en veinte años en Colombia (1951-1973), en México (1960-1980) y —casi— en Brasil (1960-1980), y cayó en dos tercios, o cerca de esto, en la RepúblicaDominicana (1960-1981), Venezuela (1961-1981) y Jamaica (1953-1981). En todos estospaíses —menos en Venezuela—, al término de la segunda guerra mundial los campesinosconstituían la mitad o la mayoría absoluta de la población activa. Pero ya en los añossetenta, en América Latina —fuera de los miniestados de Centroamérica y de Haití— nohabía

ningún

país en que no estuvieran en minoría. La situación era parecida en los países

islámicos occidentales. Argelia redujo su población rural del 75 por 100 al 20 por 100

296

LA EDAD DE ORO

a^

menudo

constituían

la base,

como

en

los

casos

de

Colombia

y

Perú,

de

movimientos guerrilleros locales. En cambio, las regiones de Asia en donde mejor seha mantenido el campesinado acaso sean las más densamente pobladas del mundo,con densidades de entre 100 y 800 habitantes por kilómetro cuadrado (el promediode América Latina es de 16).

Cuando el campo se vacía se llenan las ciudades. El mundo de la segunda mitad del siglo XX se urbanizó como nunca. Ya a mediados de los años ochenta el 42 por100 de su población era urbana y, de no haber sido por el peso de las enormespoblaciones rurales de China y la India, que poseen tres cuartas partes de loscampesinos de Asia, habría sido mayoritaria

(Population,

1984, p. 214). Hasta en el

corazón de las zonas rurales la gente se iba del campo a la ciudad, y sobre todo a lagran ciudad. Entre 1960 y 1980 la población urbana de Kenia se duplicó, aunque en1980 sólo alcanzase el 14, 2 por 100; pero casi seis de cada diez personas que vivíanen una ciudad habitaban en Nairobi, mientras que veinte años antes esto sólo ocurríacon cuatro de cada diez. En Asia, las ciudades de poblaciones millonarias, por logeneral capitales, aparecieron por doquier. Seúl, Teherán, Karachi, Yakarta, Manila,Nueva Delhi, Bangkok, tenían todas entre 5 y 8, 5 millones de habitantes en 1980, yse esperaba que tuviesen entre 10 y 13, 5 millones en el año 2000. En 1950 ningunade ellas (salvo Yakarta) tenía más de 1, 5 millones de habitantes, aproximadamente (World Resources,

1986). En realidad, las aglomeraciones urbanas más gigantescas

de finales de los ochenta se encontraban en el tercer mundo: El Cairo, Ciudad deMéxico, Sao Paulo y Shanghai, cuya población alcanzaba las ocho cifras. Y es que,paradójicamente,

mientras

el

mundo

desarrollado

seguía

estando

mucho

más

urbanizado que el mundo pobre (salvo partes de América Latina y del mundoislámico), sus propias grandes ciudades se disolvían, tras haber alcanzado su apogeoa principios del siglo XX, antes de que la huida a suburbios y a ciudades satéliteadquiriese ímpetu, y los antiguos centros urbanos se convirtieran en cascaronesvacíos de noche, al volver a sus casas los trabajadores, los comerciantes y laspersonas en busca de diversión. Mientras la población de Ciudad de México casi sequintuplicó en los treinta años posteriores a 1950, Nueva York, Londres y Parísfueron declinando o pasando a las últimas posiciones entre las ciudades de primeradivisión.

Pero, curiosamente, el viejo mundo y el nuevo convergieron. La típica «gran ciudad» del mundo desarrollado se convirtió en una región de centros urbanosinterrelacionados, situados generalmente alrededor de una zona administrativa o denegocios reconocible desde el aire como una especie de cordillera de bloques depisos y rascacielos, menos en donde (como en París) tales edificios no estabanpermitidos.

(^3) Su interconexión, o tal vez la disrup-

  1. Estos centros urbanos de edificios altos, consecuencia natural de los elevados precios de los solares en tales zonas, eran extremadamente raros antes de 1950 —Nueva York era un caso prácticamente único—, perose convirtieron en algo corriente a partir de los años sesenta, en los que incluso ciudades descentralizadas conedificios de pocas plantas como Los Angeles adquirieron «centros» de esta clase.

LA REVOLUCIÓN SOCIAL, 1945-

297

ción del tráfico de vehículos privados provocada por la ingente cantidad de automóvilesen manos de particulares, se puso de manifiesto, a partir de los años sesenta, gracias auna nueva revolución en el transporte público. Jamás, desde la construcción de lasprimeras redes de tranvías y de metro, habían surgido tantas redes periféricas decirculación subterránea rápida en tantos lugares, de Viena a San Francisco, de Seúl aMéxico. Al mismo tiempo, la descentralización se extendió, al irse desarrollando en losdistintos barrios o complejos residenciales suburbanos sus propios servicios comerciales yde

entretenimiento,

sobre

todo

gracias

a

los

«centros

comerciales»

periféricos

de

inspiración norteamericana.

En cambio, la ciudad del tercer mundo, aunque conectada también por redes de transporte público (por lo general viejas e inadecuadas) y por un sinfín de autobuses y «taxiscolectivos» desvencijados, no podía evitar estar dispersa y mal estructurada, aunque sólofuese porque no hay modo de impedirlo en el caso de aglomeraciones de veinte o treintamillones de personas, sobre todo si gran parte de los núcleos que las componen surgieroncomo barrios de chabolas, establecidos probablemente por grupos de ocupantes ilegales enespacios abiertos sin utilizar. Es posible que los habitantes de estas ciudades se pasen variashoras al día yendo de casa al trabajo y viceversa (ya que un puesto de trabajo fijo esvaliosísimo), y es posible que estén dispuestos a efectuar peregrinaciones de la mismaduración para ir a centros de rituales públicos como el estadio de Maracaná en Río deJaneiro (doscientos mil asientos), donde los cariocas adoran a los dioses del

futebol;

pero,

en realidad, las conurbaciones tanto del viejo mundo como del nuevo eran cada vez másamasijos de comunidades teóricamente —o, en el caso de Occidente, a menudo tambiénformalmente— autónomas, aunque en los países ricos de Occidente, por lo menos en lasafueras, gozaban de muchísimas más zonas verdes que en los países pobres o superpobladosde Oriente y del Sur. Mientras que en las chabolas y ranchitos los seres humanos vivíanen simbiosis con las resistentes ratas y cucarachas, la extraña tierra de nadie que se exten-día entre la ciudad y el campo que rodeaba lo que quedaba de los «centros urbanos» delmundo desarrollado fue colonizada por la fauna salvaje: comadrejas, zorros y mapaches.

II

Casi tan drástico como la decadencia y caída del campesinado, y mucho más universal, fue el auge de las profesiones para las que se necesitaban estudios secundariosy superiores. La enseñanza general básica, es decir, la alfabetización elemental, era, desdeluego, algo a lo que aspiraba la práctica totalidad de los gobiernos, hasta el punto de que afinales de los años ochenta sólo los estados más honestos o desamparados confesabantener más de media población analfabeta, y sólo diez —todos ellos, menos Afganistán, enAfrica— estaban dispuestos a reconocer que menos del 20 por 100 de su

298

LA EDAD DE ORO

población sabía leer y escribir. La alfabetización efectuó grandes progresos, deforma nada desdeñable en los países revolucionarios bajo regímenes comunistas,cuyos logros en este sentido fueron impresionantes, aun cuando sus afirmaciones deque habían «eliminado» el analfabetismo en un plazo de una brevedad inverosímilpecasen a veces de optimistas. Pero, tanto si la alfabetización de las masas erageneral como no, la demanda de plazas de enseñanza secundaria y, sobre todo,superior se multiplicó a un ritmo extraordinario, al igual que la cantidad de gente quehabía cursado o estaba cursando esos estudios.

Este estallido numérico se dejó sentir sobre todo en la enseñanza universitaria, hasta entonces tan poco corriente que era insignificante desde el punto de vistademográfico, excepto en los Estados Unidos. Antes de la segunda guerra mundial,Alemania, Francia y Gran Bretaña, tres de los países mayores, más desarrollados ycultos del mundo, con un total de 150 millones de habitantes, no tenían más de unos150. 000 estudiantes universitarios entre los tres, es decir, una décima parte del 1 por100 de su población conjunta. Pero ya a finales de los años ochenta los estudiantes secontaban por millones en Francia, la República Federal de Alemania, Italia, España yla URSS (limitándonos a países europeos), por no hablar de Brasil, la India, México,Filipinas y, por supuesto, los Estados Unidos, que habían sido los pioneros en laeducación universitaria de masas. Para aquel entonces, en los países ambiciososdesde el punto de vista de la enseñanza, los estudiantes constituían más del 2, 5 por100 de la población

total

—hombres, mujeres y niños—, o incluso, en casos

excepcionales, más del 3 por 100. No era insólito que el 20 por 100 de la poblaciónde edad comprendida entre los 20 y los 24 años estuviera recibiendo alguna forma deenseñanza formal. Hasta en los países más conservadores desde el punto de vistaacadémico —Gran Bretaña y Suiza— la cifra había subido al 1, 5 por 100. Además,algunas de las mayores poblaciones estudiantiles se encontraban en países quedistaban mucho de estar avanzados: Ecuador (3, 2 por 100), Filipinas (2, 7 por 100) oPerú (2 por 100).

Todo esto no sólo fue algo nuevo, sino también repentino. «El hecho más llamativo del análisis de los estudiantes universitarios latinoamericanos de mediadosde los años sesenta es que fuesen tan pocos» (Liebman, Walker y Glazer, 1972, p.35), escribieron en esa década unos investigadores norteamericanos, convencidos deque ello reflejaba el modelo de educación superior europeo elitista al sur del ríoGrande. Y eso a pesar de que el número de estudiantes hubiese ido creciendo a razónde un 8 por 100 anual. En realidad, hasta los años sesenta no resultó innegable quelos estudiantes se habían convertido, tanto a nivel político como social, en una fuerzamucho más importante que nunca, pues en 1968 las revueltas del radicalismoestudiantil hablaron más fuerte que las estadísticas, aunque a éstas ya no fueraposible ignorarlas. Entre 1960 y 1980, ciñéndonos a la cultivada Europa, lo típico fueque el número de estudiantes se triplicase o se cuadruplicase, menos en los casos enque se multiplicó por cuatro y cinco, como en la Alemania Federal,

LA REVOLUCIÓN SOCIAL, 1945-

299

Irlanda y Grecia; entre cinco y siete, como en Finlandia, Islandia, Suecia e Italia; yde siete a nueve veces, como en España y Noruega (Burloiu, 1983, pp. 62-63). Aprimera vista resulta curioso que, en conjunto, la fiebre universitaria fuera menosacusada en los países socialistas, pese a que éstos se enorgulleciesen de su política deeducación de las masas, si bien el caso de la China de Mao es una aberración: el«gran timonel» suprimió la práctica totalidad de la enseñanza superior durante larevolución cultural (1966-1976). A medida que las dificultades del sistema socialistase fueron acrecentando en los años setenta y ochenta, estos países fueron quedandoatrás con respecto a Occidente. Hungría y Checoslovaquia tenían un porcentaje depoblación en la enseñanza superior más reducido que el de la práctica totalidad delos demás estados europeos.

¿Resulta tan extraño, si se mira con atención? Puede que no. El extraordinario crecimiento de la enseñanza superior, que, a principios de los ochenta, produjo por lomenos siete países con más de 100. 000

profesores

universitarios, se debió a la

demanda de los consumidores, a la que los sistemas socialistas no estaban preparadospara responder. Era evidente para los planificadores y los gobiernos que la economíamoderna exigía muchos más administradores, maestros y peritos técnicos que antes,y que a éstos había que formarlos en alguna parte; y las universidades o institucionesde enseñanza superior similares habían funcionado tradicionalmente como escuelasde formación de cargos públicos y de profesionales especializados. Pero mientrasque esto, así como una tendencia a la democratización, justificaba una expansiónsustancial de la enseñanza superior, la magnitud de la explosión estudiantil superócon mucho las previsiones racionales de los planificadores.

De hecho, allí donde las familias podían escoger, corrían a meter a sus hijos en la enseñanza superior, porque era la mejor forma, con mucho, de conseguirles unosingresos más elevados, pero, sobre todo, un nivel social más alto. De los estudianteslatinoamericanos entrevistados por investigadores estadounidenses a mediados de losaños sesenta en varios países, entre un 79 y un 95 por 100 estaban convencidos deque el estudio los situaría en una clase social más alta antes de diez años. Sólo entreun 21 y un 38 por 100 creía que así conseguiría un nivel económico muy superior alde su familia (Liebman, Walker y Glazer, 1972). En realidad, era casi seguro que lesproporcionaría unos ingresos superiores a los de los no universitarios y, en países conuna enseñanza minoritaria, donde una licenciatura garantizaba un puesto en lamaquinaria del estado y, por lo tanto, poder, influencia y extorsión económica, podíaser la clave para la auténtica riqueza. Por supuesto, la mayoría de los estudiantesprocedía de familias más acomodadas que el término medio —de otro modo, ¿cómohabrían podido permitirse pagar a jóvenes adultos en edad de trabajar unos años deestudio?—, pero no necesariamente ricas. A menudo sus padres hacían auténticossacrificios. El milagro educativo coreano, según se dice, se apoyó en los cadáveres delas vacas vendidas por modestos campesinos para conseguir que sus hijos engrosaranlas

302

LA EDAD DE ORO

Esto nos lleva inevitablemente más allá de la estratificación social, ya que el nuevo colectivo estudiantil era también, por definición, un grupo de edad joven, esdecir, en una fase temporal estable dentro de su paso por la vida, e incluía tambiénuna componente femenina muy grande y en rápido crecimiento, suspendida entre lamutabilidad de su edad y la inmutabilidad de su sexo. Más adelante abordaremos elsurgimiento de una cultura juvenil específica, que vinculaba a los estudiantes con elresto de su generación, y de la nueva conciencia femenina, que también iba más alláde las universidades. Los grupos de jóvenes, aún no asentados en la edad adulta, sonel foco tradicional del entusiasmo, el alboroto y el desorden, como sabían hasta losrectores de las universidades medievales, y las pasiones revolucionarias son máshabituales a los dieciocho años que a los treinta y cinco, como les han dicho genera-ciones de padres europeos burgueses a generaciones de hijos y (luego) de hijasincrédulos. En realidad, esta creencia estaba tan arraigada en la cultura occidental,que la clase dirigente de varios países —en especial la mayoría de los latinos deambas orillas del Atlántico— daba por sentada la militancia estudiantil, incluso hastala lucha armada de guerrillas, de las jóvenes generaciones, lo cual, en todo caso, eraprueba de una personalidad más enérgica que apática. Los estudiantes de San Marcosen Lima (Perú), se decía en broma, «hacían el servicio revolucionario» en algunasecta ultramaoísta antes de sentar la cabeza como profesionales serios y apolíticos declase media, mientras el resto de ese desgraciado país continuaba con su vida normal(Lynch, 1990). Los estudiantes mexicanos aprendieron pronto

a)

que el estado y el

aparato del partido reclutaban sus cuadros fundamentalmente en las universidades, y b)

que cuanto más revolucionarios fuesen como estudiantes, mejores serían los empleos que les ofrecerían al licenciarse. Incluso en la respetable Francia, el exmaoísta de principios de los setenta que hacía más tarde una brillante carrera comofuncionario estatal se convirtió en una figura familiar.

No obstante, esto no explica por qué colectivos de jóvenes que estaban a las puertas de un futuro mucho mejor que el de sus padres o, por lo menos, que el demuchos

no

estudiantes,

se

sentían

atraídos

—con

raras

excepciones—

por

el

radicalismo político.

(^5) En realidad, un alto porcentaje de los estudiantes no era así,

sino que prefería concentrarse en obtener el título que le garantizaría el futuro, peroéstos

resultaban

menos

visibles

que

la

minoría

—aunque,

de

todos

modos,

numéricamente importante— de los políticamente activos, sobre todo al dominarestos últimos los aspectos visibles de la vida universitaria con manifestacionespúblicas que iban desde paredes llenas de pintadas y carteles hasta asambleas,manifestaciones y piquetes. De todos modos, incluso este grado de radicalismo eraalgo nuevo en los países desa-

  1. Entre esas raras excepciones destaca Rusia, donde, a diferencia de los demás países comunistas de la Europa del Este y de China, los estudiantes nunca fueron un grupo destacado ni influyente en los años dehundimiento del comunismo. El movimiento democrático ruso ha sido descrito como «una revolución decuarentones», observada por una juventud despolitizada y desmoralizada (Riordan. 1991).

LA REVOLUCIÓN SOCIAL, 1945-

303

rrollados, aunque no en los atrasados y dependientes. Antes de la segunda guerramundial, la gran mayoría de los estudiantes de la Europa central o del oeste y deAmérica del Norte eran apolíticos o de derechas.

El simple estallido numérico de las cifras de estudiantes indica una posible respuesta. El número de estudiantes franceses al término de la segunda guerramundial era de menos de 100. 000. Ya en 1960 estaba por encima de los 200. 000, yen el curso de los diez años siguientes se triplicó hasta llegar a los 651. 000 (Flora,1983, p. 582;

Deux Ans,

1990, p. 4). (En estos diez años el número de estudiantes de

letras se multiplicó casi por tres y medio, y el número de estudiantes de cienciassociales, por cuatro.) La consecuencia más inmediata y directa fue una inevitabletensión entre estas masas de estudiantes mayoritariamente de primera generación quede repente invadían las universidades y unas instituciones que no estaban ni física, niorganizativa ni intelectualmente preparadas para esta afluencia. Además, a medidaque una proporción cada vez mayor de este grupo de edad fue teniendo la oportuni-dad de estudiar —en Francia era el 4 por 100 en 1950 y el 15, 5 por 100 en 1970—,ir a la universidad dejó de ser un privilegio excepcional que constituía su propiarecompensa,

y^

las

limitaciones

que

imponía

a^

los

jóvenes

(y

generalmente

insolventes) adultos crearon un mayor resentimiento. El resentimiento contra unaclase de autoridades, las universitarias, se hizo fácilmente extensivo a todas lasautoridades, y eso hizo (en Occidente) que los estudiantes se inclinaran hacia laizquierda. No es sorprendente que los años sesenta fueran la década de disturbiosestudiantiles por excelencia. Había motivos concretos que los intensificaron en este oen aquel país —la hostilidad a la guerra de Vietnam (o sea, al servicio militar) en losEstados Unidos, el resentimiento racial en Perú (Lynch, 1990, pp. 32-37) —, pero elfenómeno estuvo demasiado generalizado como para necesitar explicaciones concre-tas

ad hoc.^ Y sin embargo, en un sentido general y menos definible, este nuevo colectivo estudiantil se encontraba, por así decirlo, en una situación incómoda con respecto alresto de la sociedad. A diferencia de otras clases o colectivos sociales más antiguos,no tenía un lugar concreto en el interior de la sociedad, ni unas estructuras derelación definidas con la misma; y es que ¿cómo podían compararse las nuevaslegiones de estudiantes con los colectivos, minúsculos a su lado (cuarenta mil en laculta Alemania de 1939), de antes de la guerra, que no eran más que una etapajuvenil de la vida de la clase media? En muchos sentidos la existencia misma de estasnuevas

masas

planteaba

interrogantes

acerca

de

la

sociedad

que

las

había

engendrado, y de la interrogación a la crítica sólo hay un paso. ¿Cómo encajaban enella? ¿De qué clase de sociedad se trataba? La misma juventud del colectivoestudiantil, la misma amplitud del abismo generacional existente entre estos hijos delmundo de la posguerra y unos padres que recordaban y comparaban dio mayorurgencia a sus preguntas y un tono más crítico a su actitud. Y es que el descontentode los jóvenes no era menguado por la conciencia de estar viviendo unos tiempos quehabían mejorado asombrosamente, mucho mejo-

304

LA EDAD DE ORO

res de lo que sus padres jamás creyeron que llegarían a ver. Los nuevos tiempos eranlos únicos que los jóvenes universitarios conocían. Al contrario, creían que las cosaspodían ser distintas y mejores, aunque no supiesen exactamente cómo. Sus mayores,acostumbrados a épocas de privaciones y de paro, o que por lo menos las recordaban,no esperaban movilizaciones de masas radicales en una época en que los incentivoseconómicos para ello eran, en los países desarrollados, menores que nunca. Laexplosión de descontento estudiantil se produjo en el momento culminante de la granexpansión mundial, porque estaba dirigido, aunque fuese vaga y ciegamente, contralo que los estudiantes veían como característico de

esa

sociedad, no contra el hecho

de

que

la

sociedad

anterior

no

hubiera

mejorado

lo

bastante

las

cosas.

Paradójicamente, el hecho de que el empuje del nuevo radicalismo procediese degrupos no afectados por el descontento económico estimuló incluso a los gruposacostumbrados a movilizarse por motivos económicos a descubrir que, al fin y alcabo, podían pedir a la sociedad mucho más de lo que habían imaginado. El efectomás inmediato de la rebelión estudiantil europea fue una oleada de huelgas deobreros en demanda de salarios más altos y de mejores condiciones laborales.

III

A

diferencia

de

las

poblaciones

rural

y

universitaria,

la

clase

trabajadora

industrial no experimentó cataclismo demográfico alguno hasta que en los añosochenta entró en ostensible decadencia, lo cual resulta sorprendente, considerando lomucho que se habló, incluso a partir de los años cincuenta, de la «sociedadpostindustrial», y lo realmente revolucionarias que fueron las transformacionestécnicas de la producción, la mayoría de las cuales ahorraba o suprimía mano deobra, y considerando lo evidente de la crisis de los partidos y movimientos políticosde base obrera después de 1970. Pero la idea generalizada de que la vieja claseobrera industrial agonizaba era un error desde el punto de vista estadístico, por lomenos a escala planetaria.

Con la única excepción importante de los Estados Unidos, donde el porcentaje de la población empleada en la industria empezó a disminuir a partir de 1965, y deforma muy acusada desde 1970, la clase obrera industrial se mantuvo bastanteestable a lo largo de los años dorados, incluso en los antiguos países industrializados, 6 en torno a un tercio de la población activa. De hecho, en ocho de los veintiún paísesde la OCDE —el club de los más desarrollados— siguió en aumento entre 1960 y1980. Aumentó, naturalmente, en las zonas de industrialización reciente de la Europano comunista, y luego se mantuvo estable hasta 1980, mientras que en Japónexperimentó un fuerte crecimiento, y luego se mantuvo bastante estable en los añossetenta y ochenta. En los países comunistas que experimentaron una rápida industria-

  1. Bélgica, Alemania (Federal), Gran Bretaña, Francia. Suecia, Suiza.

LA REVOLUCIÓN SOCIAL, 1945-

305

lización, sobre todo en la Europa del Este, la cifra de proletarios se multiplicó másdeprisa que nunca, al igual que en las zonas del tercer mundo que emprendieron supropia industrialización: Brasil, México, India, Corea y otros. En resumen, al final delos años dorados había ciertamente muchísimos más obreros en el mundo, en cifrasabsolutas, y muy probablemente una proporción de trabajadores industriales dentrode la población mundial más alta que nunca. Con muy pocas excepciones, comoGran Bretaña, Bélgica y los Estados Unidos, en 1970 los obreros seguramenteconstituían una proporción del total de la población activa ocupada mayor que en ladécada de 1890 en todos los países en donde, a finales del siglo XIX, surgieron gran-des partidos socialistas basados en la concienciación del proletariado. Sólo en losaños ochenta y noventa del presente siglo se advierten indicios de una importantecontracción de la clase obrera.

El espejismo del hundimiento de la clase obrera se debió a los cambios internos de la misma y del proceso de producción, más que a una sangría demográfica. Lasviejas industrias del siglo XIX y principios del XX entraron en decadencia, y sunotoriedad anterior, cuando simbolizaban «la industria» en su conjunto, hizo que sudecadencia fuese más evidente. Los mineros del carbón, que antaño se contaban porcientos de miles, y en Gran Bretaña incluso por millones, acabaron siendo másescasos que los licenciados universitarios. La industria siderúrgica estadounidenseempleaba ahora a menos gente que las hamburgueserías McDonald's. Cuando nodesaparecían, las industrias tradicionales se iban de los viejos países industrializadosa otros nuevos. La industria textil, de la confección y del calzado emigró en masa. Lacantidad de empleados en la industria textil y de la confección en la RepúblicaFederal de Alemania se redujo a menos de la mitad entre 1960 y 1984, pero aprincipios de los ochenta por cada cien trabajadores alemanes, la industria de laconfección alemana empleaba a treinta y cuatro trabajadores en el extranjero (en1966 eran menos de tres). La siderurgia y los astilleros desaparecieron prácticamentede los viejos países industrializados, pero emergieron en Brasil y Corea, en España,Polonia y Rumania. Las viejas zonas industriales se convirtieron en «cinturones deherrumbre» —

rustbelts,

una expresión inventada en los Estados Unidos en los años

setenta—,

e

incluso países

enteros

identificados con una etapa

anterior de la

industria, como Gran Bretaña, se desindustrializaron en gran parte, para convertirseen

museos

vivientes,

o^

muertos,

de

un

pasado

extinto,

que

los

empresarios

explotaron, con cierto éxito, como atracción turística. Mientras desaparecían lasúltimas minas de carbón del sur de Gales, donde más de 130. 000 personas se habíanganado la vida como mineros a principios de la segunda guerra mundial, los ancianossupervivientes bajaban a las minas abandonadas para mostrar a grupos de turistas loque antes habían hecho en la eterna oscuridad de las profundidades.

Y aunque nuevas industrias sustituyeran a las antiguas, no eran las mismas industrias, a menudo no estaban en los mismos lugares, y lo más probable era queestuviesen organizadas de modo diferente. La jerga de los años ochenta,

308

LA EDAD DE ORO

caria. Los hijos de los obreros no esperaban ir, y rara vez iban, a la universidad. Lamayoría ni siquiera esperaba ir a la escuela secundaria una vez llegados a la edadlímite de escolarización obligatoria (normalmente, catorce años). En la Holanda deantes de la guerra, sólo el 4 por 100 de los muchachos de entre diez y diecinueveaños iba a escuelas secundarias después de alcanzar esa edad, y en la Suecia y laDinamarca democráticas la proporción era aún más reducida. Los obreros vivían deun modo diferente a los demás, con expectativas vitales diferentes, y en lugaresdistintos. Como dijo uno de sus primeros hijos educados en la universidad (en GranBretaña) en los años cincuenta, cuando esta segregación todavía era evidente: «esagente tiene su propio tipo de vivienda... sus viviendas suelen ser de alquiler, no depropiedad» (Hoggart, 1958, p. 8).

(^9)

Los unía, por último, el elemento fundamental de sus vidas: la colectividad, el predominio del «nosotros» sobre el «yo». Lo que proporcionaba a los movimientos ypartidos obreros su fuerza era la convicción justificada de los trabajadores de que lagente como ellos no podía mejorar su situación mediante la actuación individual,sino sólo mediante la actuación colectiva, preferiblemente a través de organizaciones,en programas de asistencia mutua, huelgas o votaciones, y a la vez, que el número yla peculiar situación de los trabajadores manuales asalariados ponía a su alcance laactuación colectiva. Allí donde los trabajadores veían vías de escape individual fuerade su clase, como en los Estados Unidos, su conciencia de clase, aunque no estuvieratotalmente

ausente,

era

un

rasgo

menos

definitorio

de

su

identidad.

Pero

el

«nosotros» dominaba al «yo» no sólo por razones instrumentales, sino porque —conla importante y a menudo trágica excepción del ama de casa de clase trabajadora,prisionera tras las cuatro paredes de su casa— la vida de la clase trabajadora teníaque ser en gran parte pública, por culpa de lo inadecuado de los espacios privados. Eincluso las amas de casa participaban en la vida pública del mercado, la calle y losparques vecinos. Los niños tenían que jugar en la calle o en el parque. Los jóvenestenían que bailar y cortejarse en público. Los hombres hacían vida social en «localespúblicos». Hasta la introducción de la radio, que transformó la vida de las mujeres declase obrera dedicadas a sus labores en el período de entreguerras —y eso, sólo enunos cuantos países privilegiados—, todas las formas de entretenimiento, salvo lasfiestas particulares, tenían que ser públicas, y en los países más pobres, incluso latelevisión fue, al principio, algo que se veía en un bar. Desde los partidos de fútbol alos mítines políticos o las excursiones en días festivos, la vida era, en sus aspectosmás placenteros, una experiencia colectiva.

En muchísimos aspectos esta cohesión de la conciencia de la clase obrera culminó, en los antiguos países desarrollados, al término de la segunda guerra

  1. Por supuesto, también «el predominio de la industria, con su abrupta división entre trabajadores y gestores, tiende a provocar que ambas clases vivan separadas, de modo que algunos barrios de las ciudades se convierten enreservas o guetos» (Alien, 1968. pp. 32-33).

LA REVOLUCIÓN SOCIAL. 1945-

309

mundial. Durante las décadas doradas casi todos sus elementos quedaron tocados. Lacombinación del período de máxima expansión del siglo, del pleno empleo y de unasociedad de consumo auténticamente de masas transformó por completo la vida de lagente de clase obrera de los países desarrollados, y siguió transformándola. Desde elpunto de vista de sus padres y, si eran lo bastante mayores para recordar, desde elsuyo propio, ya no eran pobres. Una existencia mucho más próspera de lo que jamáshubiera esperado llevar alguien que no fuese norteamericano o australiano pasó a«privatizarse» gracias al abaratamiento de la tecnología y a la lógica del mercado: latelevisión hizo innecesario ir al campo de fútbol, del mismo modo que la televisión yel vídeo han hecho innecesario ir al cine, o el teléfono ir a cotillear con las amigas enla plaza o en el mercado. Los sindicalistas o los miembros del partido que en otrotiempo se presentaban a las reuniones locales o a los actos políticos públicos, entreotras cosas porque también eran una forma de diversión y de entretenimiento, ahorapodían pensar en formas más atractivas de pasar el tiempo, a menos que fuesenanormalmente militantes. (En cambio, el contacto cara a cara dejó de ser una formaeficaz de campaña electoral, aunque se mantuvo por tradición y para animar a loscada vez más atípicos activistas de los partidos.) La prosperidad y la privatización dela existencia separaron lo que la pobreza y el colectivismo de los espacios públicoshabían unido.

No

es

que

los

obreros

dejaran

de

ser

reconocibles

como

tales,

aunque

extrañamente, como veremos, la nueva cultura juvenil independiente (véanse pp. 326y ss.), a partir de los años cincuenta, adoptó la moda, tanto en el vestir como en lamúsica, de los jóvenes de clase obrera. Fue más bien que ahora la mayoría tenía a sualcance una cierta opulencia, y la distancia entre el dueño de un VolkswagenEscarabajo y el dueño de un Mercedes era mucho menor que la existente entre eldueño de un coche y alguien que no lo tiene, sobre todo si los coches más caros eran(teóricamente) asequibles en plazos mensuales. Los trabajadores, sobre todo en losúltimos años de su juventud, antes de que los gastos derivados del matrimonio y delhogar dominaran su presupuesto, podían comprar artículos de lujo, y la industria-lización de los negocios de alta costura y de cosmética a partir de los años sesentarespondía a esta realidad. Entre los límites superior e inferior del mercado deartículos de alta tecnología de lujo que surgió entonces —por ejemplo, entre lacámara Hasselblad más cara y la Olympus o la Nikon más baratas, que dan buenosresultados y un cierto nivel— sólo había una diferencia de grado. En cualquier caso,y empezando por la televisión, formas de entretenimiento de las que hasta entoncessólo habían podido disfrutar los millonarios en calidad de servicios personales seintrodujeron en las salas de estar más humildes. En resumen, el pleno empleo y unasociedad de consumo dirigida a un mercado auténticamente de masas colocó a lamayoría de la clase obrera de los antiguos países desarrollados, por lo menos duranteuna parte de sus vidas, muy por encima del nivel en el que sus padres o ellos mismoshabían vivido, en el que el dinero se gastaba sobre todo para cubrir las necesidadesbásicas.

310

LA EDAD DE ORO

Además, varios acontecimientos significativos dilataron las grietas surgidas entre los distintos sectores de la clase obrera, aunque eso no se hizo evidente hasta el findel pleno empleo, durante la crisis económica de los setenta y los ochenta, y hastaque se hicieron sentir las presiones del neoliberalismo sobre las políticas de bienestary los sistemas «corporativistas» de relaciones industriales que habían cobijadosustancialmente a los elementos más débiles de la clase obrera. Los situados en losniveles superiores de la clase obrera —la mano de obra cualificada y empleada entareas de supervisión— se ajustaron más fácilmente a la era moderna de producciónde alta tecnología,

(^10) y su posición era tal, que en realidad podían beneficiarse del

mercado libre, aun cuando sus hermanos menos favorecidos perdiesen terreno. Así,en la Gran Bretaña de la señora Thatcher, ciertamente un caso extremo, a medida quese desmantelaba la protección del gobierno y de los sindicatos, el 20 por 100 peorsituado de los trabajadores pasó a estar peor, en comparación con el resto de lostrabajadores, de lo que había estado un siglo antes. Y mientras el 10 por 100 de lostrabajadores mejor situados, con unos ingresos brutos del triple que los del 10 por100 de trabajadores en peor situación, se felicitaba por su ascenso, resultaba cada vezmás probable que considerase que, con sus impuestos, estaba subsidiando a lo que,en los años ochenta, pasó a designarse con la expresión «los subclase», que vivíandel sistema de bienestar público del que ellos confiaban poder pasar, salvo en caso deemergencia. La vieja división victoriana entre los «respetables» y los «indeseables»resurgió, tal vez en una nueva forma más agria, porque en los días gloriosos de laexpansión

económica

global,

cuando

el

pleno

empleo

parecía

satisfacer

las

necesidades materiales de la mayoría de los trabajadores, las prestaciones de laseguridad social se habían incrementado hasta niveles generosos que, en los nuevosdías de demanda masiva de subsidios, parecía como si le permitiesen a una legión de«indeseables» vivir mucho mejor de los «subsidios» que los pobres «residuales»Victorianos, y mucho mejor, en opinión de los hacendosos contribuyentes, de lo quetenían derecho.

Así pues, los trabajadores cualificados y respetables se convirtieron, acaso por primera vez, en partidarios potenciales de la derecha política, " y más aún debido aque las organizaciones socialistas y obreras tradicionales siguieron naturalmentecomprometidas con el propósito de redistribuir la riqueza y de proporcionar bienestarsocial, especialmente a medida que la cantidad de los necesitados de protecciónpública fue en aumento. El

Así, por ejemplo, en los Estados Unidos, los «artesanos y capataces» bajaron del 16 por 100 de la

población activa al 13 por 100 entre 1950 y 1990. mientras que los «peones» pasaron del 31 al 18 por 100 en elmismo período.

«El socialismo de la redistribución, del estado del bienestar... recibió un duro golpe con la crisis

económica de los setenta. Sectores importantes de la clase media, así como los mejor remunerados de la clasetrabajadora, rompieron sus vínculos con las alternativas del socialismo democrático y cedieron su voto para laformación de nuevas mayorías conservadoras de gobierno»

(Programa 2000.

1990).

LA REVOLUCIÓN SOCIAL. 1945-

311

éxito de los gobiernos de Thatcher en Gran Bretaña se basó fundamentalmente en elabandono del Partido Laborista por parte de los trabajadores cualificados. El fin de lasegregación, o la modificación de la misma, promovió esta desintegración del bloqueobrero. Así, los trabajadores cualificados en plena ascensión social se marcharon delcentro de las ciudades, sobre todo ahora que las industrias se mudaban a la periferiay al campo, dejando que los viejos y compactos barrios urbanos de clase trabajadora,o «cinturones rojos», se convirtiesen en guetos, o en barrios de ricos, mientras quelas nuevas ciudades-satélite o industrias verdes no generaban concentraciones de unasola clase social de la misma magnitud. En los núcleos urbanos, las viviendaspúblicas, edificadas en otro tiempo para la mayoría de la clase obrera, y con unacierta y natural parcialidad para quienes podían pagar regularmente un alquiler, seconvirtieron ahora en centros de marginados, de personas con problemas sociales ydependientes de los subsidios públicos.

Al mismo tiempo, las migraciones en masa provocaron la aparición de un fenómeno

hasta

entonces

limitado,

por

lo

menos

desde

la caída

del

imperio

austrohúngaro, sólo a los Estados Unidos y, en menor medida, a Francia: ladiversificación étnica y racial de la clase obrera, con los consiguientes conflictos ensu seno. El problema no radicaba tanto en la diversidad étnica, aunque la inmigraciónde gente de color, o que (como los norteafricanos en Francia) era probable quefuesen clasificados como tal, hizo aflorar un racismo siempre latente, incluso enpaíses

que

habían

sido

considerados

inmunes

a

él,

como

Italia

y

Suecia.

El

debilitamiento de los movimientos socialistas obreros tradicionales facilitó estoúltimo, pues esos movimientos siempre se habían opuesto vehementemente a estaclase de discriminación, amortiguando así las manifestaciones más antisociales delsentimiento racista entre su electorado. Sin embargo, y dejando a un lado el racismo,tradicionalmente, incluso en el siglo XIX, las migraciones de mano de obra rara vezhabían llevado a grupos étnicos distintos a esta competencia directa, capaz de dividira la clase obrera, ya que cada grupo de inmigrantes solía encontrar un hueco dentrode la economía, que acababa monopolizando. La inmigración judía de la mayoría delos países occidentales se dedicaba sobre todo a la industria de la confección, perono, por ejemplo, a la de la automoción. Por citar un caso aún más especializado, elpersonal de los restaurantes indios, tanto de Londres como de Nueva York, y, sinduda, de todos los lugares donde esta vertiente de la cultura asiática se ha expandidofuera del subcontinente indio, todavía en los años noventa se nutría primordialmentede emigrantes de una provincia concreta de Bangladesh (Sylhet). En otros casos, losgrupos de inmigrantes se concentraban en distritos, plantas, fábricas o nivelesconcretos dentro de la misma industria, dejando el resto a los demás. En esta clase de«mercado laboral segmentado» (por utilizar un tecnicismo), la solidaridad entre losdistintos grupos étnicos de trabajadores era más fácil que arraigase y se mantuviera,ya que los grupos no competían, y las diferencias en su

314

LA EDAD DE ORO

La entrada masiva de mujeres casadas —o sea, en buena medida, de madres— en el

mercado

laboral

y^

la

extraordinaria

expansión

de

la

enseñanza

superior

configuraron el telón de fondo, por lo menos en los países desarrollados occidentalestípicos, del impresionante renacer de los movimientos feministas a partir de los añossesenta.

En

realidad,

los

movimientos

feministas

son

inexplicables

sin

estos

acontecimientos. Desde que las mujeres de muchísimos países europeos y deNorteamérica habían logrado el gran objetivo del voto y de la igualdad de derechosciviles como consecuencia de la primera guerra mundial y la revolución rusa

(La era

del imperio,

capítulo 8), los movimientos feministas habían pasado de estar en el

candelero

a^

la

oscuridad,

y

eso

donde

el

triunfo

de

regímenes

fascistas

y

reaccionarios no los había destruido. Permanecieron en la sombra, pese a la victoriadel antifascismo y (en la Europa del Este y en ciertas regiones de Extremo Oriente)de la revolución, que extendió los derechos conquistados después de 1917 a lamayoría de los países que todavía no disfrutaban de ellos, de forma especialmentevisible con la concesión del sufragio a las mujeres de Francia e Italia en Europaoccidental y, de hecho, a las mujeres de todos los nuevos países comunistas, en casitodas las antiguas colonias y (en los diez primeros años de la posguerra) en AméricaLatina. En realidad, en todos los lugares del mundo en donde se celebrabanelecciones de algún tipo, las mujeres habían obtenido el sufragio en los años sesentao antes, excepto en algunos países islámicos y, curiosamente, en Suiza.

Pero estos cambios ni se lograron por presiones feministas ni tuvieron una repercusión inmediata en la situación de las mujeres, incluso en los relativamentepocos países donde el sufragio tenía consecuencias políticas. Sin embargo, a partir delos años sesenta, empezando por los Estados Unidos pero extendiéndose rápidamentepor los países occidentales ricos y, más allá, a las elites de mujeres cultas del mundosubdesarrollado —aunque no, al principio, en el corazón del mundo socialista—,observamos un impresionante renacer del feminismo. Si bien estos movimientospertenecían, básicamente, a un ambiente de clase media culta, es probable que en losaños setenta y sobre todo en los ochenta se difundiera entre la población de este sexo(que

los

ideólogos

insisten

en

que

debería

llamarse

«género»)

una

forma

de

conciencia femenina política e ideológicamente menos concreta que iba mucho másallá de lo que había logrado la primera oleada de feminismo. En realidad, lasmujeres, como grupo, se convirtieron en una fuerza política destacada como nuncaantes lo habían sido. El primer, y tal vez más sorprendente, ejemplo de esta nuevaconciencia sexual fue la rebelión de las mujeres tradicionalmente fieles de los paísescatólicos contra las doctrinas más impopulares de la Iglesia, como quedó demostradoen los referenda italianos a favor del divorcio (1974) y de una ley del aborto másliberal (1981); y luego con la elección de Mary Robinson como presidenta de ¡adevota Irlanda, una abogada estrechamente vinculada a la liberalización del códigomoral católico (1990). Ya a principios de los noventa los sondeos de opiniónrecogían importantes diferencias en las opiniones políticas de ambos sexos.

LA REVOLUCIÓN SOCIAL, 1945-

315

No es de extrañar que los políticos comenzaran a cortejar esta nueva concienciafemenina, sobre todo la izquierda, cuyos partidos, por culpa del declive de laconciencia

de

clase

obrera,

se

habían

visto

privados

de

parte

de

su

antiguo

electorado.

Sin embargo, la misma amplitud de la nueva conciencia femenina y de sus intereses convierte en insuficiente toda explicación hecha a partir tan sólo delanálisis del papel cambiante de las mujeres en la economía. Sea como sea, lo quecambió en la revolución social no fue sólo el carácter de las actividades femeninas enla sociedad, sino también el papel desempeñado por la mujer o las expectativasconvencionales acerca de cuál debía ser ese papel, y en particular las ideas sobre elpapel

público

de la mujer y su prominencia pública. Y es que, si bien cambios

trascendentales como la entrada en masa de mujeres casadas en el mercado laboralera de esperar que produjesen cambios consiguientes, no tenía por qué ser así, comoatestigua la URSS, donde (después del abandono de las aspiraciones utópico-revolucionarias de los años veinte) las mujeres casadas se habían encontrado engeneral

con

la

doble

carga

de

las

viejas

responsabilidades

familiares

y^

de

responsabilidades nuevas como asalariadas, sin que hubiera cambio alguno en lasrelaciones entre ambos sexos o en el ámbito público o el privado. En cualquier caso,los motivos por los que las mujeres en general, y las casadas en particular, selanzaron

a^

buscar

trabajo

remunerado

no

tenían

que

estar

necesariamente

relacionados con su punto de vista sobre la posición social y los derechos de lamujer, sino que podían deberse a la pobreza, a la preferencia de los empresarios porla mano de obra femenina en vez de masculina por ser más barata y tratable, osimplemente al número cada vez mayor —sobre todo en el mundo subdesarrollado—de mujeres en el papel de cabezas de familia. La emigración masiva de hombres,como la del campo a las ciudades de Sur-áfrica, o de zonas de Africa y Asia a losestados

del

golfo

Pérsico,

dejó

inevitablemente

a^

las

mujeres

en

casa

como

responsables de la economía familiar. Tampoco hay que olvidar las matanzas, noindiscriminadas en lo que al sexo se refiere, de las grandes guerras, que dejaron a laRusia de después de 1945 con cinco mujeres por cada tres hombres.

Pese

a^

todo,

los

indicadores

de

que

existen

cambios

significativos,

revo-

lucionarios incluso, en lo que esperan las mujeres de sí mismas y lo que el mundoespera de ellas en cuanto a su lugar en la sociedad, son innegables. La nuevaimportancia que adquirieron algunas mujeres en la política resulta evidente, aunqueno puede utilizarse como indicador directo de la situación del conjunto de lasmujeres en los países afectados. Al fin y al cabo, el porcentaje de mujeres en losparlamentos electos de la machista América Latina (11 por 100) de los ochenta eraconsiderablemente

más

alto

que

el

porcentaje

de

mujeres

en

las

asambleas

equivalentes de la más «emancipada» —con los datos en la mano— Norteamérica.Del mismo modo, una parte importante de las mujeres que ahora, por vez primera, seencontraban a la cabeza de estados y de gobiernos en el mundo subdesarrollado sevieron en esa situación por herencia familiar: Indira Gandhi (India, 1966-1984),Benazir Bhut-

316

LA EDAD DE ORO

to (Pakistán, 1988-1990; 1994) y Aung San Xi (que se habría convertido en jefe de estadode Birmania de no haber sido por el veto de los militares), en calidad de hijas; SirimavoBandaranaike (Sri Lanka, 1960-1965; 1970-1977), Corazón Aquino (Filipinas, 1986-1992) e Isabel Perón (Argentina, 1974-1976), en calidad de viudas. En sí mismo, no eramás revolucionario que la sucesión de María Teresa o de Victoria al trono de los imperiosaustriaco y británico mucho antes. De hecho, el contraste entre las gobernantes de paísescomo la India, Pakistán y Filipinas, y la situación de excepcional depresión y opresión delas mujeres en esa parte del mundo pone de relieve su carácter atípico.

Y sin embargo, antes de la segunda guerra mundial, el acceso de

cualquier

mujer a la

jefatura de

cualquier

república en

cualquier

clase de circunstancias se habría considerado

políticamente

impensable.

Después

de

fue

políticamente

posible

—Sirimavo

Bandaranaike, en Sri Lanka, se convirtió en la primera jefe de gobierno en 1960-—, y alllegar a 1990 las mujeres eran o habían sido jefes de gobierno en dieciséis estados

(World's

Women,

p. 32). En los años noventa, las mujeres que habían llegado a la cumbre de la

política profesional se convirtieron en parte aceptada, aunque insólita, del paisaje: comoprimeras ministras en Israel (1969), Islandia (1980), Noruega (1981), sin olvidar a GranBretaña (1979), Lituania (1990) y Francia (1991); o, en el caso de la señora Doi, como jefadel principal partido de la oposición (socialista) en el nada feminista Japón (1986). Desdeluego, el mundo de la política estaba cambiando rápidamente, si bien el reconocimientopúblico de las mujeres (aunque sólo fuese en calidad de grupo de presión en política)todavía acostumbrase a adoptar la forma, incluso en muchos de los países más «avanzados»,de una representación simbólica en los organismos públicos.

Sin embargo, apenas tiene sentido generalizar sobre el papel de la mujer en el ámbito público, y las consiguientes aspiraciones públicas de los movimientos políticos femeninos.El mundo subdesarrollado, el desarrollado y el socialista o ex socialista sólo se puedencomparar muy a grandes rasgos. En el tercer mundo, igual que en la Rusia de los zares, lainmensa mayoría de las mujeres de clase humilde y escasa cultura permanecieron apartadasdel ámbito público, en el sentido «occidental» moderno, aunque en algunos de estos paísesapareciese, o existiese ya en otros, un reducido sector de mujeres excepcionalmenteemancipadas y «avanzadas», principalmente las esposas, hijas y parientes de sexofemenino de la clase alta y la burguesía autóctonas, análogo a la intelectualidad y a lasactivistas femeninas de la Rusia de los zares. Un sector así había existido en el imperio dela India incluso en la época colonial, y pareció haber surgido en varios de los paísesmusulmanes menos rigurosos —sobre todo Egipto, Irán, el Líbano y el Magreo— hastaque el auge del fundamentalismo islámico volvió a empujar a las mujeres a la oscuridad.Estas minorías emancipadas contaban con un espacio público propio en los nivelessociales más altos de sus respectivos países, en donde podían actuar y sentirse en casa deforma más o menos igual que (ellas o sus homologas) en Europa y en Norteamérica, sibien es probable que tardasen

LA REVOLUCIÓN SOCIAL, 1945-

317

en abandonar los convencionalismos en materia sexual y las obligaciones familiarestradicionales de su cultura más que las mujeres occidentales, o por lo menos las nocatólicas.

(^13) En

este

sentido,

las

mujeres

emancipadas

de

países

tercermundistas

«occidentalizados» se encontraban mucho mejor situadas que sus hermanas de, porejemplo, los países no socialistas del Extremo Oriente, en donde la fuerza de los roles yconvenciones tradicionales era enorme y restrictiva. Las japonesas y coreanas cultas quehabían vivido unos años en los países emancipados de Occidente sentían a menudo miedoa^

regresar

a

su

propia

civilización

y

al

sentimiento,

prácticamente

incólume,

de

subordinación de la mujer.

En el mundo socialista la situación era paradójica. La práctica totalidad de las mujeres formaba parte de la población asalariada de la Europa del Este; o, por lo menos,ésta comprendía a casi tantas mujeres como hombres (un 90 por 100), una proporciónmucho más alta que en ninguna otra parte. El comunismo, desde el punto de vistaideológico, era un defensor apasionado de la igualdad y la liberación femeninas, en todoslos sentidos, incluido el erótico, pese al desagrado que Lenin sentía por la promiscuidadsexual.

(^14) (Sin embargo, tanto Krupskaya como Lenin eran de los pocos revolucionarios

partidarios de compartir los quehaceres domésticos entre ambos sexos.) Además, elmovimiento revolucionario, de los

narodniks

a los marxistas, había dispensado una

acogida excepcionalmente cálida a las mujeres, sobre todo a las intelectuales, y les habíaproporcionado numerosas oportunidades, como todavía resultaba evidente en los añossetenta, en que estaban desproporcionadamente representadas en algunos movimientosterroristas de izquierdas. Pero, con excepciones más bien raras (Rosa Luxemburg, RuthFischer, Anna Pauker, la Pasionaria, Federica Montseny) no destacaban en las primerasfilas de la política de sus partidos, si es que llegaban a destacar en algo,

(^15) y en los

nuevos estados de gobierno comunista aún eran menos visibles. De hecho, las mujeres enfunciones políticas señaladas prácticamente desaparecieron. Tal como hemos visto, uno odos países, sobre todo Bulgaria y la República Democrática Alemana, dieron a sus mujeresoportunidades insóli-

Es difícil que sea una casualidad el hecho de que los índices de divorcios y segundos matrimonios en

Italia, Irlanda, España y Portugal fuesen espectacularmente más bajos en los años ochenta que en el resto de laEuropa occidental y en Norteamérica. índices de divorcio: 0, 58 por 1. 000, frente al 2, 5 de promedio de otrosnueve países (Bélgica, Francia, Alemania Federal, Países Bajos, Suecia, Suiza, Reino Unido, Canadá, EstadosUnidos). Segundos matrimonios (porcentaje sobre el total de matrimonios): 2, 4 frente al 18, 6 de promedio de losnueve países mencionados.

Así, por ejemplo, el derecho al aborto, prohibido por el código civil alemán, fue un elemento de

agitación importante en manos del Partido Comunista alemán, por lo cual la RDA disfrutaba de una ley de abortomucho más permisiva que la República Federal de Alemania (influida por los demócrata-cristianos), cosa quecomplicó los problemas legales de la unificación alemana en 1990.

En 1929, en el KPD, entre los 63 miembros y candidatos a miembro del Comité Central había 6

mujeres. De entre los 504 dirigentes del partido del período 1924-1929, sólo el 7 por 100 eran mujeres.

320

LA EDAD DE ORO

mujeres trabajadoras como la baja por maternidad. La fase posterior del movimientofeminista aprendió a insistir en la diferencia existente entre ambos sexos, además deen

las

desigualdades,

aunque

la

utilización

de

una

ideología

liberal

de

un

individualismo abstracto y el instrumento de la «igualdad legal de derechos» no eranfácilmente reconciliables con el reconocimiento de que las mujeres no eran, o notenían que ser, como los hombres, y viceversa.

(^16)

Además, en los años cincuenta y sesenta, la misma exigencia de salirse del ámbito doméstico y entrar en el mercado laboral tenía una fuerte carga ideológicaentre las mujeres casadas prósperas, cultas y de clase media, que no tenía en cambiopara las otras, pues los motivos de aquéllas en esos dominios rara vez eraneconómicos. Entre las mujeres pobres o con dificultades económicas, las mujerescasadas fueron a trabajar después de 1945 porque sus hijos ya no iban. La mano deobra infantil casi había desaparecido de Occidente, mientras que, en cambio, lanecesidad de dar una educación a los hijos para mejorar sus perspectivas de futurorepresentó para sus padres una carga económica mayor y más duradera de lo quehabía sido con anterioridad. En resumen, como ya se ha dicho, «antes los niñostrabajaban para que sus madres pudieran quedarse en casa encargándose de susresponsabilidades

domésticas

y^

reproductivas.

Ahora,

al

necesitar

las

familias

ingresos adicionales, las madres se pusieron a trabajar en lugar de sus hijos» (Tilly yScott, 1987, p. 219). Eso hubiera sido casi imposible sin menos hijos, a pesar de quela sustancial mecanización de las labores domésticas (sobre todo gracias a laslavadoras) y el auge de las comidas preparadas y precocinadas contribuyeran ahacerlo más fácil. Pero para las mujeres casadas de clase media cuyos maridos teníanunos ingresos correspondientes con su nivel social, ir a trabajar rara vez representabauna aportación sustancial a los ingresos familiares, aunque sólo fuese porque a lasmujeres les pagaban mucho menos que a los hombres en los empleos que tenían a sudisposición. La aportación neta a los ingresos familiares podía no ser significativacuando había que contratar asistentas de pago para que cuidaran de la casa y de losniños (en forma de mujeres de la limpieza y, en Europa, de canguros o chicas

au

pair)

para que la mujer pudiera ganar un sueldo fuera del hogar.Si, a esos niveles, había alguna motivación para que las mujeres casadas16. Así, la «discriminación positiva», es decir, el dar a un grupo un trato

preferente

a la hora de acceder a

determinados recursos o actividades sociales, sólo es congruente con la igualdad partiendo de la premisa de quese trata de una medida temporal, que se abolirá cuando la igualdad de acceso se haya conseguido por méritospropios; es decir, partiendo de la premisa de que el trato preferente no representa más que la supresión de unobstáculo injusto para los participantes en la misma competición, lo cual, desde luego, a veces es así. Pero encasos donde se da una diferencia permanente, no puede justificarse. Es absurdo, incluso a primera vista, darprioridad a los hombres en la inscripción en cursos de canto de soprano, o insistir en que sería de desear, enteoría, y por cuestiones demográficas, que el 50 por 100 de los generales fuesen mujeres. En cambio, estotalmente legítimo dar a todo hombre deseoso y potencialmente dotado para cantar

Norma

y a toda mujer con el

deseo y el potencial para dirigir un ejército la oportunidad de hacerlo.

LA REVOLUCIÓN SOCIAL. 1945-

321

abandonaran el hogar era la demanda de libertad y autonomía: para la mujer casada,el derecho a ser una persona por sí misma y no un apéndice del marido y el hogar,alguien a quien el mundo juzgase como individuo, y no como miembro de unaespecie («simplemente una madre y un ama de casa»). El dinero estaba de por mediono porque fuera necesario, sino porque era algo que la mujer podía gastar o ahorrarsin tener que pedir antes permiso al marido. Por supuesto, a medida que los hogaresde clase media con dos fuentes de ingresos fueron haciéndose más corrientes, elpresupuesto familiar se fue calculando cada vez más en base a dos sueldos. Dehecho, al universalizarse la enseñanza superior entre los hijos de la clase media, yverse obligados los padres a contribuir económicamente al mantenimiento de suprole hasta bien entrados los veinte años o más, el empleo remunerado dejó de sersobre todo una declaración de independencia para las mujeres casadas de clasemedia, para convertirse en lo que era desde ya hacía tiempo para los pobres: una for-ma de llegar a fin de mes. No obstante, su componente emancipatoria no desapareció,como demuestra el incremento de los «matrimonios itinerantes». Y es que los costes(no sólo económicos) de los matrimonios en los que cada cónyuge trabajaba enlugares con frecuencia muy alejados eran altos, aunque la revolución del transporte ylas comunicaciones lo convirtió en algo cada vez más común en profesiones como laacadémica, a partir de los años setenta. Sin embargo, mientras que antes las esposasde

clase

media

(aunque no

los hijos de más

de

cierta

edad) habían

seguido

automáticamente a sus esposos dondequiera que el trabajo los llevase, ahora seconvirtió en algo casi impensable, por lo menos en círculos intelectuales de clasemedia, el interrumpir la carrera de la mujer y su derecho a elegir dónde queríadesarrollarla. Por fin, al parecer, hombres y mujeres se trataban de igual a igual eneste aspecto.

(^17)

Sin embargo, en los países desarrollados, el feminismo de clase media o el movimiento de las mujeres cultas o intelectuales se transformó en una especie deafirmación genérica de que había llegado la hora de la liberación de la mujer, y esoporque el feminismo específico de clase media, aunque a veces no tuviera en cuentalas preocupaciones de las demás mujeres occidentales, planteó cuestiones que lasafectaban a todas; y esas cuestiones se convirtieron en urgentes al generar lasconvulsiones sociales que hemos esbozado una profunda, y en muchos aspectosrepentina, revolución moral y cultural, una transformación drástica de las pautasconvencionales de conducta social e individual. Las mujeres fueron un elementocrucial de esta revolución cultural, ya que ésta encontró su eje central, así como suexpresión, en los cambios experimentados por la familia y el hogar tradicionales, delos que las mujeres siempre habían sido el componente central. Y es hacia esoscambios hacia donde pasamos a dirigir nuestra atención.

  1. Aunque más raros, los casos de maridos que tuvieron que enfrentarse al problema de seguir a sus esposas donde el nuevo empleo de éstas las llevara también se hicieron más habituales. A todo académicode los años noventa se le ocurrirán ejemplos dentro de su círculo de conocidos.

Capítulo XILA REVOLUCIÓN CULTURAL

En la película

[La ley del deseo],

Carmen Maura interpreta a un

hombre que se ha sometido a una operación de cambio de sexo y que,debido a un desgraciado asunto amoroso con su padre, ha abandonado alos hombres para establecer una relación lésbica (supongo) con unamujer, interpretada por un famoso transexual madrileño.

Reseña cinematográfica en

Village Voice,

P

AUL

BERMAN

(1987, p. 572)

Las manifestaciones de más éxito no son necesariamente las que movilizan a más gente, sino las que suscitan más interés entre losperiodistas. A riesgo de exagerar un poco, podría decirse que cincuentatipos listos que sepan montar bien un

happening

para que salga cinco

minutos por la tele pueden tener tanta incidencia política como mediomillón de manifestantes.

PIERRE BOURD1EU (1994)

I

Por todo lo que acabamos de exponer, la mejor forma de acercarnos a esta revolución cultural es a través de la familia y del hogar, es decir, a través de laestructura de las relaciones entre ambos sexos y entre las distintas generaciones. Enla mayoría de sociedades, estas estructuras habían mostrado una impresionanteresistencia a los cambios bruscos, aunque eso no quiere decir que fuesen estáticas.Además, a pesar de las apariencias de signo contrario, las estructuras eran de ámbitomundial, o por lo menos presentaban semejanzas básicas en amplias zonas, aunque,por razones socioeconómicas y tecnológicas, se ha sugerido que existe una notablediferencia entre Eurasia (incluyendo ambas orillas del Mediterráneo), por un lado, yel resto

LA REVOLUCIÓN CULTURAL

323

de África, por el otro (Goody, 1990, p. XVII). Así, por ejemplo, la poligamia, que, segúnse dice, estaba o había llegado a estar prácticamente ausente de Eurasia, salvo entrealgunos grupos privilegiados y en el mundo árabe, floreció en Africa, donde se dice quemás de la cuarta parte de los matrimonios eran polígamos (Goody, 1990, p. 379).

No obstante, a pesar de las variaciones, la inmensa mayoría de la humanidad compartía una serie de características, como la existencia del matrimonio formal con relacionessexuales privilegiadas para los cónyuges (el «adulterio» se considera una falta en todo elmundo), la superioridad del marido sobre la mujer («patriarcalismo») y de los padres sobrelos hijos, además de la de las generaciones más ancianas sobre las más jóvenes, unidadesfamiliares formadas por varios miembros, etc. Fuese cual fuese el alcance y la complejidadde la red de relaciones de parentesco y los derechos y obligaciones mutuos que se dabanen su seno, el núcleo fundamental —la pareja con hijos— estaba presente en alguna parte,aunque el grupo o conjunto familiar que cooperase o conviviese con ellos fuera muchomayor. La idea de que la familia nuclear, que se convirtió en el patrón básico de la sociedadoccidental en los siglos XIX y XX, había evolucionado de algún modo a partir de unafamilia y unas unidades de parentesco mucho más amplias, como un elemento más deldesarrollo del individualismo burgués o de cualquier otra clase, se basa en un malentendidohistórico, sobre todo del carácter de la cooperación social y su razón de ser en lassociedades preindustriales. Hasta en una institución tan comunista como la

zadruga

o

familia conjunta de los eslavos de los Balcanes, «cada mujer trabaja para su familia en elsentido estricto de la palabra, o sea, para su marido y sus hijos, pero también, cuando letoca, para los miembros solteros de la comunidad y los huérfanos» (Guidetti y Stahl, 1977,p. 58). La existencia de este núcleo familiar y del hogar, por supuesto, no significa que losgrupos o comunidades de parentesco en los que se integra se parezcan en otros aspectos.

Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XX esta distribución básica y duradera empezó a cambiar a la velocidad del rayo, por lo menos en los países occidentales«desarrollados», aunque de forma desigual dentro de estas regiones. Así, en Inglaterra yGales —un ejemplo, lo reconozco, bastante espectacular—, en 1938 había un divorcio porcada cincuenta y ocho bodas (Mitchell, 1975, pp. 30-32), pero a mediados de los ochenta,había uno por cada 2, 2 bodas

(UN Statistical Yearbook,

1987). Después, podemos ver la

aceleración de esta tendencia en los alegres sesenta. A finales de los años setenta, enInglaterra y Gales había más de 10 divorcios por cada 1. 000 parejas casadas, o sea, cincoveces más que en 1961

(Social Trends,

1980, p. 84).

Esta tendencia no se limitaba a Gran Bretaña. En realidad, el cambio espectacular se ve con la máxima claridad en países de moral estricta y con una fuerte carga tradicional,como los católicos. En Bélgica, Francia y los Países Bajos el índice bruto de divorcios (elnúmero anual de divorcios por cada 1. 000 habitantes) se triplicó aproximadamente entre1970 y 1985. Sin embargo, incluso en países con tradición de emancipados en estosaspectos,

326

LA EDAD DE ORO

entre las distintas generaciones. Los jóvenes, en tanto que grupo con concienciapropia que va de la pubertad —que en los países desarrollados empezó a darsealgunos años antes que en la generación precedente (Tanner, 1962, p. 153)— hastamediados los veinte años, se convirtieron ahora en un grupo social independiente.Los acontecimientos más espectaculares, sobre todo de los años sesenta y setenta,fueron

las

movilizaciones

de

sectores

generacionales

que,

en

países

menos

politizados, enriquecían a la industria discográfica, el 75-80 por 100 de cuyaproducción —a saber, música rock— se vendía casi exclusivamente a un público deentre

catorce

y^

veinticinco

años

(Hobsbawm,

pp.

XVIII-XIX).

La

radicalización política de los años sesenta, anticipada por contingentes reducidos dedisidentes y automarginados culturales etiquetados de varias formas, perteneció a losjóvenes, que rechazaron la condición de niños o incluso de adolescentes (es decir, depersonas todavía no adultas), al tiempo que negaban el carácter plenamente humanode toda generación que tuviese más de treinta años, con la salvedad de algún que otroguru.

Con la excepción de China, donde el anciano Mao movilizó a las masas juveniles con resultados terribles (véase el capítulo XVI), a los jóvenes radicales los dirigían—en la medida en que aceptasen que alguien los dirigiera— miembros de su mismogrupo. Este es claramente el caso de los movimientos estudiantiles, de alcancemundial, aunque en los países en donde éstos precipitaron levantamientos de lasmasas obreras, como en Francia y en Italia en 1968-1969, la iniciativa también veníade trabajadores jóvenes. Nadie con un mínimo de experiencia de las limitaciones dela vida real, o sea, nadie verdaderamente adulto, podría haber ideado las confiadaspero manifiestamente absurdas consignas del mayo parisino de 1968 o del «otoñocaliente» italiano de 1969: «tutto e subito», lo queremos todo y ahora mismo(Albers/Goldschmidt/Oehlke, 1971, pp. 59 y 184).

La nueva «autonomía» de la juventud como estrato social independiente quedó simbolizada por un fenómeno que, a esta escala, no tenía seguramente parangóndesde la época del romanticismo: el héroe cuya vida y juventud acaban al mismotiempo. Esta figura, cuyo precedente en los años cincuenta fue la estrella de cineJames Dean, era corriente, tal vez incluso el ideal típico, dentro de lo que se convirtióen la manifestación cultural característica de la juventud: la música rock. BuddyHolly, Janis Joplin, Brian Jones de los Rolling Stones, Bob Marley, Jimmy Hendrix yuna serie de divinidades populares cayeron víctimas de un estilo de vida ideado paramorir pronto. Lo que convertía esas muertes en simbólicas era que la juventud, querepresentaban, era transitoria por definición. La de actor puede ser una profesión paratoda la vida, pero no la de

jeune premier.

No obstante, aunque los componentes de la juventud cambian constantemente — es público y notorio que una «generación» estudiantil sólo dura tres o cuatro años—,sus filas siempre vuelven a llenarse. El surgimiento del adolescente como agentesocial consciente recibió un reconocimiento cada vez más amplio, entusiasta porparte de los fabricantes de bienes de consumo,

LA REVOLUCIÓN CULTURAL

327

menos caluroso por parte de sus mayores, que veían cómo el espacio existente entrelos que estaban dispuestos a aceptar la etiqueta de «niño» y los que insistían en la de«adulto» se iba expandiendo. A mediados de los sesenta, incluso el mismísimomovimiento de Baden Powell, los Boy Scouts ingleses, abandonó la primera parte desu nombre como concesión al espíritu de los tiempos, y cambió el viejo sombrero deexplorador por la menos indiscreta boina (Gillis, 1974, p. 197).

Los grupos de edad no son nada nuevo en la sociedad, e incluso en la civilización burguesa se reconocía la existencia de un sector de quienes habían alcanzado lamadurez sexual, pero todavía se encontraban en pleno crecimiento físico e intelectualy carecían de la experiencia de la vida adulta. El hecho de que este grupo fuese cadavez más joven al empezar la pubertad y que alcanzara antes su máximo crecimiento(Floud

et al,

  1. no alteraba de por sí la situación, sino que se limitaba a crear

tensiones entre los jóvenes y sus padres y profesores, que insistían en tratarlos comomenos adultos de lo que ellos creían ser. Los ambientes burgueses esperaban de susmuchachos —a diferencia de las chicas— que pasasen por una época turbulenta y«hicieran sus locuras» antes de «sentar la cabeza». La novedad de la nueva culturajuvenil tenía una triple vertiente.

En primer lugar, la «juventud» pasó a verse no como una fase preparatoria para la vida adulta, sino, en cierto sentido, como la fase culminante del pleno desarrollohumano. Al igual que en el deporte, la actividad humana en la que la juventud lo estodo, y que ahora definía las aspiraciones de más seres humanos que ninguna otra, lavida iba claramente cuesta abajo a partir de los treinta años. Como máximo, despuésde esa edad ya era poco lo que tenía interés. El que esto no se correspondiese con unarealidad social en la que (con la excepción del deporte, algunos tipos de espectáculoy tal vez las matemáticas puras) el poder, la influencia y el éxito, además de lariqueza, aumentaban con la edad, era una prueba más del modo insatisfactorio en queestaba organizado el mundo. Y es que, hasta los años setenta, el mundo de laposguerra estuvo gobernado por una gerontocracia en mucha mayor medida que enépocas pretéritas, en especial por hombres —apenas por mujeres, todavía— que yaeran adultos al final, o incluso al principio, de la primera guerra mundial. Esto valíatanto para el mundo capitalista (Adenauer, De Gaulle, Franco, Churchill) como parael comunista (Stalin y Kruschev, Mao, Ho Chi Minh, Tito), además de para losgrandes estados poscoloniales (Gandhi, Nehru, Sukarno). Los dirigentes de menos decuarenta años eran una rareza, incluso en regímenes revolucionarios surgidos degolpes militares, una clase de cambio político que solían llevar a cabo oficiales derango relativamente bajo, por tener menos que perder que los de rango superior; deahí gran parte del impacto de Fidel Castro, que se hizo con el poder a los treinta ydos años.

No

obstante,

se

hicieron

algunas

concesiones

tácitas

y^

acaso

no

siempre

conscientes a los sectores juveniles de la sociedad, por parte de las clases dirigentes ysobre todo por parte de las florecientes industrias de los cosmé-

328

LA EDAD DE ORO

ticos,

del

cuidado

del

cabello

y^

de

la

higiene

íntima,

que

se

beneficiaron

desproporcionadamente de la riqueza acumulada en unos cuantos países desarrollados.

(^1)

A partir de finales de los años sesenta hubo una tendencia a rebajar la edad de voto a losdieciocho años —por ejemplo en los Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania yFrancia— y también se dio algún signo de disminución de la edad de consentimientopara las relaciones sexuales (heterosexuales). Paradójicamente, a medida que se ibaprolongando la esperanza de vida, el porcentaje de ancianos aumentaba y, por lomenos entre la clase alta y la media, la decadencia senil se retrasaba, se llegaba antes ala edad de jubilación y, en tiempos difíciles, la «jubilación anticipada» se convirtió en unode los métodos predilectos para recortar costos laborales. Los ejecutivos de más decuarenta

años

que

perdían

su

empleo

encontraban

tantas

dificultades

como

los

trabajadores manuales y administrativos para encontrar un nuevo trabajo.

La segunda novedad de la cultura juvenil deriva de la primera: era o se convirtió en dominante en las «economías desarrolladas de mercado», en parte porque ahorarepresentaba una masa concentrada de poder adquisitivo, y en parte porque cada nuevageneración de adultos se había socializado formando parte de una cultura juvenil conconciencia propia y estaba marcada por esta experiencia, y también porque la prodigiosavelocidad del cambio tecnológico daba a la juventud una ventaja tangible sobre edadesmás conservadoras o por lo menos no tan adaptables. Sea cual sea la estructura deedad de los ejecutivos de IBM o de Hitachi, lo cierto es que sus nuevos ordenadores y susnuevos programas los diseñaba gente de veintitantos años. Y aunque esas máquinas y esosprogramas se habían hecho con la esperanza de que hasta un tonto pudiese manejarlos, lageneración que no había crecido con ellos se daba perfecta cuenta de su inferioridadrespecto a las generaciones que lo habían hecho. Lo que los hijos podían aprender de suspadres resultaba menos evidente que lo que los padres no sabían y los hijos sí. El papel delas generaciones se invirtió. Los tejanos, la prenda de vestir deliberadamente humilde quepopularizaron en los campus universitarios norteamericanos los estudiantes que

no

querían tener el mismo aspecto que sus mayores, acabaron por asomar, en días festivos yen vacaciones, o incluso en el lugar de trabajo de profesionales «creativos» o de otrasocupaciones de moda, por debajo de más de una cabeza gris.

La tercera peculiaridad de la nueva cultura juvenil en las sociedades urbanas fue su asombrosa internacionalízación. Los téjanos y el rock se convirtieron en las marcas de lajuventud «moderna», de las minorías destinadas a convertirse en mayorías en todos lospaíses en donde se los toleraba e incluso en algunos donde no, como en la URSS apartir de los años sesenta

  1. Del mercado mundial de «productos de uso personal» en 1990, el 34 por 100 le correspondía a la Europa no comunista, el 30 por 100 a Norteamérica y el 19 por 100 a Japón. El 85 por 100 restante de lapoblación mundial se repartía el 16-17 por 100 entre todos sus miembros (más ricos)

(Financial Times,

11-4-

1991).

LA REVOLUCIÓN CULTURAL

329

(Starr, 1990, capítulos 12 y 13). El inglés de las letras del rock a menudo ni siquierase traducía, lo que reflejaba la apabullante hegemonía cultural de los Estados Unidosen la cultura y en los estilos de vida populares, aunque hay que destacar que lospropios centros de la cultura juvenil de Occidente no eran nada patrioteros en esteterreno, sobre todo en cuanto a gustos musicales, y recibían encantados estilosimportados del Caribe, de América Latina y, a partir de los años ochenta, cada vezmás, de África.

La hegemonía cultural no era una novedad, pero su

modus operandi

había

cambiado. En el período de entreguerras, su vector principal había sido la industriacinematográfica norteamericana, la única con una distribución masiva a escalaplanetaria, y que era vista por un público de cientos de millones de individuos quealcanzó sus máximas dimensiones justo después de la segunda guerra mundial. Conel auge de la televisión, de la producción cinematográfica internacional y con el findel sistema de estudios de Hollywood, la industria norteamericana perdió parte de supreponderancia y una parte aún mayor de su público. En 1960 no produjo más queuna sexta parte de la producción cinematográfica mundial, aun sin contar a Japón ni ala India (

UN Statistical Yearbook,

1961), si bien con el tiempo recuperaría gran parte

de su hegemonía. Los Estados Unidos no consiguieron nunca dominar de modocomparable los distintos mercados televisivos, inmensos y lingüísticamente másvariados. Su moda juvenil se difundió directamente, o bien amplificada por laintermediación de Gran Bretaña, gracias a una especie de osmosis informal, a travésde discos y luego cintas, cuyo principal medio de difusión, ayer igual que hoy y quemañana, era la anticuada radio. Se difundió también a través de los canales dedistribución mundial de imágenes; a través de los contactos personales del turismojuvenil internacional, que diseminaba cantidades cada vez mayores de jóvenes entéjanos por el mundo; a través de la red mundial de universidades, cuya capacidadpara comunicarse con rapidez se hizo evidente en los años sesenta. Y se difundiótambién gracias a la fuerza de la moda en la sociedad de consumo que ahoraalcanzaba a las masas, potenciada por la presión de los propios congéneres. Habíanacido una cultura juvenil global.

¿Habría podido surgir en cualquier otra época? Casi seguro que no. Su público habría sido mucho más reducido, en cifras relativas y absolutas, pues la prolongaciónde la duración de los estudios, y sobre todo la aparición de grandes conjuntos dejóvenes que convivían en grupos de edad en las universidades provocó una rápidaexpansión del mismo. Además, incluso los adolescentes que entraban en el mercadolaboral al término del período mínimo de escolarización (entre los catorce y dieciséisaños en un país «desarrollado» típico) gozaban de un poder adquisitivo mucho mayorque sus predecesores, gracias a la prosperidad y al pleno empleo de la edad de oro, ygracias a la mayor prosperidad de sus padres, que ya no necesitaban tanto lasaportaciones de sus hijos al presupuesto familiar. Fue el descubrimiento de estemercado juvenil a mediados de los años cincuenta lo que revolucionó el negocio dela música pop y, en Europa, el sector de la industria de la moda dedicado al consumode masas. El

«boom

británico de los adolescentes», que