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Teoría literaria y discurso gramatical
Tipo: Esquemas y mapas conceptuales
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El valor de cualquier curriculum , de toda propuesta de cambio para la práctica educativa, se contrasta en la realidad en la que se realiza, en el cómo se concrete en situaciones reales. El curriculum en la acción es la última expresión de su valor, pues, en definitiva, es en la práctica donde todo proyecto, toda idea, toda intención, se hace realidad de una forma u otra; se manifiesta, adquiere significación y valor, independientemente de declaraciones y propósitos de partida. Y también, a veces al margen de las intenciones, la práctica refleja supuestos y valores muy diversos. El curriculum , al expresarse a través de una praxis, cobra definitivo significado para los alumnos y para los profesores en las actividades que unos y otros realizan, y será en la realidad aquello que esa tamización permita que sea. Si el curriculum es puente entre la teoría y la acción, entre intenciones o proyectos y realidad, es preciso analizar la estructura de la práctica donde queda plasmado. Una práctica que responde no sólo a las exigencias curriculares, sin duda, sino profundamente enraizada en unas coordenadas previas a cualquier curriculum e intención del profesor. Por todo ello, el análisis de la estructura de la práctica tiene sentido planteársela desde la óptica del curriculum concebido como proceso en la acción. Es ahora el momento del análisis decisivo de la práctica pedagógica en la que se proyectan todas las determinaciones del sistema curricular , donde ocurren los procesos de deliberación y donde se manifiestan los espacios de decisión autónoma de los más directos destinatarios del mismo: profesores y alumnos. El tiempo de clase se rellena básicamente de tareas escolares y de esfuerzos por mantener un cierto orden social dentro del horario escolar, bajo una forma de interacción entre profesores y alumnos. Un curriculum se justifica, en definitiva, en la práctica por unos pretendidos efectos educativos y éstos dependen de las experiencias reales que tienen los alumnos en el contexto del aula, condicionadas por la estructura de tareas que cubren su tiempo de aprendizaje. El curriculum desemboca en actividades escolares, lo que no quiere decir que esas prácticas sean solamente expresión de las intenciones y contenidos de los curricula. La estructura de la práctica obedece a múltiples determinantes, tiene su justificación en parámetros institucionales, organizativos, tradiciones metodológicas, posibilidades reales de los profesores, de los medios y condiciones físicas existentes. Precisamente, cuando se aborda el cambio del curriculum , nos encontramos con que los mecanismos que le dan coherencia a un tipo de práctica son resistentes, dando la impresión de que disponen de autonomía funcional, lo que no es sino el resultado de que la práctica se configura por otros determinantes que no son sólo los curriculares. La práctica tiene un esqueleto que mantiene los estilos pedagógicos al servicio de finalidades muy diversas, una estructura en la que se envuelve el curriculum al desarrollarse y concretarse en prácticas pedagógicas. Éste se expresa en unos usos prácticos, que además tienen otros determinantes y una historia. Pero la práctica es algo fluido, fugaz, difícil de aprehender en coordenadas simples, y además compleja en tanto en ella se expresan múltiples determinantes, ideas, valores, usos pedagógicos. La pretensión de querer comprender los procesos de enseñanza con cierto rigor implica bucear en los elementos
diversos que se entrecruzan e interaccionan en esa práctica tan compleja. La investigación, así como la labor de intervención consciente y sistemática y la renovación pedagógica de la práctica en la enseñanza, exigen también considerar esos elementos para tenerlos en cuenta en la intervención planificada. Ese intento de comprender los procesos de enseñanza se ha realizado desde perspectivas ideológicas, conceptuales y metodológicas muy diversas, que se articulan en diversos paradigmas de investigación educativa. Los estudios analíticos de la enseñanza han destacado innumerables variables, fijándose sobre aspectos muy concretos; actitud metodológica que ha llevado incluso a perder el sentido unitario del proceso que se dice querer estudiar, al parcelar la realidad en aspectos que por sí mismos y sin relación a otros carecen de significado. La tradición positivista con enfoques pretendidamente rigurosos nos ha dejado una fuerte impronta en este sentido, sobre todo referida al estudio de la interacción que se daba en las aulas como expresión genuina del proceso de enseñanza. En muchos casos, dentro de un intento de captar lo que era la enseñanza eficaz, se han querido ligar muchas veces las variables en que se diseccionaban los hechos reales y los métodos a los efectos en el aprendizaje, de acuerdo con el paradigma proceso-producto (Pérez, 1983). La fragmentación del sentido y significado de la enseñanza que realizó y realizan las recuperaciones del paradigma dominante en la investigación educativa impiden la utilización de ésta por parte de los profesores. La investigación más extendida, hasta bien avanzados los años setenta, se ha centrado en variables referidas al alumno o al profesor como entes aislados, o bien a la interacción entre ellos, reducida ésta a un intercambio personal fragmentado en categorías discretas, como si esas unidades tuvieran significado absoluto al margen de referencias contextuales y del contenido que se comunica en la enseñanza. Pero se ha insistido muy poco, y en todo caso de forma parcial, en enfocar esa interacción dentro del medio real en el que ocurren los fenómenos. Se desconsidera así el carácter propio de la situación de enseñanza como tal y la significación que tiene para los actores principales de la misma, dentro de un contexto más amplio, el de ser una actividad dirigida, con unos determinados contenidos culturales curriculares, que se desarrolla con unos medios, que se enmarca dentro de unas relaciones personales y dentro de un determinado ambiente escolar organizado y sociocultural en general. La enseñanza no es una mera interacción entre profesores y alumnos, cuyas particularidades puedan relacionarse con los aprendizajes de los alumnos para deducir un modelo eficaz de actuación, como si esa relación estuviese vacía de contenidos que pueden representar opciones muy diversas, posibilidades de aprendizajes muy desiguales, desconsiderando que maneja instrumentos de aprendizaje muy diferentes y que se realiza en situaciones muy diversas. El análisis de la enseñanza no puede quedar limitado a los usos o cultura técnica específica ligada a las prácticas concretas que se generan en la situación de enseñanza institucionalizada. En este defecto se ha caído con mucha frecuencia. La enseñanza sí genera unos usos específicos, una interacción personal entre profesores y alumnos, una comunicación particular, unos códigos de comportamiento profesional peculiares, pero la singularidad de todo eso tiene que verse en relación con el tipo de contenidos culturales que se “amasan” en ese medio específico que es la enseñanza institucionalizada y con los valores implicados en esa cultura. Los propios efectos educativos dependen de la interacción compleja de todos los aspectos que se entrecruzan en las situaciones de enseñanza: tipos de actividad metodológica, aspectos materiales de la situación, estilo del profesor, relaciones sociales, contenidos culturales, etc. Entender esa situación y diseñarla para que contribuya a unos determinados propósitos implica un marco de conocimiento más amplio en el que se atiendan a todos los elementos y a todas las interacciones entre los mismos. Afirma Popkewitz (1986) que:
“La investigación no puede detallar empíricamente los elementos de una organización como la escuela o identificar conductas discretas dentro de un acto de enseñanza, como es común ver en los estudios que analizan los efectos de los profesores, sin considerar al mismo tiempo interrogantes sobre el contexto en el que se produce” (Pág. 228).
En realidad, se trata de una superposición de múltiples contextos, que es la que da el significado real a las prácticas escolares. El autor citado distingue tres: el contexto de los hechos pedagógicos, el contexto profesional de los profesores y el contexto social. El problema de la investigación educativa reside en articular procedimientos que analicen los hechos pedagógicos considerando el significado que tienen dentro de esos contextos interrelacionados. Veamos un ejemplo que consideramos puede ser clarificador. Smith y Connolly (1980), analizando los ambientes de educación preescolar desde una perspectiva ecológica, destacan las interacciones entre
En la clase se producen muchas cosas a la vez, que se suceden rápidamente, que se desenvuelven de modo imprevisto y todo ello ocurre durante mucho tiempo, [Jackson (1968), Doyle (1986b)]. Por ello muchas de las decisiones que tiene que tomar el profesor aparecen como instantáneas e intuitivas, mecanismos reflejos, y es, por ello mismo, difícil si no imposible el intento de buscar patrones para racionalizar la práctica educativa mientras ésta se realiza. La práctica interactiva de la enseñanza es difícil de controlar conscientemente, aspecto que se logra por otros caminos, como veremos. Un ambiente de esas características, que nos sugiere un flujo cambiante de acontecimientos, parece contradictorio a primera vista con otras dos constataciones muy comprobadas: Por un lado, la estabilidad de los estilos docentes, desde la perspectiva personal y colectiva. Lo que nos tiene que llevar a buscar las pautas que explican su posible racionalidad, su estabilización en patrones de conducta pedagógica, su coherencia o incoherencia, su misma continuidad temporal, etc. Por otra parte, la sencillez con la que un profesor sin demasiada preparación y/o experiencia se desenvuelve en la situación de enseñanza demuestra que existen mecanismos simplificadores para reducir la complejidad a dimensiones manejables. Abordar la complejidad de ese ambiente percibiendo la existencia de un estilo de comportamiento estable en los docentes no se puede explicar, precisamente, por la existencia de unos fundamentos inmediatos racionales estables que el profesor tiene y utiliza para cada una de las acciones que acomete en el aula o en el centro, como si cada una de sus decisiones fuese un acto elaborado racionalmente, apoyado en criterios estables, sino que se debe a la existencia de esquemas prácticos subyacentes en esa acción, con fuerza determinante continuada, que regulan su práctica y la simplifican. Unos esquemas relativamente estables, reclamados por un principio de economía de orden psicológico en el profesional, y por los condicionamientos institucionales y sociales que demandan pautas adaptativas de respuesta. Esos esquemas de comportamiento profesional estructuran toda la práctica del docente. Los esquemas prácticos de los enseñantes controlan la práctica, se reproducen, se comunican entre profesores, se aplican a veces de forma muy semejante en diferentes áreas o asignaturas del curriculum y
otras veces se especializan en algunas de ellas, aunque también es cierto que sufren pequeñas alteraciones y acomodaciones cuando se van repitiendo en sucesivas aplicaciones. La estabilidad de esos esquemas prácticos da continuidad a los estilos y modelos pedagógicos vistos desde la práctica, convirtiéndose en su arquitectura a través de la que se produce el vaciado de significados de cualquier propuesta curricular cuando se implanta en la realidad concreta. Porque, si bien una propuesta curricular, en la medida en que pretenda orientar al profesor, le puede sugerir esquemas prácticos distintos, lo cierto es que la estructura existente, que no olvidemos tiene un fuerte arraigo en una serie de condiciones institucionales y en mecanismos de seguridad personal y profesional en los profesores, prolonga su existencia más allá al asimilar las nuevas propuestas, aunque puede ser alterada por ellas. La renovación es un proceso de acomodación de esquemas previos en función de la asimilación de otras propuestas. El profesor no puede desenvolverse dentro de un esquema de toma de decisiones razonadas, con fundamentos contrastados en busca de unos resultados deseables y previstos en la actividad cotidiana. Lo que sí puede hacer el profesor con antelación a la práctica, y de hecho así ocurre, es prefigurar el marco en el que se llevará a cabo la actividad escolar, de acuerdo con las tareas que vayan a realizarse. Después, cuando la acción está en marcha, lo que hace es mantener el curso de la misma, con retoques y adaptaciones del esquema primero, pero siguiendo una estructura de funcionamiento apoyado en la regulación interna de la actividad que implícitamente le brinda el esquema práctico. Algo que el profesor sí domina a través de una pauta aprendida, depurada en el curso de su continuada práctica profesional. Para captar la complejidad de la acción a que aludimos, para entender la conjunción en la interacción de todos los elementos que configuran una situación ambiental, para explicar, no obstante, la estabilidad de los estilos docentes, se precisa una unidad de análisis que contribuya a dos propósitos, que a primera vista pueden parecer contradictorios entre sí: simplificar la complejidad del proceso global para su mejor comprensión y manejo, por un lado, pero sin perder de vista el carácter unitario y su significado para los sujetos que viven esas situaciones, por otro. Es precisa una unidad con carácter molar que, al tiempo que reduce la complejidad, tenga significación por sí misma y resuma las propiedades del todo. Es decir, conviene buscar una unidad de análisis que mantenga la cohesión de toda la variedad de interacciones entre aspectos que intervienen en las diferentes situaciones de enseñanza, para que no se pierda su significado real. Un significado que se deriva del equilibrio particular, de las posiciones singulares que en esa situación mantienen la totalidad de los elementos que se entrecruzan en la misma. Nos referimos a la relación entre los elementos personales del proceso de enseñanza, el proceso de aprendizaje que realiza el alumno, el tipo de actividad del profesor, el contenido cultural curricular, los medios con los que se realiza, la organización dentro de la que está inscrita, guardar un cierto clima de trabajo y de orden, etc. Leer un texto para captar su significado, redactar un informe después de observar o realizar un experimento, construir una maqueta, realizar los ejercicios propuestos por un libro de texto, configurar un periódico en clase, abordar una tarea en grupo, revisar el trabajo realizado en casa, son actividades molares que definen situaciones de enseñanza-aprendizaje con un significado peculiar. Esta consideración es fundamental para cualquier análisis intelectual o científico sobre la enseñanza, si queremos que tenga alguna significación profesional para el profesor, pretendiendo establecer ciertas relaciones entre conocimiento y práctica en los docentes. Los análisis que en aras de la precisión trocean la realidad pierden la significación unitaria de la práctica, disminuyendo por ello su utilidad. Para que el conocimiento sobre la enseñanza tenga valor en la comprensión de la misma, y alguna capacidad para fundamentar en los profesores, o en los candidatos a serio, un saber hacer profesional y un enriquecimiento de este saber, es fundamental reparar en las consecuencias que tiene el elegir una unidad de análisis u otra. Creo que nos sirve de poco saber que un profesor tiene, por ejemplo, un estilo eminentemente expositivo o dialogante con sus alumnos, sin saber cuál es el significado de esas conductas dentro de la interacción con otros aspectos de las situaciones didácticas. Las actividades de exponer o dialogar en clase no tienen valor por sí mismas sin analizar el significado y las dimensiones de esas acciones. Se pueden exponer cosas que interesen o no, que sean o no sustanciosas, etc. Se puede dialogar sobre contenidos absurdos, impuestos, etc.
Las tareas, formalmente estructuradas como actividades de enseñanza y aprendizaje dentro de los ambientes escolares, que definen en secuencias y conglomerados lo que es una clase, un método, etc., pueden ser un buen recurso de análisis, en la medida en que una cierta secuencia de unas cuantas de ellas constituye un modelo metodológico, acotando el significado real de un proyecto de educación que pretende unas metas y que se guía por ciertas finalidades.
cierta resistencia a su abandono (Bronfenbrenner, 1979. pág. 46). Esa tensión la produce la propia dirección de la finalidad de la tarea que busca la clausura de la misma. Cuando la tarea es impuesta, esa tensión se mantiene por la fuerza de la imposición exterior. Esos “fragmentos” de actividad que son las tareas tienen una cierta coherencia interna, buscan una determinada finalidad, se ocupan de un contenido preciso, implican elementos más simples combinados de una forma particular. Por ello, las tareas tienen un modo particular de regular la acción mientras transcurre el proceso de su desarrollo, de acuerdo con un patrón interno singular para cada tipo de tarea. En cada una de ellas podemos decir que existe un plan más o menos preciso que regula la práctica mientras ésta discurre. Gracias a ese orden interno, que estructura con una determinada coherencia los elementos que intervienen en la acción, las tareas son los elementos básicos reguladores de la enseñanza. El abanico de actividades observables en un determinado contexto escolar es el resultado de la adaptación, a veces creadora y otras simplemente pasiva, de las iniciativas que, en este aspecto, desarrollan los profesores en un determinado marco escolar. El desarrollo de una tarea organiza la vida del aula durante el tiempo en que transcurre, lo que le da la característica de ser un esquema dinámico , regula la interacción de los alumnos con los profesores, el comportamiento del alumno como aprendiz y el del profesor, marca las pautas de utilización de los materiales, aborda los objetivos y contenidos de un área curricular o de un fragmento de la misma, plantea una forma de discurrir los acontecimientos en la clase. Las tareas son reguladoras de la práctica y en ellas se expresan y conjuntan todos los factores que la determinan. De esa suerte, el curriculum se concreta a través de esquemas prácticos. Afirma Doyle (1979a) que:
“La estructura de las tareas en la clase proporciona un esquema integrador para interpretar los aspectos de la instrucción, seleccionar estrategias para trabajar el contenido y utilizar materiales didácticos” (Pág. 203).
La acción de la enseñanza en las aulas no es un puro fluir espontáneo, aunque existan rasgos y sucesos imprevistos, sino algo regulado por patrones metodológicos implícitos en las tareas que se practican. Esa dinámica es muy fluida, imprevisible, es cierto, pero los esquemas de actividad que la ordenan no. Su dinamismo está, pues, condicionado por el orden interno de la actividad. Si conocemos de antemano un determinado tipo de tarea que va a realizar un profesor, se puede predecir de algún modo cómo transcurrirá su práctica, porque el curso de acción que tiene cada tarea sigue un plan implícito que regula su desarrollo y se plasma en el transcurso del mismo. Por eso, los estilos pedagógicos de los profesores, a pesar de sus componentes idiosincrásicos, son tan parecidos entre sí, porque la estructura de tareas en las que se concretan son semejantes. Si es cierto que no hay dos profesores iguales, ni dos situaciones pedagógicas o dos aulas idénticas, también es verdad que no hay nada más parecido entre sí. Evidentemente, las interacciones particulares que se den en el transcurso de las tareas son impredecibles, pero el curso de la acción no es espontáneo, en sentido estricto. Estas, tal como se nos muestran mientras se realizan, tienen una estructura, es decir son prácticas configuradas por un diseño interno de alguna forma; prácticas que se han generado como patrones de comportamiento en los profesores, elaboradas por alguno en concreto, diseñadas por colectivos docentes, aprendidas de otros, reproducidas de los libros de texto y guías de los profesores, etc. Los esquemas prácticos se pueden diseñar ex novo, pero muy fundamentalmente son aprendidos y reproducidos, aunque sean objeto de una modulación particular en el estilo idiosincrásico de cada profesor o en cada circunstancia institucional. Y no podía resultar de otra forma al ser la actividad escolar la concreción de las finalidades implícitas y explícitas que tiene asignadas la institución escolar. La acción en un aula es tan previsible, en cierto sentido, como lo es la que ocurre en un quirófano o en cualquier otro ámbito de acción regulado institucionalmente por patrones de profesionalidad establecidos. De esta suerte, en tanto nos encontramos con acciones que implican una forma ordenada y reiterada de que discurran los acontecimientos, hemos de buscar la dimensión racionalizadora implícita y explícita de las mismas, el plan interno que dirige su transcurrir, los factores que lo explican, los agentes que las determinan y en qué momento se deciden, sus dimensiones características. Aspectos que, por supuesto, no residen sólo en la mente o en la capacidad de decisión de los profesores. Las tareas que llenan la práctica no son mera expresión de la voluntad profesional de los profesores, aunque sea éste el ámbito genuino de su actividad como tales. La racionalidad inherente a las acciones de enseñanza, a la práctica, no podemos analizarla desde el estrecho marco del pensamiento y capacidad de decisión de los profesores. Esa racionalidad y las
justificaciones de la acción se reparten entre múltiples agentes: La organización del sistema escolar, el marco organizativo de un centro en concreto, el curriculum que el profesor tiene que desarrollar, las pautas de comportamiento profesional colectivo, presiones exteriores, etc. En todo caso, hemos de ver a los profesores como agentes que expresan una cierta racionalidad de forma personal, pero que es, en realidad, traducción personal de otras instancias determinantes más amplias. Las tareas, de acuerdo con Doyle (1979a), pueden analizarse en función de tres componentes básicos: El producto de las mismas o su finalidad , los recursos que utilizan o elementos dados por la situación, y una serie de operaciones que pueden aplicarse a los recursos disponibles para alcanzar el producto. Es decir, que una tarea provoca la realización de un proceso o procesos dirigidos, utilizando unos determinados recursos y produciendo unos ciertos resultados. Newell y Simon (1972) añaden además las dificultades o constricciones como otra característica formal. Por nuestra parte, queremos añadir que una tarea no puede comprenderse sin ser analizada en función del significado que adquiere en relación con planteamientos pedagógicos y culturales más generales dentro de los que cobra verdadero valor educativo. La investigación centrada en las tareas ha distinguido este concepto del de actividad , como unidad de análisis en la investigación. Este último, derivado de la psicología ecológica, se refiere a esquemas de conducta abierta en la clase, o fuera de ella, tanto de profesores como de alumnos, que pueden ser descritos en términos del espacio físico en el que se realizan, el número de participantes que intervienen, los recursos utilizados, el contenido focalizado por la actividad, etc. El concepto de tarea, por el contrario, procede de los estudios cognitivos y hace más directa referencia al modo peculiar con el que un determinado procesamiento de información, requerido por un ambiente, se estructura y se convierte en experiencia para los sujetos. Es decir, hace alusión al contenido de aprendizaje y, en esa medida, es adecuado para analizar la cristalización del curriculum en los alumnos a través de la presentación que se hace del mismo y de los procesos de aprendizaje a que se les somete. El análisis de las tareas dominantes en un determinado modelo o estilo educativo es imprescindible para determinar el valor del mismo, en función de qué actividades sean dominantes en él. Pedagógicamente, la utilidad del concepto de tarea implica no sólo ver en él una estructura condicionante del proceso de transformación de la información, sino también un marco regulador de la conducta, de la actividad en general. En la tradición pedagógica el término actividad es, precisamente, el que suele agrupar al mismo tiempo las notas de los dos conceptos anteriores, utilizados en la psicología ambiental y cognitiva. La actividad pedagógica o metodológica se especifica por toda esa serie de parámetros o aspectos observables de la misma, pero que son acciones educativas, precisamente, en la medida en que todos esos elementos se estructuran en orden a despertar un proceso en el alumno que lleve a unos efectos coherentes con una finalidad. Lo que no excluye que existan finalidades subyacentes en las prácticas metodológicas. Por tanto, desde nuestra perspectiva utilizaremos los conceptos de actividad y de tarea como equivalentes dentro de nuestro análisis. Frente a una aproximación pedagógica que, fijando su atención en la consecución de productos, enfatiza la consecución o no de objetivos, se plantea otra perspectiva que distingue cualitativamente tipos de procesos educativos relacionándolos con la calidad del aprendizaje, analizando los elementos de la tarea como constituyentes de microambientes educativos. O lo que es lo mismo: permite un acercamiento a la calidad de la enseñanza tal como ésta ocurre en unas determinadas condiciones reales. Esos procesos no son sólo la resultante de la dinámica de ese microambiente, afectados por las exigencias o flujo de acontecimientos de la actividad o actividades que se desarrollen en las tareas, sino que no hay que olvidar que tienen una finalidad. Las tareas escolares, como actividades formales que vacían de significado el curriculum , en la práctica tienen un fin, son operaciones estructuradas para una meta, definiendo un espacio problemático y una serie de condiciones y de recursos para buscar el objetivo, de suerte que es la tarea la que da una finalidad a la actividad, [Carter y Doyle (1987), Doyle (1979b)]. Desde una perspectiva de análisis crítico, es necesario confrontar en la práctica la correspondencia entre los fines y objetivos que explícitamente dicen guiar las acciones con las finalidades que, de hecho, cumplen las tareas tal como éstas se realizan. El número, variedad, y secuencia de tareas, así como las peculiaridades de su desarrollo y su significado para profesores y alumnos, junto a su congruencia o incoherencia dentro de una filosofía educativa, define la singularidad metodológica que se practica en clase. Un método se caracteriza por las tareas dominantes que propone a profesores y alumnos. Un modelo de enseñanza, cuando se realiza dentro de un sistema educativo, se concreta en una gama particular de tareas que tienen un significado determinado.
Es preciso añadir que, aunque esas tareas pueden variar en orden y aparecer otras nuevas en días distintos, se trata de estructuras horarias que se reiteran con bastante facilidad: lectura, comentario, actividades propuestas por el libro, ejercicios en pizarra, corrección... forman el núcleo de actividades básicas en los tres casos y es de sospechar que esas tareas se reproducirán con bastante reiteración a través de diferentes contenidos y en distintos momentos. El hecho de que todas ellas se ubiquen en el aula, se desarrollen con los únicos recursos del libro de texto individual y el cuaderno del alumno, presta una determinada caracterización al contenido abarcado y a la experiencia de aprendizaje. Pero también aparecen singularidades propias de cada caso. Dentro de un mismo horario escolar en cada uno de los grupos de alumnos apreciamos que se produce una densidad y ritmo diferente de actividades. El caso B muestra una mayor variedad de tareas cortas, mientras que el A es el que presenta tareas realizadas más dilatadamente en el tiempo. Esto no es, por sí mismo, bueno o malo, puesto que depende de los procesos que se despierten en un caso y en otro. En el A se produce mayor detenimiento en cada una de las tareas, mientras que en el B se pasa más rápidamente de una a otra. En los casos A y C , una sesión de 90 minutos se estructura en torno al lenguaje, con más variedad en el segundo caso. El A agota la jornada escolar con cinco actividades, mientras que los otros dos lo hacen con una decena, lo que sugiere ritmos y cambios de actividad diferenciados. Veamos ahora el caso de una profesora también de primaria, de tercer curso, que llamamos caso D , y que plantea un estilo diferente, reflejado en actividades en parte muy parecidas a las de los tres profesores anteriores, pero en parte bien distintas. Su jornada escolar se especifica en diez actividades para sus alumnos, que van desde tareas de tipo más mecánico, para lo que en un caso la profesora inventa el recurso de que los alumnos se pregunten unos a otros por parejas, quizá para mitigar el escaso atractivo del aprendizaje que se propone con el contenido que ocupa la actividad; plantea una lectura simulando una investigación, permite la elección de temas a desarrollar Investigando” y realiza tareas más libres por la tarde.
PROFESOR D
Contrastando este caso ( D ) con los tres anteriores, se aprecia un estilo didáctico diferente para abordar el mismo curriculum obligatorio que los demás profesores. Ese estilo, independientemente del tipo de relación personal que esta profesora sea capaz de mantener con sus alumnos, se concreta en actividades o tareas que nos sugieren procesos de aprendizaje en los distintos alumnos, permite la optatividad en diferentes aspectos, reúne a los alumnos en grupos, plantea procesos de búsqueda, nos sugiere una organización diferente de aula (que es preciso ordenar al final de la tarde), utilización de medios audiovisuales, etc. Podemos poner otro ejemplo muy distinto en cuanto a la estructura de tareas que plantea, que llamaremos caso E, también real, de una clase de Bachillerato. En este nivel de enseñanza, lo mismo que suele ocurrir en el tercer ciclo de la EGB, la estructura horaria es muy diferente: los horarios se parcializan por áreas o materias en espacios cortos de tiempo. La secuencia de tareas es muy sencilla. Un ejemplo: se entra en clase, durante un tiempo, que puede durar entre 10 y 15 minutos, se procede a preguntar por las dudas surgidas en el estudio del contenido de la clase anterior. Después, el profesor comienza con la exposición de nuevo contenido, teniendo los alumnos que tomar notas que resuman los aspectos esenciales del mismo. Con esta tarea, que unas veces se puede interrumpir con preguntas y otras veces no, acaba la sesión de clase de ese profesor. Es una secuencia de actividades muy sencilla y bastante repetida, sin que quepan variaciones importantes, dada la estructura del horario. En este último caso, la jornada escolar para el alumno se compone de tareas realizadas con distintos profesores. Cada profesor, en función de su estilo y materia, establece un patrón caracterizado por una secuencia necesariamente simple de un número reducido de actividades, puesto que el horario escolar no facilita otra alternativa. El que los distintos profesores no conozcan en muchos casos lo que sus compañeros hacen y piden a los alumnos, dificulta el aprendizaje de éstos, les planeta procesos de adaptación a estilos no siempre coherentes, a exigencias sin ajustar a las posibilidades de los alumnos y les hace vivenciar a estos que la enseñanza es algo muy ligado a la voluntad de cada profesor, no necesariamente regida por patrones de racionalidad. Pero, para el profesor, el proceso de enseñanza, aunque sea a costa de su pesar, se ha simplificado en cuanto a estructura, y por lo tanto en cuanto a diseño y preparación pedagógica. Para una hora de clase basta con que tenga en su repertorio profesional unas cuantas actividades simples. Es más estimulante a priori y más rico, profesionalmente hablando, tener que diseñar ambientes cuando un mismo profesor atiende durante toda la jornada escolar y en varias áreas curriculares a un mismo grupo de alumnos, prolongándose su actividad durante cinco horas de trabajo, que el cumplir esa exigencia para una hora de clase. Un profesor medianamente sensible en su oficio tiene que “inventar”, en el primer caso, para poder mantener un cierto nivel de implicación psicológica de los alumnos en la actividad. Esa peculiaridad organizativa de la enseñanza ha podido contribuir a caracterizar el estilo docente más academicista en el bachillerato, junto al hecho de que los contenidos tienen un mayor peso, además de que los profesores tengan una formación menos psicopedagógica. Vemos, pues, que un horario y un estilo didáctico se especifican en una secuencia de tareas concretas que realizan los alumnos y que correlativamente nos están diciendo de alguna forma las actividades que tiene que hacer el profesor, bien sean previas, simultáneas o posteriores a las del alumno. Tareas de enseñanza (del profesor) y tareas para aprender (del alumno) se implican de forma característica en un trenzado que llena la práctica. Papel de los profesores y de los alumnos, fuera y dentro del aula, se entrecruzan en las tareas practicadas en la misma, en el centro o fuera de éste. El hecho de que las tareas escolares se presenten en secuencias determinadas dentro de un tramo del horario escolar, dentro de una materia o para un determinado profesor, etc., facilita la disección de métodos educativos y de estilos en los profesores. Estas secuencias también suelen guardar bastante estabilidad en el tiempo. La reducción en la variedad de tareas que utiliza o suele proponer un profesor viene exigida por una inevitable tendencia a convertir en rutinarios ciertos mecanismos de decisión en las actuaciones docentes que cristalizan en un estilo personal. La economía en los esquemas prácticos del profesor impone el asentamiento de estilos docentes que se concretan en secuencias de tareas practicadas de una forma peculiar, pues es impensable que un profesor esté cotidianamente inventando su práctica. Puesto que un cierto número de tareas se concatenan de forma peculiar, además del efecto de economía profesional que ello introduce, se facilita el análisis de los complejos procesos de enseñanza- aprendizaje. Un profesor, puede ser caracterizado en términos de las tareas dominantes en él, así como por las secuencias que hace con las mismas. Las tareas y sus particulares ordenaciones temporales son elementos reguladores de la actuación profesional de los profesores, y en la medida en que se estabilizan proporcionan el elenco de esquemas prácticos o de destrezas profesionales al docente. Generalmente, la variedad de tareas escolares practicadas por profesores y por alumnos no es tan amplia como a primera vista y en teoría pudiera parecer. Muy al contrario, a pesar de la dispersión de estilos
meta y proporcionando instrucciones para procesar la información dentro de un ambiente dado”. (1985, pág. 134).
Las tareas nos sirven para desentrañar las peculiaridades de los procesos complejos de enseñanza, siendo así un recurso heurístico para bucear en las prácticas reales, en los estilos de profesores, etc. En la medida en que las tareas son mediadoras de los procesos de aprendizaje de los alumnos, nos pueden ayudar a analizar la calidad de la enseñanza, prestando atención a los procesos de aprendizaje que modelan y los resultados previsibles que cabe esperar de diferentes tipos de tareas. Como marcos controladores de la conducta y siendo recursos organizadores de los diversos elementos que se entrecruzan en la enseñanza, nos pueden facilitar la comprensión de la misma y de los profesores y, quizá por ello, ayudarnos a establecer esquemas para su formación y ayuda. Si la práctica de la enseñanza es una determinada estructura peculiar de tareas, diseñar una secuencia de éstas es disponer de un elemento de dirección o de racionalización de esa práctica. La tarea puede ser el elemento de referencia para diseñar y gobernar situaciones, manejarse con comodidad dentro de ellas, considerando los diversos elementos que las componen y la fluidez del medio ambiente escolar.
“El desarrollo de una persona es función de la variedad sustantiva y de la complejidad estructural de las actividades molares en las que se implica...” (Bronfenbrenner, 1979, pág. 55).
La tarea, por el peculiar formato de la misma, modela el ambiente y el proceso de aprendizaje, condicionando así los resultados que los alumnos pueden extraer de un determinado contenido y situación. El interés por las tareas dentro de la investigación psicológica se explica en tanto son mediadoras entre los fenómenos cognitivos y la interacción social [Doyle (1983), Posner (1982), etc.], actuando de puente entre el ambiente y el procesamiento de información; lo que en educación significa verlas como elementos condicionadores de la calidad de la enseñanza a través de la mediación del proceso de aprendizaje. Como ha señalado Blumenfeld (1987, pág. 136), la forma de las tareas tiene efectos identificables sobre la conducta y el aprendizaje de profesores y alumnos, porque define su trabajo, regulando la selección de información y el procesamiento de la misma. La tarea, al plantear una demanda particular al alumno, le reclama o le facilita un tipo de proceso de aprendizaje determinado (Doyle, 1983, pág. 162). Las tareas son microcontextos de aprendizaje. Afirma Bennett (1988) que:
“Las tareas organizan la experiencia, por lo que la comprensión de la misma y del proceso de adquisición de aprendizaje requiere en primer lugar la comprensión de las tareas en las que trabajan los alumnos” (Pág. 24).
Cambiando las tareas modificamos los microambientes de aprendizaje y las experiencias posibles dentro de los mismos. Ese es el sentido de analizar la estructura de la práctica a que da lugar un curriculum de acuerdo con las condiciones en las que se desarrolla, fundamentando la posición de que un curriculum en la realidad no puede entenderse al margen de las condiciones en las que ocurre su desarrollo, por lo que es necesario analizarlo plasmado en actividades prácticas. Incluso las mismas diferencias de aprendizaje que obtienen los alumnos a partir de una misma situación podrían explicarse no sólo por el grado de conocimiento con el que abordan una nueva tarea o por el esfuerzo dedicado a ella, sino por la diferente comprensión de la misma y la definición que hacen para sí de lo que representa cada una de ellas como patrón de trabajo (Nespor, 1987). Una hipótesis que se apoya en que ninguna tarea impone un modelo de comportamiento cerrado y de procesamiento tan inequívoco que no permita interpretaciones, creación y descubrimiento del significado del objeto de la misma, de las acciones a desarrollar y de las constricciones que la afectan. Los parámetros de una tarea son percibidos de forma particular por cada alumno. Las tareas son esquemas de conducta, no un pautado pormenorizado de comportamiento ineludible. A partir de lo expuesto, puede establecerse el principio de que un mismo tópico de un programa o un curriculum trabajado en el aula o fuera de ella con diferentes tipos de tareas, daría lugar a resultados cualitativamente diferentes. La calidad del conocimiento y de la experiencia que contiene el curriculum no es independiente de las relaciones que se establecen entre éste y los esquemas prácticos del profesor o los que son posibles dentro de unas ciertas condiciones de escolarización.
Este enfoque viene a reconciliar el contenido de la enseñanza con las formas que adopta la misma, planteando una interacción entre ambos aspectos pedagógicamente sustanciales e inseparables para ofertar alternativas prácticas. Sólo así se puede partir de un punto de arranque en donde el tratamiento de las formas pedagógicas no se independice de los contenidos, y el valor de éstos se analice a partir de su traducción en formas pedagógicas. Es volver a recobrar la relación entre curriculum como expresión de la cultura escolar y las prácticas de instrucción como usos en los cuales adquiere sentido esa cultura. En definitiva, es mantener la relación de continuidad o de interacción entre medios y fines que planteara ya Dewey (1967a). El dualismo curriculum -instrucción (contenido versus proceso, contenidos de la acción frente a puesta de planes en acción) se ha configurado como una verdadera doctrina en los estudios del curriculum (Tanner y Tanner, 1975, págs. 30 y ss), reforzada por el dominio de los esquemas psicologicistas para analizar los procesos educativos, y apoyada también en otro dualismo muy extendido en educación: el de medios-fines, que tanto auge y divulgación ha tenido en planteamientos curriculares apoyados en esquemas de racionalidad tecnocrática. La propia conceptualización del curriculum como expresión de contenidos o planes educativos, reservando para el capítulo de la instrucción el análisis y planificación de los procesos, refuerza esa separación entre contenidos y formas pedagógicas, entre contenidos planificados y realidades conseguidas a través de procesos instructivos. Trabajos como el de Johnson (1967), que ha tenido importante incidencia en la concepción del curriculum , parten de la separación medios-fines, entendiendo a éste como los resultados de aprendizaje alcanzables, y a la instrucción como el medio para lograrlos. El mismo Beauchamp (1981), dentro de las “teorías en educación” separa las teorías curriculares de las teorías de la instrucción, teniendo éstas últimas más directamente que ver con el diseño preciso de contenidos para impartirlos-aprenderlos en una secuencia determinada, considerando las cualidades del alumno. Analizar la capacidad de vaciado que la estructura de tareas tiene del curriculum , dentro de una óptica práctica que escrute el valor del curriculum , con sus propósitos, contenidos y códigos curriculares, tiene el valor de recuperar el diálogo entre los contenidos y las formas en educación. Las implicaciones de esa interacción se pueden apreciar en múltiples circunstancias prácticas. Dice Popkewitz (1987, pág. 340) que el conocimiento escolar está relacionado con las normas particulares, patrones de conducta y papeles que se desempeñan en la institución escolar. Sólo es propio de la escuela conversar mientras se está sentado en filas de asientos, dedicar tiempos específicos a ser creativo o a indagar. Los modelos manifestados en la escolaridad tienen potencial capacidad de transformar los conocimientos, emociones, conductas y actitudes que se experimenten en ese marco. Todas las peculiaridades de la experiencia escolar se concretan en patrones específicos de comportamiento académico que, bajo la forma de “tareas escolares,” plantean esquemas de conducta y pensamiento a los alumnos. Son, como dijimos, verdaderos marcos de socialización global de la personalidad. Este principio tiene consecuencias muy importantes, no sólo para pensar y comprender la práctica, sino también para cuando pretendamos cambiarla. Las actividades académicas, estructuradas como tareas formales para cubrir las exigencias del curriculum en las aulas, son marcos de comportamiento estables que fijan las condiciones en la selección, adquisición, tratamiento, utilización y valoración de los contenidos diversos del curriculum. Por su carácter formal y por su constancia y reiteración, además de por el clima de evaluación y control en el que se desarrollan, seguramente tienen efectos duraderos. Por lo que resulta razonable esperar, como afirma Doyle (1985, pág. 19), que las estructuras de conocimiento en clase se constituyen en función de las tareas que se pide realicen los estudiantes para cumplir con los requerimientos del curriculum. En cuanto éste hace relación a la adquisición de aprendizajes, puede definirse como una yuxtaposición de tareas (Doyle, 1983, pág. 161) que tienen una determinada potencialidad intelectual y educativa en general. No es infrecuente encontrar, como hemos visto, definiciones y concepciones del curriculum como conjunto de experiencias y actividades de los alumnos. En los niveles inferiores, esas tareas ponen explícitamente el énfasis en una serie de aprendizajes de contenidos variados, pero a medida que avanza la escolarización, tales aprendizajes tienen una connotación más estrictamente académica e intelectual, aunque subsista el marco de socialización global. La renovación cualitativa de la práctica escolar es un problema que tiene que enfocar y atacar directamente la acomodación adaptativa que, desde un punto de vista histórico, se ha producido en la tradición pedagógica y en el estilo de cada profesor entre un tipo de contenidos y las tareas dominantes con que se han abordado y se abordan éstos. El conocimiento profesional operativo de los profesores lo componen recursos prácticos o tareas muy ligadas a concepciones epistemológicas o valoraciones de ciertos componentes de la cultura seleccionada por los curricula : actividades mecánicas sirven a contenidos empobrecidos, contenidos irrelevantes no pueden sustentar tareas estimulantes y complejas.
El libro no aporta ninguna otra información sobre qué representa la Torre de la Giralda, en qué conjunto monumental está enclavada, cómo es por dentro y por fuera, qué funciones cumplía, qué estilo artístico representa, en qué momento histórico se encuadra, etc. Evidentemente, los alumnos, para hacer una descripción, piden en su casa ayudas, ilustraciones o informaciones, de las que no todos los hogares disponen, y en las que los padres tienen desiguales oportunidades de ayudar, según su nivel cultural. La tarea será, de alguna forma, evaluada, y eso el alumno lo sabe, por lo que hacerla mejor o peor no es indiferente. Lo decisivo en este caso es que, por la insuficiencia del libro de texto, la calidad de la actividad queda sometida a las desiguales oportunidades que los alumnos tienen en sus familias.
Los efectos educativos no se derivan lineal y directamente de los curricula que desarrollan profesores y alumnos, como si unos y otros tuviesen un contacto estrecho con el mismo o aprendiesen directamente sus contenidos y propuestas. La labor de profesores y de alumnos desarrollando un curriculum está mediatizado por las formas de trabajar con él, pues esa mediación es la que condiciona la calidad de la experiencia que se obtiene. Las tareas académicas, básicamente y de forma inmediata, aunque detrás de ellas existan otros determinantes, son las responsables del filtrado de efectos. Los resultados posibles están en función de la congruencia de las tareas con los efectos que se pretenden, de acuerdo con las posibilidades inherentes a las mismas en cuanto a su capacidad de propiciar unos procesos de aprendizaje determinados. El conocimiento enfatizado como valioso o facilitado por los usos escolares será el que hacen posible las tareas escolares. Muchos proyectos curriculares innovadores han fracasado en la práctica, en la historia ya larga de la innovación curricular, en tanto que las actividades metodológicas de las aulas no se han cambiado, manteniéndose las mismas tareas académicas que se venían practicando. Los nuevos mensajes se acomodan a la forma de las tareas a través de las que se presenten al alumno. Por ello, la innovación curricular, implica relacionar propuestas nuevas de contenidos con esquemas prácticos y teóricos en los profesores. La tarea es elemento intermedio entre las posibilidades teóricas que marca el curriculum , y los efectos reales del mismo. Sólo a través de las actividades que se desarrollan podemos analizar la riqueza de un determinado, planteamiento curricular en la práctica. Podemos trasladar aquí la hipótesis establecida por Bronfenbrenner (1979, pág. 203) referida a la educación preescolar que establece que la variedad y complejidad de actividades molares disponibles para el niño en las que se implique marcan la riqueza de su desarrollo. El problema reside en que, teniendo evidencias de ese papel mediador de las tareas académicas, siendo generalmente todas ellas complejas, la investigación al respecto puede ofrecer poca ayuda a los profesores. El repertorio de esquemas prácticos de los profesores –su saber hacer– se nutre más de los hallazgos espontáneos de éstos que de la búsqueda sistemática. La investigación dominante se fija más en tareas muy específicas que en otras molares, aunque se den pasos importantes en el análisis de actividades como la lectura comprensiva de textos, la escritura, etc. A medida que el nivel de complejidad de un comportamiento o proceso cognitivo para resolver una tarea se eleva, es más difícil especificar modelos que nos digan en qué consiste el buen funcionamiento de dicho proceso. Precisamente, las actividades más complejas son las de mayor interés para los profesores, como es el caso de la lectura comprensiva, resolución de problemas matemáticos o científicos, etc. (Gardner, 1985). Pero es preciso no olvidar que el valor de las tareas no es independiente tampoco de los contenidos abarcados en su desarrollo, porque la relación entre contenidos curriculares y actividades es recíproca: la riqueza de los contenidos condiciona las tareas posibles y éstas, a su vez, mediatizan las posibilidades del curriculum. No es muy fácil buscar actividades potencialmente ricas con contenidos poco estimulantes. Es más fácil hallar y diseñar tareas sugestivas con contenidos potencialmente ricos. Es cierto que el valor educativo de éstos y otros componentes de los curricula depende de las actividades con que sean tratados y desarrollados, pero los efectos educativos estarán también en función de las posibilidades inherentes a los mismos contenidos. Existe una cierta adecuación entre tarea y contenido, que explica, por ejemplo, el que algunas actividades sólo sean posibles en ciertas áreas curriculares. Pensemos en el caso de experiencias de laboratorio en las ciencias, o la visita a los museos, etc. Si la enseñanza de la ciencia consiste en transmitir datos, clasificaciones o descripciones de cómo es la naturaleza, ninguna de las dos experiencias anteriores será imprescindible. Si pensamos, por el contrario, que la ciencia tiene que comunicar a los alumnos los procesos que ocurren en la naturaleza entonces serán inexcusables los laboratorios u otro ambiente en el que observar y manipular. Pero si además creemos que es valioso repasar cómo el hombre fue elaborando explicaciones de la realidad en la que vivía, serán muy apropiadas las visitas a ciertos museos. El aspecto del
conocimiento científico seleccionado como valioso sugiere procedimientos para su tratamiento. La selección de contenidos que forman los curricula , en tanto tienen una estructura interna que transmitir, imponen de alguna forma los modos de abordarlo. Esta peculiar adaptación entre contenido y actividad nos pone en guardia ante la pretensión de querer delimitar tareas con valor universal para cualquier contenido. Peters (1966), partiendo del supuesto de que en los contenidos seleccionados como valiosos hay aspectos que merece la pena saber por el valor intrínseco que tienen, considera que en esos mismos componentes existen criterios para guiarnos a la hora de tratarlos en la enseñanza. En tanto una determinada forma de conocimiento, las humanidades, las ciencias, el arte, etc., tienen una estructura interna peculiar que incluye procedimientos propios de esa área de conocimiento, nos sugieren, de alguna forma, la manera de abordarlos en la enseñanza; es decir, nos deben estimular a encontrar las tareas más adecuadas para trabajar con dichos contenidos. La búsqueda de esquemas prácticos tiene que ligarse, pues, a la búsqueda del conocimiento valioso en educación para formar parte de la formación de los individuos. La mera acumulación de esquemas prácticos por hallazgos experienciales de los profesores forma parte de una dinámica históricamente muy asentada y explicable como recurso de acumular saber profesional, pero debe ligarse al análisis del valor del conocimiento que cada tarea didáctica es capaz de transmitir al alumno. La relación entre contenido y forma de tratarlo no es sino la consecuencia de dos razonamientos. Resulta difícil en términos generales admitir la independencia de los procesos de aprendizaje y de pensamiento respecto de los contenidos, puesto que en cada área cultural se manejan procesos de pensamiento diferenciados en alguna medida. En tanto que los contenidos varían, existen procesos diferenciados de razonar, de describir, de indagar, de buscar la evidencia, justificarlos, etc. (Belth, 1977). La causación o la descripción en historia no se explica de la misma forma que la causación en ciencias naturales, por ejemplo, y de esa singularidad del conocimiento en una y otra área, se derivan formas didácticas distintas; por eso una enseñanza activa en historia requiere procedimientos o tareas diferenciadas respecto de una clase experimental en ciencias de la naturaleza. Algo parecido podríamos decir de la literatura, de las matemáticas o de los estudios referidos a los problemas sociales cotidianos. Las áreas o disciplinas no varían sólo en que tratan objetos distintos, sino también por las actividades más apropiadas para tratarlos. Por ello contenido, proceso de aprendizaje o pensamiento estimulado en torno a unos contenidos y tarea que lo posibilita guardan relación. Por otro lado, en tanto los contenidos curriculares tratan objetos diversos, pueden necesitarse escenarios diferentes, estímulos distintos, etc., lo que presta una peculiaridad importante a cada tarea. Afirma Stenhouse (1984, pág. 134) que “allí donde existe una forma de conocimiento, una especificación del contenido implicará cómo debe manejarse”, de lo que deduce el autor que averiguar en qué consiste lo esencial de los conocimientos que se seleccionan como valiosos es un principio que nos puede guiar en el diseño de la enseñanza, derivando procedimientos para trabajar con ellos. Es preciso reconocer que la determinante epistemológica de los procesos de enseñanza-aprendizaje, de los métodos pedagógicos, es un capítulo muy poco desarrollado, por muy diversas razones. Por una parte, porque los especialistas que trabajan en diferentes campos culturales no se preocupan de las consecuencias que tienen para la enseñanza sus elaboraciones y los métodos de investigación con los que trabajan. Por otro lado, desde el pensamiento e investigación pedagógica o psicológica predomina un discurso en el que los contenidos culturales no forman parte de la discusión y de los esquemas conceptuales, y en los que hasta se ha llegado a restar importancia al valor de la comunicación cultural. Ciertas corrientes autodenominadas progresistas en educación caminan más a gusto de la mano de un psicologicismo vacío culturalmente que pensando a qué proyecto cultural están sirviendo.
El poder mediatizador que tiene una tarea o secuencia de varias de ellas sobre la calidad de los procesos cognitivos que podrán experimentar los alumnos es evidente y, por ello, la validez cultural del curriculum depende de las actividades con las que se trabaja. De la revisión de la investigación sobre diferentes campos curriculares, lectura, escritura, matemáticas, ciencias y literatura, Doyle (1983, págs. 162 y ss. 1985, págs. 20 y ss.) extrae una tipología de tareas académicas de acuerdo con los procesos cognitivos que en ellas se realizan de forma predominante:
a) Tareas de memoria , en las que se espera de los alumnos que reconozcan o reproduzcan información previamente adquirida, referida a datos, hechos, nombres. La información adquiere un carácter episódico sin trabazón interna. El resultado o ejecución de estas tareas es bastante previsible.