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Este documento explora la compleja relación entre el mercado de alimentos, la voluntad humana y la salud. Se analiza cómo la disponibilidad de alimentos procesados y de alta palatabilidad influye en las decisiones de consumo, y cómo esto puede contribuir a problemas de salud como la obesidad. Se examinan las estrategias para promover hábitos alimenticios saludables, incluyendo el desarrollo de alimentos funcionales y la implementación de políticas como el "fat tax".
Tipo: Resúmenes
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Portada Dedicatoria Aclaración Introducción PRIMERA PARTE Somos lo que comemos Cómo aprendemos a comer La saciedad Los sentidos La trampa del hedonismo Las decisiones nuestras de cada día Modelos de familias a la carta De las redes sociales al plato Las tribus alimentarias Hambre emocional y estrés SEGUNDA PARTE El mercado y los vicios de la voluntad Las porciones ¿Se puede diseñar lo delicioso? Los nutrientes en el diseño de los productos ¿Consumidores libres o marionetas del mercado? Los peligros ocultos de los alimentos Epílogo Bibliografía Biografía Créditos Grupo Santillana
José, ¡sos la imagen que veo para poder levantarme cada vez que algo me derrumba! Amable lector, más que ninguno, usted hace posible que una pueda sentarse a escribir mientras el mundo gira y gira.
Se dice que algunos libros se escriben desde la bronca. Mi libro anterior
ha sido el comienzo de una denuncia. La denuncia de la falacia de las dietas tradicionales de hambre, de moda, mágicas. El objetivo era tratar de recuperar parte del sentido común en medio de tanta confusión. En la misma línea crítica, Somos lo que comemos intenta responder algunas preguntas que nos interpelan cada vez que nos disponemos a comer. ¿Qué son los Omega 3? ¿Engorda la pasta? ¿Los colorantes son peligrosos? ¿Existe la adicción a la comida? ¿Por qué los chicos rechazan algunos alimentos? ¿Ser vegetariano es riesgoso para la salud? Comer es imprescindible para nuestra supervivencia. Podemos decidir no bañarnos —a veces—, no estudiar, no trabajar, no viajar. Pero no podemos dejar de comer. Aunque en principio lo hacemos para sobrevivir, si analizamos un día cualquiera de nuestras vidas comprenderemos que no solo comemos para nutrirnos: comemos por placer, para no aburrirnos, para calmarnos, para no pensar, para no sentir; comemos para reunirnos con amigos, para festejar, para seducir. Por otra parte, nos la pasamos hablando de comidas, de dietas, de alimentos. Me arriesgaría a decir que son los temas de conversación más frecuentes —además de la política, la economía, la vida de los personajes del mundo del espectáculo y el deporte—. Pero, ¿nos preguntamos qué estamos consumiendo cada vez que comemos? ¿Qué son en realidad esos trozos de materia que pasarán a ser una parte de nosotros, que se transformarán no solo en piel, músculos, corazón o hueso, sino también en pensamiento, humor, sexualidad y placer? ¿De qué estamos hechos? ¿Con qué materiales esculpimos cada día aquello que nos hace humanos?
Había una vez un planeta a cuyos habitantes omnívoros y oportunistas les alcanzaba, mal o bien, con lo que la naturaleza les ofrecía. Pero el tiempo pasó… Y en el presente comer es casi un ejercicio intelectual: ya nunca tenemos absoluta certeza de si lo que ingerimos es seguro o tóxico, si es saludable o engorda. ¿Cómo alcanzamos este punto crítico? En principio, porque la agroindustria, para prevenir la escasez y evitar las hambrunas, gracias a los adelantos tecnológicos fue logrando producir alimentos a gran escala, relativamente accesibles para una importante porción de la humanidad. Pero, ¿a qué precio? Los alimentos más baratos son precisamente aquellos que más enferman o engordan: las harinas refinadas, las grasas trans y saturadas y los azúcares en exceso. La tecnología fue incorporando poco a poco estas sustancias a la comida, de modo tal que pocos alimentos son, en este siglo, totalmente naturales, de estación, recién cosechados. En general, los productos que compramos a diario están procesados, reconstruidos o especialmente diseñados para su consumo. Por otra parte, la latencia en la transferencia de la innovación provoca que descubrimientos científicos de enorme importancia e impacto para la salud demoren años en ser aplicados para mejorar la calidad de vida de la población. Esa dilación deriva a la vez en la ignorancia de algunas creencias erróneas a la luz de los nuevos conocimientos, y en la consecuente persistencia de vetustos mitos que siguen siendo aplicados en la práctica clínica, solo por tenacidad. Por último, los medios venden noticias: novedades que generen impacto en término de ventas y rentabilidad. Así es como, sin filtro, se publican verdades a medias, investigaciones realizadas en ratas que se extrapolan a las personas, estudios inconclusos que validan conductas supuestamente saludables, sin suficiente evidencia. Nadie regula ni controla esta democratización de la información que, por exceso, termina matando la información, según sostiene el semiólogo italiano Umberto Eco. Solos e inermes nos han dejado a los pobres humanos arreglándonos como podamos, flotando a la deriva en un magma de dietas y recomendaciones tan numerosas como las estrellas en el firmamento.
¿Se han preguntado alguna vez por qué comemos? ¿Qué fuerza irresistible nos conduce a comer y beber, aun sin aparente deseo? ¿Por qué terminamos aceptando la invitación de un anfitrión insistente, aunque seamos conscientes de que consumiendo esa porción extra traicionamos nuestra salud o nuestra estética? Si preguntáramos a los transeúntes de cualquier calle de cualquier cuidad del mundo: “¿Por qué comés?”, seguramente la respuesta sería: “Para nutrirme”, “Para no enfermar”. A la mayoría se le escapa lo central: lo que nos impulsa a buscar alimentos y bebidas es, además de nutrirnos, obtener la dosis necesaria de placer cotidiano, y regular nuestros estados emocionales. Cuando pensamos en milanesas con papas fritas, la imagen mental de esos alimentos pone en marcha el proceso digestivo que convertirá el alimento en nutrientes, y a los nutrientes, en energía utilizable o en calor. El proceso es largo y complejo. Comer es mucho más que ingerir alimentos. Comer es imaginar, pensar, memorizar, razonar, elegir, decidir, buscar, comprar, pagar, embolsar, almacenar, transportar, acomodar, preparar, cocinar, esperar, fraccionar, servir, deglutir, absorber, formar y excretar. Cualquiera sea el significado que cada uno le asigne, comer siempre implicará destruir para construir. Se destruye un alimento y se construye cerebro, pensamiento, corazón, emoción, latidos, hueso, tejidos, músculos, calor, movimiento.
término, el subsistema de balance de energía: toda vez que disminuye la disponibilidad de calorías, se activa la búsqueda de comida. En segundo lugar, el subsistema de recompensa, placer y adicciones: siempre que sea posible, se tiende a la búsqueda de placer, a obtener premios y recompensas. Es como una guía que nos hace desear lo que nos hará disfrutar. Por último, opera el subsistema que regula las emociones y el estrés. Estos tres subsistemas, integrados, redundantes, son influidos por la familia y la cultura, y en conjunto determinan, en última instancia, cómo, qué, cuándo y cuánto comemos. Dicho de otro modo, para comprender por qué comemos se debe abordar el fenómeno como un hecho complejo que combina simultáneamente aspectos biológicos y culturales. La realidad es que no solo comemos para crecer y reponer la energía gastada. No lo hacemos solo para aliviar el estrés. Comemos además para obtener una dosis de placer imprescindible y, por último, pero no menos
importante, comemos para socializar. Para los humanos comer es un acto colectivo y complementario que genera relaciones sociales. Comemos en sociedad: somos comensales. Cuando ingerimos alimentos incorporamos energía y placer, pero además normas y cultura, regulamos el estrés y las emociones para mantenernos en una zona de confort. Este proceso, como se explicará más adelante, es bueno y malo a la vez. Cada día incorporamos energía y placer. Pero no de cualquier fuente. Es en ese punto donde interviene el mercado. Los consumidores actuales son diferentes a los de cualquier otra época. Comen para vivir, ¡pero también viven para comer! Este fenómeno nuevo habla no solo del mercado, sino de la cultura que hemos construido. Una cultura que come por mero entretenimiento, que aporta satisfacción al que consume, por el simple hecho de consumir. Recientemente, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) publicó un documento que informa que muere más gente por obesidad que por desnutrición. Esto significa que la mayoría de las personas, en todo el mundo, come sin hambre biológico. Como puede apreciarse, comer es un acto complejo, a la vez biológico, psicológico y social. No es tan solo un acto reflejo que evita la aparición de hambre, sino que en el proceso intervienen las experiencias previas, los recuerdos, los sentimientos, las emociones y, por supuesto, las necesidades. Lo más interesante es que la conducta alimentaria se construye muy temprano, en el inicio de la vida. De hecho, ya durante el embarazo el bebé puede apreciar sabores a través de la deglución de líquido amniótico. Luego la familia, las tradiciones, la cultura y el mercado van modelando esa particular y única conducta alimentaria. Una vez inmersos en la sociedad, el estrés cotidiano, el malestar que implica frecuentar a la especie humana y los diversos y contradictorios roles que desempeñamos modifican nuestra conducta alimentaria. En realidad, comer funciona como un sistema regulador de crisis y de estabilidad emocional. Luego, nuestros pensamientos, emociones y sensaciones serán los que nos ayuden a tomar decisiones.
Los factores que incrementan el hambre —orexigénicos— y los que lo disminuyen —anorexigénicos— se producen como consecuencia de la situación nutricional y metabólica del organismo. Hormonas que reducen el hambre: La colecistoquinina que libera el duodeno (primera porción del intestino). El GLP1 del ileon, que es la última porción de intestino delgado. El péptido YY (PYY) y la oxintomodulina, ambos del colon. La leptina del tejido adiposo, que se forma en proporción a su volumen e informa al cerebro que hay reserva de grasa corporal. La insulina del páncreas, que le informa al cerebro el nivel de disponibilidad de glucosa y trabaja junto a la leptina para que el cerebro ordene detener la ingesta. Cuando se lo analiza, el proceso resulta lógico: la insulina se libera si hay suficiente glucosa. La leptina hace lo propio, siempre que encuentre un nivel mínimo de grasa en el cuerpo. Ambas envían señales que informan al cerebro que el nivel de energía es suficiente. Por ende, detienen la búsqueda de comida y, en consecuencia, se inhibe el hambre. Y por último la “Cruela de Vil”: la ghrelina, originada en el estómago, se libera cuando no hay alimentos en su cavidad y aumenta fuertemente el apetito. Todas estas señales, que provienen del sistema digestivo pues se generan a medida que ingresa alimento, interactúan con el núcleo arcuato del hipotálamo y se forman dos vías: una, que disminuye la ingesta y aumenta el gasto, involucra a las neuronas del núcleo arcuato que liberan CART y POMC, verdaderos apóstoles de la salud; y la otra, que aumenta el apetito y nos hace funcionar en “modo ahorro”, por lo que tendemos a aumentar de peso, involucra neuronas del arcuato que expresan NPY y AGRP.
Salvo la ghrelina, las hormonas que libera el tubo digestivo, llamadas incretinas, disminuyen la ingesta. Suena lógico: si se ha comido y ya hay alimento suficiente, ¿para qué continuar comiendo? Por supuesto, esto no siempre funciona, como en el caso de Jon. Una dieta extrema o un ayuno disminuyen la concentración de leptina y de insulina, e incrementan los niveles de cortisol —hormona del estrés—. Estos cambios hormonales aumentan el hambre y, simultáneamente, disminuyen el gasto energético y las hormonas tiroideas. En ese escenario, la velocidad de utilización de la reserva de energía cambia gracias a la adaptación de los sistemas neurohormonales descriptos. Como puede apreciarse, en este caso comer es una respuesta a la deficiencia de nutrientes, al exceso de gasto de las reservas de energía o una reacción a situaciones de riesgo, estrés o ansiedad. De todas maneras, aunque comemos para sobrevivir, la búsqueda de placer y recompensas guiarán potentemente nuestras decisiones.
Teresa. Adolescente. Diecisiete años. No come casi nada desde hace varios días. Ha perdido alrededor de quince kilos en los últimos meses. Primero comenzó una dieta por su cuenta. Quería verse bien en su fiesta de egresados. Como en casa todos vivían a dieta por algún motivo, a sus padres no les llamó la atención la conducta de Teresa. A medida que el tiempo trascurría, se le hacía más sencillo comer poco. Sus padres no lo notaban. Finalmente, comenzó a comer casi nada. Recién entonces la llevaron al médico. Estaba delgada, de pésimo humor, le costaba concentrarse y dormir. Estaba en riesgo. Ya había padecido dos cuadros de desmayo. Cada día necesitamos consumir dosis de calorías y dosis de placer, dos impulsos esenciales que se pierden si se somete al cuerpo a dietas extremas. Somos máquinas termodinámicas que funcionamos con tres combustibles: hidratos, grasas y proteínas. Pero estamos diseñados como máquinas deseantes que siguen la huella de lo placentero y hacia allí van, en su búsqueda.
así obtener calorías transformando sus proteínas en glucosa. Cuando se pierde peso, por ejemplo con una dieta de menos de ochocientas calorías, no solo se pierde grasa sino también proteínas musculares: glúteos, miocardio y músculo del intestino. Las proteínas se encuentran básicamente en las carnes, en la clara de huevo, en la soja, en lácteos y semillas. Proteínas Proveen 4 cal/gramo. Son el componente mayor de la estructura de células y tejidos. Forman parte de las hormonas, los huesos, el pelo, la piel, las enzimas, los anticuerpos. Son necesarias para el crecimiento y la reparación de los tejidos. Se encuentran en carnes, clara de huevo, legumbres, semillas, lácteos. Los hidratos de carbono se dividen, de acuerdo con su tamaño, en simples y complejos. Los primeros son los que no pueden degradarse en sustancias más pequeñas: glucosa y fructosa. Los complejos consisten en sacarosa, lactosa, maltosa, almidón, entre otros. Sin embargo, cualquiera sea el hidrato que se ingiera, el cuerpo requiere glucosa. Por lo tanto, todos los hidratos deberán degradarse a glucosa. Los estudios muestran que se comienza a comer entre cinco y doce minutos luego de que el nivel de glucosa en sangre haya disminuido un cinco o un diez por ciento. Los hidratos se hallan en el azúcar de mesa, la miel, las harinas, los panes, los cereales, las pastas y también en frutas y verduras, aunque en baja cantidad. El cerebro solo usa glucosa, aunque la cantidad de esa sustancia en la masa cerebral representa únicamente el quince o veinte por ciento del nivel
de glucosa en sangre. Por esa razón tan sensible la glucosa debe mantenerse en niveles constantes. El organismo controla esta variable con extremado celo a través de células nerviosas especializadas del arcuato, además de otros núcleos cerebrales que detectan cambios en este nutriente. Los hidratos que no se usan se almacenan como glucógeno —un polímero de la glucosa— en el hígado y los músculos. La cantidad de hidratos que almacena el cuerpo equivale prácticamente a los ingeridos en un día por una persona sana. Por eso los hidratos no deben eliminarse de la alimentación, ni es aconsejable realizar dietas que disminuyan o reduzcan drásticamente este nutriente. Hidratos de carbono Proveen 4 cal/gramo. Proporcionan combustible rápido. Se encuentran en cereales, frutas, vegetales, lácteos. Además de proveer energía de reserva, las grasas son la base de las hormonas, representan el acolchado natural de los órganos, proveen aislamiento térmico al cuerpo, forman parte de las membranas de las células y —nada más y nada menos— constituyen el sesenta y cinco por ciento del cerebro. Las grasas son cadenas de moléculas de carbono de diferente longitud y se pueden clasificar de distintas maneras. La clasificación más conocida las ordena de acuerdo con la forma en que las cadenas están unidas. Las grasas saturadas no presentan dobles ligaduras entre los átomos de carbono. Son sólidas a temperatura ambiente y se encuentran en la manteca, los quesos duros y la crema. Las monoinsaturadas se caracterizan por una sola doble ligadura entre átomos de carbono. Están principalmente en el aceite de oliva, en la canola,