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Sociedad estado nacion saborido, Apuntes de Análisis Económico

resumen sobre la perspectiva de jorge saborido

Tipo: Apuntes

2022/2023

Subido el 07/06/2025

victoria-travaglia
victoria-travaglia 🇦🇷

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Sociedad, Estado, Nación: Una aproximación conceptual
Jorge Saborido
Prólogo
Sin pretensiones de originalidad, las páginas que siguen intentarán proveer a los estudiantes
universitarios que inician su carrera, la mayor parte de ellos no inclinados hacia la formación en
ciencias sociales, de una serie de elementos conceptuales que le permitan abordar las complejas
realidades político-sociales.
Creemos que discutir las nociones de “sociedad”, “Estado”, “Nación”, “democracia”, conocer de
primera mano los aportes de pensadores como John Locke y Adam Smith, pero también de
personalidades tan importantes y controvertidas como Lenin y Benito Mussolini, contribuye a
ampliar el bagaje de conocimientos como universitarios y, lo que es aún más importante en la
actualidad, a acrecentar su formación como ciudadanos.
El autor.
La sociedad: definición y planteos sobre sus orígenes
Sociedad se define generalmente como una agrupación natural o pactada de personas, unidas con
el fin de cumplir, mediante la cooperación, todos o algunos de los fines de la vida. En la misma ya
aparecen perfiladas las dos corrientes existentes respecto del origen de la sociedad: la naturaleza y
el pacto.1 De acuerdo con la primera corriente, la sociedad es un componente natural de la vida del
hombre, puesto que en ella nace y se desarrolla. La naturaleza (y la necesidad) lo llevan a vivir en
sociedad; sin la comunicación de las ideas y el conocimiento de lo conseguido por sus
antepasados, el género humano no habría salido de la infancia. Sólo si fuera “una bestia o un dios”
podría vivir en una situación asocial. Además, la concepción de que “el hombre es un ser social”
implica la existencia de una autoridad “natural”, entendida esta como una persona o un conjunto de
personas encargadas del ejercicio del poder público. Esta concepción fue desarrollada por
Aristóteles (384-322 a. C.) que, partiendo del principio de que el hombre es por naturaleza un
animal político y social, expuso una teoría del desarrollo político, que va desde la familia - que
existe para las necesidades elementales de la vida- hasta la sociedad (polis), única estructura que
hace al individuo protagonista de la vida política. Si bien el cristianismo ha sido el principal
defensor de la “naturalidad” de la sociedad, esta posición fue adoptada en distintas épocas por
quienes se oponen al contractualismo.
Por su parte, la teoría del pacto, desarrollada en el siglo XVII, por los pensadores ingleses
Thomas Hobbes (1588-1679) y John Locke (1632-1704), y en el siglo siguiente por el francés Jean
Jacques Rousseau (1712-1778), afirma que la sociedad no es obra de la naturaleza sino de la
decisión de los hombres mediante un pacto, que además establece una autoridad, a la que se
someten voluntariamente. Desde esta visión, el primer estado natural del hombre fue el aislamiento
y, por distintas razones según los autores –la guerra, la defensa de la propiedad -, el pacto o
contrato surgía para superar esa situación, dando lugar a la emergencia de la sociedad política
una forma de organización de los hombres -, en la que la autoridad se constituye para asegurar los
derechos de quienes forman parte de ella.
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Sociedad, Estado, Nación: Una aproximación conceptual Jorge Saborido Prólogo Sin pretensiones de originalidad, las páginas que siguen intentarán proveer a los estudiantes universitarios que inician su carrera, la mayor parte de ellos no inclinados hacia la formación en ciencias sociales, de una serie de elementos conceptuales que le permitan abordar las complejas realidades político-sociales. Creemos que discutir las nociones de “sociedad”, “Estado”, “Nación”, “democracia”, conocer de primera mano los aportes de pensadores como John Locke y Adam Smith, pero también de personalidades tan importantes y controvertidas como Lenin y Benito Mussolini, contribuye a ampliar el bagaje de conocimientos como universitarios y, lo que es aún más importante en la actualidad, a acrecentar su formación como ciudadanos. El autor. La sociedad: definición y planteos sobre sus orígenes Sociedad se define generalmente como una agrupación natural o pactada de personas, unidas con el fin de cumplir, mediante la cooperación, todos o algunos de los fines de la vida. En la misma ya aparecen perfiladas las dos corrientes existentes respecto del origen de la sociedad: la naturaleza y el pacto.1 De acuerdo con la primera corriente, la sociedad es un componente natural de la vida del hombre, puesto que en ella nace y se desarrolla. La naturaleza (y la necesidad) lo llevan a vivir en sociedad; sin la comunicación de las ideas y el conocimiento de lo conseguido por sus antepasados, el género humano no habría salido de la infancia. Sólo si fuera “una bestia o un dios” podría vivir en una situación asocial. Además, la concepción de que “el hombre es un ser social” implica la existencia de una autoridad “natural”, entendida esta como una persona o un conjunto de personas encargadas del ejercicio del poder público. Esta concepción fue desarrollada por Aristóteles (384-322 a. C.) que, partiendo del principio de que el hombre es por naturaleza un animal político y social, expuso una teoría del desarrollo político, que va desde la familia - que existe para las necesidades elementales de la vida- hasta la sociedad (polis), única estructura que hace al individuo protagonista de la vida política. Si bien el cristianismo ha sido el principal defensor de la “naturalidad” de la sociedad, esta posición fue adoptada en distintas épocas por quienes se oponen al contractualismo. Por su parte, la teoría del pacto, desarrollada en el siglo XVII, por los pensadores ingleses Thomas Hobbes (1588-1679) y John Locke (1632-1704), y en el siglo siguiente por el francés Jean Jacques Rousseau (1712-1778), afirma que la sociedad no es obra de la naturaleza sino de la decisión de los hombres mediante un pacto, que además establece una autoridad, a la que se someten voluntariamente. Desde esta visión, el primer estado natural del hombre fue el aislamiento y, por distintas razones según los autores –la guerra, la defensa de la propiedad -, el pacto o contrato surgía para superar esa situación, dando lugar a la emergencia de la sociedad política – una forma de organización de los hombres -, en la que la autoridad se constituye para asegurar los derechos de quienes forman parte de ella.

Esta caracterización nos remite a dos tipos de contrato: el “pacto de asociación” entre los individuos que deciden vivir juntos, regulando de común acuerdo todo lo que se refiere a su seguridad y conservación y el “pacto de sumisión”, que instaura el poder político, al cual se promete obedecer. Las concepciones contractualistas se vinculan históricamente al constitucionalismo, es decir, a las corrientes políticas que plantean la necesidad de limitar el ejercicio del poder por medio de un documento que establezca los derechos y deberes de gobernantes y gobernados. Como muestra la historia, el contrato social es pura teoría sin embargo, ha sido la forma más convincente -¿racional?- de obtener la convivencia y de legitimar la autoridad. Una variante de la teoría del contrato es aquella que distingue entre “comunidad” y “sociedad”. De acuerdo con la misma, los seres humanos se agruparon en “comunidades”, grupos en los que los lazos de unión eran sobre todo afectivos. Las transformaciones económicas fueron las que dieron lugar al surgimiento de la “sociedad”, unión de personas en las que el único lazo que las mantiene unidas es el interés económico. En este caso, el pacto surge implícitamente para mantener unidas a personas que no tienen nada que ver entre sí, estableciendo las normas que regulan la convivencia en un mundo individualista, dominado por la competencia. La estratificación social Todas las sociedades se caracterizan por el hecho de que sus integrantes están colocados en situaciones diversas en cuanto al acceso a los bienes sociales, de disponibilidad escasa. Es fundamental destacar que la estratificación es social, para no confundir las desigualdades sociales con las desigualdades naturales. No existen dudas al respecto de que los hombres no son iguales, difiriendo tanto en sus características físicas como en sus capacidades mentales, pero estas diferencias de por sí no explican las desigualdades sociales, a pesar de que en ciertos casos pueden influir en ellas. Para dar un ejemplo, en una sociedad guerrera un atleta estará en una posición favorable respecto de otra persona de salud precaria. La estratificación social se origina básicamente en la división del trabajo; en una hipotética sociedad en la cual todos los hombres desarrollaran las mismas actividades no se producirían entonces diferenciaciones sociales. El proceso de diferenciación de las posiciones sociales originado por la división del trabajo va acompañado de una evaluación diferencial de las mismas, dando lugar al establecimiento de escalas de valores que dependen de cada sociedad, y que incluso pueden modificarse dentro de una misma sociedad en determinadas circunstancias. Dentro de las desigualdades sociales podemos distinguir aquellas que están sancionadas por ley de las que las que no lo están. En las primeras, por ejemplo, podemos ubicar las castas y los ordenes. La presencia de una casta se determina exclusivamente por el nacimiento y por principio esta excluido el paso de una casta a otra. De la misma manera, en la sociedad feudal, se pertenecía a un orden principalmente por el nacimiento, aunque el paso de un orden a otro no estaba excluido y podía concretarse por medio de un requisito formal, como la concesión de un título nobiliario por parte de un monarca.

etc. A diferencia de las clases, los grupos de status constituyen comunidades que se definen por su forma de actuar, por un modo de percibirse a sí mismos y de ser percibidos por los demás. Sin duda, las clases y los grupos de status están vinculados entre sí, pero el hecho importante es justamente que no coinciden: individuos de clases pueden formar parte del mismo grupo de status, y viceversa. El concepto de status abarca una esfera muy amplia de realidades, desde las catas de la India hasta los órdenes medievales, desde los militares hasta la burocracia; podríamos decir que le compartir un cierto status remite a las situaciones en que la posición social de un individuo no puede predecirse con seguridad a partir de la riqueza de que dispone. Finalmente, Weber hace referencia a los partidos políticos, definidos como asociaciones voluntarias cuyo fin es la conquista o conservación del poder. Los partidos surgen a partir de intereses de clase o de grupos de status, aunque en general los partidos reclutan sus miembros entre diferentes clases sociales y los mismos no necesariamente se identifican con un status particular. Por lo tanto, Weber aborda la cuestión de las desigualdades sociales basándose en tres dimensiones: riqueza, prestigio y poder; Estas dimensiones son interdependientes aunque sin duda gozan de una cierta autonomía. El último tema a tratar vinculado con la estratificación social es el de la justificación de las desigualdades sociales. Por una parte, se afirma que las mismas son inevitables, ya que es imposible que los individuos asuman posiciones de responsabilidad en los ámbitos económicos, sociales o políticos, si ellas no incluyen importantes recompensas en términos de riqueza, prestigio o poder. Pero, por otra parte, existen quienes han destacado que la necesidad de recompensas diferenciadas no dependen de rasgos vinculados con rasgos de la naturaleza humana, sino de los valores que priman en cada sociedad, por lo que es valido defender la posible existencia de una sociedad en la cual los incentivos para ocupar determinadas posiciones sociales no originen situaciones de desigualdad social. El Estado: definición y fundamentos de su legitimidad Más allá de las posiciones teóricas y la revisión histórica, que sin duda dan lugar a análisis de mucho interés, vamos a centrarnos en la definición de Estado; en este sentido hay una coincidencia básica respecto de cómo debe definirse: El Estado es un conjunto de instituciones de las cuales la más importante es la que controla los medios de violencia y de coerción; Estas instituciones están enmarcadas en un territorio geográficamente delimitado. Es fundamental el hecho de que el Estado mira tanto hacia adentro, a su “sociedad nacional”, como hacia fuera, a sociedades más grandes entre las que debe abrirse paso; El Estado monopoliza el establecimiento de normas dentro de su territorio, circunstancia que tiende a crear una cultura política común compartida por todos los ciudadanos. Esta definición tiende sin embargo a limitaciones: al ser simultáneamente institucional (se refiere a instituciones que conforman el Estado) y funcional (describe las funciones que le competen), da por válido un vínculo que algunas veces no se ha dado en la historia. Por ejemplo, en la cristiandad de comienzos de la edad media, muchas funciones gubernamentales –el mantenimiento del orden, el establecimiento de las reglas de la guerra y la justicia- eran atendidas por la Iglesia y no por los Estados débiles y transitorios que existían en esa época. Este comentario muestra que no todas las

sociedades de la historia han estado controladas por un Estado. La civilización china generalmente estuvo controlada por un solo Estado, pero la cristiandad latina nunca lo estuvo. Además, los Estados no siempre poseen el control completo sobre los medios de coerción, como ocurría en la época feudal. La definición que hemos transcripto se refiere fundamentalmente al Estado tal cual se conformó durante la Edad Moderna. Una de las cuestiones que plantea la existencia del Estado es el origen de su autoridad, esto es: ¿cuál es la razón por la que mandan los que mandan?, o, formulando la cuestión de manera más sutil, ¿qué es lo que confiere su fuerza a la ley? En un sentido muy amplio, y refiriéndonos exclusivamente al mundo occidental, podemos afirmar que a lo largo de los siglos coexistieron –obviamente enfrentadas- dos concepciones respecto de esta cuestión. Por una parte se encuentra la llamada concepción descendente del poder. La misma sostiene que el poder reside originalmente en un ser supremo, que con el predominio del cristianismo se identificó con la misma divinidad. En le siglo V de nuestra era un pensador como San Agustín (354-430) afirmaba que Dios daba sus leyes a la humanidad por medio de reyes; en la misma línea, en el siglo XIII, Santo Tomás de Aquino (1224/25-1275) sostenía que el poder descendía de Dios. De allí se desprendía que quien desempeñaba la dignidad suprema era tan sólo responsable él. Con estos elementos se conformaba una visión teocrática del poder; durante varios siglos, el poder real era “instituido por el sacerdocio por orden de Dios”. Para ser más claros, el poder estaba fuera de la intervención de los hombres; éstos debían aceptar un conjunto de preceptos, de no cumplirlos corría peligro su salvación. Esta concepción iba acompañada de una visión orgánica de la sociedad en la que todos los elementos que la conformaban eran parte de un todo integrado que es reproducía perpetuamente. En ese escenario rige una “ley eterna”, divina y revelada, y una “ley positiva”, que se hace eco de la anterior. Lo que vincula a ambas es la ley “natural”, principio de todas las leyes contingentes: la ley divina no puede ordenar nada contrario a la naturaleza, y la ley positiva debe referir a la ley natural. La concepción descendente del poder, entonces, se basa en el fundamento divino del ordenamiento legal, que contempla los rasgos de la naturaleza humana. Por otra parte, y en oposición total a la anterior, aparece la concepción ascendente del poder. Su principal característica consiste en que el poder reside originalmente en el pueblo, por lo que era éste el que elegía a un jefe para la guerra, un rey, etc. Al gobernante se lo consideraba representante de la comunidad y era entonces responsable ante ésta. Sus poderes eran los que el pueblo le había concedido, lo que implicaba un derecho a la resistencia si se consideraba que el gobernante había dejado de representar su voluntad. Se sentaban así las bases par el surgimiento político laico, concebido por el poder como algo distinto de dominio espiritual, es decir, dotado de competencias para el gobierno terrenal. Durante varios siglos estas concepciones coexistieron enfrentadas, pero a medida que se fueron desplegando las transformaciones de todo tipo que afectaron al mundo occidental desde el siglo XV, la justificación del ejercicio del poder fue evolucionando lentamente hacia la concepción ascendente; aunque con frecuencia, en el curso de extensas y destructivas guerras religiosas, la apelación del derecho divino como fundamentación del poder no estuvo ausente. Se estaba conformando el Estado Moderno, el desempeño eficaz de tareas cada vez más complejas en un

Pedro – que había recibido los poderes y las funciones de Jesucristo -, debía dirigir la comunidad de los creyentes; la línea divisoria entre lo material y lo espiritual carecía de poder operativo, y el Papa reivindicaba su supremacía respecto de reyes y emperadores. Los enfrentamientos entre el papado y quienes ejercían la autoridad terrenal fueron uno de los componentes de la vida política durante varios siglos, pero se trataba de una polémica que no afectaba la cuestión de que el poder descendía de Dios; simplemente se discutía si era el Papa o el Emperador quien recibía la autoridad. La aceptación de la idea de que la humanidad es un conjunto de hombres individualizados, autosuficientes, autónomos y soberanos surgió durante el 1200 como consecuencia de la influencia del pensamiento aristotélico. La toma de contacto en occidente con la mayor parte de las obras del pensador griego del siglo IV a. C. que se habían perdido en el curso de la temprana Edad Media aportó nuevas ideas al análisis de las sociedades. En ese momento histórico comienzan a utilizarse expresiones como “política” y “Estado”, para designar actividades e instituciones que se vinculaban con la “concepción ascendente del poder”. La visión de Aristóteles, como ya hemos visto se sustentaba en la idea de la ciudad (“polis”) definida como la comunidad de los ciudadanos, era una realidad natural, surgida de la actuación de las leyes de la naturaleza, no como consecuencia de algún acuerdo o contrato, ni como resultado de un acto específico de la divinidad; su objetivo era el logro de la plenitud moral de sus integrantes. En su análisis, el hombre era por naturaleza era un “animal” político y social; lo que implicaba su participación en las instituciones de gobierno y en todas las actividades vinculadas con el logro de una mayor perfección. Fue Santo Tomás de Aquino quien llevó a cabo la adaptación del pensamiento aristotélico a las concepciones cristianas: si bien seguía sosteniendo que el poder provenía de Dios, la distinción entre el ciudadano –hombre político- y el hombre, sujeto de diferentes normas de tipo moral, religioso, etc., dio comienzo a la ciencia política como disciplina independiente, definida como el conjunto de conocimientos relativos al gobierno del Estado. Se iba perfeccionando así la idea de que el poder residía en el pueblo quién lo ejercía (rey, jefe, etc.) era considerado representante de la comunidad y por lo tanto responsable ante ésta, razón por la cual existía un “derecho” a la resistencia. Fueron a pareciendo los elementos que permitieron que posteriormente se consolidaran la concepción ascendente del poder, también llamada teoría popular de gobierno. Al asumirse como válido el postulado que considera al hombre como ser naturalmente inclinado a la actividad social, este es miembro de la “ciudad temporal”, una construcción coronada por una autoridad, accesible al entendimiento humano gracias a la razón. Esta permite descubrir la norma de la ciudad justa, orientada hacia le realización del “bien común”, 3 que dispone de su propia fórmula de legitimidad: si quien ejerce la autoridad lo hace de conformidad con la razón debe ser obedecido. Por lo tanto, la función principal del Estado es la de “procurar el bien común”; toda su actividad, desde la política hasta la económica, debe dirigirse a la creación de una situación en la que los ciudadanos puedan desarrollar sus cualidades personales y los individuos, impotentes por sí solos, persigan solidariamente ese fin común. Se estaban sentando las bases para el surgimiento de un pensamiento político independiente de los principios religiosos, 4 y la concepción descendente del poder perdió progresivamente importancia.

A lo largo de los siglos siguientes el pensamiento católico mantuvo una postura de aceptación del poder constituido mientras éste respetara los derechos de la Iglesia; incluso con sus acciones contribuyó a avalar el poder de los reyes absolutos. El conflictivo período caracterizado por el surgimiento de la Reforma Protestante en le siglo XVI implicó cambios de importancia en las concepciones respecto del Estado. Por una parte, tal como lo planteaba Juan Calvino (1509-1564), uno de sus principales representantes, se refuerza la idea de la obediencia a la autoridad, situación que no debe modificarse ni ante un gobernante tiránico; éste era considerado como un instrumento divino para castigar los pecados humanos. Pero si en sete aspecto no planteaba diferencias respecto a las concepciones católicas, la emergencia de la Reforma fue fundamental en cuanto a provocar la ruptura de la unidad de la cristiandad; a partir de la misma se hizo posible que el Estado Moderno avanzara en su construcción. El hecho de la existencia de diversas confesiones religiosas y las guerras de religión derivadas de esta realidad condujeron a que el Estado buscara establecer el fundamento de su autoridad y legitimidad más allá de las convicciones religiosas de sus súbditos. El poder eclesiástico existente – el Papa, residente en Roma- dejó de estar por encima del orden terrenal; por el contrario, el poder civil era el que debía dominar en estos asuntos. El gran desafío que significó el despliegue de las ideas liberales a lo largo del siglo XVII con su cuestionamiento a las jerarquías tradicionales y su reivindicación de los derechos individuales, el estallido de la revolución en Francia a fines del siglo XVIII y el surgimiento de la revolución industrial afectaron de manera profunda al núcleo del pensamiento católico. Durante todo el siglo XIX la oposición de la Iglesia a las ideas liberales fue casi total y escasa la comprensión respecto de los problemas sociales de la época, generados por la industrialización. Pontífices como Pío IX (1792-1878) se destacaron por su defensa cerrada del orden prerrevolucionario; expresiones como “el liberalismo es pecado” resultaron de uso común en los escritos de la jerarquía eclesiástica. La insistencia de este Pontífice en defender la supremacía espiritual pero también el poder temporal del papado lo enfrentó con el naciente Estado Italiano. La encíclica Quanta Cura (1864) condenaba el nacionalismo y el socialismo, pero también “el progreso, el liberalismo y la civilización moderna”. En cuanto al abordaje de la cuestión social y el papel del estado frente a ella, la superación de una mirada que sólo pensaba en términos de caridad recién se produjo hacia finales del siglo XIX. La encíclica Rerum Novarum (1891) del Papa León XIII daba cuanta de la gravedad de la “cuestión obrera”, recordaba a los ricos sus deberes de justicia y caridad, pero además postulaba la necesidad de una acción del Estado destinada a “promover y defender el bien del obrero en general”. En la relación con la promoción del bienestar material de los trabajadores y la función que le corresponde a la autoridad, León XIII (1810-1903) afirma lo siguiente: Bueno es que examinemos que parte del rendimiento que se busca [resolver la cuestión obrera] se ha de exigir al Estado. Entendemos hablar aquí del Estado, no como existe en este pueblo o en el otro, sino tal cual lo demanda la recta razón, conforme con la naturaleza y cual demuestran que deben ser los documentos de la divina sabiduría que trata sobre la construcción cristiana de los Estados. Esto supuesto, los que gobierna un pueblo deben primero ayudar en general con todo el complejo de leyes e instituciones, es decir, haciendo que de la misma conformación y administración de la cosa pública brote espontáneamente la prosperidad, así de la comunidad

Una mayor duración o una mayor dificultad del trabajo y la idea de que el jornal es exiguo dan no pocas veces a los obreros motivo para alzarse en huelga y entregar su voluntad ala ocio. A este mal frecuente y grave debe poner remedio la autoridad pública, porque semejante cesación del trabajo no sólo daña a los amos y aún a los mismos obreros, sino que perjudica el comercio y los intereses de Estado; y como suele no andar muy lejos de la violencia y sedición, ponen muchas veces en peligro la tranquilidad pública y en esto lo más eficaz y más provechosos es prevenir con la autoridad de las leyes e impedir que pueda brotar el mal, apartando a tiempo las causas que han de producir un conflicto entre los amos y los obreros. [...] se debe procurar, pues, que el trabajo de cada día no se extienda a mas horas de las que permiten las fuerzas [...]. Finalmente, lo que puede hacer y a lo que puede entregarse un hombre de edad adulta y bien robusto es inicuo exigirlo a un niño o a una mujer. [...] (León XIII, Rerum Novarum, Buenos Aires, Ediciones Paulinas, 1999, pp. 33 a 42.) La aceptación de las transformaciones políticas vertidas en el siglo XIX dio lugar a una revisión de las posturas católicas respecto del liberalismo y de la democracia. Si bien las posiciones condenatorias del liberalismo político y económico subsistieron –una parte importante del pensamiento contrarrevolucionario es de base católica -, 5 Se desarrolló una corriente dispuesta a aceptar las nuevas realidades, en particular contraponiéndolas a los totalitarismos surgidos entre la primera y segunda guerra mundial. El filósofo francés Jacques Maritain (1882-1973) expresa en estos párrafos algunos de los rasgos de ese pensamiento: El segundo problema a estudiar es el del pueblo y el Estado, o de los medios mereced a los cuales el pueblo pueda supervisar o fiscalizar al Estado [...] Quisiera hacer algunas observaciones relativas a los dos casos típicos diferentes: el del Estado democrático, donde la libertad, la ley y la dignidad humana son dogmas fundamentales, y la racionalización de la vida política se persigue dentro de la perspectiva de las normas y los valores morales, y del Estado totalitario, en donde solo se toman en consideración el poder y una determinada tarea a cumplir por el todo [...] Consideremos el caso del estado democrático. En él, la fiscalización del Estado por parte del pueblo, incluso aunque el Estado trate de eludirla, se halla inscripta en los principios y armazón constitucional del cuerpo político. El pueblo dispone de medios regulares, estatuidos por la ley para ejercer su vigilancia. Elige periódicamente a sus representantes y, directa o indirectamente, a sus funcionarios administrativos. No solamente el pueblo destituirá a éstos de sus cargos en los comicios siguientes a su elección, sino que a través de las asambleas de sus representantes fiscaliza, supervisa y presiona a su gobierno durante el tiempo que éste ejerce el poder [...]. En segundo lugar, el pueblo cuenta con los medios –cuando no los utilice directamente por sí – de expresar la opinión pública a través de la prensa, la radio y otros elementos, cuando son libres [...] En tercer lugar, está la presión de los grupos sociales y otros medios no institucionales por cuyo conducto actúan sobre los organismos gubernamentales algunos fragmentos del cuerpo político, concluyamos, pues, en primer término, que según el principio pluralista todo cuanto pudiera lograrse en el cuerpo político merced a los órganos particulares o sociedades de grado

inferior al Estado y nacidas de la libre iniciativa del pueblo, debería obtenerse por medio de dichas sociedades u organismos particulares; segundo, que la energía política debe surgir inagotablemente del pueblo, dentro del cuerpo político. En otras palabras: el programa de conducta del pueblo no debería brindarse desde arriba; al contrario: ha de ser elaborado por le pueblo. (Maritain, J., El hombre y el Estado, Buenos Aires, Club de Lectores, 1984, pp. 80ª 84.) Podemos concluir afirmando que el Concilio Vaticano II, convocado en 1962 por el Papa Juan XXIII (1881-1963), marcó el punto de mayor acercamiento de la jerarquía eclesiástica a las realidades de la sociedad contemporánea, disminuyendo su dimensión jerárquica para ponerse al servicio del “pueblo de Dios”. El liberalismo El liberalismo postula que la razón del individuo constituye el fundamento para organizar las relaciones entre los hombres y entre ellos y el mercado. En política implica el contractualismo o constitucionalismo –incluidos los principios de representación de los ciudadanos y la separación y limitación de los poderes- y en economía el mercado libre. En ambos casos la clave reside en el derecho de propiedad. Éste es sagrado, es la razón de ser del Estado y el elemento que confiere autonomía real a cada individuo. El liberalismo es, en definitiva, el sistema y la ideología que garantizan la libertad en todas sus dimensiones y hace del individuo el centro de la sociedad. En todas las variantes del liberalismo existe una concepción definida del hombre y de la sociedad. Los elementos de la misma son: 1) Es individualista en tanto que afirma la primacía de la persona frente a las exigencias de cualquier colectividad social; 2) Es igualitaria, porque confiere a todos los hombres el mismo status moral, y niega la aplicabilidad, dentro de un orden político o legal, de diferencias entre los seres humanos; 3) es universalista, ya que afirma la unidad moral de la especie humana y concede una importancia secundaria a las asociaciones históricas específicas (por ejemplo, nación); 4) Es progresista por su creencia en la posibilidad del mejoramiento de cualquier institución social y política. La tradición liberal ha buscado justificación en muy diversas filosofías. Las afirmaciones políticas y morales del liberalismo se han fundamentado generalmente en teorías de los derechos naturales del hombre y han buscado el apoyo tanto de la ciencia como de la religión. Además, al igual que cualquier otra corriente de opinión, el liberalismo ha adquirido matices diferentes en cada una de las culturas nacionales: el liberalismo francés difiere notablemente del inglés; el liberalismo alemán se ha enfrentado siempre con problemas singulares, y el liberalismo norteamericano, aunque en deuda con las formas de pensamiento y prácticas inglesa y francesa, muy pronto tuvo rasgos propios. A pesar de la rica diversidad que el liberalismo ofrece a la investigación histórica, es un error suponer que sus múltiples variedades no pueden ser entendidas como variantes de un reducido conjunto de temas. El liberalismo constituye una tradición única, un difuso síndrome de ideas. Esa tradición tiene antiguas raíces en Occidente, y en este sentido el mundo clásico aporta algunos

John Locke puede ser entendido más adecuadamente si lo ubicamos en su escenario histórico, según la Inglaterra de la gloriosa revolución de 1688. la misma acabó de manera definitiva con el absolutismo en ese país, instaurando las instituciones de una monarquía constitucional. Su obra, entonces, constituye la fundamentación teórica de la rebelión contra el poder, partiendo de algunos de los conceptos ya introducidos por Hobbes, aunque dándoles una interpretación diferente. El texto transcrito es un fragmento del Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil (1690). Su lectura permite apreciar la manera en que fundamenta a partir del estado de naturaleza, el surgimiento del Estado y los límites de su autoridad. En su obra, aparecen definidos tanto el “pacto de asociación- decisión de individuos que quieren vivir juntos- como el “pacto de sumisión”- transferencia del poder a una autoridad -. Asimismo, Locke destaca la importancia de la propiedad, cuya garantía es justamente el objetivo de la creación del Estado. Justamente, cuando el poder afecta los derechos naturales, en particular los de propiedad, Locke concede a los gobernados el derecho a sublevarse. El estado de naturaleza Capítulo II - del estado de naturaleza. Para comprender correctamente el poder político y conocer su origen, debemos considerar como viven los hombres en el estado de naturaleza. Es este un estado de perfecta libertad; cada uno puede ordenar sus acciones y disponer de sus bienes y de su persona según sus aptitudes, dentro de los límites determinados por la ley natural y sin necesitar permiso ni depender de la voluntad de hombre alguno. Es también un estado de igualdad dónde todo poder y jurisdicción es recíproco, dónde nadie tiene más que nadie; Es entonces evidente que allí todas las criaturas, de la misma especie y rango, nacidas con las mismas cualidades naturales y con el goce de las mismas facultades, deben ser iguales, sin subordinación ni sumisión; a menos que el dueño y señor de todas ellas coloque a una por encima de las demás por cualquier declaración expresa de su voluntad y le confiera, por una evidente y clara designación, un indiscutible derecho de dominio y soberanía. [...] Para que todos los hombres estén impedidos de invadir derechos ajenos y de hacerse daño unos a otros, y para que la ley natural, que quiere la paz y preservación de toda la humanidad, sea observada, su ejecución está puesta, en este sentido, en la mano de todos los hombres, por lo cual cada uno tiene derecho a castigar a los transgresores de esa ley hasta el grado que lo permita la violación. [...] Como el hombre tiene derecho desde su nacimiento, como ha sido demostrado, a una perfecta libertad y a un goce no fiscalizable de todas las facultades y privilegios de la ley natural, y como es igual a cualquier otro hombre y multitud de hombres, tiene por naturaleza no solamente el poder de preservar su propiedad, es decir, su vida, libertad y estado contra las injurias y atentados de los otros hombres, sino también de juzgar y castigar a los transgresores de esta ley proporcionalmente a la gravedad de la ofensa, y aún con la misma muerte cuando él crea que la atrocidad del hecho lo requiere. [...] Por consiguiente cuando cualquier número de hombres está unido en sociedad de tal manera que cada uno de ellos abandone el poder ejecutivo que le pertenecía por derecho natural y se entrega a la autoridad pública existe una sociedad política o civil. [...] Capítulo VIII - del comienzo de las sociedades políticas

Siendo los hombres iguales, iguales e independientes por naturaleza, como ya se ha dicho, ninguno puede ser sacado de su estado y sometido al poder político de otro sin su propio consentimiento. Cuando los hombres salen del estado de naturaleza y se unen en una comunidad, debe entenderse que desisten a favor de la mayoría de todo el poder que fuera necesario para conseguir los fines que los llevaron a asociarse (a menos que determinen explícitamente a cualquier grupo más numeroso que la simple mayoría). Y esto se consigue cuando los hombres acuerdan unirse en una sociedad política, acuerdo que resume en sí todo el procedimiento contractual que se sigue o necesita seguirse entre los individuos que entran a formar un Estado. Y así lo que origina y actualmente constituye toda sociedad política es el consentimiento de un cierto número de hombres libres, capaces de ser representados por una mayoría desde que se unen y forman una sociedad. Y este consentimiento es lo único que da o puede dar comienzo a cualquier gobierno legal del mundo. Todo lo que no pueda ser reconocido sino como una ventaja sobre las antiguas medidas para la sociedad y para el pueblo en general debe ser justificado por sí mismo; y siempre que el pueblo elija sus representantes según un criterio proporcional y justo, conforme a la constitución original del estado, no puede dudarse que sea la voluntad y el acto de la misma sociedad que le permitió obrar así y fue de la causa de tal acción. El derecho de revolución Capítulo XVIII - de la tiranía Así como la usurpación consiste en el ejercicio de un poder a que otra persona tiene derecho, la tiranía consiste en el ejercicio abusivo del poder, a lo que nadie tiene derecho. Esto ocurre cuando se usa el poder para el bien personal y exclusivo del gobernante y no para el bien de los súbditos. Se debe, pues, considerar tirano a todo gobernador, o como quiera que se titule, que no tiene la ley como regla sino su voluntad propia y cuyos mandamientos y actos no están dirigidos hacia la preservación de las propiedades de su pueblo sino hacia ala satisfacción de su propia ambición, de sus venganzas personales, de su codicia o de alguna otra pasión semejante. Es un error pensar que la tiranía es propia de los regímenes monárquicos. También las otras formas de gobierno están expuestas a sus defectos; porque allí donde el poder, colocado en manos determinadas para el gobierno del pueblo y la preservación de sus propiedades, es aplicado a otros fines y usado para empobrecer y oprimir a los súbditos mediante una autoridad irregular y arbitraria, existe una tiranía, que indiscutiblemente puede ser de uno o de varios. Así vemos en la historia los treinta tiranos de Atenas y el tirano único de Siracusa; en cuanto al inolvidable dominio de los Decenviros en Roma, no era mucho mejor que una tiranía. Pero si todos ven claramente que los pretextos alegados por un gobernante son de naturaleza perfectamente opuesta a las acciones que realiza y que emplea todos los artificios posibles para eludir la autoridad de la ley, y que todos los beneficios de las prerrogativas (poder otorgado al soberano a fin de que lo use arbitrariamente para conseguir un bien para el pueblo y no un mal) son empleados contrariamente a su finalidad; si el pueblo advierte que la elección de los magistrados inferiores y de los magistrados subalternos se hace de acuerdo a finalidades contrarias al interés público y que son más o menos favorecidos en proporción al celo que pongan en la obtención de tales objetivos funestos; si los ciudadanos experimentan los efectos nocivos del poder arbitrario; si notan que clandestinamente se favorece a una religión contraria al espíritu público y se trata de introducirla en todas partes, aunque el gobierno públicamente se declare contra ella, ¿cómo

sus propios hogares, que a sus siervos en su casa. Todos ellos derivan su sustento de la bondad del señor, dependiendo de su libre voluntad el continuar manteniéndolos. No estaba fundado sobre otro principio aquel poder de los antiguos barones, o sea sobre la autoridad de los dueños de las tierras ejercían sobre sus mismos colonos y sobre aquellos dependientes que mantenían del modo expresado. Por necesidad, eran sus jueces en la paz y sus caudillos en la guerra. Podían mantener el orden y ejecutar las leyes dentro de sus respectivos territorios, porque les era posible convertir las fuerzas de todos los demás habitantes contra la injusticia de cualquier particular, y para esto ningún otro que le señor mismo tenía suficiente autoridad y poder. A veces el mismo soberano solía no tener tanta potestad, porque un príncipe, en aquellos tiempos, venía a ser muy poco más, en algunas partes, que un propietario en su respectivo señorío [...]. Intentar un rey, de propia autoridad, hacer efectivo el pago de una pequeña deuda dentro de las tierras de uno de aquellos señores, en donde todos sus habitantes se armaban y estaban acostumbrados a apoyarse unos a otros, solía costar al príncipe casi los mismos esfuerzos y diligencias que una guerra civil. Por esta razón solía verse el rey obligado a abandonar la administración de justicia en la mayor parte de sus dominios, dejándola en manos de quienes estaban en condiciones de administrarla, y por la misma causa entregar el mando de la milicia a aquellos a quienes querían obedecer las tropas. Es una equivocación muy grande imaginar que estas jurisdicciones territoriales tuviesen su origen en las leyes feudales. No sólo las supremas jurisdicciones, así civiles como criminales, sino las potestades de levantar tropas, acuñar monedas y establecer leyes municipales par el gobierno de los pueblos, fueron todos unos derechos poseídos por los grandes señores muchos siglos antes de que fuese aún conocido en Europa el nombre de derecho feudal. Muy lejos de que la introducción de las leyes feudales fuesen causa de que se extendiese la autoridad de los señoríos, puede considerarse como una máxima dirigida a moderar aquel poder. Aquellas leyes establecieron una subordinación regular, acompañada de una larga serie de servicios y obligaciones al rey y a la patria que debían prestar los señores desde el mayor al menor [...] Pero aunque estas disposiciones miraban a engrandecer la autoridad del soberano debilitando la de los señoríos particulares, todavía no fueron suficientes para introducir el orden y buen gobierno entre los habitantes del campo, porque no alteraba suficientemente aquel estado de propiedad y señorío, casi absoluto, que daba motivo a los desórdenes. En consecuencia, la autoridad del gobierno continuaba siendo demasiado débil en la cabeza y demasiado fuerte en los miembros, siendo la excesiva fuerza de éstos causa de debilidad de aquella [...]. Pero lo que no puede hacer por sí sola toda la violencia de las leyes feudales, lo consiguió en parte y gradualmente la insensible y lenta operación del comercio y las manufacturas. Estos artículos ofrecían continuamente a los grandes cosas apetitosas con que cambiar el producto sobrante de sus rentas, y cosas que podían consumir ellos mismos sin que de ellas participasen sus colonos y dependientes. Todo para mí y nada para los demás, parece haber sido, en todas las edades del vano y corrompido mundo, la vil máxima del soberbio poderoso. Luego que encuentra modo de consumir para sí exclusivamente todas sus rentas, se olvidan de partirlas gratuitamente con otros. Por un par de hebillas de diamantes, o por otra bagatela de esta especie, cambian o dan frívolamente el mantenimiento, o el precio, que es lo mismo, de mil hombres que podrían subsistir con ello acaso un año, y con él ceden toda la autoridad que les hubiera dado sobre ellos

en haberles mantenido. Estas hebillas serán para el únicamente, sin que ninguna otra persona pueda tener parte en ellas, siendo así que en el antiguo método de sus dispendios participarían de su precio mil personas, por lo menos, de sus mismos dependientes. Esta diferencia era perfectamente decisiva para los que hubieran de determinar como jueces la preferencia, y de este modo, por el gusto del más despreciable de todas las vanidades, fueron los señores vendiendo gradualmente todo su poder y toda su autoridad [...] Cuando los dueños de grandes territorios invierten sus rentas en mantener de todo lo necesario a sus colonos, dependientes y criados de su comitiva, cada uno sostiene a los suyos y nada más; pero cuando las gastan en negociantes y artesanos, aunque ninguno de éstos dependan enteramente de cada uno de los señores en particular, todos ellos juntos pueden sin duda mantener el mismo o mayor número de gentes que antes. Cada uno de por sí, o separadamente, no contribuyen más que en una parte muy pequeña del mantenimiento total de cualquiera de los individuos de este gran cuerpo, porque todo artesano y todo tratante gana su sustento, no con el empleo que hace uno solo, sino ciento o mil de sus diferentes clientes, y así, aunque por ciertos respectos se reconozca obligado a todos ellos, no puede decirse que depende absolutamente de cada uno. Al paso que iba creciendo el gasto de los magnates y hacendados, no pudo menos que irse extinguiendo o disminuirse también el número de sus dependientes serviles, hasta haberse abolido enteramente aquel estado. Esa misma causa le iba obligando a desprenderse de criados y sirvientes y superfluos de toda especie. Engrandeciéndose las labranzas de las tierras tomadas a renta, y a los colonos, a pesar de los clamores que solían levantarse sobre una pretendida despoblación, quedaron reducidos al número necesario para el cultivo del campo. Con haber apartado de sí muchas bocas excedentes, y con exigir de los colonos el valor entero de los que merecían los arrendamientos, adquirieron los dueños de las tierras mayores sobrantes de su producto o de su precio, para cuya inversión les ofrecía a cada paso medios y ocasiones los mercaderes y artesanos, dirigiéndose ya aquellos gastos, más hacia las personas mismas de sus dueños, que hacia los que antes participaban de sus dispendios. Comenzaron a pensar los dueños en elevar sus rentas sobre lo que el actual estado de sus rentas podían soportar. Sus colonos consentían en ello bajo condición de que se les asegurase en la posesión por un estado de tiempo suficiente para poder recobrar con las ganancias regulares, lo que invirtiesen en sus mejoras y abonos a fin de que pudiesen producir más renta, y la vanidad, pródiga y costosa de los dueños los llevaba a condescender gustosos, siendo esto lo que en parte dio motivo a los arrendamientos y foros perpetuos o a largo plazo [...] Hechos independientes los colonos, y despedidos del lado de los magnates los siervos superfluos, ya estos señores no se hallaron capaces de trastornar la ejecución regular de la justicia, ni de perturbar la pública tranquilidad del país. Habiendo vendido su derecho patrimonial y primogenitura, no por unas miserables legumbres en tiempo de hambre y necesidad, sino por unas bagatelas enteramente pueriles, y más para incautos rapaces que para hombres de ideas prudentes y serias, llegaron a un estado de tan poca significación en la república como el de cualquier otro particular de los demás ciudadanos. Estableciéndose un gobierno regular, tanto en los campos como en las ciudades, porque ninguno tenía poder bastante para tumbar sus operaciones en los unos, ni sus negociaciones en las otras.

Los debates respecto de la vigencia del Estado liberal continuaron también en el siglo XX, afectados por los cuestionamientos crecientes provenientes desde la derecha y desde la izquierda (ver la unidad siguiente). El liberalismo se vio afectado por las transformaciones experimentadas por la vida económica, tanto desde el punto de vista de la inestabilidad manifestada por el capitalismo como por el desafío planteado por el triunfo del socialismo. Todos sus defensores coincidían respecto a que se requería la limitación del accionar del gobierno por medio de normas escritas. Más allá de las posiciones destinadas a defender la existencia de un Estado mínimo, cuya existencia se limita a las competencias estrictas para evitar el robo, el fraude o la violencia la mayoría de los autores liberales reconocen que el Estado puede tener varias funciones de servicio, que rebasan la protección y el sometimiento de la justicia y es por esta razón que son partidarios de un Estado limitado, el que debe cumplir la condición de contener restricciones constitucionales sobre el ejercicio arbitrario de la autoridad gubernamental. En el ámbito económico las posiciones liberales pasaron por diferentes niveles de valoración, coincidentes con los avatares que atravesó el mundo a lo largo del siglo. Si hasta el estallido de la primera guerra mundial en 1914 el papel del Estado en la economía era considerado marginal – aunque las tendencias proteccionistas siguieron vigentes sobre todos en períodos de crisis-, desde ese momento la situación se fue modificando, tanto como consecuencia de las necesidades bélicas como de las dificultades que produjeron a partir de la crisis de los años treinta. El período que arranca en 1945 fue el de mayor desarrollo de la gestión estatal, hasta el punto de forjarse la expresión “economía mixta”, para distinguir una realidad en la que la actividad del Estado en múltiples terrenos tenía un lugar significativo. Sin embargo, la ortodoxia económica se mantuvo con fuerza en los ámbitos académicos esgrimiendo argumentaciones en buena medida renovadoras, pero que partían de las que ya había elaborado Adam Smith a fines del siglo XVIII. El retorno a primer plano del liberalismo económico se produjo como consecuencia de la crisis de la década de 1970, atribuidas a los excesos provenientes de la intervención estatal durante los años de vigencia de la economía mixta, adoptó la forma extrema del monetarismo, una corriente del pensamiento económico surgida en la Universidad de Chicago cuyo principal exponente fue Milton Friedman (n.1912), premio Nobel de economía en el año 1976. el éxito de esta corriente se ha concretado hasta fines del siglo XX con el triunfo de las concepciones neoliberales, que han tomado las banderas del Estado mínimo aplicándolas a la nueva realidad de la globalización. El texto que es transcribe proviene de un libro de divulgación escrito por Friedman con su mujer Rose e ilustra adecuadamente respecto de sus posturas en relación con el Estado: En una sociedad cuyos participantes deseen alcanzar el grado de libertad más alto posible para elegir como individuos, como familias, como miembros de grupos voluntarios, como ciudadanos de un Estado organizado, ¿qué papel se debe asignar al gobierno? No es fácil mejorar la respuesta que dio Adam Smith a esta pregunta hace doscientos años: “[...] De acuerdo con el sistema de libertad natural el soberano sólo tiene que atender a tres obligaciones, que son, sin duda, de grandísima importancia pero que se hallan al alcance y a la comprensión de una inteligencia corriente. Primera, la obligación de proteger a la sociedad de la violencia y de la invasión de otras sociedades independientes; segunda, la obligación de proteger, hasta dónde esto es posible, a cada uno de los miembros de la sociedad, de la injusticia y de la

opresión que puedan recibir de otros miembros de la misma, es decir, la obligación de establecer una exacta administración de la justicia; y tercera, la obligación de realizar y conservar determinadas obras públicas y determinadas instituciones públicas, cuya realización y mantenimiento no pueden ser nunca de interés para un individuo particular o para un pequeño número de individuos, porque el beneficio de las mismas no podrá nunca reemplazar de su gasto a ningún pequeño grupo de individuos, aunque con frecuencia reembolsan con gran exceso a una gran sociedad.” Los dos primeros deberes son claros y sencillos: la protección de los individuos de una sociedad de la violencia, tanto si viene del exterior como si procede de los demás ciudadanos. A menos que exista esta protección no somos realmente libres de elegir. La frase del ladrón armado “la bolsa o la vida” me ofrece una elección, pero nadie pensaría que trata de una elección libre o que el intercambio que propone es voluntario [...]. El segundo deber público propuesto por Adam Smith va más allá de una simple función policíaca de proteger al pueblo frente a la coacción física; implica “una exacta administración de justicia”. Ningún intercambio voluntario de alguna complejidad o que se extienda durante un período de tiempo de cierta consideración puede liberarse de la ambigüedad. No hay suficientes palabras en el mundo para poder especificar por adelantado todas las contingencias que pueden acontecer y poder explicar de forma detallada las obligaciones de las diversas partes en cada clase de intercambio. Debe haber algún modo de mediar en las disputas. La misma mediación puede ser voluntaria y no necesitar la intervención del gobierno [...] pero la última instancia compete al sistema judicial gubernamental. Este papel del Estado incluye igualmente el fomento de los intercambios voluntarios mediante la opción de reglas generales (las reglas de juego económico y social que siguen los ciudadanos de una sociedad libre). El ejemplo más evidente es el significado que se le ha de dar a la propiedad privada. Poseo una casa. ¿Está usted “allanando” mi propiedad privada si hace volar su avión privado tres metros por encima de mi tejado? ¿Trescientos metros? ¿Diez mil metros? No hay nada “natural” en lo referente a dónde terminan mis derechos de propiedad y dónde empiezan los suyos. En especial a través del crecimiento histórico del derecho civil, la sociedad se ha puesto de acuerdo sobre las reglas de la propiedad, aunque la legislación más reciente ha desempeñado un papel creciente. El tercer deber de Adam Smith plantea las cuestiones más complicadas. El mismo considera que tenía una limitada aplicación. Desde entonces se ha utilizado para justificar una gama extremadamente extensa de actividades públicas. En nuestra opinión describe un deber válido de un gobierno destinado a preservar y reforzar una sociedad libre, pero se le puede considerar también como una justificación de un desarrollo ilimitado del poder del Estado. El elemento válido aparece también debido al costo de producción de algunos bienes y servicios por medio de intercambios estrictamente voluntarios. Tomemos un sencillo ejemplo sugerido por la misma descripción que hace Adam Smtih del tercer deber: las calles de la ciudad y los accesos generales a las autopistas podrían depender del intercambio privado voluntario, sufragándose los costes por medio de la aplicación de peajes. Pero los costes de recaudación de los peajes serían a menudo muy grandes con respecto al coste de construcción y de mantenimiento de calles y de