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Sintesis del principe, Monografías, Ensayos de Teoria del Estado Constitucional

Sintesis de la lectura "el príncipe de Nicolas Maquiavelo

Tipo: Monografías, Ensayos

2019/2020

Subido el 24/08/2020

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EL PRÍNCIPE
Autor: Nicolás Maquiavelo
CAPÍTULO I: DE LAS DISTINTAS CLASES DE PRINCIPADOS Y DE LA
FORMA EN QUE SE ADQUIEREN
Todos los Estados, todas las dominaciones que han ejercido y ejercen
soberanía sobre los hombres, han sido y son repúblicas o principados. Los
principados son, o hereditarios, cuando una misma familia ha reinado en
ellos largo tiempo, o nuevos.
Los dominios así adquiridos están acostumbrados a vivir bajo un príncipe o a
ser libres; y se adquieren por las armas propias o por las ajenas, por la suerte
o por la virtud.
CAPÍTULO II: DE LOS PRINCIPADOS HEREDITARIOS
Es más fácil conservar un Estado hereditario, acostumbrado a una dinastía,
que uno nuevo, ya que basta con no alterar el orden establecido por los
príncipes anteriores, y contemporizar después con los cambios que puedan
producirse. De tal modo que, si el príncipe es de mediana inteligencia, se
mantendrá siempre en su Estado, a menos que una fuerza arrolladora lo
arroje de él; y aunque así sucediese, sólo tendría que esperar, para
reconquistarlo, a que el usurpador sufriera el primer tropiezo.
el príncipe natural tiene menos razones y menor necesidad de ofender: de
donde es lógico que sea s amado; y a menos que vicios excesivos le
atraigan el odio, es razonable que le quieran con naturalidad los suyos.
CAPÍTULO III: DE LOS PRINCIPADOS MIXTOS
El principado corno miembro agregado a un conjunto anterior, puede
llamarse mixto. Tienen dificultad que estriba en que los hombres cambian
con gusto de señor, creyendo mejorar; y esta creencia los impulsa a tomar
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EL PRÍNCIPE

Autor: Nicolás Maquiavelo

CAPÍTULO I: DE LAS DISTINTAS CLASES DE PRINCIPADOS Y DE LA

FORMA EN QUE SE ADQUIEREN

Todos los Estados, todas las dominaciones que han ejercido y ejercen soberanía sobre los hombres, han sido y son repúblicas o principados. Los principados son, o hereditarios, cuando una misma familia ha reinado en ellos largo tiempo, o nuevos. Los dominios así adquiridos están acostumbrados a vivir bajo un príncipe o a ser libres; y se adquieren por las armas propias o por las ajenas, por la suerte o por la virtud. CAPÍTULO II: DE LOS PRINCIPADOS HEREDITARIOS Es más fácil conservar un Estado hereditario, acostumbrado a una dinastía, que uno nuevo, ya que basta con no alterar el orden establecido por los príncipes anteriores, y contemporizar después con los cambios que puedan producirse. De tal modo que, si el príncipe es de mediana inteligencia, se mantendrá siempre en su Estado, a menos que una fuerza arrolladora lo arroje de él; y aunque así sucediese, sólo tendría que esperar, para reconquistarlo, a que el usurpador sufriera el primer tropiezo. el príncipe natural tiene menos razones y menor necesidad de ofender: de donde es lógico que sea más amado; y a menos que vicios excesivos le atraigan el odio, es razonable que le quieran con naturalidad los suyos. CAPÍTULO III: DE LOS PRINCIPADOS MIXTOS El principado corno miembro agregado a un conjunto anterior, puede llamarse mixto. Tienen dificultad que estriba en que los hombres cambian con gusto de señor, creyendo mejorar; y esta creencia los impulsa a tomar

las armas contra él; en lo cual se engañan, pues luego la experiencia les enseña que han empeorado. Esto resulta de otra necesidad natural y común que hace que el príncipe se vea obligado a ofender a sus nuevos súbditos, con tropas o con mil vejaciones que el acto de la conquista lleva consigo. Se tiene por enemigos a todos los que has ofendido al ocupar el principado, y no se puede conservar como amigos a los que han ayudado a conquistarlo, porque no se puede satisfacerlos como ellos esperaban, y tampoco se pueden emplear medicinas fuertes contra ellos, porque siempre, aunque se descanse en ejércitos poderosísimos, se tiene necesidad de la colaboración de los «provincianos». Los territorios rebelados se pierden con más dificultad cuando se conquistan por segunda vez, porque el señor, aprovechándose de la rebelión, vacila menos en asegurar su poder castigando a los delincuentes, vigilando a los sospechosos y reforzando las partes más débiles. Cuando se adquieren Estados en una provincia con idioma, costumbres y organización diferentes, surgen las dificultades y lo más favorable sería que la persona que los adquiriera fuese a vivir en ellos. Esto haría más segura y más duradera la posesión; pues, de esta manera, ven nacer los desórdenes y se los puede reprimir con prontitud. Las colonias no cuestan, que son más fieles y entrañan menos peligro; y que los damnificados no pue den causar molestias, porque son pobres y están aislados. Por eso es preciso mantener numerosas tropas. Si en vez de las colonias se emplea la ocupación militar, el gasto es mucho mayor, porque el mantenimiento de la guardia absorbe las rentas del Estado y la adquisición se convierte en pérdida, y, además, se perjudica e incómoda a todos con el frecuente cambio del alojamiento de las tropas. El príncipe que anexe una provincia de costumbres, lengua y organización distintas a las de la suya, debe también convertirse en paladín y defensor

primero, destruirlo; después, radicarse en él; por último, dejarlo regir por sus leyes, obligarlo a pagar un tributo y establecer un gobierno compuesto por un corto número de personas, para que se encargue de velar por la conquista. Como ese gobierno sabe que nada puede sin la amistad y poder del príncipe, no ha de reparar en medios para conservarle el Estado. El único medio seguro de dominar una ciudad acostumbrada a vivir libre es destruirla. Quien se haga dueño de una ciudad así y no la aplaste, espere a ser aplastado por ella. Sus rebeliones siempre tendrán por baluarte el nombre de libertad y sus antiguos estatutos, cuyo hábito nunca podrá hacerle perder el tiempo ni los beneficios. Cuando las ciudades o provincias están acostumbradas a vivir bajo un príncipe, y por la extinción de éste y su linaje queda vacante el gobierno, como por un lado los habitantes están habituados a obedecer y por otro no tienen a quién, y no se ponen de acuerdo para elegir a uno de entre ellos. En las repúblicas, en cambio, hay más vida, más odio, más ansias de venganza. CAPÍTULO VI: DE LOS PRINCIPADOS NUEVOS QUE SE ADQUIEREN CON LAS ARMAS PROPIAS Y EL TALENTO PERSONAL Los principados de nueva creación, donde hay un príncipe nuevo, son más o menos difíciles de conservar según que sea más o menos hábil el príncipe que los adquiere. Y dado que el hecho de que un hombre se convierta de la nada en príncipe presupone necesaria mente talento o suerte, es de creer que esto contrae muchas dificultades. También facilita que un príncipe por sus virtudes, al no poseer otros Estados, se vea obligado a establecerse en el que ha adquirido. Los que, por caminos semejantes a los de aquéllos, se convierten en príncipes adquieren el principado con dificultades, pero lo conservan sin sobresaltos. Las dificultades nacen en parte de las nuevas leyes y costumbres que se ven obligados a implantar para fundar el Estado y proveer a su seguridad. Pues debe considerarse que no hay nada más difícil de emprender, ni más dudoso de hacer triunfar, ni más peligroso de manejar, que el introducir nuevas leyes. Se explica: el innovador se transforma en enemigo de todos los que se beneficiaban con las leyes antiguas y no se granjea sino la amistad tibia de

los que se beneficiarán con las nuevas. Cuando los Estados pueden actuar con la ayuda de la fuerza, entonces rara vez dejan de conseguir sus propósitos; por lo que les conviene estar preparados de tal manera, que, cuando ya no crean, se les pueda hacer creer por la fuerza. CAPÍTULO VII: DE LOS PRINCIPADOS NUEVOS QUE SE ADQUIEREN CON ARMAS Y FORTUNA DE OTROS Los que sólo por la suerte se convierten en príncipes no mantienen su principado sino con muchísimo esfuerzo. Las dificultades no surgen en su camino, pero si se presenta una vez instalados. Estos príncipes no se sostienen sino por la voluntad y la fortuna; cosas mudables e inseguras de quienes los elevaron, y no saben ni pueden conservar aquella dignidad: si no son hombres de talento y virtudes superiores, no es presumible que conozcan el arte del mando, ya que han vivido siempre como simples ciudadanos. Por otra parte, los Estados que nacen de pronto, como todas las cosas de la naturaleza que brotan y crecen precoz mente, no pueden tener raíces ni sostenes que los defiendan del tiempo adverso; salvo que quienes se han convertido en forma tan súbita en príncipes se pongan a la altura de lo que la fortuna ha depositado en sus manos, y sepan prepararse inmediatamente para conservarlo, y echen los cimientos que cualquier otro echa antes de llegar al principado. Acerca de estos dos modos de llegar a ser príncipe por méritos o por suerte, existen dos claros ejemplos: el de Francisco Sforza y el de César Borgia. Francisco, con los medios que, correspondían y con un gran talento, de la nada se convirtió en duque de Milán, y conservó con poca fatiga lo que con mil afanes había conquistado. En el campo opuesto, César Borgia, llamado duque Valentino por el vulgo, adquirió el Estado con la fortuna de su padre, y con la de éste lo perdió, a pesar de haber empleado todos los medios imaginables y de haber hecho todo lo que un hombre prudente y hábil debe hacer para arraigar en un Estado que se ha obtenido con armas y apoyo

Se le llama principado civil: aquel en que un ciudadano, no por crímenes ni violencia, sino gracias al favor de sus compatriotas, se convierte en príncipe. El llegar a él no depende por completo de los méritos o de la suerte; depende, más bien, de una cierta habilidad propiciada por la fortuna. y que necesita, o bien del apoyo del pueblo, o bien del de los nobles. Porque en toda ciudad se encuentran estas dos fuerzas contrarias una de las cuales lucha por mandar y oprimir a la otra que no quiere ser mandada ni oprimida. Y del cho- que de las dos corrientes surge uno de estos tres efectos: o principado, o libertad, o licencia. Los nobles, cuando comprueban que no pueden resistir al pueblo, concentran toda la autoridad y uno de ellos y lo hacen príncipe para poder, a su sombra, dar rienda suelta a sus apetitos. El pueblo, cuando a su vez comprueba que no puede hacer frente a los grandes, cede su autoridad a uno y lo hace príncipe para que lo defienda. Pero el que llega al principado con la ayuda de los nobles se mantiene con más dificultad que el que ha llegado mediante el apoyo del pueblo porque los que lo rodean se consideran sus iguales y en tal caso se le hace difícil mandarlos y manejarlos como quisiera. Mientras que el que llega por el favor popular es única autoridad, y no tiene en derredor a nadie o casi nadie que no esté dispuesto a obedecer. Por otra parte, no puede honradamente satisfacer a los grandes sin lesionar a los demás; pero, en cambio, puede satisfacer al pueblo, porque la finalidad del pueblo es más honesta que la de los grandes, queriendo estos oprimir, y aquél no ser oprimido. Un príncipe jamás podrá dominar a un pueblo cuando lo tenga por enemigo, porque son muchos los que lo forman; a los nobles, como se trata de pocos, le será fácil. Lo peor que un príncipe puede esperar de un pueblo que no lo ame es el ser abandonado por él; de los nobles, si los tiene por enemigos, no sólo debe temer que lo abandonen, sino su se rebelen contra él; pues, más astutos y clarividentes siempre están a tiempo para ponerse en salvo, a la vez los que no dejan nunca de congratularse con el que es esperan resultará vencedor. Es una necesidad para el príncipe vivir siempre con el mismo pueblo, pero no con los mismos nobles, supuesto que puede crear nuevos o deshacerse de los que tenía, y quitarles o concederle autoridad a capricho.

El que llegue a príncipe mediante el favor del pueblo debe esforzarse en conservar su afecto, cosa fácil, pues el pueblo sólo pide no ser oprimido. Pero el que se convierta en príncipe por el favor de los nobles y contra el pueblo procederá bien si se empeña ante todo en conquistarlo, lo que sólo le será fácil si lo toma bajo su protección. Y dado que los hombres se sienten más agradecidos cuando reciben bien de quien sólo esperaban mal,^285 se somete el pueblo más a su bienhechor que si lo hubiese conducido al principado por su voluntad. El príncipe puede ganarse a su pueblo de muchas maneras. El príncipe, rodeado de peligros, no tiene tiempo para asumir la autoridad absoluta, ya que los ciudadanos y los súbditos, acostumbrados a recibir nada más que de los magistrados, no están en semejantes trances dispuestos a obedecer las suyas. Un príncipe hábil debe hallar una manera por la cual sus ciudadanos siempre y en toda ocasión tengan necesidad del Estado y de él. Y así le serán siempre fieles. CAPÍTULO X: COMO DEBEN MEDIRSE LAS FUERZAS DE TODOS LOS PRINCIPADOS El príncipe que tenga bien fortificada su ciudad, que sea capaz de levantar un ejército respetable y presentar batalla a quienquiera que se atreva a atacarlos, difícilmente será asaltado; porque los hombres son enemigos de las empresas demasiado arriesgadas, y no puede reputarse por fácil el asalto a alguien que tiene su ciudad bien fortificada y no es odiado por el pueblo. Un príncipe, que gobierne una plaza fuerte, y a quien el pueblo no odie, no puede ser atacado; pero si lo fuese, el atacante se vería obligado a retirarse sin gloria, porque es imposible que alguien permanezca con sus ejércitos un año sitiando ociosamente una ciudad. Un príncipe poderoso y valiente superará siempre estas dificultades, ya dando esperanza a sus súbditos de que el mal no durará mucho. Aun cuando el enemigo devaste y saquee la comarca a su llegada, los súbditos se unen por él lo más estrechamente a su príncipe, como si el haber sido incendiadas sus casas y devastadas sus posesiones en defensa del

estará nunca seguro ni tranquilo, porque están desunidos, porque son ambiciosos, desleales, valientes entre los amigos, pero cobardes cuando se encuentran frente a los enemigos; porque no tienen diciplina, como tienen temor de Dios ni buena fe con los hombres; de modo que no se difiere la ruina sino mientras se difiere la ruptura; y ya durante la paz despojan a su príncipe tanto como los enemigos durante la guerra, pues no tienen otro amor ni otro motivo que los lleve a la batalla que la paga del príncipe, la cual, por otra parte, no es suficiente para que deseen morir por él. Quieren ser sus soldados mientras el príncipe no hace la guerra; pero en cuanto la guerra sobreviene, o huyen o piden la baja. En un principado o una república deben tener sus milicias propias; que, en un principado, el príncipe debe dirigir las milicias en persona y hacer el oficio de capitán; y en las repúblicas, un ciudadano; y si el ciudadano nombrado no es apto, se lo debe cambiar; y si es capaz para el puesto, sujetarlo por medio de leyes. La experiencia enseña, que sólo los príncipes y repúblicas armadas pueden hacer grandes progresos, y que las armas mercenarias sólo acarrean daños. Y es más difícil que un ciudadano someta a una república que está armada con armas propias que una armada con armas extranjeras. CAPÍTULO XIII: DE LOS SOLDADOS AUXILIARES, MIXTOS Y PROPIOS Todo el que no quiera vencer no tiene más que servirse de esas tropas, muchísimo más peligrosas que las mercenarias, porque están perfectamente unidas y obedecen ciega- mente a sus jefes, con lo cual la ruina es inmediata; mientras que las mercenarias, para someter al príncipe, una vez, que han triunfado, necesitan esperar tiempo y ocasión, pues no constituyen un cuerpo unido y, por añadidura, están a sueldo del príncipe. En ellas, un tercero a quien el príncipe haya hecho jefe no puede cobrar en seguida tanta autoridad como para perjudicarlo. En suma, en las tropas mercenarias hay que temer sobre todo las derrotas; en las auxiliares, los triunfos. Todo príncipe prudente ha desechado estas tropas y se ha refugiado en las propias, y ha preferido perder con las suyas a vencer con las otras, considerando que no es victoria verdadera la que se obtiene con armas

ajenas. Aquel que en un principado no descubre los males sino una vez nacidos, no es verdaderamente sabio; pero ésta es virtud que tienen pocos. Sin milicias propias no hay principado seguro; más aún: está por completo en manos del azar, al carecer de medios de defensa contra la adversidad. Que fue siempre opinión y creencia de los hombres prudentes. CAPÍTULO XIV: DE LOS DEBERES DE UN PRINCIPE PARA CON LA MILICIA Un príncipe no debe tener otro objeto ni pensamiento ni preocuparse de cosa alguna fuera del arte de la guerra y lo es lo único que compete a quien manda. Y su virtud es tanta, que no sólo conserva en su puesto a los que han nacido príncipes, sino que muchas veces eleva a esta dignidad a hombres de condición modesta; mientras que, por el contrario, ha hecho perder el Estado a príncipes que han pensado más en las diversiones que en las armas. Pues la razón principal de la pérdida de un Estado se halla siempre en el olvido de este arte, en tanto que la condición primera para adquirirlo es la de ser experto en él. Un príncipe que, aparte de otras desgracias, no entienda de cosas m i- litares, no puede ser estimado por sus soldados ni puede confiar en ellos. Un príncipe jamás debe dejar de ocuparse del arte militar, y durante los tiempos de paz debe ejercitarse más que en los de guerra; lo cual puede hacer de dos modos: con la acción y con el estudio. En lo que atañe a la acción, debe, además de ejercitar y tener bien organizadas sus tropas, dedicarse constante mente a la caza con el doble objeto de acostumbrar el cuerpo a las fatigas y de conocer la naturaleza de los terrenos, la altitud de las montañas, la entrada de los valles, la situación de las llanuras, el curso de los ríos y la extensión de los pantanos. Con el estudio pondrá muchísima seriedad, pues tal estudio presta dos utilidades: primero, se aprende a conocer la región donde se vive y a defenderla mejor; después, en virtud del conocimiento práctico de una

Esta bien ser tenido por pródigo. Sin embargo, la prodigalidad, practicada de manera que se sepa que uno es pródigo, perjudica; y por otra, parte, si se la practica virtuosamente y tal como se la debe practicar, la prodigalidad no será conocida y se creerá que existe el vicio contrario. El que quiere conseguir fama de pródigo no puede pasar por alto ninguna clase de lujos, sucederá siempre que un príncipe así acostumbrado a proceder consumirá en tales obras todas sus riquezas y se verá obligado, a la postre, si desea conservar su reputación, a imponer excesivos tributos, a ser riguroso en el cobro y a hacer todas las cosas que hay que hacer para procurar- se dinero. Lo cual empezará a tornarlo odioso a los ojos de sus súbditos, y nadie lo estimará, ya que se habrá vuelto pobre. Y como con su prodigalidad ha perjudicado a muchos y beneficiado a pocos, se resentirá al primer inconveniente^421 y peligrará al menor riesgo. Y si entonces advierte su falla y quiere cambiar de conducta, será tachado de tacaño. Un príncipe no debe preocuparse si es tildado de tacaño; porque, con el tiempo, al ver que con su avaricia le bastan las entradas para defenderse de quien le hace la guerra, y puede acometer nuevas empresas sin gravar al pueblo, será tenido siempre por más pródigo, pies practica la generosidad con todos aquellos a quienes no quita, que son innumerables, y la avaricia con todos aquellos a quienes no da, que son pocos. Un príncipe debe reparar poco con tal de que ello le permita defenderse, no robar a los súbditos, no volverse pobre y despreciable, no mostrarse expoliador en incurrir en el vicio de tacaño; porque éste es uno de los vicios que hacen posible reinar. Por lo tanto, es más prudente contentarse con la tilde de tacaño, que implica una vergüenza sin odio, que, por ganar fama de pródigo, incurrir en el de expoliador, que implica una vergüenza con odio. CAPÍTULO XVII: DE LA CRUELDAD Y LA CLEMENCIA; Y SI ES MEJOR SER AMADO QUE TEMIDO, O SER TEMIDO QUE AMADO Todos los príncipes deben desear ser tenidos por clementes y no por crueles.

Y, sin embargo, deben cuidarse de emplear mal esta clemencia. Un príncipe no debe preocuparse porque lo acusen de cruel, siempre y cuando su crueldad tenga por objeto el mantener unidos y fieles a los súbditos; porque con pocos castigos ejemplares será más clemente que aquellos que, por excesiva clemencia, dejan multiplicar los desórdenes, causa de matanzas y saqueos que perjudican a toda una población, mientras que las medidas extremas adoptadas por el príncipe sólo van en contra de uno. Un príncipe nuevo el que no debe evitar los actos de crueldad, pues toda nueva dominación trae consigo infinidad de peligros. Un príncipe, debe ser cauto en el creer y el obrar, no tener mi e- do de sí mismo^446 y proceder con moderación, prudencia y humanidad, de modo que una excesiva confianza, no lo vuelva imprudente, y una desconfianza exagerada, intolerable. Vale más ser temido que amado, porque los súbditos. mientras les haces bien, son completamente tuyos: te ofrecen su sangre, sus bienes, su vida y sus hijos, pero cuando la necesidad se presenta se rebelan. Y el príncipe que ha descansado por entero en su palabra va a la ruina al no haber tomado otras providencias; porque las amistades que se adquieren con el dinero y no con la altura y nobleza de almas son amistades merecidas, pero de las cuales no se dispone, y llegada la oportunidad no se las puede utilizar. Y los hombres tienen menos cuidado en ofender a uno que se haga amar que a uno que se haga temer; porque el amor es un vínculo de gratitud que los hombres, perversos por naturaleza, rompen cada vez que pueden beneficiarse; pero el temor es miedo al castigo que no se pierde nunca. El príncipe debe hacerse temer de modo que, si no se granjea el amor, evite el odio, pues no es imposible ser a la vez temido y no odiado; y para ello bastará que se abstenga de apoderarse de los bienes y de las mujeres de sus ciudadanos y súbditos y que no proceda contra la vida de alguien sino cuando hay justificación conveniente y motivo manifiesto. El amor depende de la voluntad de los hombres y el temer de la voluntad del príncipe, un príncipe prudente debe apoyarse en lo su- yo y no en lo ajeno, pero, como he dicho, tratando siempre de evitar el odio.

los asuntos privados de sus súbditos, procurar que sus fallos sean irrevocables y empeñarse en adquirir tal autoridad. Para ser respetado, el príncipe, tiene necesariamente que ser bueno y querido por los suyos. Un príncipe debe temer dos cosas: que se le subleven los súbditos y que lo ataquen potencias extranjeras. En el interior estarán aseguradas las cosas cuando lo estén en el exterior. Ha de cuidar que sus súbditos no conspiren secretamente. El no ser odiado por el pueblo es uno de los remedios más eficaces de que dispone un príncipe, ya que el conspirador siempre cree que el pueblo quedará contento con la muerte del príncipe. Los Estados bien organizados y los sabios siempre han procurado no exasperar a los nobles y, a la vez, tener satisfecho y contento al pueblo. El odio se gana tanto con las buenas acciones como con las perversas, por cuyo motivo, un príncipe que quiere conservar el poder es a menudo forzado a no ser bueno, porque cuando aquel grupo, ya sea pueblo, soldados o nobles, del que tú juzgas tener necesidad para mantenerte, está corrompido, te conviene seguir su capricho para satisfacerlo, pues entonces las buenas acciones serían tus enemigas. CAPÍTULO XX: SI LAS FORTALEZAS, Y MUCHAS OTRAS COSAS QUE LOS PRINCIPES HACEN CON FRECUENCIA SON UTILES O NO. Cuando un príncipe adquiere un Estado nuevo que añade al que ya poseía, entonces sí que conviene que desarme a sus nuevos súbditos, excepción hecha de aquellos que se declararon partidarios suyos durante la conquista; y aun a éstos, con el transcurso del tiempo y aprovechando las ocasiones que se le brinden, es preciso debilitarlos y reducirlos a la inactividad y arreglarse de modo que el ejército del Estado se componga de los soldados que rodeaban al príncipe en el Estado antiguo. Hubo príncipes que, para conservar sin inquietudes el Estado, desarmaron a sus súbditos, que dividieron sus territorios conquistados, que favorecieron a sus mismos enemigos, que se esforzaron por atraerse a aquellos que les

inspiraban recelo al comienzo de su gobierno, que construyeron fortalezas y que las arrasaron. Nunca sucedió que un príncipe nuevo desarmase a sus súbditos, más bien los armó cada vez que los encontró desarmados. De este modo las armas del pueblo se convirtieron en las del príncipe. Los súbditos a quienes la príncipe ama, son deudores del príncipe y se consideran más obligados a él. Cuando un príncipe adquiere un Estado nuevo que se añade al que ya poseía conviene que desarme a sus nuevos súbditos, excepción hecha de aquellos que se declararon partidarios suyos durante la conquista. En las ciudades conquistadas, aunque no se dejaba llegar al derramamiento de sangre, alimentaban discordias entre ellos, a fin d que, ocupados en sus diferencias no se uniesen contra el enemigo común. Los príncipes, sobre todo los nuevos, han hallado más consecuencia y más utilidad en aquellos que al principio de su gobierno les eran sospechosos que en aquellos en quienes confiaban. Un príncipe nuevo al que le es más necesario adquirir fama, la fortuna le suscita enemigos y guerras en su contra para poder darle la oportunidad de que las supere y pueda elevarse a mayor altura. Los hombres que al principio del reinado han sido enemigos, si su carácter es tal que para continuar la lucha necesitan apoyo ajeno, el príncipe podrá fácilmente conquistarlos a su causa, y lo servirán con más facilidad. Los príncipes para poder conservarse acostumbraron a construir fortalezas que fuesen rienda y freno para quienes se atraviesen a obrar en su contra. Las fortalezas son útiles si en unas ocasiones favorecen y en otras perjudican. No hay mejor fortaleza que él no sr odiado por el pueblo. Al príncipe que adquiera un Estado nuevo mediante la ayuda de los ciudadanos que examine bien el motivo que impulsó a éstos a favorecerlo, porque si no se trata de afecto natural, sino de descontento anterior del Estado, difícil y fatigosamente podrá conservar su amistad, pues tampoco él podrá contentarlos.

CAPÍTULO XXII: DE LOS SECRETARIOS DEL PRINCIPE

El juicio de un príncipe se funda en los hombres que lo rodean si son capaces y fieles, podrá reputárselo por sabio, pues supo hallarlos capaces y mantenerlos fieles; pero cuando no lo son, no podrá considerarse prudente a un príncipe que el primer error que comete lo comete en esta elección. Con tal que un príncipe tenga el suficiente discernimiento para darse cuenta de lo bueno o malo que hace y dice, reconocerá, aunque de por sí no las descubra, cuáles son las obras buenas y cuáles las malas de un ministro, y podrá corregir éstas y elogiar las otras; y el ministro, que no podrá confiar en engañarlo, se conservará honesto y fiel. La elección de los ministros, será buena o mala según la cordura del príncipe. La primera opinión que se tiene del juicio de un príncipe se funda en los hombres que lo rodea Si son capaces y fieles, cuando no lo son, no podrá considerarse a un príncipe que el primer error lo cometa en esta elección. Para que el príncipe mantenga constante la fidelidad de un ministro, debe pensar en él, así pueden confiar unos en otros. CAPÍTULO XXIII: COMO HUIR DE LOS ADULADORES Los aduladores abundan en todas las cortes. Los hombres se complacen tanto en sus propias acciones de tal modo que se engañan y cuando quieren defenderse, se exponen al peligro de hacerse despreciables. No hay otra manera de evitar la adulación que el hacer comprender a los hombres que no ofenden al decir la verdad; y resulta que, cuando todos pueden decir la verdad, faltan al respeto. Un príncipe prudente debe preferir: rodearse de los hombres de buen juicio de su Estado, únicos a los que dará libertad para decirle la verdad, aunque en las cosas sobre las cuales sean interrogados y sólo en ellas. Pero debe interrogarlos sobre todos los tópicos, escuchar sus opiniones con paciencia y después resolver por sí y a su albedrío. Y con estos consejeros comportarse de tal manera que nadie ignore que será tanto más estimado cuanto más libremente hable. Fuera de ellos, no escuchar a ningún otro poner en seguida en práctica lo resuelto y ser obstinado en su cumplimiento. Quien no procede

así se pierde por culpa de los aduladores o, si cambia a menudo de parecer, es tenido en menos. Un príncipe debe pedir un consejo siempre que él lo considere conveniente y no cuando lo consideren los demás. Y si pide consejo a más de uno, los consejos serán siempre distintos y a un príncipe que no sea sabio no le será posible conciliarlos. CAPÍTULO XXIV: POR QUE LOS PRINCIPES DE ITALIA PERDIERON SUS ESTADOS Se observa mucho, más celosamente a conducta de un príncipe nuevo que la de uno heredero, si los hombres la encuentran virtuosa, se sienten más agradecidos y se apegan más a él que a uno de linaje antiguo. El príncipe tendrá la gloria de haber creado un principado nuevo y haberlo mejorado y fortificado con buenas leyes, buenas armas, buenos amigos y buenos ejemplos. Si se examina el comportamiento de los príncipes de Italia, se encontrará en primer lugar, en lo que refiere a las armas una falta común a todos. Unos tuvieron un pueblo por enemigo, y el que lo tuvo por amigo no supo asegurarse de los nobles. Estos príncipes en épocas de paz nunca pensaron que podrían cambiar las cosas, cuando se presentaron tiempos adversos, atinarían a huir y no a defenderse. CAPÍTULO XXV: DEL PODER DE LA FORTUNA EN LAS COSAS HUMANAS Y DE LOS MEDIOS PARA OPONERSE. La fortuna es la juez de la mitad de nuestras acciones, pero nos deja gobernar la otra mitad. Y aunque esto sea inevitable, no basta para que los hombres, tomen sus precauciones con diques y reparos. Con la fortuna se manifiesta todo suponer allí donde no hay virtud preparada para resistirle y dirigirse sus arrebatos. Un príncipe q hoy vive en la prosperidad y mañana en la desgracia se debe a que confía ciegamente en la fortuna. Es feliz el que se concilie con su manera de obrar con liándole de las circunstancias.