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Tipo: Resúmenes
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El desarrollo de la sexualidad y el complejo de Edipo 105 Civilización, colectividad y arte 121 Luces, sombras, herencia 129 Lecturas recomendadas 135 Bibliografía 137 Comité científico 141
INTRODUCCIÓN
Han pasado más de cien años desde que Freud comenzase a publicar sus obras, unos libros que han cambiado la historia del pensamiento sobre el funcionamiento del ser humano. Freud representa en la psicología un papel análogo al de Eins - tein en la física. Leerlo hoy quizá parezca anacrónico, aun cuando todos los que han venido después han pensado y escrito siguiendo o enfrentándose a sus análisis e incluso los psicólogos teóricos contem - poráneos, a pesar de que no se refieran directamente a sus trabajos, pueden considerarse sus herederos. Conviene tenerlo en cuenta. Irma, Dora, Elisabeth von R. o Hans se han convertido en pacien- tes célebres en todo el mundo y han espoleado el pensamiento y la imaginación de un gran número de futuros profesionales, y también de profanos. Como puede imaginarse, los intentos por dar un significado a los sueños son muy anteriores a Freud, pero solo tras su gran esfuerzo se ha pretendido hacerlo de una manera científica y, aunque su ensayo al respecto ya pertenece a la historia, quien acometa tal tarea en la actualidad necesariamente se habrá visto influido por la obra. No menos revolucionaria es su lectura sobre el sufrimiento psicoló- gico: todos padecemos, en mayor o menor medida, ciertas psicopato-
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logías relacionadas con la vida cotidiana. Asimismo, el inconsciente es una parte intrínseca de nosotros y la interacción entre Ello, Yo y Superyó da lugar a comportamientos que se manifiestan a diario. Quizá su incidencia varíe –ahí radica la diferencia entre normalidad y enfermedad–, pero no hay nadie cuya psique carezca de pulsiones y mecanismos de defensa universales. La angustia, el miedo, los deseos difíciles de expresar: nada nos es ajeno, ni siquiera lo más oscuro, y Freud tuvo la valentía de observar- los y comprender que, precisamente, vivimos gracias a su existencia. Todos experimentamos pulsiones sexuales, pulsiones de vida (Eros) y pulsiones de muerte (Tánatos): si aprendemos a sobreponernos al miedo y utilizarlo en nuestro favor, la vida nos deparará grandes sorpresas. Sigmund Freud es el hito, el punto de partida de un viaje que re - correremos para descubrir la riqueza que puede depararnos el saber psicológico. Tan solo necesitamos curiosidad. Curiosidad para comprender y para comprendernos. Buen viaje. Anna Giardini
LA VIDA
Sigismund Schlomo Freud nació el 6 de mayo de 1856 en la loca - lidad de Freiberg in Mähren (hoy Príbor, en la República Checa), situada en el corazón de Moravia, una región del Imperio austriaco a la que su familia –dedicada al comercio– se había trasladado. El padre, Jakob, de carácter débil y acomodaticio, se había casado en dos ocasiones anteriores y, al contraer matrimonio por tercera vez, contaba ya con dos hijos, Emanuel y Philipp. La situación resultó algo peculiar, ya que su nueva esposa, Amalia Nathanson, era más joven que el primogénito. De acuerdo con la costumbre judía, el nacimiento de Sigismund y su posterior circuncisión quedó anotado en el libro de registro fami- liar. Sin embargo, su niñez no estuvo marcada por una rígida obser- vancia de la ley mosaica. Su familia, muy numerosa, no se mostra - ba demasiado apegada a las tradiciones y el joven Sigismund creció bastante al margen de las creencias de sus antepasados. Para Freud, quien no dudó en declararse ateo y contrario a cualquier religión, el judaísmo fue ante todo un acervo cultural al que se sentía ligado y no un culto con sus ritos y obligaciones.
José Ortega y Gasset publica en el periódico La lectura un largo artículo, dividido en tres partes, titulado «Psicoanálisis, una ciencia problemática». Se trata de la primera noticia que se tiene de las investigaciones de Freud y Breuer en España.
1911
1913 Tótem y tabú. Estalla la I Guerra mundial. 1914 Batallas del Somme y de Verdún. 1916 Lenin da el golpe de Estado que pone fin a la monarquía zarista. 1917 Fin de la guerra y disolución del Imperio austrohúngaro. 1918 1920 Más allá del principio de placer. Mussolini toma el poder en Roma. 1922
1923
El yo y el ello. Primera manifestación del cáncer de mandíbula. 1927 El porvenir de una ilusión. Se hunde la Bolsa de Wall Street. Se inicia la crisis económica.
1929
1930 El malestar en la cultura. Hitler alcanza el poder en Alemania. 1933 Alemania se anexiona Austria ( Anschluss ). 1938 Freud huye a Londres. El 1 de septiembre, estalla la II Guerra mundial. 1939
Freud fallece el 23 de septiembre.
12 SIGMUND FREUD
Diversos reveses económicos obliga- ron a la familia a trasladarse a Leipzig, primero, y a Viena, después. Transcurrie- ron varios años antes de que Sigismund y sus hermanos –Julius, Anna, Regina, Marie, Esther, Pauline y Alexander– dis- frutasen de una cierta estabilidad. No fue una infancia fácil. En una obra de 1899, Sobre los recuerdos encubridores, la describe como un periodo duro e insignificante, marcado por las estrecheces económicas. En el Freud adolescente se mezclan el poco apego a Viena, un fuerte deseo de promoción social, el hastío por las con- tinuas ofensas que sufre a causa de sus orígenes judíos y una gran confianza en sus capacidades intelectuales, alentada por sus padres, convencidos del talento de su hijo. En casa, el joven llega a imponerse a sus cinco hermanas y a su hermano menor hasta el punto de dirigir sus estudios y lograr que se cancelasen unas clases de piano que perturbaban su lectura sin que nadie le llamase la atención. La situación en la escuela era muy distinta, ya que debió vérselas con unos profesores a los que consideraba mediocres. No cabe duda de que fue un estudiante modélico, entusiasta de la cultura antigua y muy dotado para las lenguas: además del francés, el inglés y el italiano, dominó el griego y el latín, y aprendió el español de manera autodidacta. Aquellos fueron años de grandes lecturas y de apasionados idilios, aunque su timidez siempre le impidió declararse.
Tras haber considerado la posibilidad de cursar derecho movido por su interés por los problemas sociales, Freud optó por medicina. Tal como cuenta en sus memorias, se sintió atraído por la disciplina al re- flexionar sobre algunos fragmentos de Goethe. De manera en absolu-
Sigmund Freud con su padre
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to premeditada, decidió dedicarse al estudio de la naturaleza como si de una misión vital se tratase. Por aquel entonces, dejó de firmar con su nombre completo en favor de la forma abreviada, Sigmund. La investigación y la lectura ocupaban todo su tiempo. Se adentró con pasión en la obra del filósofo Ludwig Feuerbach, uno de sus favoritos. Sus meditaciones sobre la realidad; su lucha contra los prejuicios, las creencias y la superstición; y su actitud crítica hacia la religión fasci- naron al joven estudiante. Con todo, sus querencias eran mucho más amplias. Solía leer a autores como Aristóteles, el pedagogo alemán Jean Paul o el filósofo y economista inglés John Stuart Mill, de quien llegó a traducir algunos ensayos. También comenzó a asistir a las cla- ses del filósofo Franz Brentano, defensor de Darwin y gran conocedor de la psicología y del pensamiento aristotélico. Al parecer, el estudio del sistema nervioso le atrajo poderosamente, aunque se interesó más por la observación de ciertos fenómenos que por la experimentación en sentido estricto. Siguió con pasión los cursos del fisiólogo Ernst Brücke, en el que vio una suerte de figura paterna, y se codeó con sus alumnos y colaboradores, en especial con Josef Breuer, muy interesado por la fisiopatología, y que, en poco tiempo, se convir- tió en otro de sus referentes, hasta el punto de garantizarle apoyo pro- fesional e incluso económico después de que Jakob, el padre de Freud, sufriese un grave revés tras la quiebra de la Bolsa en 1873.
Su licenciatura, obtenida en 1881, no cambió mucho su vida ni tam - poco mejoró sus ingresos. Poco después de que Brücke lo convenciese para que se dedicase de manera exclusiva a la medicina, comenzó a trabajar como ayudante en el Hospital General de Viena, donde pasó por varios departamentos hasta conocer al neurólogo Hermann Nothnagel y, sobre todo, al neuropsiquiatra Theodor Meynert, quien supo reconocer su valía frente a otros aspirantes menos dotados y le permitió proseguir su carrera profesional. En 1884, un tanto desa - zonado por su experiencia laboral, inició una investigación sobre los
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profesor; y, por último, Anna, como la hija de este, la única que, en el futuro, se interesaría por el psicoanálisis. En la universidad, Freud conoció al médico Wilhelm Fliess, recién llegado de Berlín. Poco después entablaron una amistad que duró casi veinte años y que dejó un centenar de cartas. Freud encontró en Fliess un interlocutor comprensivo al que plantearle dudas, reflexiones e ilusiones. Cuanto más aislado se sentía en el campo médico, más se confiaba a su amigo. La colaboración con el doctor Breuer parecía dar resultados excelentes, sobre todo por lo que respectaba al uso te- rapéutico de la hipnosis. De hecho, habían probado algunas variantes de los procedimientos que se habían utilizado hasta entonces y, a co - mienzos de 1893, presentaron sus conclusiones a la Sociedad Médica Vienesa. Los éxitos obtenidos los animaron a proseguir sus investiga- ciones y ambos escribieron los Estudios sobre la histeria (1895), en los que se recogían los casos clínicos más interesantes, como el de Anna O. Sin embargo, ni la opinión pública ni el mundo académico vienés los consideraron dignos de atención, hasta el punto de que el número de reseñas superó al de ejemplares vendidos (326 en trece años). Pronto aparecieron las primeras divergencias científicas entre Freud y Breuer acerca del significado de la histeria. El futuro padre del psicoanálisis la consideraba el rechazo de algunos elementos de la realidad cotidiana y otorgaba gran importancia a la esfera sexual a la hora de determinar la naturaleza de la neurosis. Tal punto de vista suscitó no pocas dudas y perplejidades a Breuer, quien no soportaba demasiado bien las presiones ni los fracasos. Freud, por el contrario, mostró una resistencia y combatividad mayores, y se enfrascó con denuedo en los trabajos de investigación. Cuando expuso sus propias teorías sobre el origen de la histeria y estas fueron descartadas por considerarse una fábula científica carente de todo fundamento, Freud confesó a Fliess su malestar. El joven médico pasaba las noches en blanco, desarrollando teorías y nuevas formulaciones, en el aparta - mento de Berggasse 19, al que se había mudado la familia en 1891 y donde permaneció hasta 1938. Freud se sentía atrapado, aislado. Al carecer de discípulos y ayu- dantes, optó por centrarse en el estudio de los sueños y, en especial,
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el autoanálisis. Así inició una investigación sobre el paciente que más le preocupaba: él mismo. Tras abandonar las teorías iniciales sobre la seducción –según la cual, las neurosis se deberían a los recuerdos repri- midos, en un primer momento, o a las fantasías, en una fase más desa - rrollada, de presuntos abusos sexuales experimentados en la infancia–, se interesó por los procesos de la asociación libre y comparó su labor con la que realizan los arqueólogos, dedicados a excavar para completar y reconstruir aquello que los fragmentos parecen sugerir. La metáfora no era casual: durante toda su vida, la arqueología y el arte antiguo fueron, junto con la lectura y los cigarros, sus grandes pasiones.
La pérdida del padre, acaecida en 1896, sumió a Freud en un pro - fundo estado de desorientación que pareció interrumpir su proceso creativo. Sin embargo, tras el duelo, profundizó en su propio análisis y co- menzó a cartografiar los sueños, con- vencido de encontrarse ante su descu- brimiento más importante. Tal como explicó a Fleiss, some- tió el borrador de la obra que había comenzado a escribir, La interpretación de los sueños, a un control implacable. Aunque el contenido parecía irrepro- chable y las ideas, muy evocadoras, no se trataba de un libro de fácil lectura, a pesar de estar escrito con un estilo sencillo e inmediato. Como rezaba la cita de Virgilio que tomó de la Enei- da ( Flectere si nequeo superos, acheronta movebo, «Si no puedo persuadir [a los dioses] del cielo, moveré [a los] del in- fierno»), asumió el desafío.
Frontispicio de La interpretación de los sueños (1900)
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Estaba tan seguro de la importancia y la validez de sus conclusio- nes que pensó que ya no volvería a leer nada que se publicase acerca de los sueños. El libro apareció a finales 1899, si bien Freud pidió al editor que, en el frontispicio, figurase el año 1900. Deseaba inaugurar una nueva centuria para la investigación científica. Sin embargo, como era de esperar, los círculos médicos y aca - démicos no se mostraron muy interesados por la obra, que cosechó numerosas críticas negativas. Amparándose en citas de Goethe, Sha- kespeare, Sófocles y Mozart, Freud argüía que los sueños son una suerte de rom - pecabezas cuyo con- tenido inconsciente y latente dialoga con el contenido explícito de la historia en un ejer - cicio de traducción que debía realizarse de acuerdo con unas normas que había es- tablecido. Ya con el ma - nuscrito terminado, Freud comenzó a es- tudiar las nuevas con- diciones de la vida psíquica. Comentó a Fliess que el texto contenía al menos 2.467 errores. El número no era casual. Cuando escribió la obra, contaba 43 años y estaba seguro de que no podría publicar más de 24 trabajos. Así, 43 más 24 dan 67 y ambos, juntos, 2.467. Las cifras que aparecen en la carta, en apariencia accidentales, serían un efecto inesperado del inconsciente. Todo ese material se condensó en una nueva obra, aparecida en 1901: Psicopatología de la vida cotidiana (sobre el olvido, los deslices en el habla, el trastrocar las cosas confundido, la superstición y el error), dedicada a todos
De izquierda a derecha: (abajo) Sigmund Freud, Sándor Ferenczi y Hanns Sachs; (arriba) Otto Rank, Karl Abraham, Max Eitingon y Ernest Jones
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los fantasmas que llenan el aire, como se desprende de los versos del Fausto de Goethe que abren el volumen. Freud se disponía a completar una trilogía que compendiase la esencia de toda la teoría psicoanalítica y que desarrollaría y refinaría en trabajos posteriores. En 1905 apareció El chiste y su relación con el inconsciente. En una carta dirigida a Fleiss, confesaba que había reu- nido innumerables chistes tomados de la tradición judía, así como fragmentos de autores tan importantes como Rabelais, Cervantes, Molière, Twain, Kant o Bergson. Para Freud, el chiste se revelaba como una herramienta para determinar lo que yace oculto de mane- ra subconsciente y que se libera mediante la risa. El psicoanálisis se había convertido en la ciencia del alma; una disciplina rigurosa con la que explorar el inconsciente y su lógica. El siglo xx inició su andadura con algunos acontecimientos sig- nificativos en su vida personal y profesional. Desde su niñez, Freud se había sentido fascinado por la ciudad de Roma y el aura que la envuelve. Había estado varias veces en Italia, pero siempre había alguna razón que lo obligaba a aplazar la visita a la capital. Y pudo hacerlo en septiembre de 1901. La ciudad lo embrujó y lo sedujo. Se- gún escribió, había recogido tantas impresiones que podría utilizarlas durante años y estaba decidido a volver en más ocasiones. El hecho de que hubiese cumplido al fin un deseo largamente anhelado le permitió romper su «espléndido aislamiento», como si hubiese llegado el momento del cambio. En 1902, gracias a las ges - tiones de la baronesa Von Ferstel, obtuvo una plaza de profesor aso - ciado en la Universidad de Viena, después de que su petición hubiese sido rechazada en repetidas ocasiones. Aquel mismo año, un grupo de jóvenes médicos le pidió que pudieran reunirse periódicamente para discutir casos médicos y mantener sus conocimientos al día. Así nacieron las llamadas veladas psicológicas de los miércoles, a las que asistieron seguidores y estudiantes entre los que figuraban Alfred Ad- ler, Wilhelm Stekel o Carl Gustav Jung, quienes en 1908 crearon la Sociedad Psicoanalítica Vienesa_._ Por aquel entonces comenzó a enfriarse su relación con Fliess, que acabaría en 1904 tras diversos malentendidos y reproches mutuos.
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comité secreto que se encargase de defender las teorías psicoanalíticas y favoreciese la profundización de las conclusiones de Freud así como el desarrollo de nuevas investigaciones que siguiesen su misma línea. Sea como fuere, la producción freudiana proseguía. En 1913 apa- reció otra de sus obras fundamentales, Tótem y tabú, en la que, a través de la religión y la antropología, se asiste a la sistematización definitiva de un elemento fundamental de su teoría: el mito del padre. Poco después, y de una manera muy poco inesperada, estalló la I Guerra mundial tras el asesinato del heredero del trono de Austria, el archiduque Francisco Fernando de Habsburgo. Con el paso del tiempo, Freud admitió que, al igual que sus amigos, sintió un impulso patriótico inesperado, aunque sin llegar a la exaltación belicista de otros intelectuales austriacos. Con todo, su entusiasmo se atenuó con rapidez cuando el conflicto llamó a las puertas de su domicilio: los pacientes disminuyeron, sus amigos y colegas se fueron al frente y las veladas de los miércoles se espaciaron. Sus tres hijos parecían a salvo, ya que no se los había llamado a filas, pero no contó con la posibilidad de que se alistasen voluntarios. Cuando se firmó el armisticio, su hijo mayor, Martin, estaba preso en Italia. Freud anotaba, casi a diario, sus impresiones sobre la disolución del Imperio austrohúngaro, convencido de que, de la dinastía que había gobernado desde que había nacido, «solo quedaría estiércol». Los meses siguientes transcurrieron entre el en- frentamiento social y la precariedad económica. Los Freud sobrevi- vieron gracias a la ayuda de amigos y familiares en el exterior que les enviaban alimentos, ropa y otras vituallas, incluidos los cigarros, indispensables para afrontar las fatigosas horas de trabajo.
La situación comenzó a estabilizarse. Freud retomó sus investigacio- nes y llegaron nuevos pacientes, en gran número además e incluso de otras nacionalidades, sobre todo británicos y estadounidenses –hecho que lo obligó a tomar clases de inglés–. En 1919 publicó un breve
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trabajo, titulado Lo ominoso, en el que recuperaba y desarrollaba ma- teriales anteriores. Un año después, apareció otra de sus obras fun- damentales, Más allá del principio de placer. En 1921 publicó Psicología de las masas y análisis del yo, en la que emergía la tragedia bélica apenas conclusa, y en 1923, El yo y el ello, en la que definía la tríada formada por el Yo, el Superyó y el Ello, y establecía sus relaciones. Por lo que respecta al ámbito internacional, el prestigio de Freud era cada vez mayor, aunque siempre se mostró un tanto reticente. En 1920 participó en el Congreso Internacional de Psicoanálisis que se celebró en La Haya, el primero tras el conflicto y al que asistieron cerca de 150 miembros. Al mismo tiempo, aparecieron nuevas orga- nizaciones profesionales, muchas en el extranjero, aumentó el número de inscripciones a la Asociación y se fundaron clínicas dedicadas de manera casi exclusiva a las terapias psicoanalíticas. Sin embargo, la enfermedad y la muerte comienzan a acechar a Freud, que ya contaba 67 años. A principios de 1923, una molestia en la boca lo llevó a la consulta de Felix Deutsch, quien le aconsejó que dejase de fumar. Por desgracia, la extirpación del nódulo no era sencilla y menos si se tiene en cuenta que el doctor no era muy buen cirujano y se arriesgaba a que, en el caso de que algo saliese mal, el paciente muriese desangrado. De una manera un tanto extraña, nadie había informado a Freud de la gravedad real de la situación a pesar de que este era plenamente consciente del problema. Al parecer, Deutsch temía que, si le contaba a Freud lo que realmente pasaba, podría suicidarse para evitar el dolor. Sea como fuere, a lo largo de los años siguientes, Freud se sometió a casi una treintena de inter - venciones menores para controlar la enfermedad. Se le implantó una prótesis que le impedía hablar y oír con naturalidad, aunque no por ello interrumpió su labor investigadora. En 1930 la ciudad de Frankfurt le concedió el prestigioso premio Goethe, un honor –muy bien dotado económicamente– que aceptó con gusto y que reparaba en cierto modo la desazón que le produjo saber que, una vez más, se había rechazado su candidatura para el Nobel. El verano de 1933 no deparó demasiadas esperanzas. Tras el as- censo de Hitler al poder, los nacionalsocialistas declararon que el
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psicoanálisis era una ciencia judía que exaltaba los instintos animales del ser humano. Freud comentó con sarcasmo que, al menos, algo se había avanzado desde la Edad Media, ya que se habían limitado a quemar sus libros y no a él. Sin embargo, la persecución era cada vez más implacable: no cesaban de subrayarse sus orígenes judaicos, aun cuando Freud siempre se había mantenido ajeno a cualquier inclina- ción religiosa. Los acontecimientos lo obligaron a exiliarse. El 11 de marzo de 1938, cuando las tropas alemanas entraron en territorio austriaco para consumar la anexión del país al Ter - cer Reich, Freud se limitó a escribir dos palabras en su diario: «Finis Aus- triae». Casi en el mismo momento en que sus conciudadanos se negaron a ser independientes, afloró de nuevo la plaga del antisemitismo, esta vez de un modo fanático y violento. La población judía padeció agresiones, saqueos, humillaciones y, por impo - sición de las autoridades germanas, desapareció prácticamente de la vida pública. Solo el prestigio internacio- nal garantizaba a Freud, en principio, ser víctima de las persecuciones. Con todo, a sus 82 años, se resistía a la idea de traicionar y aban - donar la ciudad donde siempre había vivido, a pesar de la insistencia de sus amigos y colaboradores. Su fiel amigo Ernest Jones contaba una anécdota nacida a raíz de su empeño por vencer sus últimas reticencias: durante el naufragio del Titanic, las calderas estallaron y el capitán cayó al mar. Al ser rescatado, argumentaba una y otra vez que había cumplido con sus obligaciones como oficial, ya que no había abandonado la nave, sino todo lo contrario. Freud se dio por vencido, pero las autoridades alemanas no, sobre todo en ciertos aspectos relacionados con la economía. La Gestapo
Sigmund Freud (1922)
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pretendía que se saldasen unas presuntas deudas y los Freud se vieron constreñidos a pagar una tasa especial impuesta a aquellos judíos que se propusiesen cruzar las fronteras. La suma era astronómica y solo pudieron solventar el problema gracias a la intervención de la prin - cesa María Bonaparte. Sin embargo, Freud debía afrontar aún otra humillación más: fir- mó un documento por el cual declaraba no haber sufrido ningún trato vejatorio. No se amedrentó y, con un toque de ironía, añadió que se comprometía además a recomendar los servicios de la Gestapo a quien le preguntase. El 6 de junio de 1938, Freud desembarcó en Londres en com - pañía de su familia. Una multitud formada por curiosos, políticos, científicos, profesores universitarios y artistas de lo más variopinto se agolpaba a la puerta de su casa para darle la bienvenida y entregarle toda clase de misivas. A comienzos de 1939, sus condiciones de salud empeoraron, el cáncer se había extendido y no podía operarse. Aun así, continuaba recibiendo a pacientes y atendiendo personalmente la correspondencia. Le quedaba el consuelo de la lectura. El último libro que leyó completo fue La piel de zapa, de Honoré de Balzac. Max Schur, su médico desde 1939, viajó a Londres a finales de septiembre, poco después de que Europa se hubiese sumergido en un nuevo conflicto. Freud, ya al límite de sus fuerzas, le recordó un viejo trato y Schur cumplió con lo prometido. El 21 de aquel mes, le inyectó una dosis de morfina más alta de lo normal e hizo otro tanto al día siguiente hasta inducirle el coma. Falleció a las tres de la madrugada del 23 de septiembre de 1939.
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del siglo xix, dibujó una viñeta que representaba con gran eficacia el choque entre Prusia y Austria: el elefante austriaco, viejo y cansado, aunque todavía imponente, miraba con suspicacia al joven león pru- siano hambriento que merodea a su alrededor, presto a abalanzarse. Y en 1866, transcurridos unos pocos meses de la Guerra Austro-Pru- siana, el león abatió al elefante. Había comenzado el declive definitivo del Imperio, convertido ya en una potencia secundaria tras las cesio - nes territoriales y el debilitamiento de su esfera de influencia. Durante aquellos años de derrotas militares, Isabel de Baviera (1837-1898), más conocida como Sissi, con quien se había casado en 1854, se convirtió en un oasis de paz y felicidad para el joven empera- dor. Su carácter, reflexivo y timorato, no pudo resistirse a la vitalidad y la energía de su prima. La joven, con todo, hubo de hacer frente a un protocolo férreo, una suegra obsesiva y unas obligaciones que aca- baron por asfixiarla. En 1857, en el trans - curso de un viaje que realizó junto con su marido y su hija por las provincias italianas y húngaras del Impe- rio, se encontró con un frío recibimiento. La visita acabó de la peor manera imagi- nable, con la muerte de la pequeña Sofía en Budapest. El terri- ble trauma sumió a la emperatriz en una profunda depresión que solo alivió el nacimiento, un año después, de Rodolfo, el esperado heredero. La derrota infligida por Prusia brindó la ocasión de afrontar cier- tas reformas políticas y constitucionales ya urgentes. Había que dar con el modo de que Austria disfrutase de una mayor estabilidad y,
El Staatsoper, el célebre Teatro de la Ópera de Viena (1898)
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además, satisfacer las exigencias de las diversas y distintas nacionali- dades que amenazaban con desintegrar la unidad del Imperio. Tras la inmediata posguerra, Hungría, una provincia que siempre se había mostrado altiva ante Viena, presionó para obtener un mayor grado de autonomía. De manera insospechada, la emperatriz fue una de sus más decididas defensoras. Nunca ocultó sus simpatías por la causa húngara e hizo todo lo posible por influir en la política de su marido. El Compromiso firmado en 1867 instituyó la creación de dos par- lamentos y dos sistemas legislativos separados para ambos países, a partir de entonces unidos solo por la figura del soberano. La creación del nuevo Imperio austrohúngaro calmó ciertas ansias, pero también acrecentó el descontento de otras minorías bajo el dominio austriaco, como la checa, la eslava o la italiana.
Durante estos años tan intensos y comprometidos, Viena se halla - ba en plena transformación. La población de la ciudad se duplicó y se derribaron las murallas medievales para dejar paso a avenidas amplias que recordaban a los bulevares parisinos. A lo largo de la nueva Ringstrasse se sucedían los palacios de la rica burguesía, los edificios administrativos y los cafés, que se convirtieron en el lugar de encuentro por excelencia de la buena sociedad, con sus usos, tiem- pos y costumbres, y que frecuentaban escritores, periodistas, poetas, músicos, arquitectos y pintores. Una nueva generación de artistas e intelectuales, la Jung Wien (o «Joven Viena»), aspiraba a distinguir- se de sus predecesores y enfrentarse a la tradición y la cultura del pasado. Hugo von Hofmannsthal, una de sus figuras más destaca - das, representaba la decadencia y el descaro de la época mediante el recurso de la máscara, convertida en la metáfora de una sociedad sumida en el sueño, la ilusión y el simulacro que intentaba afrontar la crisis mediante el encantamiento del arte y la palabra. Karl Kraus, en cambio, se enfrentó a la descomposición reinante con una ironía
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cruel y despiadada que no respetaba ni al emperador ni a la nueva disciplina psicoanalítica. Viena asimismo acogía a una gran comunidad judía a cuyos miembros se les concedió, por fin, en la década de 1870, los mismos derechos que al resto de ciudadanos. Aunque podían desempeñar con libertad cualquier profesión, no estaban bien vistos, tal como ocurrió durante la crisis económica de 1873, que tanto daño hizo a Jakob Freud y en la que se los acusó de especular abusivamente y dañar los intereses austriacos. Pese a la abierta hostilidad con que se los trataba, los judíos vieneses participaban en la vida del país y habían asumido las costumbres y la identidad germánicas, hasta el punto de acostumbrarse a vivir con los prejuicios que, ya en la década de 1930, rebrotaron con inusitada virulencia. A Freud nunca le gustó Viena, en parte por el antisemitismo y las condiciones en las que vivía la comunidad judía. En su obra Contri- bución a la historia del movimiento psicoanalítico (1914), la acusa de haber entorpecido por todos los medios el desarrollo del psicoanálisis y se lamenta de la indiferencia con que lo acogieron los círculos culturales y universitarios, que nunca se lo tomaron en serio. Le molestaban no solo aquel desdén por su actividad científica, sino también la hipocre- sía y el estado de ánimo de la capital. Entre los aspectos más llamativos de la época figuraba sin duda la propia concepción de la sexualidad. En una sociedad fuertemente patriarcal y machista, se había convertido en una cuestión que se trataba en privado. Las mujeres, sofocadas por vestidos incómodos que ocultaban las formas, se veían obligadas a contraer matrimonios de conveniencia. Los afectos y la sexualidad quedaban relegados a un segundo plano, y acababan dando pie a una especie de doble moral. A la castidad y la integridad públicas se contraponía, en la esfera privada, una curiosidad morbosa por el sexo. La alta burguesía vienesa que frecuentaba los cafés y condenaba la prostitución –aunque disfrutaba de sus servicios– encontraba en el baile otros de sus pasatiempos preferidos. Durante años, la esce- na musical estuvo dominada por la familia Strauss. Johann Strauss padre alcanzó una gran fama gracias a sus valses así como por la
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Marcha Radetzky. Su hijo, del mismo nombre y conocido como «el rey del vals», compuso además diversas operetas, un género muy re- presentativo de la época que mostraba una imagen idealizada de las diversas nacionalidades que turbaban la tranquilidad del Imperio. La crisis parecía haber desaparecido entre fiestas, mujeres, champán y las notas de la orquesta. Sin embargo, poco antes de que terminase el siglo irrumpió Gustav Mahler, un compo- sitor casi contemporáneo de Freud y también de origen judío. Tras una ca- rrera dispar y una conversión sospe- chosa al cristianismo, obtuvo el pues- to de director de la Ópera de la Corte –que le habría sido vetado en el caso de que hubiese mantenido la fe hebrea–, si bien los ataques de ciertos sectores antisemitas lo obligaron a dimitir. El hecho de que su matrimonio no fuese demasiado afortunado le permitió tra- tar, aunque durante unas pocas horas, con el padre del psicoanálisis después de haber cancelado la cita varias veces. A su muerte, la escena musi- cal vienesa quedó literalmente hecha trizas por el estridente Arnold Schönberg, cuyas nuevas formas escandalizaron a la alta burguesía. En 1913, una de sus audiciones despertó tal malestar en el público que pasó a la historia con el sobrenombre de El concierto de la bofetada. Las artes plásticas no iban a la zaga, gracias a las propuestas de la llamada Secesión Vienesa y de creadores del calibre de Gustav Klimt y Egon Schiele. El nuevo estilo del arte austriaco, equiparable al Jugendstil alemán o al Art Nouveau francés, se rebelaba contra el academicismo y la tradición. Los nuevos tiempos necesitaban nuevas artes y se creó un grupo vivo y genial que promovió el renacimiento de las formas para dar «a cada época su arte y a cada arte, su liber- tad».
Gustav Mahler
34 SIGMUND FREUD
Engelbert Dollfuss creó un gobierno nacionalista próximo al fascis- mo italiano que disolvió los partidos políticos y limitó las libertades y derechos civiles. En 1934 la situación se hizo insoportable: Alemania intentó in- vadir el país, Dollfuss fue asesinado y el régimen autoritario se for - taleció. Cuatro años después, se resolvió con éxito el nuevo intento de anexión por parte de Hitler. Había terminado la independencia austríaca. El Anschluss coincidió con el viaje de Freud al Reino Unido para escapar de la persecución de los nazis contra los judíos. El viejo Imperio austrohúngaro no sobrevivió a la guerra y la jo- ven república tampoco pudo hacer frente a los grandes cambios que se dieron en las décadas de 1920 y 1930. El público de entreguerras se distraía con novelitas que evocaban el esplendor de la Viena de los últimos años del siglo anterior, si bien hubo escritores que optaron por describir la crisis de manera despiadada. Con una ironía feroz y vehemente, Robert Musil evoca, en su novela inconclusa El hombre sin atributos, el viejo mundo y su presunta placidez. Joseph Roth, de ori- gen judío y –al igual que Freud, exilado–, representó a la perfección el dolor, la tristeza y la desesperación que siguió a la disolución de la Austria de los Habsburgo. Junto con Francisco José se desvaneció todo valor y toda seguridad. Y Roth lo cuenta sin nostalgia, aunque con la impresión de que aquel mundo ya no era posible. Una de sus obras más conocidas, La cripta de los capuchinos, termina, de manera emblemática, con la imagen del protagonista refugiándose cerca de la tumba de Francisco José al enterarse de la llegada de los nazis. Sin duda, aquel mundo había llegado a su fin.
EL MÉTODO FREUDIANO
El paciente que entraba en el estudio de Freud quedaba impresionado tanto por la cantidad y la variedad de objetos que había como su apa- rente desorden: las dos habitaciones, una en la que el doctor recibía y otra en la que se dedicaba a sus investigaciones, están sobrecargadas. Los estantes se doblaban bajo el peso de los libros, las paredes estaban cuajadas de pinturas y fotografías, había por doquier copias de bajo- rrelieves y hallazgos arqueológicos, así como esculturas que invadían el escritorio y el resto del mobiliario. Su pasión por la Antigüedad era tan fuerte como la que sentía por los libros y los cigarros. Había quien tenía la impresión de entrar en algo parecido a un museo o un templo. Y luego, frente a la mesa, el diván. El célebre diván de Freud. Donado por un paciente en 1890, es- taba colocado contra una pared, cubierto de almohadas y alfombras orientales. Aunque la foto de Freud, cigarro en mano y con la vista fija en el observador, se ha convertido en un icono, no es menos cierto que el diván se ha hecho un hueco en la imaginación popular hasta convertirse en el objeto paradigmático del psicoanálisis. Cuando el