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El surgimiento de los reinos germánicos tras la disolución del poder imperial en occidente y su relación con la emergencia del feudalismo. Se analiza la estrategia de concesiones de poder de los reyes germánicos y su vínculo con la construcción de la dominación feudal. También se aborda la fusión de las aristocracias germánicas y romanas en una misma élite y la crisis de los siglos VI y VII como emergente del proceso de desestructuración. El documento aporta elementos críticos sobre la pobreza material de las élites de este período.
Tipo: Apuntes
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Escenario : Reinos romano-germánicos- Siglos VI-VIII Comunidad campesina- Obispos y Monasterios- Condes Reciprocidad- Explotación. Gran Dominio Seguramente, de manera aislada, les va a resultar difícil comprender la ligazón entre ellos; de lo que se trata, entonces, es de encontrar en la historicidad de sus vínculos la sustancia del desarrollo histórico en el que todos estos elementos se inscriben. Como se desprende de la lectura de Baschet, cuando “la unidad imperial se disloca en forma definitiva”, entre los siglos V y VI, emergen una decena de reinos germánicos, con todas las dificultades que comprende la noción de “pueblo”, tal como ya hemos desarrollado. Vándalos instalados en el norte de África, visigodos en España, ostrogodos en Italia, burgundios en el este de la Galia, francos en el norte de la Galia y en la baja Renania, anglos y sajones en las islas británicas y los más rezagados lombardos en la península itálica, entre otros. Desde luego, las migraciones germánicas no son la causa de ese colapso, sino un síntoma de una crisis de gran calado que se traduce en la disolución del poder imperial en occidente. Fíjense en una cuestión interesante: la mayoría de los autores refieren a este proceso en términos de “colapso”; es decir de un proceso vertiginoso y ¿repentino? de quiebre de las estructuras de dominación romana. Veamos entonces a algunos de ellos. Chris Wickham reconoce en el sistema fiscal romano tardío la principal causa de ese “colapso desde adentro” de la estructura imperial y con ello, de la emergencia de estas nuevas estructuras políticas regionalizadas y fragmentadas: “los reyes germánicos se dan cuenta de que el precio a pagar por una conquista fácil es otorgar a los propietarios romanos privilegios fiscales tan generosos que el sistema fiscal se destruyó desde adentro”. El contexto es el de una simplificación de las estructuras estatales. ¿Qué significa esto y cómo incidirá en el desarrollo feudal? Estos reyes, mucho más débiles y con un mando mucho más acotado que el que conocían las estructuras políticas antiguas, despliegan una estrategia de concesiones de poder que conduce a una dinámica centrífuga: “La fuerza de un rey germánico es esencialmente un poder de hecho: protegido por un entorno que está ligado a él mediante un vínculo de fidelidad personal” (BASCHET). Analicemos esta frase. En primer lugar, ese poder de hecho está vinculado al carácter militar de esta nueva élite; en segundo término, ese entorno está constituido por el séquito de guerreros que acompañan al jefe y que serán los principales beneficiarios de las concesiones que mencioné más arriba. Por último, la fidelidad personal, el lazo de hombre a hombre será un elemento sustancial de la construcción de la dominación feudal y específicamente de la cohesión y dinámica de su clase dominante. ¿Qué reciben esos guerreros que acompañan al jefe? Los autores que sostienen la tesis patrimonialista dicen: “reciben tierras” -y en parte están en lo cierto, aunque no completamente-. Desde otras lecturas, afirmamos que esos agentes reciben poder; pero no cualquier tipo de poder, sino poder político, autoridad de mando político militar sobre la población, o más bien, aquello que en la plena dominancia
del sistema feudal denominaremos jurisdicción. Sin embargo, este proceso no es mecánico ni inmediato; se trata de un largo desarrollo en el cual la construcción de las posiciones de supremacía no resulta de un mero acto de imposición o de conquista, como había planteado la historiografía tradicional. Hasta acá estamos hablando de los jefes germánicos, pero ¿qué sucedió con los miembros de las aristocracias senatoriales romanas, con esos propietarios latifundistas de la Roma imperial? En primer lugar, la distinción inicial entre jefes germánicos y aristócratas romanos se debilita gradualmente hasta fundirse en una misma élite a través de las alianzas políticas, o bien por medio de matrimonios que también actúan como un fuerte elemento de mixtura. Si desde el punto de vista “étnico” las diferencias se borran, más aún lo hacen desde el punto de vista de las bases materiales de la supremacía: unos y otros, sin distinción, ejercen un poder que devendrá cada vez más un poder de clase. Pero veamos cómo se realiza -es decir se vuelve real- este proceso que tiene características “multiformes”. De la crisis a la estructuración feudal En el contexto de desestructuración de las sociedades antiguas y de dificultosa emergencia de las nuevas estructuras estatales es imperioso detenernos en la coyuntura crítica que se abre a finales del siglo VI y comienzos del VII; coyuntura que precede a la formación del feudalismo. La incapacidad de los estados para extraer excedente expresa su debilidad como estructura de dominación; a la vez que el creciente relajamiento del lazo social, provocado por la ausencia de una autoridad fuerte, desemboca en continuas rebeliones antifiscales de los campesinos independientes. Estas rebeliones se suman a las formas de resistencia de los no libres, especialmente a las formas de resistencia individuales que encuentran los esclavos. Las fugas masivas de esclavos se inscriben dentro de este clima que caracterizamos como de insubordinación social generalizada. La crisis de los siglos VI y VII es el emergente del proceso de desestructuración. En este sentido, podemos caracterizarla como una crisis de reproducción de la totalidad social. No hay una lógica dominante que garantice la reproducción de la forma social. Ni el estado y su poder de extracción centralizado, ni el poder patrimonial de los propietarios. Comunidades campesinas libres coexisten con pequeños enclaves aristocráticos. En este contexto, las élites que ejercen algún tipo de poder -ya sean herederas de las formas de dominación antiguas o bien sean producto de las oleadas migratorias germánicas - se caracterizan por su debilidad. ¿Qué queremos decir con “debilidad” o bien, qué significa caracterizar como “débiles” a estas minorías? La arqueología nos aporta elementos críticos: de acuerdo con el registro material obtenido de distintas excavaciones, las élites de este período son pobres. Los yacimientos exhiben un escaso nivel de diferenciación social de acuerdo con el análisis de enterramientos y sitios residenciales; o para ser más precisos: no es posible reconocer diferencias de orden clasista: “las casas aristocráticas no se distinguen de los hábitats campesinos ni por sus técnicas de construcción ni por la riqueza del mobiliario arqueológico que en ellas pueda encontrarse” (FELLER). Ahora bien, en base a estos datos, la “debilidad” de estas minorías adquiere otra significación. Esa pobreza material, que contrasta con la riqueza de las aristocracias antiguas y las futuras aristocracias medievales, expresa la incapacidad de estos sectores de capturar excedente de las masas campesinas y productoras. De manera que, la debilidad de estos grupos se corresponde con la debilidad de las relaciones de explotación.
(recordemos el fenómeno de ruralización del poder) construyen su influencia sobre la población campesina encuadrada dentro de sus respectivas circunscripciones (diócesis); por otro, las comunidades monásticas, esos centros complejos de producción, consumo, oración y elaboración intelectual (las grandes usinas ideológicas feudales), a cuya cabeza se encuentra el abad. Como sostiene Álvarez Borge, los monasterios y las sedes episcopales son los “primeros señores feudales”. Por último, entre los señores laicos, nos detendremos especialmente en la figura del conde. ¿Qué es el poder de función? ¿Y por qué se apela a esta noción para explicar la formación de la clase feudal? Se trata de una noción que desde distintas aproximaciones de la antropología clásica se ha tenido en cuenta. “El poder político tuvo por base en todas partes el ejercicio de una función social, y que, por lo mismo, sólo podía persistir mientras desempeñase una función social ” (Engels). ¿A qué se refiere con el ejercicio de una función social y especialmente qué dimensión de la construcción de las posiciones de poder en este período se explica a través de esta noción? Veamos. Les mencioné a los obispos, que permanecen pese a la decadencia de la civitas bajoimperial y se proyectan hacia los siglos posteriores. Estas figuras, en el contexto de los reinos romano-germánicos, asumirán funciones cívicas: la alianza que el episcopado realiza con los distintos soberanos sirve tanto a la legitimación de las nuevas dinastías, como a la creciente exaltación de la autoridad episcopal, en un marco en el que prima una concepción “ funcionalista del reparto ético-práctico del gobierno entre la autoridad doctrinal y la autoridad política” (TOUBERT). Pensemos particularmente en Carlomagno y el imperio franco con la imposición del bautismo para los niños, práctica inusual entre los primeros cristianos. La alianza entre el poder laico y el eclesiástico alcanza su punto máximo con los carolingios. De hecho, las relaciones entre condes y reyes tendrán un lugar protagónico en la formación de las grandes propiedades eclesiásticas (ÁLVAREZ BORGE). Los obispos y los monasterios son “premiados” por los reyes con la cesión de tierras. Pero los obispos, a su vez, cumplen un papel de intermediación clave: actúan como mediadores entre Dios y la comunidad de cristianos, encuadrados en sus diócesis. Actúan como “patronos espirituales de las ciudades”. Un aspecto que será retomado en los siglos pleno medievales. ¿Qué perfil sociológico tienen estos agentes? Pertenecen a los sectores ricos, entre los cuales las sillas obispales son “puestos codiciados por las familias aristocráticas”. Riqueza, prestigio y poder se conjugan en el proceso de aristocratización del episcopado. ¿Cuál es la función que cumplen, que justifica inicialmente su distinción social? Funciones económicas como directores de las explotaciones productivas bajo su mando, labores asistenciales de pobres, enfermos, viudas y huérfanos, funciones litúrgicas, autoridad política. Pero detengámonos en las funciones espirituales, estrechamente vinculadas a la labor asistencial. La mediación con la divinidad y la tarea de salvación de las almas -pero también en situaciones extremas, la protección de las enfermedades- forma parte del don que estas figuras ofrecen a su comunidad. El don inmaterial recibe un contradon más tangible. Se trata de ese “don que obliga”; los beneficiarios de esa función ideológica realizan ofrendas y donaciones, creando una corriente intensa de circulación de bienes que redunda en la acumulación patrimonial; en la medida en que se torna borrosa la diferenciación entre la propiedad individual del clero y la eclesiástica. Las clases propietarias, herederas de las aristocracias antiguas, así como las élites militares son las principales donantes de bienes a las distintas instancias religiosas. Hago un nuevo paréntesis acá: no piensen en estos siglos a la iglesia como una institución monolítica y centralizada; por el contrario, la iglesia de esta primera alta Edad Media no
es una organización jerárquica, con el centro en el Papado y con una subordinación de cargos y agentes eclesiásticos, como sí lo será más adelante. Esa estructura la veremos aparecer recién a partir del siglo XI. Mientras tanto, cada diócesis es casi autónoma, cada obispo es señor en su territorio y Roma aún no ha adquirido una centralidad exclusiva. (BASCHET) Peter Brown describe a estos obispos como verdaderos “empresarios del culto”, encargados del control de los sepulcros, la organización de procesiones, la conmemoración de aniversarios, etc. Todas estas funciones de “servicio divino” a la vez que refuerzan la cohesión social, legitiman la autoridad del obispo, en palabras de Morsel: “legitimación del poder por el servicio”. Las ciudades episcopales viven una verdadera “apoteosis episcopal”; los obispos son las autoridades “sin rival” que asumen el “monopolio de lo sagrado” y el derecho a interpretar las Escrituras. Desde el siglo VI cada vez más se produce una asimilación de la figura del obispo a la de los mártires de los primeros tiempos cristianos. Esto nos conduce hacia uno de los fenómenos más interesantes para analizar desde una perspectiva antropológica: el culto al santo y su vínculo tanto con los poderes obispales como con el auge del movimiento monástico, que adquiere particular intensidad a partir del siglo VII. Culto al santo y la lógica del don y contradon Hemos hablado hasta acá de la construcción de la autoridad del obispo que, como afirma Baschet “concentra en su persona poderes religiosos y políticos: es juez y mediador, encarnación de la ley y el orden, ´padre´ y protector de su ciudad”. Pero como señala este autor, “el obispo no pretende asumir este papel solo con su fuerza humana”, recibe una “ayuda sobrenatural”. Esa ayuda sobrenatural procede de una extraordinaria invención: los santos y su culto. Dentro de este proceso de invención, al que ahora me voy a referir con más detalle, encontramos jerarquías: podríamos decir que existe una suerte de “competencia de santos” que se traduce en una competencia por el prestigio de cada sede episcopal, en tanto cada santo es “asignado” a la protección de las respectivas diócesis. Esta proliferación a lo largo de Europa de los santos y de su culto, si bien se constata desde el siglo V (SÁNCHEZ HERRERO), adquiere particular intensidad en la centuria siguiente. Junto al papel que cumplen los agentes obispales en esta maquinaria ideológica, económica y política, tenemos que destacar la fuerza que adquiere el movimiento monástico en los siglos altomedievales. Como señala Sánchez Herrero “ni la reflexión teológica ni la piedad individual habría dado al culto de los santos el desarrollo que tomó hacia el 430 sin la acción de los obispos y en menor grado de los abades monásticos”. Las fundaciones monásticas se multiplican desde el siglo VI en toda la geografía rural; siendo central la instalación de estas organizaciones religiosas para el asentamiento cristiano en el campo. De este modo, junto a una red urbana de obispados aparecen las entidades monásticas que ejercen autoridad sobre los pobladores. ¿Qué es un monasterio altomedieval? Inicialmente es una célula reducida de colonización agraria y espiritual: como señala García de Cortázar, es una forma pionera de ocupación del territorio. Progresivamente se convertirá en un lugar de estudio, oración y mortificación, pero también como señalamos antes, es una unidad de producción y consumo; cuyos miembros se encuentran sometidos a una “obediencia enajenante” al padre abad, a través de la regla que impone cada orden monástica
Les mencioné más arriba las donaciones que reciben los agentes eclesiásticos como contradon por el servicio de la intermediación divina. Esa corriente de donaciones es clave en la construcción de las posiciones objetivas de las clases dominantes. ¿Pero qué papel cumplen las figuras de los santos en esta gramática del don y contradon? El santo ofrece dones, esos dones cobran una forma singular: el milagro. El artículo de Sofía Boesch Gajano es de un enorme interés para comprender la operación política e ideológica que se actualiza en la relación santo/milagro. Desde el título de su trabajo, la autora habla de un “uso y abuso” del milagro, para dar cuenta de las estrategias eclesiásticas de clasificación, administración y gestión de estas invenciones sobrenaturales, anómalas, pero controladas minuciosamente desde el poder religioso. Para ser clara: el santo hace milagros; el milagro es el don del santo. ¿Pero qué es exactamente un milagro? Es un momento en el que dios interviene directamente en el mundo sin mediaciones entre lo humano y lo divino. Ahora bien, precisamente por eso, este momento anómalo puede ser peligroso para la iglesia, institución vinculada históricamente a la interpretación y a la mediación de lo sagrado. Es necesario entonces que la iglesia controle la transformación de un suceso que suspende la ley natural en una acción divina precisa de la que se extrae una enseñanza. Si como resulta evidente, el límite entre milagro, magia y superstición es muy borroso; la delimitación entre unos y otras será un gesto político que dependerá de la decisión de la iglesia. La relación entre el santo y el milagro no es lineal. El milagro es un antecedente de la santidad, no su consecuencia; es la primera piedra en la construcción de la santidad. Seleccionar qué elemento sobrenatural es superstición y cuál es un milagro es una acción de poder. Una acción de poder que al “crear santos”, fortalece a las figuras terrenales que sostienen su culto. En este sentido, la acción de propaganda a través de la iconografía será fundamental a lo largo de toda la Edad Media. Hay otro elemento que quiero mencionarles: las reliquias. En los siglos temprano medievales comienza a desarrollarse el culto a las reliquias martiriales -ya se trate de una porción del cuerpo del santo o de un objeto que estuvo en contacto con él-. Luego se amplía a otros personajes. Pero ¿qué son las reliquias de los santos? Un “depósito de sacralidad” (BASCHET) cuya relevancia no solo incidirá en el prestigio de cada sede de culto, sino que promoverá importantes flujos económicos, a partir fundamentalmente de las peregrinaciones. Personas y bienes serán atraídos por estos centros generando un movimiento de enorme significación en la plena Edad Media. Este uso político del santo y sus milagros se plasmará también en la instrumentalización de los santos en la competencia que se desatará siglos más tarde entre la aristocracia laica militar y la eclesiástica: en esta etapa, las tierras donadas a la iglesia por los laicos -dentro de la lógica del don y contradon de las ofrendas- pretenden ser recuperadas por sus descendientes, tiempo después. Las usinas ideológicas eclesiásticas que constituyen los monasterios difunden los “ milagros de venganza ” para atemorizar -con la fuerza del castigo divino mediado por un santo- a aquellos que pretendan tomar las tierras que habían sido ofrendadas por sus antepasados, frente al temor a la muerte (donaciones pro anima ). Resumiendo :
La construcción de la clase de poder eclesiástica importa la prestación inicial de un “servicio”, un don “inmaterial” (mediación religiosa), aunque también funciones de mediación más mundana como, por ejemplo, el papel de jueces que asumen obispos, abades, etc. en la resolución de distintos conflictos. Ese don que nos remonta al poder de función del que hemos hablado, exige una contraprestación, que cobra la forma de entrega de excedente (diezmo), donaciones de tierras y demás bienes por parte de los beneficiarios del servicio religioso. Hasta aquí podríamos estar aún dentro de una lógica de reciprocidad: don/contradon. Pero el eje problemático es comprender la formación de la clase dominante feudal y con ello obviamente de las relaciones de explotación/dominación feudales. ¿Cómo se transforma esa lógica de reciprocidad en una lógica de explotación? ¿Cómo se produce la estructuración de la diferenciación social en términos feudales? Una vez consolidados como poderes políticos con capacidad de mando sobre la población productora, imponen sobre ella la obligación de entregar excedente. El contradon, -aunque siempre “obligado moralmente”-, se convierte en una obligación social externa, asegurada a través de distintos mecanismos de coerción. El “obsequio”, la entrega “voluntaria” se convierte en tributo. Pero nos queda todavía ver qué sucede con la parte laica de la ingente clase de poder feudal. La aristocracia laica ¿Qué sucede con las figuras laicas? ¿A través de qué prácticas construyen su posición dominante y subordinan a la población campesina al poder de mando que conlleva la apropiación regular del excedente? En primer lugar, tenemos que describir el cambio del origen de la autoridad. Esos delegados distritales de los reinos romano-germánicos a los que hemos referido ya, encargados de parcelas de jurisdicción “estatal”, comienzan a particularizar su poder. Volvamos a esos séquitos de guerreros que rodeaban a los jefes militares germanos a quienes se les entregó un territorio donde debían ejercer la autoridad delegada, pero también a los recaudadores, iudices (jueces), los “pequeños señores locales” que surgen en las comunidades campesinas. ¿Qué servicios prestan estas figuras inicialmente? Desde el punto de vista militar , organizan la defensa y la guerra; gradualmente una minoría relevará de la prestación del servicio militar al conjunto de la población, con lo cual los campesinos se ven aliviados de ese compromiso y pueden abocarse plenamente a la actividad productiva. Si al comienzo, la comunidad recíproca a estos “jefes” a través de obsequios, de bienes -como también lo hacían, por otros motivos, con obispos y abades-, por ejemplo, para avituallar a los ejércitos, a medida que las posiciones sociales se estabilizan y se estructura una forma social diferenciada, el contradon se convierte en obligatorio y, por ende, como hemos dicho, se aparta de y se opone a la lógica de la reciprocidad. En este pasaje se produce el cambio de las “obligaciones militares del campesino” como parte de su compromiso comunitario, hacia la entrega de rentas agrarias. Del servicio al tributo, del don y el contradon a la explotación. Pero no es solo la actividad militar la responsable de esta transformación sustancial de la que emerge el feudalismo.
Disputa Iglesia/aristocracia: Un milagro de venganza Milagro de Santa Fe “Una noble dama, Doda, controlaba un castillo llamado Castelnau, en el país de Quercy, en la Dordoña. En vida, había poseído injustamente una tierra de Santa Fe, el dominio de Alans. En el final de sus días, sintiéndose agonizar, se preocupó por la salud de su alma y restituyó esta tierra a la abadía de Conques. Su nieto Hildegaire, hijo de su hija, heredó sus grandes riquezas y sus demás prerrogativas; era señor del famoso castillo de Penne, en el Abigeos, y osó apoderarse de nuevo del dominio y sustraérselo a la abadía de Conques. Los monjes recurrieron a la asistencia divina para arrebatar su propiedad de las manos de este violento ladrón: decidieron llevar, según su costumbre, con toda la pompa de una nutrida procesión, la efigie venerable de la santa virgen a su tierra ocupada. A propósito de esta estatua, como podría creerse cualquier superstición, expondré más tarde mi sentimiento. Ahora bien, uno de los vasallos de Hildegaire -su nombre se me escapa, y no tengo tiempo para correr a Conques y averiguarlo-, que quería festejar solemnemente la fiesta de Navidad, se encontraba en un gran festín, en medio de una brillante reunión de caballeros y siervos. Enardecido por el vino, se lanzó, como ocurre en casos parecidos, a diversas propuestas orgullosas e insultantes; en el curso de sus vanas declamaciones, llegó a denigrar y atacar a los servidores de santa Fe; les trató vergonzosamente de estiércol impuro y declaró que no tendría mayor cuidado con la marcha de los monjes que llevaban su estatua a la tierra afectada que con una larva grotesca y repelente. Nada le impediría, decía, defender el derecho de su señor por la fuerza y a ultranza, e incluso que no dudaría en cubrir a la estatua con toda clase de insultos, y tirarla al suelo; no mencionaremos con qué burlas y risas el insensato se complació en repetir estas indignidades hasta tres y cuatro veces. Pero de repente, un torbellino enviado por la venganza divina se desencadenó con un estrépito terrorífico; el terrado quedó reducido a fragmentos, el maderamen se quebró y dislocó, el tejado se derrumbó por completo sobre el piso inferior. Sin embargo, no hubo otras víctimas que este sinvergüenza, su mujer y cinco servidores. Y a fin de que nadie pudiera atribuir al azar, como ya había ocurrido en otras ocasiones, el derrumbe de la casa y a esta caída la muerte de aquella gente, sin que Dios hubiese intervenido, los siete fueron transportados a través de las ventanas y encontrados a una gran distancia del edificio. Sus restos fueron enterrados en el cementerio de Saint-Antonin, en el país del Albigeois. Aprended todos, hombres ladrones e invasores de los bienes de la Iglesia, qué irresistibles son los castigos de Dios y qué justos son sus juicios. Su venganza no cede ante ningún poder; si se evita en el presente, otro día golpeará con mayor dureza; si el castigo se retrasa en el tiempo, os reserva uno mayor y más terrible en el fuego eterno” (Milagro de santa Fe, I.11)
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