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en este libro se describen patrones y causas
Tipo: Esquemas y mapas conceptuales
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¡No te pierdas las partes importantes!
Cuando hemos realizado la tarea que hemos venido a hacer en la Tierra, se nos permite abandonar nuestro cuerpo, que aprisiona nuestra alma al igual que el capullo de seda encierra a la futura mariposa.
Llegado el momento, podemos marcharnos y vernos libres del dolor, de los temores y preocupaciones; libres como una bellísima mariposa, y regresamos a nuestro hogar, a Dios.
De una carta a un niño enfermo de cáncer "EL RATÓN" (infancia). Al ratón le gusta meterse por todas partes, es animado y juguetón, y va siempre por delante de los demás. "EL oso" (edad madura, primeros años) El oso es muy comodón y le encanta, hibernar. Al recordar su mocedad, se ríe de las correrías del ratón. "EL BÚFALO" (edad madura, últimos años). Al búfalo le gusta recorrer las praderas. Confortablemente instalado, repasa su vida y anhela desprenderse de su pesada carga para convertirse en águila. "EL ÁGUILA" (años finales). Al águila le entusiasma sobrevolar el mundo desde las alturas, no a fin de contemplar con desprecio a la gente, sino
para animarla a que mire hacia lo alto.
Tal vez esta introducción sea de utilidad. Durante años me ha perseguido la mala reputación. La verdad es que me han acosado personas que me consideran la Señora de la Muerte y del Morir. Creen que el haber dedicado más de tres decenios a investigar la muerte y la vida después de la muerte me convierte en experta en el tema. Yo creo que se equivocan.
La única realidad incontrovertible de mi trabajo es la importancia de la vida.
Siempre digo que la muerte puede ser una de las más grandiosas experiencias de la vida. Si se vive bien cada día, entonces no hay nada que temer.
Tal vez éste, que sin duda será mi último libro, aclare esta idea. Es posible que plantee nuevas preguntas e incluso proporcione las respuestas.
Desde donde estoy sentada en estos momentos, en la sala de estar llena de flores de mi casa en Scottsdale (Arizona), contemplo mis 70 años de vida y los considero extraordinarios. Cuando era niña, en Suiza, jamás, ni en mis sueños más locos —y eran realmente muy locos—, habría pronosticado que llegaría a ser la famosa autora de Sobre la muerte y los moribundos, una obra cuya exploración del último tránsito de la vida me situó en el centro de una polémica médica y teológica. Jamás me habría imaginado que después me pasaría el resto de la vida explicando que la muerte no existe.
Según la idea de mis padres, yo tendría que haber sido una simpática y devota ama de casa suiza. Pero acabé siendo una tozuda psiquiatra, escritora y conferenciante del suroeste de Estados Unidos, que se comunica con espíritus de un mundo que creo es mucho más acogedor, amable y perfecto que el nuestro. Creo que la medicina moderna se ha convertido en una especie de profeta que ofrece una vida sin dolor. Eso es una tontería. Lo único que a mi juicio sana verdaderamente es el amor incondicional.
Algunas de mis opiniones son muy poco ortodoxas. Por ejemplo, durante los últimos años he sufrido vanas embolias, entre ellas una de poca importancia justo después de la Navidad de 1996. Mis médicos me aconsejaron, y después me suplicaron, que dejara el tabaco, el café y los chocolates. Pero yo continúo dándome esos pequeños gustos. ¿Por qué no? Es mi vida.
Así es como siempre he vivido. Si soy tozuda e independiente, si estoy apegada a mis costumbres, si estoy un poco desequilibrada, ¿qué más da? Así soy yo.
De hecho, las piezas que componen mi existencia no parecen ensamblarse bien. Pero mis experiencias me han enseñado que no existen las casualidades en la vida. Las cosas que me ocurrieron tenían que ocurrir.
Estaba destinada a trabajar con enfermos moribundos. Tuve que hacerlo cuando me encontré con mi primer paciente de sida. Me sentí llamada a viajar unos 200. kilómetros al año para dirigir seminarios que ayudaban a las personas a hacer frente a los aspectos más dolorosos de la vida, la muerte y la transición entre ambas. Más adelante me sentí impulsada a comprar una granja de 120 hectáreas en Virginia, donde construí mi propio centro de curación e hice planes para adoptar a bebés infectados por el sida. Aunque todavía me duele reconocerlo, comprendo que estaba destinada a ser arrancada de ese lugar idílico.
cigarrillo y me puse a pensar en la tremenda pérdida que representaban para mí los objetos carbonizados en ese horno ardiente que en otro tiempo fuera mi casa. Era algo aniquilador, pasmoso, incomprensible. Entre lo que había perdido estaban los diarios que llevaba mi padre desde que yo era niña, mis papeles y diarios personales, unos 20.000 historiales de casos relativos a mis estudios sobre la vida después de la muerte, mi colección de objetos de arte de los indios norteamericanos, fotografías, ropa, todo.
Durante 24 horas permanecí en estado de conmoción. No sabía cómo reaccionar, si llorar, gritar, levantar los puños contra Dios, o simplemente quedarme con la boca abierta ante la férrea intromisión del destino. La adversidad sólo nos hace más fuertes. Siempre me preguntan cómo es la muerte. Contesto que es maravillosa. Es lo más fácil que vamos a hacer jamás.
La vida es ardua. La vida es una lucha. La vida es como ir a la escuela; recibimos muchas lecciones. Cuanto más aprendemos, más difíciles se ponen las lecciones.
Aquélla era una de esas ocasiones, una de las lecciones. Dado que no servía de nada negar la pérdida, la acepté. ¿Qué otra cosa podía hacer? En todo caso, era sólo un montón de objetos materiales, y por muy importante o sentimental que fuera su significado, no eran nada comparados con el valor de la vida. Yo estaba ilesa, mis dos hijos, Kenneth y Barbara, ambos adultos, estaban vivos. Unos estúpidos habían logrado quemarme la casa y todo lo que había dentro, pero no podían destruirme a mí.
Cuando se aprende la lección, el dolor desaparece.
Esta vida mía, que comenzara a muchos miles de kilómetros, ha sido muchas cosas, pero jamás fácil. Esto es una realidad, no una queja. He aprendido que no hay dicha sin contratiempos. No hay placer sin dolor. ¿Conoceríamos el goce de la paz sin la angustia de la guerra? Si no fuera por el sida, ¿nos daríamos cuenta de que el mundo está en peligro? Si no fuera por la muerte, ¿valoraríamos la vida? Si no fuera por el odio, ¿sabríamos que el objetivo último es el amor?
Me gusta decir que "Si cubriéramos los desfiladeros para protegerlos de los vendavales, jamás veríamos la belleza de sus formas".
Reconozco que esa noche de octubre de hace dos años fue una de esas ocasiones en que es difícil encontrar la belleza. Pero en el transcurso de mi vida había estado en encrucijadas similares, escudriñando el horizonte en busca de algo casi imposible de ver. En esos momentos uno puede quedarse en la negatividad y buscar a quién culpar, o puede elegir sanar y continuar amando. Puesto que creo que la única finalidad de la existencia es madurar, no me costó escoger la alternativa.
Así pues, a los pocos días del incendio fui a la ciudad, me compré una muda de ropa y me preparé para afrontar cualquier cosa que pudiera ocurrir a continuación.
En cierto modo, ésa es la historia de mi vida.
Durante toda la vida se nos ofrecen pistas que nos recuerdan la dirección que debemos seguir. Si no prestamos atención, tomamos malas decisiones y acabamos con una vida desgraciada. Si ponemos atención aprendemos las lecciones y llevamos una vida plena y feliz, que incluye una buena muerte.
El mayor regalo que nos ha hecho Dios es el libre albedrío, que coloca sobre nuestros hombros la responsabilidad de adoptar las mejores resoluciones posibles.
La primera decisión importante la tomé yo sola cuando estaba en el sexto año de enseñanza básica. Hacia el final del semestre la profesora nos dio una tarea; teníamos que escribir una redacción en la que explicáramos qué queríamos ser cuando fuéramos mayores. En Suiza, el trabajo en cuestión era un acontecimiento importantísimo, pues servía para determinar nuestra instrucción futura. O bien te encaminabas a la formación profesional, o bien seguías durante años rigurosos estudios universitarios.
Yo cogí lápiz y papel con un entusiasmo poco común. Pero por mucho que creyera que estaba forjando mi destino, la realidad era muy otra. No todo dependía de la decisión de los hijos. Sólo tenía que pensar en la noche anterior. Después de la cena, mi padre hizo a un lado su plato y nos miró detenidamente antes de hacer una importante declaración.
Ernst Kübler era un hombre fuerte, recio, con opiniones a juego. Años atrás había enviado a mi hermano mayor, Ernst, a un estricto internado universitario. En ese momento estaba a punto de revelar el futuro de sus hijas trillizas.
Yo me sentí impresionadísima cuando le dijo a Erika, la más frágil de las tres, que haría una carrera universitaria. Después le dijo a Eva, la menos motivada, que recibiría formación general en un colegio para señoritas. Finalmente fijó los ojos en mí y yo rogué para mis adentros que me concediera mi sueño de ser médica. Seguro que él lo sabía.
Pero no olvidaré jamás el momento siguiente. —Elisabeth, tú vas a trabajar en mi oficina —me dijo—. Necesito una secretaria eficiente e inteligente. Ese será el lugar perfecto para ti.
Me sentí terriblemente abatida. Al ser una de las tres trillizas idénticas, toda mi vida había luchado por tener mi propia identidad. Y en ese momento, de nuevo, se me negaban los pensamientos y sentimientos que me hacían única.
Me imaginé trabajando en su oficina, sentada todo el día ante un escritorio, escribiendo cifras. Mis jornadas serían tan uniformes como las líneas de un papel cuadriculado.
Eso no era para mí. Desde muy pequeña había sentido una inmensa curiosidad por la vida. Contemplaba el mundo maravillada y reverente. Soñaba con ser médica rural o, mejor aún, con ejercer la medicina entre los pobres de India, del mismo modo en que mi héroe Al-bert Schweitzer lo hacía en África. No sabía de dóndehabía sacado esas ideas, pero sí sabía que no estaba hecha para trabajar en la oficina de mi padre.
estaba en la oficina cuando le comunicaron el estado de mi madre, llegó al hospital en el momento en que culminaba la espera de nueve meses. La doctora se agachó y cogió a un bebé pequeñísimo, el recién nacido más diminuto que los presentes en la sala de partos habían visto venir al mundo con vida.
Esa fue mi llegada; pesé 900 gramos. La doctora se sorprendió ante mi tamaño, o mejor dicho ante mi falta de tamaño; parecía un ratoncito. Nadie supuso que sobreviviría. Pero en cuanto mi padre oyó mi primer vagido, se precipitó al pasillo a llamar a su madre, Frieda, para informarle de que tenía otro nieto. Cuando volvió a entrar en la habitación, le sacaron de su error.
Pero de pronto mi madre empezó a tener más contracciones. Comenzó a empujar y al cabo de unos momentos nació una tercera hija. Esta era grande, pesaba 2,900 kilos, triplicaba el peso de cada una de las otras dos, y tenía la cabecita llena de rizos. Mi agotada madre estaba emocionadísima. Por fin tenía a la niñita con la que había soñado esos nueve meses.
La anciana doctora B. se creía clarividente. Nosotras éramos las primeras trillizas cuyo nacimiento le había tocado asistir.
Nos miró detenidamente las caras y le hizo a mi madre los vaticinios para cada una. Le dijo que Eva, la última en nacer, siempre sería la que estaría "más cerca del corazón de su madre", mientras que Erika, la segunda, siempre "elegiría el camino del medio". Después la doctora B. hizo un gesto hacia mí, comentó que yo les había mostrado el camino a las otras dos y añadió: —Jamás tendrá que preocuparse por ésta. Al día siguiente todos los diarios locales publicaban la emocionante noticia del nacimiento de las trillizas Kübler. Mientras no vio los titulares, mi abuela creyó que mi padre había querido gastarle una broma tonta. La celebración duró varios días. Sólo mi hermano no participó del entusiasmo: sus días de principito encantado habían acabado bruscamente. Se vio sumergido bajo un alud de pañales. Muy pronto estaría empujando un pesado coche por las colinas u observando a sus tres hermanitas sentadas en orinales idénticos. Estoy segurísima de que la falta de atención que sufrió explica su posterior distanciamiento de la familia.
Para mí era una pesadilla ser trilliza. No se lo desearía ni a mi peor enemigo. Éramos iguales, recibíamos los mismos regalos, las profesoras nos ponían las mismas notas; en los paseos por el parque los transeúntes preguntaban cuál era cuál, y a veces mi madre reconocía que ni siquiera ella lo sabía.
Era una carga psíquica pesada de llevar. No sólo nací siendo una pizca de 900 gramos con pocas probabilidades de sobrevivir, sino que además me pasé toda la infancia tratando de saber quién era yo.
Siempre me pareció que tenía que esforzarme diez veces más que todos los demás y hacer diez veces más para demostrar que era digna de... algo, que merecía vivir. Era una tortura diaria.
Sólo cuando llegué a la edad adulta comprendí que en realidad eso me benefició. Yo misma había elegido para mí esas circunstancias antes de venir al mundo. Puede que no hayan sido agradables, puede que no hayan sido las que deseaba, pero fueron las que me dieron el aguante, la determinación y la energía para todo el trabajo que me aguardaba.
Después de cuatro años de criar trillizas en un estrecho apartamento de Zúrich en el que no había espacio ni intimidad, mis padres alquilaron una simpática casa de campo de tres plantas en Meilen, pueblo suizo tradicional a la orilla del lago y a media hora de Zúrich en tren. Estaba pintada de verde, lo cual nos impulsó a llamarla "la Casa Verde".
Nuestra nueva vivienda se erguía en una verde colina y desde ella se veía el pueblo. Tenía todo el sabor del tiempo pasado y un pequeño patio cubierto de hierba donde podíamos correr y jugar. Disponíamos de un huerto que nos proporcionaba hortalizas frescas cultivadas por nosotros mismos. Yo rebosaba de energía y al instante me enamoré de la vida al aire libre, como buena hija de mi padre. Me encantaba aspirar el aire fresco matutino y tener lugares para explorar. A veces me pasaba todo el día vagabundeando por los prados y bosques y persiguiendo pájaros y animales.
Tengo dos recuerdos muy tempranos de esta época, ambos muy importantes porque contribuyeron a formar a la persona que llegaría a ser.
El primero es mi descubrimiento de un libro ilustrado sobre la vida en una aldea africana, que despertó mi curiosidad por las diferentes culturas del mundo, una curiosidad que me acompañaría toda la vida. De inmediato me fascinaron los niños de piel morena de las fotos. Con el fin de entenderlos mejor me inventé un mundo de ficción en el que podía hacer exploraciones, e incluso un lenguaje secreto que sólo compartía con mis hermanas. No paré de importunar a mis padres pidiéndoles una muñeca con la cara negra, cosa imposible de encontrar en Suiza. Incluso renuncié a mi colección de muñecas mientras no tuviera algunas con la cara negra.
Un día me enteré de que en el zoológico de Zúrich se había inaugurado una exposición africana y decidí ir a verla con mis propios ojos. Cogí el tren, algo que había hecho en muchas ocasiones con mis padres, y no tuve ninguna dificultad para encontrar el zoo. Allí presencié la actuación de los tambores africanos, que tocaban unos ritmos de lo más hermosos y exóticos. Mientras tanto, toda la ciudad de Meiden se había echado a la calle buscando a la traviesa fugitiva Kübler. Nada sabía yo de la inquietud que había creado cuando esa noche entré en mi casa. Pero recibí el conveniente castigo.
Por esa época, recuerdo también haber asistido a una carrera de caballos con mi padre. Como era tan pequeña, me hizo ponerme delante de los adultos para que tuviera una mejor vista. Estuve toda la tarde sentada en la húmeda hierba de primavera. Pese a que sentía un poco de frío, continúe allí instalada para disfrutar de la cercanía de esos hermosos caballos.
Poco después cogí un resfriado. Lo siguiente que recuerdo es que una noche desperté totalmente desorientada, caminando por el sótano. Allí me encontró mi madre, que me llevó al cuarto de invitados, donde podría vigilarme. Estaba delirando de fiebre. El
A la mañana siguiente vi que la cama de mi amiga estaba desocupada. Ninguno de los médicos ni enfermeras hizo el menor comentario sobre su partida, pero en mi interior yo sonreí, sabiendo que antes de marcharse había confiado en mí. Tal vez yo sabía más que ellos. Desde luego nunca he olvidado a mi amiguita que aparentemente murió sola pero que, estoy segura, estaba atendida por personas de otra dimensión. Sabía que se había marchado a un lugar mejor.
En cuanto a mí, no estaba tan segura. Odiaba a la doctora. La consideraba culpable por no dejar que mis padres se me acercaran y sólo pudieran mirarme desde el otro lado de los cristales de las ventanas. Me miraban desde fuera y lo que yo necesitaba desesperadamente era un abrazo. Deseaba escuchar sus voces; deseaba sentir la tibia piel de mis padres y oír reír a mis hermanas. Ellos apretaban las caras contra el cristal. Me enseñaban dibujos enviados por mis hermanas, me sonreían y me hacían gestos con las manos. En eso consistieron sus visitas mientras estuve en el hospital.
Mi único placer era quitarme la piel muerta de los labios cubiertos de ampollas. Era agradable, y además enfurecía a la doctora. Cada dos por tres me golpeaba la mano y me amenazaba con atarme los brazos si no dejaba de quitarme la piel de los labios. Desafiante y aburrida yo continué haciéndolo; no podía refrenarme; era la única diversión que tenía. Pero un día, después de que se marcharan mis padres, entró esa cruel doctora en la habitación, me vio la sangre en los labios y me ató los brazos para que no pudiera volver a tocarme la cara.
Entonces utilicé los dientes; los labios no paraban de sangrarme. La doctora me detestaba por ser una niña terca, rebelde y desobediente. Pero yo no era nada de eso; estaba enferma, me sentía sola y ansiaba el calor del contacto humano. Solía frotarme uno con otro los pies y piernas para sentir el consolador contacto de la piel humana. Ésa no era manera de tratar a una niña enferma, y sin duda había niños mucho más enfermos que yo que lo pasarían aún peor.
Una mañana se reunieron varios médicos alrededor de mi cama y conversaron en murmullos acerca de que necesitaba una transfusión de sangre. Al día siguiente muy temprano entró mi padre en mi desolada habitación y con aspecto ufano y heroico me anunció que iba a recibir un poco de su "buena sangre gitana". De pronto se me iluminó la habitación. Nos hicieron tendernos en dos camillas contiguas y nos insertaron sendos tubos en los brazos. El aparato de succión y bombeo de sangre se accionaba manualmente y parecía un molinillo de café. Mi padre y yo contemplábamos los tubos rojos. Cada vez que movían la palanca salía sangre del tubo de mi padre y entraba en el mío.
Hice acopio de todas mis fuerzas para abrir la maleta, y allí encontré la mejor sorpresa de mi vida. Estaba mi ropa muy bien dobladita, obra de mi madre, por supuesto, y encima de todo, ¡una muñeca negra! Era el tipo de muñeca negra con que había soñado durante meses. La cogí y me eché a llorar. Jamás antes había tenido una muñeca que fuera sólo mía; nada. No había ni un juguete ni una prenda de ropa que no compartiera con mis hermanas. Pero esa muñeca negra era ciertamente mía, toda mía, claramente distinguible de las muñecas blancas de Eva y de Erika. Me sentí tan feliz que me entraron deseos de bailar, y lo habría hecho si mis piernas me lo hubieran permitido.
Una vez en casa, mi padre me subió en brazos a la habitación y me puso en la cama. Durante las semanas siguientes sólo me aventuraba a salir hasta la cómoda tumbona del balcón, donde me instalaba, con mi preciada muñeca negra en los brazos para calentarme al sol y contemplar admirada los árboles y las flores donde jugaban mis hermanas. Me sentía tan feliz de estar en casa que no me importaba no poder jugar con ellas.
Lamenté perderme el comienzo de las clases, pero un día soleado se presentó en casa mi profesora predilecta, Frau Burkli, con toda la clase. Se reunieron bajo mi balcón y me dieron una serenata entonando mis alegres canciones favoritas. Antes de marcharse, mi profesora me entregó un precioso oso negro lleno de las más deliciosas trufas de chocolate, que devoré a una velocidad récord.
A paso lento pero seguro volví a la normalidad. Como comprendería mucho más adelante, mucho después de haberme convertido en uno de esos médicos de hospital de bata blanca, mi recuperación se debió en gran parte a la mejor medicina del mundo, a los cuidados y el cariño que recibí en casa, y también a no pocos chocolates.
Mi padre disfrutaba tomando fotos de todos los acontecimientos familiares, y poniéndolas después en álbumes con un orden meticuloso. También llevaba detallados diarios, donde anotaba cuál de nosotras balbucía las primeras palabras, cuál aprendía a gatear o a caminar, cuál decía algo divertido o inteligente, en fin, todos esos preciosos momentos que siempre me hicieron fruncir el ceño hasta que fueron destruidos. Afortunadamente todavía los tengo alojados en la mente.
La época de Navidad era la mejor del año. En Suiza, todos los niños se afanan por confeccionar a mano un regalo para cada miembro de la familia y los parientes cercanos. Durante los días anteriores a Navidad nos sentábamos a tejer forros para los colgadores de ropa, a bordar pañuelos y a pensar en nuevos puntos para manteles y pañitos de adorno. Recuerdo lo orgullosa que me sentí de mi hermano cuando llevó a casa una caja para útiles de lustrar zapatos que había hecho en la escuela durante la clase de carpintería.
Mi madre era la mejor cocinera del mundo, pero siempre se preciaba de preparar platos especiales y nuevos para las fiestas. Escogía con esmero las mejores tiendas donde comprar la carne y las verduras, y no le hacía ascos a caminar kilómetros para adquirir algo especial en un comercio que quedaba al otro lado de la ciudad.
Aunque a nuestros ojos mi padre era ahorrador, siempre traía a casa un hermoso ramo de anémonas, ranúnculos, margaritas y mimosas frescas para Navidad. Aun hoy, en el
en el prestigioso Club de Esquí de Zú-rich, procuraba que aprendiéramos cientos de baladas y canciones populares. Con el tiempo se hizo evidente que Erika y yo no estábamos dotadas para el canto y estropeábamos el coro con nuestras voces desentonadas. En consecuencia, mi padre nos relegó a la cocina a fregar los platos. Casi diariamente, mientras los otros cantaban, Erika y yo lavábamos los platos cantando por nuestra cuenta. Pero no nos importaba. Cuando acabábamos, en lugar de ir a reunimos con los demás, nos sentábamos en el tablero de la cocina a cantar las dos solas y desde allí pedíamos a los demás que entonaran nuestras canciones favoritas, por ejemplo el Ave María, Das alte Lied y Always. Ésos fueron los tiempos más felices.
Llegada la hora de dormir, las tres niñas nos acostábamos en camas idénticas, con sábanas idénticas, y dejábamos preparadas nuestras ropas idénticas en sillas idénticas para el día siguiente. Desde las muñecas a los libros, todas teníamos cosas iguales. Era enloquecedor. Recuerdo que cuando éramos pequeñas, a mi hermano lo ponían de vigilante en nuestras sesiones sentadas en el orinal. Su tarea consistía en evitar que yo me levantara antes de que mis hermanas hubieran terminado. A mí me fastidiaba muchísimo ese trato, era como estar con camisa de fuerza. Todo eso ahogaba mi propia identidad.
En la escuela yo destacaba mucho más que mis hermanas. Era una alumna excelente, sobre todo en matemáticas y lengua, pero era más famosa por defender de los matones a los niños débiles, indefensos o discapacitados. Aporreaba las espaldas de los matones con tanta frecuencia que mi madre ya estaba acostumbrada a que, después de clases, pasara el niño de la carnicería, el chismoso del pueblo, y dijera: "Betli va a llegar tarde hoy. Está zurrando a uno de los chicos."
Mis padres nunca se enfadaban por eso, ya que sabían que lo único que yo hacía era proteger a los niños que no podían defenderse solos.
A diferencia de mis hermanas, también me gustaban mucho los animalitos domésticos. Cuando terminaba el parvulario, un amigo de la familia que regresó de África me regaló un monito al que le puse Chicho. Rápidamente nos hicimos muy buenos amigos. También recogía todo tipo de animales y en el sótano había improvisado una especie de hospital donde curaba a pajaritos, ranas y culebras lesionados. Una vez cuidé a un grajo herido hasta que recuperó la salud y fue capaz de volver a volar. Me imagino que los animales sabían instintivamente en quién podían confiar.
Eso lo veía claro en los varios conejitos que teníamos en un pequeño corral en el jardín. Yo era la encargada de limpiarles la jaula, darles la comida y jugar con ellos. Cada pocos meses mi madre preparaba guiso de conejo para la cena. Yo evitaba convenientemente pensar de qué modo llegaban los conejos a la olla, pero sí observaba que los conejos sólo se asomaban a la puerta cuando me acercaba yo, jamás cuando se acercaba otra persona de mi familia. Lógicamente eso me estimulaba a mimarlos más aún. Por lo menos me distinguían de mis hermanas.
Cuando comenzaron a multiplicarse los conejos, mi padre decidió reducir su número a determinado mínimo. No entiendo por qué hizo eso. No costaba nada alimentarlos, ya que comían hojas de diente de león y hierbas, y eri el patio no había escasez de ninguna de esas cosas. Pero tal vez se imaginaba que así ahorraba dinero. Una mañana le pidió a mi madre que preparara conejo asado; y a mí me dijo:
Aunque lo que me pedía me dejó sin habla, obedecí. Esa noche observé a mi familia comerse "mi" conejito. Casi me atraganté cuando mi padre me dijo que probara un bocado.
Salí al patio temblorosa y con un nudo en la garganta. Cuando lo cogí, le expliqué lo que me habían ordenado hacer. Blackie me miró moviendo su naricita rosa. —No puedo hacerlo —le dije y lo coloqué en el suelo—. Huye, escapa —le supliqué—. Vete. Pero él no se movió.
Finalmente se me hizo tarde, las clases ya estaban a punto de comenzar. Cogí a Blackie y corrí hasta la carnicería, con la cara bañada en lágrimas. Tengo que pen-11 sar que el pobre Blackie presintió que iba a suceder algo! 1 terrible; quiero decir que el corazón le latía tan rápido como el mío cuando lo entregué al carnicero y salí corriendo hacia la escuela sin despedirme.
Me pasé el resto del día pensando en Blackie, preguntándome si ya lo habrían matado, si sabría que yo lo quería y que siempre lo echaría de menos. Lamenté no haberme despedido de él. Todas esas preguntas que me hice, y no digamos mi actitud, sembraron la semilla para mi trabajo futuro. Odié mi sufrimiento y culpé a mi padre.
Después de las clases entré lentamente en el pueblo. El carnicero estaba esperando en la puerta. Me entregó la bolsa tibia que contenía a Blackie y comentó:
Más tarde, sentada a la mesa, contemplé a mi familia comerse mi conejito. No lloré, no quería que mis padres supieran lo mucho que me hacían sufrir.
Mi razonamiento fue que era evidente que no me querían, por lo tanto tenía que aprender a ser fuerte y dura. Más fuerte que nadie.
Cuando mi padre felicitó a mi madre por aquel delicioso guiso, me dije: "Si eres capaz de aguantar esto, puedes aguantar cualquier cosa en la vida."
Cuando tenía diez años nos mudamos a una casa de tamaño mucho mayor, a la que llamamos "la Casa Grande", situada a más altura sobre las colmas que dominaban el pueblo. Teníamos seis dormitorios, pero mis padres resolvieron que sus tres hijas continuaran compartiendo la misma habitación. Sin embargo, para entonces el único espacio que a mí me importaba era el del aire libre. Teníamos un jardín espectacular, de casi una hectárea, cubierto de césped y flores, lo que ciertamente fue el origen de mi interés por cultivar cualquier cosa que brote y dé flores. También estábamos rodeados por granjas y viñedos, tan bonitos que parecían una ilustración de libro, y al fondo se veían las escarpadas montañas coronadas de nieve.
conmigo, había pronunciado mi nombre, con dificultad pero con cariño: "pequeña Betli". Pero la visita resultó ser una experiencia fascinante. Al mirar su cuerpo comprendí que él ya no estaba allí. Cualesquiera que fueran la fuerza y la energía que le habían dado vida, fuera lo que fuera aquello cuya pérdida lamentábamos, ya no estaba allí. Mentalmente comparé su muerte con la de Susy. Fuera lo que fuese lo que le sucedió a Susy, se desarrolló en la oscuridad, detrás de cortinas cerradas que impidieron que los rayos del sol la iluminaran durante sus últimos momentos. En cambio el granjero había tenido lo que yo ahora llamo una buena muerte: falleció en su casa, rodeado de amor, de respeto, dignidad y afecto. Sus familiares le dijeron todo lo que tenían que decirle y le lloraron sin tener que lamentar haber dejado ningún asunto inconcluso.
A través de esas pocas experiencias, comprendí que la muerte es algo que no siempre se puede controlar. Pero bien mirado, eso me pareció bien.
Tuve suerte en la escuela. Mi interés por las matemáticas y la literatura me convirtió en uno de esos escasos niños a los que les gusta ir a la escuela. Pero no reaccioné así frente a las clases obligatorias y semanales de religión. Fue una pena, porque ciertamente sentía inclinación por lo espiritual. Pero el pastor R., que era el ministro protestante del pueblo, enseñaba las Sagradas Escrituras los domingos de un modo que sólo inspiraba miedo y culpabilidad, y yo no me identificaba con "su" Dios.
Era un hombre insensible, brutal y rudo. Sus cinco hijos, que sabían lo poco cristiano que era en realidad, llegaban a la escuela hambrientos y con el cuerpo cubierto de cardenales. Los pobres se veían cansados y macilentos. Nosotros les guardábamos bocadillos para que desayunaran en el recreo, y les poníamos suéteres y cojines en los bancos de madera del patio para que pudieran aguantar sentados. Finalmente sus secretos familiares se filtraron hasta el patio de la escuela: cada mañana su muy reverendo padre les propinaba una paliza con lo primero que encontraba a mano.
En lugar de echarle en cara su comportamiento cruel y abusivo, los adultos admiraban sus sermones elocuentes y teatrales, pero todos los niños que estábamos sometidos a su tiránico modo de enseñar lo conocíamos mejor. Un suspiro durante su charla, o un ligero movimiento de la cabeza y ¡zas!, te caía la regla sobre el brazo, la cabeza, la oreja, o recibías un castigo.
Perdió totalmente mi aprecio, como la religión en general, el día en que le pidió a mi hermana Eva que recitara un salmo. La semana anterior habíamos memon-zado el salmo, y Eva lo sabía muy bien; pero antes de que hubiera terminado de recitarlo, la niña que estaba al lado de ella tosió, y el pastor R. pensó que le había susurrado al oído el salmo. Sin hacer ninguna pregunta, las cogió por las trenzas a las dos e hizo entrechocar las cabezas de ambas. Sonó un crujido de huesos que nos hizo temblar a toda la clase.
Encontré que eso era demasiado y estallé. Lancé mi libro negro de salmos a la cara del pastor; le dio en la boca. Se quedó atónito y me miró fijamente, pero yo estaba demasiado furiosa para sentir miedo. Le grité que no practicaba lo que predicaba.
Cuando iba de camino a casa me sentía nerviosa y asustada. Aunque sabía que lo que había hecho estaba justificado, temía las consecuencias. Me imaginé que me expulsarían de la escuela. Pero la mayor incógnita era mi padre. Ni siquiera quería pensar de qué modo me castigaría. Pero por otro lado, mi padre no era admirador del pastor R. Hacía poco el pastor había elegido a nuestros vecinos como a la familia más ejemplar del pueblo, y sin embargo todas las noches oíamos cómo los padres se peleaban, gritaban y golpeaban a sus hijos. Los domineos se mostraban como una familia encantadora. Mi padre se preguntaba cómo podía estar tan ciego el pastor R.
Antes de llegar a casa me detuve a descansar a la sombra de uno de los frondosos árboles que bordeaban un viñedo. Esa era mi iglesia. El campo abierto, los árboles, los pájaros, la luz del sol. No tenía la menor duda respecto a la santidad de la Madre Naturaleza y a la reverencia que inspiraba. La Naturaleza era eterna y digna de confianza; hermosa y benévola en su trato a los demás; era clemente. En ella me cobijaba cuando tenía problemas, en ella me refugiaba para sentirme a salvo de los adultos farsantes. Ella llevaba la impronta de la mano de Dios.
Mi padre lo entendería. Era él quien me había enseñado a venerar el generoso esplendor de la naturaleza llevándonos a hacer largas excursiones por las montañas, donde explorábamos los páramos y praderas, nos bañábamos en el agua limpia y fresca de los riachuelos y nos abríamos camino por la espesura de los bosques. Nos llevaba a agradables caminatas en primavera y también a peligrosas expediciones por la nieve. Nos contagiaba su entusiasmo por las elevadas montañas, una edelweiss medio escondida en una roca o la fugaz visión de una rara flor alpina. Saboreábamos la belleza de la puesta de sol. También respetábamos el peligro, como aquella vez que me caí en una grieta de un glaciar, caída que habría sido fatal si no hubiera llevado atada una cuerda con la que me rescató.
Esos recorridos quedaron impresos para siempre en nuestras almas.
En lugar de dirigirme a casa, donde con toda seguridad ya habría llegado la noticia de mi encontronazo con el pastor R., me metí a gatas en un lugar secreto que había descubierto en los campos de detrás de casa. Para mí ése era el lugar más sagrado del mundo. En el centro de un matorral tan espeso que, aparte de mí, ningún otro ser humano había penetrado allí jamás, se alzaba una enorme roca, de un metro y medio de altura más o menos, cubierta de musgo, liqúenes, salamandras y horripilantes insectos. Era el único sitio donde podía fundirme con la naturaleza y donde ningún ser humano podría encontrarme. Trepé hasta lo alto de la roca. El sol se filtraba por entre las ramas de los árboles como por las vidrieras de una iglesia; levanté los brazos al cielo como un indio y entoné una oración inventada por mí dando gracias a Dios por toda la vida y por todo cuanto vive. Me sentí más cerca del Todopoderoso de lo que jamás me podrían haber acercado los sermones del pastor R.
De vuelta al mundo real, mi relación con el espíritu fue sometida a debate. En casa mis padres no me hicieron ninguna pregunta respecto al incidente con el pastor R.; yo interpreté su silencio como apoyo. Pero tres días después el consejo de la escuela se reunió en una sesión de urgencia para debatir el asunto. En realidad, el debate sólo concernía a la mejor manera de castigarme. No les cabía la menor duda de que yo había actuado mal.
muchísimo más para sanarla. Incluso le escribí cuando ella estaba en el hospital contándole mi intención de convertirme exactamente en ese tipo de médico.
Lógicamente, el mundo necesitaba curación y pronto la necesitaría aún más. En 1939 la maquinaria bélica nazi estaba comenzando a poner en marcha su fuerza destructora. Nuestro profesor, el señor Wegmann, oficial del ejército suizo, nos preparó para el estallido de la guerra. En casa mi padre recibía a muchos hombres de negocios alemanes que hacían comentarios sobre Hitler y sobre los rumores que corrían acerca de judíos acorralados en Polonia y supuestamente asesinados en campos de concentración, aunque nadie sabía de cierto qué estaba ocurriendo. Pero las conversaciones sobre la guerra nos asustaban e inquietaban.
Una mañana de septiembre mi ahorrativo padre llegó a casa con una radio, un aparato que en nuestro pueblo era un lujo, pero que de pronto se convirtió en necesidad. Todas las noches a las siete y media, después de cenar, nos reuníamos alrededor de la enorme caja de madera a escuchar los informes sobre el avance de los nazis alemanes en Polonia. Yo estaba de parte de los valientes polacos que arriesgaban la vida para defender su patria y lloraba cuando explicaban cómo morían mujeres y niños en Var- sovia en la primera línea de batalla. Hervía de rabia cuando oía que los nazis estaban matando judíos. Si hubiera sido hombre habría ido a luchar.
Pero era una niña, no un hombre, así que en lugar de ir a pelear le prometí a Dios que cuando tuviera edad suficiente viajaría a Polonia a ayudar a esas gentes valientes a derrotar a sus opresores. "Tan pronto pueda, tan pronto pueda, iré a Polonia a ayudar", musitaba.
Mientras tanto odiaba a los nazis, y los odié aún más cuando los soldados suizos confirmaron los rumores de la existencia de campos de concentración para judíos. Mi padre y mi hermano vieron a soldados nazis situados a lo largo del Rin ametrallando a un río humano de judíos que trataban de cruzar para encontrar refugio.
Pocos llegaron vivos al lado suizo. A algunos los cogieron vivos y los enviaron a campos de concentración. Muchos murieron y quedaron flotando en el río. Las atrocidades eran demasiado grandes y demasiado numerosas para quedar ocultas. Todas las personas que yo conocía estaban horrorizadas.
Cada emisión de noticias de la guerra era para mí un desafío moral. "¡No, jamás nos vamos a rendir! —gritaba mientras escuchaba a Winston Churchill—. ¡Jamás!" En pleno furor de la guerra aprendimos el significado de la palabra sacrificio. Los refugiados entraban a raudales por las fronteras suizas. Hubo que racionar los alimentos. Mi madre nos enseñó a conservar huevos para que duraran uno o dos años. Nuestro terreno cubierto de césped se convirtió en huerta para cultivar patatas y verduras. En el sótano teníamos tantos alimentos en lata que parecía un supermercado moderno.
Me enorgullecía saber sobrevivir con alimentos cultivados en casa, hacerme el pan, preparar conservas de frutas y verduras y prescindir de los antiguos lujos. Era sólo un pequeño aporte al esfuerzo bélico, pero el hecho de ser autosuficientes me producía una nueva sensación de confianza, y después esas habilidades me resultarían muy provechosas.
Si comparábamos nuestra existencia con las condiciones en que se encontraban los países vecinos, teníamos muchísimo que agradecer. En el plano personal vivíamos relativamente tranquilos. A los dieciséis años mis hermanas se estaban preparando para la confirmación, que era un gran acontecimiento para un niño suizo. Estudiaban en
Zúrich con el pastor Zimmermann, famoso pastor protestante. Mi familia lo conocía desde hacía mucho tiempo y existía entre ellos un cariño y un
respeto mutuos. Cuando se acercaba la fecha de la ceremonia les dijo a mis padres que había soñado con celebrar la confirmación de las trillizas Kübler, lo cual era una sutil manera de preguntar: "¿Y Elisabeth?"
Yo no tenía la menor intención de pertenecer a la Iglesia, pero el pastor me pidió que le manifestara todas las quejas y críticas que tenía contra ella. Se las dije una por una, desde el pastor R. hasta mi creencia de que ningún Dios, y mucho menos mi concepto de Dios, podía estar contenido bajo ningún techo ni ser definido por ninguna ley o norma creada por el hombre.
Eva era la fe. Erika la esperanza. Y yo el amor.
En un momento en que el amor parecía ser tan escaso en el mundo, lo acepté como un regalo, un honor y, por encima de todo, una responsabilidad.
Cuando acabé la enseñanza secundaria en la primavera de 1942, ya era una joven madura y seria. Albergaba pensamientos profundos. En mi opinión, mi futuro estaba en la Facultad de Medicina; mi deseo de ser médica era más fuerte que nunca; me sentía llamada a ejercer esa profesión. ¿Qué mejor que sanar a las personas enfermas, dar esperanza a las desesperadas y consolar a las que sufrían?
Pero mi padre seguía al mando, de modo que la noche en que decidió el futuro de sus tres hijas no se diferenció en nada de aquella tumultuosa noche de hacía tres años. Envió a Eva al colegio de formación general para señoritas y a Erika al gymnasium de Zúnch. En cuanto a mí, volvió a asignarme la profesión de secretaria-contable de su empresa. Demostró conocerme muy poco explicándome la maravillosa oportunidad que me ofrecía.