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Poema Psicopedagogico, Apuntes de Psicopedagogía

Apuntes sobre archivo poema psicopedagogico de Makarenko

Tipo: Apuntes

2020/2021

Subido el 28/06/2021

la-baulera-de-sol
la-baulera-de-sol 🇦🇷

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Ann Makarenko - Poema Pedagógico - 1
Omegalfa
Biblioteca Libre
Anton Makarenko
Poema
pedagógico
Procedencia del texto:
Biblioteca virtual Antorcha
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Omegalfa Biblioteca Libre

Anton Makarenko

Poema

pedagógico

Procedencia del texto:

Biblioteca virtual Antorcha

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Índice

Acerca del autor…………………………………………………

Primer Libro…………………………………………………….

  1. Conversación con el delegado provincial de Instrucción Pública
  2. Principio sin gloria de la colonia Gorki
  3. Característica de las necesidades primordiales
  4. Operaciones de carácter interno
  5. Asuntos de importancia estatal
  6. La conquista del tanque metálico
  7. No hay pulga mala
  8. Carácter y cultura
  9. Aún quedan caballeros en Ucrania
  10. Los ascetas de la educación socialista
  11. La sembradora triunfal
  12. Brátchenko y el comisario regional de abastos
  13. Osadchi
  14. Buenos vecinos
  15. El nuestro es el más guapo
  16. Habersup
  17. Sharin en la picota
  18. La fusión con el campesinado
  19. Juego de prendas
  20. Sobre lo vivo y lo muerto
  21. Unos viejos dañinos
  22. Amputación
  23. Semillas de calidad
  24. El calvario de Semión
  25. Pedagogía de mandos
  26. Los monstruos de la segunda colonia
  27. La conquista del komsomol
  28. Comienzo de la marcha al son de las fanfarrias

Segundo Libro………………………………………………….

  1. La jarra de leche
  2. Otchenash
  3. Los dominantes
  4. El teatro

Antón S. Makárenko

Poema Pedagógico

A. MÁXIMO GORKI,

Nuestro padrino, amigo y maestro, Con devoción y cariño

Acerca del autor

Año 1920. Tercer año de existencia de la joven República de los Soviets. La guerra civil todavía no ha terminado. La vida pacífica comienza a encauzarse. En este año, el Departamento de Instrucción Pública encarga al joven maestro A. Makárenko que organice en las cercanías de Poltava, ciudad del Sur de Rusia, una colonia para de- lincuentes menores de edad que, posteriormente, recibió el nombre de Colonia Máximo Gorki. Se reunió allí a niños vagabundos cuyos padres habían perecido durante los años de guerra civil, epidemias y hambre, a niños que el torbellino de la guerra había arrastrado por todos los caminos de Rusia. Su trabajo entre los niños vagabundos pronto pasó a ser el eje de la vida del joven maestro. Unos años más tarde, en 1927, Makárenko pasó a dirigir también la Comuna Infantil Félix Dzerzhinski, fundada cerca de Járkov. En treinta años de actividad pedagógica -dijo de sí mismo Makárenko- viví 200.000 horas de tensión laboral y por mis manos pasaron más de 3000 niños. Yo, pedagogo, he invertido los últimos quince años en la aplicación práctica y el perfeccionamiento de un sistema de edu- cación comunista. He creado para ello, con gran trabajo, una colec- tividad experta, que ha evidenciado la vitalidad de todas mis tesis. Makárenko forjó en su colonia a magníficos jóvenes, inteligen- tes, de alta moral y demandas y gusto estéticos elevados. Entregado a esa obra, creó su sistema pedagógico innovador, que le pone a la


altura de los mejores pedagogos del mundo. Su gran talento de escri- tor le permitió exponer en forma literaria su teoría pedagógica, haciéndola patrimonio de la opinión mundial. Makárenko escribió novelas, obras de teatro y guiones cinematográficos, que componen hoy los siete tomos de sus obras completas. Son muy famosas sus novelas Poema Pedagógico, Banderas sobre las torres y Libro para los padres. Las obras literarias de Makárenko ofrecen al lector intere- santes cuadros de la vida soviética de los años del 20 y del 30 y, al mismo tiempo, le enseñan a pensar pedagógicamente y amplían sus horizontes y cultura pedagógicos. Makárenko invirtió diez años (1925-1935) en escribir el Poema Pedagógico. Es mi obra más querida, decía de esta novela en una carta a Gorki. La suerte de este libro es maravillosa: la vida continúa escribiéndolo. Los personajes del Poema Pedagógico siguen viviendo fuera de sus páginas y son pedagogos, médicos, diseñadores de avio- nes, ingenieros, pilotos... Los libros que se han publicado en la URSS acerca de la vida de los educandos de Makárenko podrían llenar toda una estantería. A quienes lean el Poema Pedagógico les agradará seguramente saber que el incorregible Burún es hoy teniente coronel del Ejército Soviético y que combatió como un héroe contra los fas- cistas en la Guerra Patria; que el colono Zadórov es ingeniero hidró- logo; que Vérshnev es médico e Iván Tkachuk, actor. Semión Ka- rabánov, uno de los personajes más populares del Poema Pedagógi- co, siguió el camino de su maestro, se hizo pedagogo y dirige hoy una gran institución infantil en las cercanías de Moscú. Estas vidas no son excepciones. Los educandos de Makárenko continúan la obra de su maestro. La muerte se llevó muy pronto a Makárenko. En 1939, dejó de existir. Sus libros, y muy especialmente su Poema Pedagógico, pin- tan al lector la imagen de un luchador, de un hombre público y pen- sador a quien Gorki dijera en cierta ocasión: Es usted un maravilloso Hombre con mayúscula, un hombre de esos que Rusia necesita.


_- ¿Qué va a parecerme?

  • Pues eso, precisamente, que no quiere nadie: que todos se de- fienden con uñas y dientes, que todos dicen: Nos degollarán. Natu- ralmente, os gustaría tener un despachito, libros... ¡Tú te has puesto hasta gafas!... Me eché a reír:
  • ¡Vaya, también las gafas le molestan!
  • Es lo que yo digo: que sólo queréis leer. Pero, si se os da un ser vivo, entonces salís con ésas: Me degollará. ¡Intelectuales!_ El delegado provincial de Instrucción Pública me acribillaba enojado con sus pequeños ojos negros, y, bajo los bigotes a lo Nietzsche, su boca expelía insultos contra toda nuestra casta pedagó- gica. Pero este delegado provincial de Instrucción Pública no tenía razón...
  • _Usted escúcheme...
  • ¡Qué "escúcheme" ni qué "escúcheme"! ¿Qué puedes decirme? Me dirás: ¡si fuera esto como en Norteamérica! Hace poco leí un librito acerca de eso... Alguien me lo dio intencionadamente. Refor- madores... O, ¿cómo es? Espera... ¡Ah! Reformatorios. Pero eso no existe todavía en nuestro país.
  • No, usted escúcheme.
  • Bien, le escucho.
  • También antes de la Revolución se hacía entrar en vereda a esos vagabundos. Entonces había colonias de delincuentes menores de edad...
  • Esto no es lo mismo, ¿sabes?... Lo de antes no sirve.
  • Precisamente. Y esto quiere decir que el hombre nuevo debe ser forjado de un modo nuevo.
  • De un modo nuevo; en eso tienes razón. Pero nadie sabe cómo... ¿Y tú lo sabes?
  • Yo tampoco.
  • Pues yo tengo en la delegación provincial de Instrucción Pública gente que sabe...
  • Sin embargo, no quieren poner manos a la obra..._

_- No quieren los infames; en eso tienes razón...

  • Y, si yo me pongo a ello, me harán imposible la vida. Haga lo que haga, dirán que no es así.
  • Estás en lo justo; lo dirán esos sinvergüenzas.
  • Y usted les creerá a ellos y no a mí.
  • No les creeré. Les diré: debíais haberlo hecho vosotros mis- mos.
  • Bueno; ¿y si, en realidad, me armo un lío?_ El delegado provincial de Instrucción Pública dio un puñetazo sobre la mesa.
  • _Pero, ¿por qué vas a armarte un lío?... Bien, pues te armas un lío. ¿Qué es lo que quieres de mí? ¿Acaso yo no lo comprendo o qué? Ármate todos los líos que quieras, pero hay que obrar. Después veremos. Lo más importante es ¿sabes?, no una colonia de menores, sino una escuela de educación social. ¡Necesitamos, ¿comprendes?, forjar un hombre nuestro! Y tú eres quien debe hacerlo. De cual- quier forma, todos tenemos que aprender. Y, por lo tanto, tú también aprenderás. Me gusta que me hayas dicho francamente: no sé. Eso está bien.
  • ¿Y sitio hay? Porque, a pesar de todo, hacen falta edificios.
  • Hay sitio, hermano. Un sitio magnífico. Precisamente allí hab- ía antes una colonia de menores. No está lejos, a unas seis verstas. Se está bien allí. Hay bosque, campo... Podrás criar vacas...
  • ¿Y gente?
  • ¿Gente?... En seguida la saco del bolsillo. ¿Tal vez necesitas también un automóvil?
  • ¿Dinero?...
  • Dinero hay. Toma. De un cajón de la mesa sacó un paquete.
  • Ciento cincuenta millones_^1 _Para toda clase de gastos de orga- nización. Reparaciones, los muebles que precises...
  • ¿Y para las vacas?_

(^1) Moneda en curso en 1920.


probablemente suboficiales retirados, cuyas obligaciones consistían en vigilar cada paso de sus educandos, tanto durante el trabajo como durante el recreo, y en dormir por las noches junto a ellos en la habi- tación contigua. De lo que contaban los campesinos de la vecindad deducíase que la pedagogía de esos celadores no brillaba por ninguna complicación especial. Exteriormente se expresaba por un instrumen- to tan simple como el palo. Los rastros materiales de la antigua colonia eran todavía más in- significantes. Los vecinos más inmediatos de la colonia habían tras- ladado y llevado a sus depósitos propios todo lo traducible a unida- des materiales: los talleres, los almacenes, los muebles. Entre otros bienes había sido trasladado también hasta el huerto de árboles fruta- les. Sin embargo, nada de toda esta historia recordaba a los vándalos. El huerto no había sido talado, sino excavado y replantado en algún otro lugar; tampoco los cristales de las casas habían sido rotos, sino sacados con precaución; las puertas, no arrancadas por ningún hacha colérica, habían sido cuidadosamente desprendidas de sus goznes y los hornos desmontados ladrillo a ladrillo. Sólo el aparador, en el antiguo domicilio del director, permanecía en su sitio.

  • ¿Por qué sigue aquí el armario? -pregunté a un vecino, Luká Semiónovich Verjola, que había venido desde el caserío para ver a los nuevos amos.
  • Pues porque, como usted ve, puede decirse que este armario no sirve para nuestra gente. Usted mismo juzgará que no vale la pena de desmontarlo. En las jatas no entrará, tanto por lo alto como por lo ancho... En los rincones de los cobertizos se amontonaba la chatarra, pero no había cosas útiles. Siguiendo las huellas recientes, conseguí recu- perar algunos objetos de valor, sustraídos en los últimos días. Eran una vieja sembradora corriente, ocho bancos de carpintería, que ape- nas se tenían en pie, un caballo merino de treinta años de edad, que en otros tiempos fuera kirguís, y una campana de cobre. En la colonia encontré ya a Kalina Ivánovich, el administrador. Me acogió con esta pregunta:

  • ¿Usted es el encargado de la parte pedagógica? Pronto reparé en que Kalina Ivánovich hablaba con acento ucra- niano, aunque no reconocía la lengua ucraniana como una cuestión de principio. En su léxico abundaban las palabras ucranianas, y siempre pronunciaba la letra "g" al modo meridional. Pero yo no sé por qué en la palabra "pedagógica" acentuaba con tanta fuerza esa literaria "g" rusa, que en él resultaba hasta exagerada.
  • _¿Usted es el encargado de la parte pedagógica?
  • ¿Por qué? Yo soy el director de la colonia...
  • No_ -objetó quitándose la pipa de la boca-. Usted será el encar- gado de la parte pedagógica y yo el encargado de la administración. Imaginaos el Pan^1 de Vrúbel, ya completamente calvo, sólo con un resto de pelo sobre las orejas. Afeitad a este Pan la barba y cortad- le los bigotes como a un arcipreste. Ponedle una pipa entre los dien- tes. Y ya no será Pan, sino Kalina Ivánovich Serdiuk. Era un hombre extraordinariamente complicado para un trabajo tan simple como la administración de una colonia infantil. Tenía a sus espaldas, por lo menos, cincuenta años de diferente actividad. Pero únicamente dos épocas constituían su orgullo: en su juventud había sido húsar del regimiento de Kexholm de guardias de corps de Su Majestad y en el año 18, durante la ofensiva de los alemanes, había dirigido la eva- cuación de la ciudad de Mírgorod. Kalina Ivánovich fue el primer objeto de mi actividad pedagógi- ca. Era una gran dificultad para mí su abundancia en las convicciones más diversas. Con el mismo placer denostaba contra los burgueses, los bolcheviques, los rusos, los hebreos, nuestro desaliño y la meticu- losidad alemana. Pero sus ojos azules brillaban con tanto amor a la vida, era tan sensible y dinámico, que no escatimé para él una peque- ña cantidad de energía pedagógica. Y comencé a educarle desde el primer día, desde nuestra primera conversación:
  • ¿Cómo es posible, camarada Serdiuk, que la colonia no tenga director? Alguien debe responder de todo.

(^1) El autor se refiere a Pan, dios mitológico de los rebaños y protector de la naturale- za, que inspiró el conocido cuadro de M. Vrúbel (1856-1910).


mí me era imposible resignarme con el ritmo que podía proporcionar el caballo ex kirguís. En el transcurso de dos meses logramos, con ayuda de los espe- cialistas rurales, poner más o menos en orden uno de los cuarteles de la antigua colonia: colocamos cristales, reparamos las estufas, pusi- mos puertas nuevas. En el dominio de la política exterior obtuvimos un solo éxito, aunque, en cambio, verdaderamente notable: a fuerza de solicitudes logramos de la Comisión de Abastecimiento del Pri- mer Ejército de Reserva ciento cincuenta puds de harina de centeno. Pero no tuvimos la suerte de poder concentrar otros valores materia- les. Comparando todo eso con mis ideales en el terreno de la cultura material, vi que, aunque tuviera cien veces más, me faltaría tanto como ahora para llegar al ideal. A consecuencia de ello tuve que declarar terminado el período de organización. Kalina Ivánovich aprobó mi punto de vista:

  • ¿Y qué podemos reunir, si ellos, los parásitos, se dedican a hacer encendedores? Han arruinado al pueblo y ahora dicen: Or- ganízate como puedas. Tendremos que hacer lo mismo que Ilyá Múromets^1 ...
  • ¿Lo mismo que Ilyá Múromets?
  • Sí. Hubo en otro tiempo un Ilyá Múromets, tal vez tú lo sepas, y los parásitos ésos han declarado que era un paladín. Pero yo consi- dero que no era más que un pobretón y un vago. En verano, ¿com- prendes?, viajaba en trineo...
  • Pues bien: seremos como Ilyá Múromets. Después de todo, eso no es tan malo. ¿Y dónde está el bandido Solovéi?^2
  • Bandidos, hermano, hay todos los que quieras... Llegaron a la colonia dos educadoras: Ekaterina Grigórievna y Lidia Petrovna. En mis búsquedas de pedagogos, yo había llegado casi a la desesperación completa; nadie quería consagrarse a la edu- cación del hombre nuevo en nuestro bosque, porque todo el mundo

(^1) Héroe de los poemas épicos rusos. (^2) Fabuloso bandido al que venció lIyá Múromets.


temía a los golfos y nadie confiaba en el fausto final de nuestra em- presa. Y sólo en una conferencia de maestros rurales, en la que me vi obligado a hacer uso de la palabra, encontré a dos personas vivas. Me alegró que fueran mujeres. Yo creía que la ennoblecedora influencia femenina completaría afortunadamente nuestro conjunto de fuerzas. Lidia Petrovna era todavía muy joven, una chiquilla. Acababa de salir del liceo, y aún no había perdido la costumbre de los cuidados maternos. El delegado provincial de Instrucción Pública me preguntó al firmar su nombramiento:

  • ¿Para qué quieres a esa muchachita? Si no sabe nada...
  • Así la he buscado precisamente. De vez en cuando se me ocu- rre que los conocimientos no tienen ahora tanta importancia. Esta Lídochka es un ser purísimo, y yo cuento con ella como con una especie de vacuna.
  • ¿No te pasarás de listo? En fin, de acuerdo... En cambio, Ekaterina Grigórievna era un experto lobo pedagógi- co. No había nacido mucho antes que Lídochka, pero Lídochka se reclinaba en su hombro igual que una niña junto a su madre. En el rostro serio y hermoso de Ekaterina Grigórievna resaltaban unas cejas negras, casi varoniles. Sabía llevar con aseo subrayado vestidos que conservaba por verdadero milagro y Kalina Ivánovich, al cono- cerla, se expresó acertadamente:
  • Con una mujer así hay que tener mucho cuidado... En fin, todo estaba dispuesto. El 4 de diciembre llegaron a la colonia los primeros seis educan- dos y me hicieron entrega de un sobre fabuloso, sellado con cinco enormes lacres... Este sobre contenía sus expedientes. Cuatro eran enviados a la colonia por asalto a mano armada de una casa y tenían dieciocho años de edad; los otros dos, más jóvenes, eran acusados de robo. Nuestros educandos estaban espléndidamente vestidos: panta- lones de montar, botas elegantes. Sus peinados eran de última moda. En ellos no había absolutamente nada de niños abandonados. Los apellidos de estos primeros educandos eran Zadórov, Burún, Vólo- jov, Bendiuk, Gud y Taraniets.

en la colonia por un agente de investigación: se le acusaba de asesi- nato y robo nocturno. Lídochka, mortalmente asustada por este acon- tecimiento, lloraba en su habitación y no salía más que para pregun- tarnos a todos:

  • Pero, ¿qué es eso? ¿Cómo ha podido matar? Ekaterina Grigórievna, sonriendo seriamente, fruncía el entrecejo:
  • No sé, Antón Semiónovich; de verdad que no lo sé... Tal vez tengamos que marcharnos sin más ni más... No sé qué tono hay que emplear aquí... El bosque desierto en torno a nuestra colonia, las cajas vacías de los edificios, los diez catres plegables en lugar de camas, el hacha y la pala como herramientas y la media docena de educandos que ne- gaban categóricamente no sólo nuestra pedagogía, sino la cultura humana íntegra, todo eso, a decir verdad, no se ajustaba en absoluto a nuestra precedente experiencia escolar. En las largas veladas invernales, la colonia era angustiante. Dos quinqués la alumbraban, uno en el dormitorio y el otro en mi habita- ción. Las educadoras y Kalina Ivánovich tenían velones, invención de la época de Kii, Schek y Joriv.^1 El cristal de mi quinqué estaba roto por la parte superior, y el resto se hallaba todo ahumado, porque Kalina Ivánovich, al encender su pipa, recurría frecuentemente al fuego de mi lámpara, metiendo para ello medio periódico en el cris- tal. Aquel año las nevascas comenzaron pronto, y todo el patio de la colonia se llenó de montones de nieve. No teníamos a nadie para limpiar los senderos. Pedí a los educandos que lo hicieran ellos, y Zadórov me contestó:
  • Podemos limpiar los senderos, pero sólo cuando pase el in- vierno: si no, los limpiaremos nosotros, y otra vez nevará. ¿Com- prende? Sonrió amablemente y se dirigió hacia un camarada, olvidando mi existencia. Zadórov procedía de una familia de intelectuales: se

(^1) Aquí: tiempos remotos. Kii, Schek y Joriv son los legendarios fundadores de la ciudad de Kíev.


notaba en el acto. Hablaba correctamente, su rostro se distinguía por ese aspecto lustroso que no tienen más que los niños bien alimenta- dos. Vólojov era de otro género; boca ancha, nariz ancha, los ojos muy separados, todo ello acompañado de una particular movilidad de facciones: el rostro de un bandido. Vólojov llevaba siempre las ma- nos metidas en los bolsillos del pantalón de montar, y ahora se acercó a mí en esa actitud:

  • Bueno, ya le hemos contestado... Salí del dormitorio, transformando mi cólera en una especie de piedra pesada dentro del pecho. Pero era preciso limpiar los sende- ros, y la cólera petrificada exigía acción. Fui en busca de Kalina Ivá- novich:
  • Vamos a limpiar la nieve.
  • ¿Qué dices? ¿Es que yo he venido aquí de peón? ¿Y los ruise- ñores-bandidos qué? -dijo, señalando los dormitorios.
  • No quieren.
  • ¡Ah, parásitos! Bueno, vamos. Kalina Ivánovich y yo estábamos terminando de limpiar el pri- mer sendero cuando en él aparecieron Vólojov y Taraniets, que iban, como siempre, a la ciudad.
  • ¡Eso está bien! -exclamó alegremente Taraniets.
  • Hace tiempo que debían haberlo hecho -le sostuvo Vólojov. Kalina Ivánovich les cerró el paso:
  • ¿Qué es eso de que está bien? Tú, canalla, te has negado a tra- bajar, ¿y piensas que voy a hacerlo yo por ti? Por aquí no pasas, parásito. Métete en la nieve, que, si no, te daré con la pala... Kalina Ivánovich alzó la pala, pero un segundo después su pala volaba hasta un lejano montón de nieve, su pipa iba a parar a otro lado, y el estupefacto Kalina Ivánovich pudo solamente acompañar con la mirada a los jóvenes y oír cómo le gritaban, ya desde lejos:
  • ¡Tendrás que ir tú solito en busca de la pala!... Entre risas se marcharon a la ciudad.

Con todo mi ser sentía que debía apresurarme, que era imposible esperar ni un solo día más. La colonia estaba adquiriendo creciente- mente el carácter de una cueva de bandidos. En la actitud de los edu- candos frente a los educadores se incrementaba más y más el tono permanente de burla y de granujería. Ya habían empezado a referir anécdotas escabrosas en presencia de las educadoras, exigían grose- ramente la comida, arrojaban los platos por el aire, jugaban de mane- ra ostensible con sus navajas y, chanceándose, inquirían los bienes que poseía cada uno.

  • Siempre puede ser útil... ¡en un momento de apuro! Se negaban resueltamente a cortar leña para las estufas y un día destrozaron, en presencia de Kalina Ivánovich, el tejado de madera del cobertizo. Lo hicieron entre risas y bromas:
  • ¡Para lo que vamos a vivir aquí nos basta! Kalina Ivánovich desprendía millones de chispas de su pipa y hacía gestos de desesperación:
  • ¿Qué vas a decirles a esos parásitos? ¡Gomosos indecentes! ¿Y de dónde habrán sacado que se puede destrozar las dependencias? Por una cosa así habría que meter en la cárcel a sus padres. ¡Pará- sitos! Y sucedió que no pude mantenerme más tiempo en la cuerda pe- dagógica. Una mañana de invierno pedí a Zadórov que cortase leña para la cocina. Y escuché la habitual contestación descarada y alegre:
  • ¡Ve a cortarla tú mismo: sois muchos aquí! Era la primera vez que me tuteaban. Colérico y ofendido, llevado a la desesperación y al frenesí por todos los meses precedentes, me lancé sobre Zadórov y le abofeteé. Le abofeteé con tanta fuerza, que vaciló y fue a caer contra la estufa. Le golpeé por segunda vez y, agarrándole por el cuello y levantándo- le, le pegué una vez más. De pronto, vi que se había asustado terriblemente. Pálido, temblándole las manos, se puso precipitadamente la gorra, después

se la quitó y luego volvió a ponérsela. Y probablemente yo hubiera seguido golpeándole, pero el muchacho, gimiendo, balbuceó:

  • Perdóneme, Antón Semiónovich. Mi ira era tan frenética y tan incontenible, que yo me daba cuen- ta de que, si alguien decía una sola palabra contra mí, me arrojaría sobre todos para matar, para exterminar a aquel tropel de bandidos. En mis manos apareció un atizador de hierro. Los cinco educandos permanecían inmóviles junto a sus camas. Burún se arreglaba preci- pitadamente algo en el traje. Me volví a ellos y les conminé, golpeando con el atizador el res- paldo de una cama:
  • O vais todos inmediatamente al bosque a trabajar o ahora mismo os marcháis fuera de la colonia... con mil demonios. Y salí del dormitorio. En el cobertizo donde guardábamos las herramientas empuñé un hacha y contemplé, ceñudo, cómo los educandos se repartían las hachas y los serruchos. Por mi mente pasó la idea de que era mejor no ir al bosque aquel día, no poner las hachas en manos de los edu- candos, pero ya era tarde: se habían repartido todas las herramientas. Daba igual. Yo me sentía dispuesto a todo: había resuelto no entregar gratuitamente mi vida. Además, tenía el revólver en el bolsillo. Nos fuimos al bosque. Kalina Ivánovich me dio alcance y, terri- blemente agitado, susurró:
  • ¿Qué pasa? Dime, por favor: ¿cómo están hoy tan amables? Yo contemplé distraído los ojos azules del Pan y respondí:
  • Mal van las cosas, hermano... Por primera vez en mi vida he pegado a un hombre.
  • Pero, ¿qué has hecho? -se sorprendió Kalina Ivánovich-. ¿Y si se quejan?
  • Eso es lo de menos... Para mi asombro, todo transcurrió bien. Estuve trabajando con los muchachos hasta la hora de comer. Cortábamos pinos torcidos. En general, los muchachos permanecían sombríos, pero el aire puro y