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Este documento es para estudiantes
Tipo: Guías, Proyectos, Investigaciones
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ace mucho, mucho tiempo, vivía en un lejano reino el rey más presumido que jamás haya existido. Se llamaba Filiberto y lo que más le gustaba era mirarse en el espejo que llevaba consigo a todas partes. Incluso cuando montaba a caballo colgaba el espejo al cuello del animal. –¡Qué guapo soy! No me cansaría nunca de mirarme –se decía Filiberto un día que había salido a pasear a lomos de su caballo. De repente, una anciana mendiga se cruzó en su camino. –Por caridad, caballero, ¿no me daríais el espejo que cuelga del cuello de vuestro caballo? En el pueblo lo podría cambiar por algo de pan. Al escuchar la propuesta de la anciana, a Filiberto un poco más y le da un soponcio. –Pero, ¿qué dices, insensata? ¿Regalarte el espejo? ¿Es que acaso has perdido el juicio? Apártate de mi camino. Pero la anciana no se movió. En lugar de eso, se quitó la capucha que le tapaba la cara y, entre chispas y resplandores mágicos, descubrió su verdadera identidad: era Ventisca, la bruja más arisca.
–¡Rey engreído! –gritó–. ¡Te equivocaste al insultar a una bruja! –y murmurando para que Filiberto no pudiera escucharla, recitó el siguiente conjuro: «¡Barrabín, Barrabel, el espejo será cruel, y no verás ya tu rostro, sino tu alma negra en él!» Y dicho eso, la envolvió una gran nube de color violeta y desapareció. –¡No me dan ningún miedo tus conjuros! –gritó Filiberto, fingiendo indiferencia. Pero, de reojo, espío su reflejo en el espejo para tranquilizarse. –¡Aaah! –aulló apenas se vio–. ¡Estoy horrible! Efectivamente, la imagen que le devolvía el espejo no era la del joven apuesto de siempre, sino la de un ser monstruoso, de piel verde y lleno de verrugas. –¡No puede ser! –gritaba mientras regresaba galopando al castillo, presa del pánico. Nada más llegar, Filiberto, angustiado, se encerró en su habitación, y no quiso salir ni para comer, ni para merendar, ni para cenar.
Una vez la bruja desapareció envuelta en una nube violeta, Filiberto se dirigió a la orilla de un arroyo cercano con el mendrugo de pan entre sus manos. Allí se tropezó con otro mendigo, aún más pobre que él. –¡Ay, qué hambre tengo! Ya ni me acuerdo la última vez que usé los dientes –se quejaba el mendigo. El rey, que algo sí que había aprendido de sus desgracias, se apiadó del desventurado y con amabilidad le tendió el pan. –Toma –le dijo–. No es mucho, pero podemos compartirlo. Al pobre mendigo se le iluminó la cara y con una sonrisa le respondió: –Gracias amigo. Te prometo que cada pedazo de pan que consiga también lo compartiré contigo. Y así fue como, por primera vez en mucho tiempo, el rey se sintió feliz; y al mirar de reojo su reflejo en el arroyó lo encontró un poco menos monstruoso que el día anterior.