

















Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity
Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium
Prepara tus exámenes
Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity
Prepara tus exámenes con los documentos que comparten otros estudiantes como tú en Docsity
Los mejores documentos en venta realizados por estudiantes que han terminado sus estudios
Estudia con lecciones y exámenes resueltos basados en los programas académicos de las mejores universidades
Responde a preguntas de exámenes reales y pon a prueba tu preparación
Consigue puntos base para descargar
Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium
Comunidad
Pide ayuda a la comunidad y resuelve tus dudas de estudio
Descubre las mejores universidades de tu país según los usuarios de Docsity
Ebooks gratuitos
Descarga nuestras guías gratuitas sobre técnicas de estudio, métodos para controlar la ansiedad y consejos para la tesis preparadas por los tutores de Docsity
Tipo: Apuntes
1 / 25
Esta página no es visible en la vista previa
¡No te pierdas las partes importantes!
1. Los antecedentes de la bioética
El término « bioética » (del griego bios , vida y ethos , ética) es un nombre nuevo, utilizado por vez primera por el oncólogo estadounidense Van Rensselaer Potter en su libro Bioética: un puente hacia el futuro (1971), en el que propone la siguiente definición de su neologismo: « Puede definirse como el estudio sistemático de la conducta humana en el área de las ciencias humanas y de la aten- ción sanitaria, en cuanto se examina esta conducta a la luz de valores y principios morales ». Sin embargo, debe tenerse en cuenta que estamos ante un término nuevo para afrontar una realidad ya antigua. Como ha afirmado C. E. Taylor, ninguna profesión ha sido tan consciente como la medicina, desde épocas tan antiguas, de las dimensiones morales implicadas en su ejercicio. En efecto, la cultura occidental puede presentar el famoso juramento de Hipócrates (siglos VII a.C.) como el primer testimonio de esa conciencia de la medicina sobre las implicaciones éticas de la profesión. El juramento forma parte del llamado Corpus Hippocraticum o conjunto de escritos atribuidos al que es calificado, con razón, padre de la medicina. Se considera, sin embargo, que el juramento no tiene como autor a Hipócrates -y ni siquiera representa la forma de entender la praxis médica en la Escuela Hipocrática- sino que procede muy probablemente de círculos neopitagóricos. El juramento tiene dos partes fundamentales: en la primera aborda las obligaciones éticas del médico hacia sus maestros y familiares, mientras que la segunda trata de sus relaciones con el enfermo. Este documento, puesto bajo la autoridad del padre de la medicina, será recogido por la tradición occidental, quitándole su inicial invocación dirigida a los dioses del Olimpo, y constituirá un documento venerable en que se condensan las obligaciones éticas básicas que el médico deberá observar en el ejercicio de su profesión. Es importante subrayar que otras culturas, aunque no de forma tan precoz, poseen documen- tos similares, con importantes puntos de contacto con el contenido del juramento hipocrático. Habría que citar aquí el llamado « Juramento de Iniciación », Caraka Samhita, del siglo I a.C., procedente de la India; igualmente, debe hacerse referencia a otros dos documentos, que tienen relación con la tradición hipocrática: el juramento de Asaph , dentro del mundo judío, probablemente del siglo III-IV d.C., y el Consejo de un médico , del siglo X d.C., que procede de la medicina árabe. Dentro de la cultura china se citan Los cinco mandamientos y las diez exigencias , de Chen Shih-Kung, médico chino de comienzos del siglo XVII, que constituye la mejor síntesis de ética médica de esta cultura. Se ha afirmado que todos estos documentos tienen cuatro puntos coincidentes: En primer lugar, el primero non nocere , « ante todo, no hacer daño » -al que más tarde nos referiremos-; la afirmación de la santidad de la vida humana; la necesidad de que el médico alivie el sufrimiento y, finalmente, la san- tidad de la relación entre el médico y el enfermo (que se refleja, sobre todo, en que el médico no puede desvelar los secretos conocidos en su relación con el enfermo ni aprovecharse sexualmente de él).
La preocupación por los aspectos éticos de la medicina fue objeto de atención por parte de la moral católica, que, en torno al 5° mandamiento, abordó temas especialmente referidos al inicio y final
de la vida. Al surgir en la Edad Media las primeras Escuelas de Medicina se adopta la costumbre, que permanece vigente especialmente en el mundo anglosajón, de que los alumnos, al finalizar los estudios de medicina, profesen solemnemente versiones actualizadas del juramento hipocrático, antes de iniciar el ejercicio de la profesión. Se ha presentado al médico inglés, Thomas Percival, como padre de la «ética médica», ya que éstas son las dos primeras palabras del larguísimo título de su libro -al estilo de la época- dedicado a ciertos aspectos éticos del ejercicio de la medicina. La obra de Percival, de inicios del siglo XIX, responde, sobre todo, a una situación en que las tensiones entre los médicos, especialmente por motivos de competencia profesional, eran muy intensas. Este aspecto es muy abordado en su obra, por lo que se ha dicho que, más que un texto de ética, se trata de un libro sobre «etiqueta médica», que refleja las actitudes del gentleman por encima de las del médico sensible a la problemática ética. Durante el siglo XIX comienzan a constituirse las primeras asociaciones o colegios médicos en distintos países en que se subraya el interés por los aspectos éticos de la medicina. Surgen igualmente los primeros códigos deontológicos, que sintetizan, desde los valores inspirados en la ética hipocrática, las obligaciones que los médicos deben observar. Precisamente una de los funciones de los colegios médicos será la de evaluar la ética de los profesionales colegiados en dichas asociaciones. Un punto crítico en esta historia será la época nazi, que llevará a que 23 médicos alemanes se sienten en el banquillo de los acusados del tribunal de Nuremberg, de los que 16 fueron declarados culpables y siete condenados a muerte. Una consecuencia importante de la crisis de la II Guerra Mundial será también la Declaración de Ginebra (1948), en la Asamblea de la Asociación Médica Mundial , que significa una actualización de la ética hipocrática después de las brutalidades de aquella conflagración bélica. En la 2ª Asamblea Mundial (1949) se adoptó un Código Internacional de Ética Médica , inspirado en la Declaración de Ginebra y en los códigos deontológicos de bastantes países. Con posterioridad a esa fecha, deben señalarse dos líneas importantes. Por una parte y especialmente en el mundo anglosajón, comienzan a aparecer códigos deontológicos referidos a distintas especialidades médicas -en donde hay que situar los códigos de enfermería-. Por otra parte y ante determinados problemas concretos, la propia comunidad médica desarrolla sus propias directrices éticas: por ejemplo, a raíz de las experimentaciones nazis surgirá, inspirándose en la sentencia del tribunal, el Código de Nuremberg, o de forma similar, se definen directrices sobre muerte cerebral ante los primeros trasplantes cardíacos. Desde el campo religioso, específicamente el católico, a finales del siglo XIX comienzan a aparecer las primeras obras monográficas dedicadas a temas de moral médica.
2. El origen del término «bioética»
Como dijimos, Van Rensselaer Potter utilizó en 1971 el neologismo de « bioética » en el mismo título de su libro: Bioética: Un puente hacia el futuro. Este término se ha ido difundiendo ampliamente en los medios de comunicación, y los que nos dedicamos a esta disciplina cada vez con menor frecuencia nos vemos obligados a dar explicación del significado de este nombre cuando lo tenemos que utilizar. En el caso español nos parece que la declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Donum vitae , sobre la problemática ética de la procreación asistida humana, a la que los periodistas con frecuencia calificaron como «el documento vaticano de bioética», sirvió para difundir ese neologismo entre nosotros. Como ha escrito recientemente W. T. Reich, existe una cierta discusión sobre la paternidad de la palabra « bioética ». Después de un estudio pormenorizado, llega a la conclusión de que fue efec- tivamente Potter el que primero utilizó el nuevo término, pero que debe reconocerse también a André Hellegers, obstetra holandés que trabajaba en la Universidad de Georgetown, una forma de paternidad en la introducción del neologismo. Unos seis meses después de la aparición del libro de Potter, Hellegers utiliza ese término para dar nombre al centro Joseph and Rose Kennedy Institute for the
peor, pero sí más libremente y menos condicionadas por los intereses de los propios pacientes. De esta forma se llegó a una solución totalmente nueva: los médicos delegaron en los profanos para que tomasen la decisión: «Una prerrogativa que había sido hasta entonces exclusiva del médico fue delegada en representantes de la comunidad». Un segundo momento importante en la naciente historia de la bioética fue la publicación en el New England journal of Medicine (1966) de un trabajo, firmado por Beecher, en que recogía 22 artículos publicados en revistas científicas y que eran objetables desde el punto de vista ético. La historia de los experimentos humanos realizados sin cumplir las más elementales exigencias éticas tenía un precedente brutal: las experiencias realizadas por los médicos nazis en los campos de con centración alemanes. Sin embargo, lo que indicaba ahora el estudio de Beecher es que podía llegarse a abusos similares, no por la maldad que se enseñoreó en la época del nacionalsocialismo, sino por la misma naturaleza de la ciencia biomédica, que exige constantemente a los científicos eficacia, productividad y originalidad. Los internos de los campos de concentración eran ahora personas per- tenecientes a los grupos vulnerables. Uno de los ensayos, criticados por Beecher, consistió en la inoculación del virus de la hepatitis a niños afectados por deficiencia mental en un centro de Willowbrook... Cuatro años más tarde, el Senador Edward Kennedy sacaba a la luz el brutal experimento de Tuskegee, Alabama, en que se negó el tratamiento con antibióticos a individuos de raza negra afecta- dos por la sífilis, para poder estudiar el curso de esta enfermedad. La opinión pública quedó pro- fundamente afectada por estos hechos y se abrió paso a la llamada Comisión Nacional. (19741978), que marcó las directrices que deben presidir la experimentación en seres humanos, con un especial énfasis en el respeto a los miembros de los grupos vulnerables. El Informe Belmont , que recoge las deliberaciones de la Comisión sobre este tema, tendrá una enorme importancia en el ulterior desarrollo de la bioética, como subrayaremos más adelante. Un año más tarde, el 3 de diciembre de 1967, el Dr. Christian Barnard realizaba en el hospital Grootc Schur de Ciudad del Cabo el primer trasplante cardíaco. Este hecho causó un enorme impacto mundial en una sociedad que se acercaba a los grandes cambios culturales que se avecinaban en los próximos meses. El trasplante de corazón no sólo suscitó la degradación a mero músculo cardíaco de un órgano al que se le había dado una gran importancia cultural, sino que suscitaba serios interrogantes éticos acerca del consentimiento del donante y, sobre todo, acerca de la determinación de su muerte. Precisamente la Harvard Medical School, presidida por el antes citado Beecher, mar- caba poco después unas directrices que iban a tener una gran relevancia en los años posteriores. La Comisión que propuso esas directrices contaba con la presencia de un teólogo: ya se percibió, por tanto, que se estaba ante una problemática que desbordaba a los propios especialistas médicos. Otro nuevo paso en la historia de la bioética tiene lugar en 1975 en torno al famoso caso de Karen A. Quinlan, la joven norteamericana en estado de coma -como consecuencia de la ingestión simultánea de alcohol y barbitúricos- y cuyos padres adoptivos, católicos practicantes asesorados por su párroco, ante el pronóstico de irreversibilidad de su hija para una vida consciente, pidieron a la dirección del hospital que se le desconectase el respirador que la mantenía en vida. Esto dio origen a un polémico proceso legal en que, finalmente, el Tribunal Supremo del Estado de Nueva Jersey, en una sentencia histórica de 1976, reconoció a la joven «el derecho a morir en paz y con dignidad». El caso Quinlan abrió una gran discusión en torno al final de la vida y comenzaron a difundirse los testamentos vitales, las llamadas «órdenes de no resucitar», las primeras legislaciones sobre las directivas anticipadas... Todo ello hizo que comenzase a penetrar con fuerza en el discurso bioético el concepto de «calidad de vida». Poco después, en 1981, surge el gran debate en torno a Baby Doe, un neonato afectado por el síndrome de Down y que padecía una atresia esofágica que exigía una urgente intervención quirúrgica que le fue denegada en un hospital de Bloomington, Indiana. Surgen así las llamadas «regulaciones Baby Doe», que suscitaron una intensa polémica en Estados Unidos y que hoy exigirían, si se repitiese el caso de Bloomington, la necesidad de hacer al niño la operación quirúrgica.
Al comienzo de los años 80, la bioética está fuertemente consolidada en Estados Unidos y se extiende por otros muchos países. Un porcentaje importante de los hospitales estadounidenses tienen ya sus propios comités asistenciales de ética -hoy es una exigencia ineludible para la acreditación de un hospital en Estados Unidos-. La enseñanza de la bioética se extiende por las Escuelas de Medicina y se crea un gran número de centros especializados por todo el extenso territorio estadounidense; las publicaciones sobre esta disciplina se han hecho desbordantes y difícilmente abarcables. Podemos acabar este apartado con tres referencias adicionales, también muy importantes: la creación en 1969 del Hastings Center y la posterior aparición de su revista en 1973, el Hastings Center Report, en cuyo primer número D. Callahan, uno de los mas prestigiosos bioeticistas de aquel país, publicó un artículo en que se recogía el término de « bioética ». En segundo lugar, la publicación en 1978 de la Encyclopedia of Bioethics , una obra monumental, de consulta básica para esta temática, y en la que su autor, el antes citado Reich, optó finalmente por la utilización del término de «bioética» en el título. Y, finalmente, la decisión de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos de asumir en 1974 este término como encabezamiento de toda esa amplia literatura que ya entonces se estaba difundiendo.
4. Las Cartas de los Derechos de los Enfermos
Enfermos de los hospitales privados estadounidenses, 1972. Este documento, que será imitado por otros países -y que en el nuestro tendrá su repercusión en la propia Ley de Sanidad-, diseña un marco de relación entre los profesionales de la salud y los enfermos, que modifica de forma muy importante al que provenía de la ética hipocrática. Esta Carta afirma, especialmente, cuatro derechos fundamentales del enfermo: a la vida, a la asistencia sanitaria, a la información y a una muerte digna. Inspirándose en este documento, surgen en los distintos países las Cartas de los Derechos de los Enfermos, que significan algo tan trascendente -y al mismo tiempo tan obvio- como la introducción en el ejercicio de la profesión sanitaria de un tipo de relación más horizontal y paritaria entre los que tienen conocimientos médicos o de enfermería y el ser humano, afectado por el trance siempre difícil de la enfermedad. Afirman algo tan evidente como que el hospital funcione con leyes similares a las del resto de la sociedad y que se concedan al paciente los mismos derechos que nadie le discutiría en su vida normal. El pilar básico de las Cartas es el concepto de «consentimiento informado»: el reconocimiento de que cuanto se haga con el enfermo debe realizarse después de que éste haya prestado su permiso o asentimiento. No se trata, por otra parte, de cualquier tipo de consentimiento, sino que deberá preceder una información completa y comprensible del diagnóstico, pronóstico y tratamientos alternativos existentes, además de la constatación de la verdadera decisión libre del enfermo.
En realidad estas Cartas significan una modificación del marco de relación entre los profesionales de la salud y los enfermos. Como escribía el médico E. Schwenninger, al aludir a su relación con el enfermo, « soy un hombre que está a solas con otro hombre, como en una isla desierta ». Así podía surgir una situación favorable para relaciones impositivas y autoritarias; la que media entre el poderoso y el desposeído. La línea, inspirada en la ética hipocrática, tendía a convertir al enfermo en un menor de edad, al que se le mantenía al margen incluso de informaciones muy pequeñas. En el fondo se delineaba una «imagen-robot» del buen enfermo, como aquel que se ponía confiadamente en las manos bienhechoras del médico, que no pregunta ni protesta, en un rol pasivo y bastante infantil. Así se opera un fenómeno de regresión desde pautas adultas a otras infantiles, que conllevan la pérdida de la capacidad de decisión por parte del enfermo. Se consideraba que los profesionales de la salud son los que poseen tanto las virtudes éticas como los conocimientos que ayudarían al paciente a superar su enfermedad. Este marco tenía el
metafísica o sabiduría necesaria para saber cómo utilizar el pensamiento humano con vistas a garantizar una presencia responsable del hombre en la promoción de la calidad de su propia vida. Para Potter, la bioética es una nueva disciplina que reflexiona sobre los datos de la biología y sobre los valores humanos al mismo tiempo. « He tomado el término bio para representar el conocimiento biológico, la ciencia de los sistemas vivos. Y he tomado ética para indicar el conocimiento de los sistemas de valores .» Nuestro pionero estaba convencido de que con la nueva disciplina, por él denominada bioética, sería posible por fin construir intelectualmente un puente entre dos culturas, la científico-experimental y la humanística. En consecuencia, Potter define la bioética como la ciencia de la supervivencia. Y, además, tomando esa science of survival en un sentido global como puente entre la biología y la ética. El enfoque global significa que la bioética potteriana tiene por objeto la promoción de la calidad de la vida en general en todos sus componentes y no sólo en los aspectos médicos. A Potter, preocupado más por prevenir que por curar, le interesaba de modo prioritario una ética del medio ambiente como condición indispensable para la supervivencia del hombre en este mundo. La bioética, por tanto, según el punto de vista potteriano, se define formalmente como la ciencia de la supervivencia dependiente del medio ambiente.
2. La bioética como ciencia global de la supervivencia
La bioética aparece en Potter asociada a la supervivencia de la humanidad como contenido formal de la nueva disciplina inspirándose pensadores ecologistas. Según esto, ninguna ley biológica asegura la continuidad de las especies vivientes, la especie humana sería el solo y único producto de la evolución que sabe cómo ha evolucionado y evolucionará en el futuro y es el cometido de las ciencias promocionar los aspectos evolutivos posibles que todavía no han tenido lugar. A la bioética correspondería la exploración científica que permitirá en el futuro la supervivencia de la humanidad desafiando la expoliación y destrucción del equilibrio del medio ambiente del que depende toda especie viviente. Las preocupaciones de Potter sobre la supervivencia de la vida en general y de la presencia del hombre en particular las manifestó en su obra emblemática Bioética: un puente hacia el futuro. En esta teoría del puente, denominada bioética, el autor presenta una visión global de la misma en el sentido de que abarca los problemas que afectan al futuro del globo terráqueo y no sólo a los aspectos que se refieren a la medicina del hombre. Dicho de otra manera, la bioética potteriana está integrada por una ética de la tierra, de la naturaleza salvaje, de la población así como del uso y consumo de los recursos naturales a escala mundial. En su Global Bioethics de 1988 Potter mantiene este enfoque globalizador de la nueva disciplina, por más que desde el Kennedy Institute se había impuesto un enfoque más restringido centrado en prácticas prioritariamente biomédicas. La bioética debería desarrollar de una forma realista el equilibrio entre el saber biológico y sus limitaciones, sin olvidar sus implicaciones sociopoliticas y económicas. La bioética global significa que la bioética ofrece los principios sapienciales de coordinación de la calidad de la vida física con la calidad de la vida ambiental y ecológica. La calidad de la vida en general es inseparable de la calidad del medio ambiente en el que se desarrolla. La supervivencia y la salud de la vida humana dependen del mantenimiento y de la promoción de la salud del ecosistema. Según Warren Reich, la bioética global puede entenderse en tres sentidos: 1) Global en el sentido de que está en relación con la tierra entera, la bioética así entendida equivale a una ética universal para bien del mundo. 2) Global en cuanto que abarca a todos los problemas éticos relacionados con la vida y la salud, tanto humana o biomédica como ambiental o ecológica. 3) Global por cuanto se refiere a la metodología adoptada para su estudio, incorporando todos los conceptos, criterios y sistemas de valores correspondientes a las ciencias de la vida implicadas. Warren piensa que Potter mantuvo siempre la visión globalizadora de la bioética equiparable a una ética
esencialmente ambiental o ecológica. Así pues, la bioética global, cuyo cometido específico es la supervivencia de la humanidad, tiene que definir lo que es justo, adecuado o equivocado para garan- tizar la supervivencia y protección eficaz de la biosfera. La bioética potteriana termina siendo concebida como una ética global de la biosfera que asegure la supervivencia de la humanidad promocionando la calidad de nuestro ecosistema.
3. Hellegers y el enfoque biomédico
Como oncólogo, Potter estaba preocupado por la presunta influencia del medio ambiente deteriorado en la aparición del cáncer. A su juicio, era necesario poner a punto una ética del medio ambiente como remedio preventivo si queremos sobrevivir en el futuro. Paradójicamente, Potter, siendo oncólogo, desembocó en una bioética eminentemente ecológica. Por el contrario, sin desestimar la importancia del medio ambiente y de la sana ecología, André Hellegers y los estudiosos del Kennedy Institute desarrollaron una bioética esencialmente médica. André Hellegers, obstetra de profesión, introdujo el término bioética en el ámbito académico y de las ciencias biomédicas, en la administración pública y en los medios de comunicación. Promocionó el desarrollo de la bioética, pero no escribiendo estudios sistemáticos sobre el concepto o naturaleza de la misma, sino como una mayéutica, estimulando a que lo hicieran los demás. No se consideraba personalmente bioeticista, pero decía actuar y comportarse como un puente entre la y la medicina, la flosofía y la ética. La bioética era concebida por él como una síntesis de ciencia y ética. El componente científico vendría dado por las ciencias tanto biológicas como sociales. Y el ético, por todas las aportaciones provenientes de la reflexión moral tanto de los sectores propiamente religiosos como seculares. La bioética se afirma como disciplina académica nueva en la que los moralistas forman un frente común con biólogos, filósofos y teólogos moralistas. Según los cronistas de la fundación del Kennedy Institute y de los programas de estudio desarrollados por los expertos en la línea de Hellegers, en algún momento la ética estuvo a punto de quedar marginalizada. El enfoque biomédico se desmarcaba del potteriano globalizador, pero el biomédico podía enaltecer a la biología desplazando a la ética. El enfoque médico o biomédico prevaleció, al tiempo que la ética quedó definitivamente incorporada a la bioética como parte de su estructura fundamental. El problema que se plantea ahora es qué modelo o paradigma de ética es el más adecuado para resolver los problemas biomédicos. Antes de abordar más en concreto el nudo gordiano de la cuestión, la lógica de nuestro discurso exige que hagamos una referencia a un tercer personaje clave para la comprensión histórica del problema epistemológico de las relaciones entre la bioética y la ética.
4. Engelhardt y la bioética en clave posmoderna
Este autor representa el primer intento explícito de sistematización rigurosa de la bioética a partir de ciertos fundamentos éticos de cuño cultural anglosajón. Su influencia ha sido profunda entre los bioeticistas posteriores, incluso fuera del ámbito anglosajón.
La ética de principios consensuados La ética, insiste Engelhardt, es un medio o estrategia dialéctica para resolver conflictos de opinión sobre nuestras formas de conducta. Pero entonces habrá que encontrar el modo práctico de resolverlos. Ahora bien, de acuerdo con la naturaleza libre de la moralidad, las cuestiones bioéticas no pueden resolverse ni apoyándonos en Dios ni en la presunta razón objetiva. Lo único a que podemos aspirar es a una ética procedimental, es decir, de puro trámite carente de contenido. Las controversias morales en el campo biomédico son disputas de política pública que han de resolverse pacíficamente
para decidir qué servicios biomédicos han de primarse, promocionarse o prohibirse. La autoridad del Estado en materia de bioética tiene que atenerse al consentimiento previo otorgado por los ciudadanos a la acción gubernamental, que tiene que someterse a la acción consensuada de los individuos libres.
5. Relevo de la ética y depreciación de la vida humana
La polémica desatada en torno a la naturaleza de la bioética como nueva disciplina, su objeto y metodología, ha llevado a cuestionar la competencia de la ética clásica o moral filosófica para tratar adecuadamente los problemas suscitados por el desarrollo de las técnicas biomédicas y su eventual aplicación a la vida humana. Basta echar una ojeada atenta a los índices de materias de bastantes autores para darnos cuenta de que prescinden de la ética racional clásica. Otros intentan someterla a la bioética, o bien sustituyen el término ética por bioética, abordando después los problemas y las cuestiones siguiendo una metodología democrática y de consenso de acuerdo con los dictámenes del pragmatismo científico biomédico. Ni faltan los que se atrincheran en viejos y manidos tópicos, dando la impresión de que los problemas morales se resuelven cerrando los ojos a la realidad de los modernos avances de la tecnología biomédica. Por descontado que hay científicos y moralistas que se juegan el tipo en cuestiones fronterizas. Esta actitud tampoco es razonable ni contribuye al esclarecimiento de la verdad sobre la vida humana a la que tratamos de servir, lo mismo recurriendo a la ética clásica como a la moderna bioética. La polémica sobre la fundamentación racional de la bioética se ha disparado y hay ya posturas personales y grupales bastante definidas. Pero mientras los moralistas teóricos pierden el tiempo en una guerra de conceptos y teorías sobre la bondad o maldad de la bioética, los Parlamentos dan cobertura protectora por doquier a los centros de bioética y se destinan cantidades astronómicas de di- nero para el desarrollo de gigantescos programas de investigación como el proyecto Genoma.
Los moralistas se encuentran ante hechos consumados que se imponen por la fuerza brutal de su presencia. Mientras ellos discuten, por ejemplo, sobre las condiciones que podrían justificar una inseminación in vitro , las clínicas producen inseminaciones in vitro rutinariamente como el vaquero ordeña las vacas. Ante la impotencia frente a los hechos consumados, no faltan moralistas que buscan la manera de adaptarse a ellos aplicando inconscientemente a la ética los métodos más sospechosos de la diplomacia. Así las cosas, piensan muchos que la función de los legisladores es reconocer los hechos ut sic de acuerdo con su volumen cuantitativo y que los moralistas tienen que encontrar razones legitimadoras para todo, aunque no existan. Lo importante sería dar gusto a todos. Se olvida con frecuencia que no todas las formas de comportamiento humano son objetivamente iguales y que no a todas ellas se les puede aplicar el mismo criterio democrático de legitimación o desaprobación. Por ejemplo, no es lo mismo ponernos de acuerdo en sacrificar una rata para realizar un experimento que la vida de un niño. Fecundar artificialmente a una vaca que a una mujer. Clonar ovejas, toros o personas. En bioética no cabe razonablemente un discurso ético a la carta. Aplicada esta mentalidad a la bioética, el asunto se complica bastante porque se pone en entredicho la validez objetiva radical de toda vida humana en función de un discurso ético razonablemente indigerible. Esta forma de discurso bioético se potenció mucho entre algunos bioeticistas y moralistas influyentes de la bioética durante la década de los años ochenta. Algunos de ellos han contribuido mucho a la fundamentación científica de la bioética como nueva disciplina, que se impone por la fuerza de su propio realismo. Estos moralistas reconocen que el término bioética es nuevo y que tiene gancho. No en vano asocia de forma interactiva a la ética con la vida. El propósito general de la bioética es lograr la adecuada composición entre esas dos realidades de la vida y de la ética. De entrada, la bioética sugiere la idea de que se limita al uso de las ciencias biológicas para mejorar la calidad de vida. En
esta línea algunos quieren reducir su campo a los límites estrictos de la medicina o ética médica. Bioética sería el término nuevo y adecuado para denominar en adelante lo que en tiempos pasados se llamó ética médica, pero teniendo en cuenta los avances que se producen en el desarrollo de las investigaciones biológicas y de las técnicas biomédicas. Algunos van más lejos y extienden el objeto propio de la bioética a la ética del medio ambiente y trato científico del reino animal y vegetal. La tendencia actual más generalizada consiste en cubrir con el término bioética todo el saber ético relacionado con el cuidado de la salud y los descubrimientos más importantes en el campo de la biología, de la medicina, de la genética, antropología y sociología. La bioética está presente en todos los frentes del conocimiento humano, sin excluir la política. Es la llamada bioética global y que yo llamaré macrobioética. Sobre los factores decisivos que dieron lugar al boom de la bioética, el acuerdo entre los autores es total. El desarrollo de la ingeniería genética, lo mismo para fines terapéuticos que manipulatorios de la especie humana; de las técnicas de reproducción humana de laboratorio en sus múltiples posibilidades técnicas; de las técnicas de trasplante de órganos y de intervención sobre las estructuras biológicas de la sexualidad; de las técnicas de rehabilitación, de prolongación de la vida y de acortarla dulcemente, es considerado por todos los moralistas como el hecho indiscutible y más decisivo del fenómeno bioético actual. ¿Es éticamente lícito realizar todo lo que técnica y físicamente está a nuestro alcance? Ésta es la cuestión inmediata que surge desde una perspectiva humanística razonable ante ese desarrollo de técnicas biomédicas por todos reconocido. Pero son muchos los que ni siquiera se plantean esta cuestión. Trabajan en los laboratorios científicos y centros de bioética sin más preocupación ética que la de no alarmar a la opinión pública ni tener conflictos con la justicia. Cuando se habla con estas personas es interesante constatar que se limitan a describir materialmente lo que hacen y las técnicas que utilizan, sin entrar jamás en cuestiones morales. Ponen particular cuidado en eludirlas. La descripción de ciertas técnicas, sobre todo en el área de la inseminación artificial o de la asistencia a determinados enfermos, puede resultar hasta melodramática y sentimentalmente conmovedora, por más que se trate de actuaciones objetivamente repugnantes. Hay moralistas que reconocen estos hechos, pero prefieren obviar cualquier juicio ético descalificativo, siguiendo la mentalidad antes descrita de la ética consensual o diplomática. Se limitan a decir que una de las características de la bioética es la no confesionalidad y la desdeontologización de la ética. O, lo que es igual, que la bioética prescinde de cualquier instancia o referencia religiosa para determinar lo que se debe o no se debe hacer, y que se la ha de encuadrar dentro del ámbito de la racionalidad filosófica por encima de cualquier ordenamiento jurídico y deontológico. Lo suyo sería regirse por la eficacia y exactitud tecnológica al margen de consideraciones jurídicas, deontológicas o religiosas previas. Como constatación de hecho, esto es lamentablemente cierto. Pero el buen moralista tiene que razonar los hechos consumados antes de aceptarlos o rechazarlos por prejuicios de escuela. Ni los prejuicios personales ni los complejos de escuela cambian la naturaleza objetiva de los hechos consumados en el momento de evaluarlos éticamente. Ante estos hechos hay también profesionales de la ética y del derecho que no tienen empacho en llamar respetuosamente a las cosas por sus nombres, aunque sus opiniones resulten impopulares. Otros, en cambio, confunden la ética con la retórica ideológica burlando la realidad objetiva de las cosas. Dicen, por ejemplo, que la bioética tiene que liberarse de los residuos tabuísticos de la moral del miedo; que hay que desmitificar y desacralizar el orden natural para liberarnos de los callejones sin salida de la normativa moral fisicista y naturalista; que la bioética debe pasar de la moral naturalista a la moral de la persona, pero sin caer en el personalismo individualista y privaticista, sino entendido y valorado desde la alteridad; que en bioética hay que superar el planteamiento de los nuevos problemas desde la teoría clásica de la ley natural y el formalismo kantiano; que, liberada la moral de los residuos tabuísticos del ordo naturae clásico, la ética de la biomedicina podría finalmente presentarse como instancia normativa del proceso de
como son el nacimiento y la muerte. ¿Cómo conciliar la cacareada sensibilidad por la vida y la promoción de los derechos del hombre con el rechazo sistemático y programado de los más débiles, de los niños antes de nacer y de los ancianos?. Caminamos hacia una sociedad de marginados, rechazados y eliminados. La teoría de los derechos humanos queda así reducida a un ejercicio de retórica estéril. Sobre todo cuando los países ricos imponen su egoísmo cerrando el acceso al desarrollo de los países pobres. Aunque no se cita nominalmente, se denuncia la política de los prepotentes de la Conferencia de El Cairo de 1994, que quisieron someter a los países pobres del sur mediante la imposición de un control radical de la procreación. Esta precipitación en la irracionalidad y el absurdo por parte de muchos teóricos y promotores sociopolíticos de los derechos humanos tiene profundas raíces en la cultura actual. Por ejemplo, se tergiversa y deforma el concepto de subjetividad, reconociendo como titular de derechos sólo a quien se presenta con autonomía y sale de situaciones de total dependencia de los demás. Pero esto implica la glorificación del imperio de los más fuertes sobre los débiles. « La teoría de los derechos humanos se fundamenta precisamente en la consideración del hecho de que el hombre, a diferencia de los animales y de las cosas, no puede ser sometido al dominio de nadie ».
Otros identifican la dignidad personal con la capacidad de comunicación verbal, explícita y siempre experimentable. Vistas así las cosas, ya no queda lugar para hablar de derechos del niño que ha de nacer o del moribundo. Se desprecia la comunicación elocuente del silencio mediante el lenguaje de los afectos y se dicta la vida o la muerte de quienes no pueden comunicarse del modo para nosotros más conveniente. Primero se dogmatiza sobre el presunto valor absoluto de la libertad individual. En nombre de ella se fuerzan las cosas para que la fuerza de la razón sea reemplazada por las razones de fuerza. Pero la afirmación tozuda de cada uno lleva inexorablemente a la negación del otro. Entonces hay que pactarlo todo. Todo es negociable, incluso el primero de todos los derechos fundamentales, que es la vida.
La creación en Estados Unidos de la Comisión Nacional ( Nacional Commission for the Protection of Human Subjects of Biomedical and Behavioral Rescarch ) respondía a la urgente necesidad de dar una respuesta ética a los múltiples problemas que se estaban suscitando como consecuencia de los grandes avances biomédicos. En el fondo, como afirma D. Gracia, se buscaba un equilibrio entre el código único y el múltiple, « intentando respetar las conciencias individuales y a la vez estableciendo algunos principios o criterios objetivos » respetables en una sociedad plural. El Informe Belmont , que recogió las conclusiones de aquel primer estudio, ya aludía a esos cuatro principios que se han hecho clásicos en el desarrollo ulterior de la bioética.
Esta línea fue continuada por la Comisión Presidencial, que enunció ya claramente los tres grandes principios: de beneficencia -enraizado en la vieja tradición ética hipocrática y que se expre- saba negativamente en el principio de no-maleficencia-, el de autonomía -que había surgido de las Cartas de los Derechos de los Enfermos- y, finalmente, el de justicia. Como ha escrito Drane, « La Comisión no ofreció justificaciones metafísicas de estos principios. Se limitaron a utilizarlos y a considerarlos como parte integrante del patrimonio cultural de Occidente, que están ahí y se utilizan ». Esta forma de actuar se mostró operativa y permitió marcar una serie de directrices éticas que eran aplicables y daban respuesta a los complejos problemas que debía abordar dicha Comisión. Hoy ya es
un tópico en las publicaciones de bioética hacer referencia a los principios fundamentales de esta disciplina. Más aún, J. Drane ha llegado a afirmar que « la bioética salvó a la ética » en Estados Unidos: ya que los especialistas de dicho país estaban implicados en el estudio de las características formales de los principios éticos, sin dar respuesta a los problemas candentes que urgían a la sociedad estadounidense (la guerra del Vietnam, los conflictos raciales...). En ese sentido la bioética hizo que la reflexión ética tuviese que descender al terreno concreto de una problemática que no permitía dilaciones y a la que debía darse una respuesta concreta. « Cómo la medicina salvó la vida de la ética » es el título de un trabajo de Toulmin que refleja el gran impacto de la problemática médica en el desarrollo de la ética. El Informe Belmont significó un verdadero espaldarazo a la incipiente bioética y marcó un nuevo estilo en los enfoques metodológicos de esta disciplina. Los problemas de bioética ya no se analizan de acuerdo con los códigos deontológicos, sino en torno a los principios citados y a partir de procedimientos derivados de ellos. Se había llegado a la aceptación de unos principios éticos y a la convicción de que « unos principios éticos más amplios deberían proveer las bases sobre las que formular, criticar e interpretar algunas reglas específicas ». Su función era la de « servir de ayuda a científicos, sujetos de experimentación, evaluadores y ciudadanos interesados en comprender los conceptos éticos inherentes a la investigación con seres humanos ».
1. Los principios de no-maleficencia y beneficencia Estos dos principios éticos están en la base del juramento de Hipócrates y han sido centrales en la ética médica clásica. El juramento contiene, por una parte, el llamado principio de no-maleficen- cia, que empalma con un principio ético, enunciado en latín y cuyo origen no es claro, el de « primum non nocere », « ante todo, no hacer daño ». Beauchamp y Childress consideran que es un principio independiente, ya que el deber de no dañar es más obligatorio e imperativo que el de beneficencia - que es el que exige promover el bien del enfermo- y lo formulan como « se debe no infligir daño a otros ». Es la exigencia ética primaria de que el médico no utilice sus conocimientos o su situación privilegiada en relación con el enfermo para infligirle daño. Lo expresa el juramento de Hipócrates al afirmar: « Evitando todo mal y toda injusticia. No accederé a pretensiones que se dirijan a la administración de venenos ni induciré a nadie sugestiones de tal especie »; « librándome de cometer voluntariamente faltas injuriosas o acciones corruptoras y evitando sobre todo la corrupción de mujeres y jóvenes, libres y esclavos »; « Guardaré secreto acerca de lo que oiga o vea en sociedad y no sea preciso que se divulgue ». Este principio de no-maleficencia es más general y obligatorio que el de beneficencia: pueden darse situaciones en que un médico no esté obligado a tratar a un enfermo, pero sí lo estará a no causarle positivamente daño alguno. De este principio se derivan para el médico normas como « no matar », « no causar dolor », « no incapacitar (ni física ni mentalmente) », « no impedir placer ».
El principio de beneficencia -en su sentido etimológico de « hacer el bien »- está incluido en el juramento de Hipócrates, tanto en las obligaciones del médico hacia sus maestros y familiares, como en su afirmación de que « estableceré el régimen de los enfermos de la manera que les sea más provechosa » y, sobre todo, en la exigencia de que « en cualquier casa que entre, no llevaré otro obje- tivo que el bien de los enfermos ». La Declaración de Ginebra de 1948 sintetiza de forma lapidaria este principio tradicional de la praxis médica al afirmar que « la salud de mi paciente será mi primera pre- ocupación ». El Informe Belmont no distinguía claramente entre beneficencia y no-maleficencia y se concretaba en dos normas: la de no hacer daño y la de extremar los posibles beneficios y minimizar los posibles riesgos. El principio de beneficencia ha jugado un papel fundamental en el rol del médico dentro de nuestra cultura. Se ha asociado tradicionalmente la figura del médico a la del sacerdote. Se le ha exigi- do que ponga sus conocimientos, la ciencia adquirida, sus valores éticos y su dedicación, al servicio
ética hipocrática tenía una escasa sensibilidad hacia la autonomía del enfermo. Se centraba en las exigencias éticas que el médico estaba llamado a realizar, pero sin subrayar, como contrapartida, la existencia de unos derechos por parte del enfermo que los profesionales de la salud deben respetar. Precisamente la primera Carta de Derechos de los Enfermos repite continuamente, como expresión de un nuevo marco de relación sanitaria, la frase: « El enfermo tiene derecho ...». Se trata de unos derechos que reflejan y expresan la autonomía del enfermo y el respeto debido a sus opciones. El Informe Belmont denomina este principio como « el respeto por las personas » y afirma que incorpora, al menos, dos convicciones éticas: « primera, que los individuos deberían ser tratados como entes autónomos; y segunda, que las personas cuya autonomía está disminuida deben ser objeto de protección ». Parte de una concepción del ser humano como ente autónomo: « individuo capaz de deliberar sobre sus objetivos personales y actuar bajo la dirección de esta deliberación ». Por ello, añadirá que « respetar la autonomía es dar valor a las opiniones y elecciones de las personas así consideradas y abstenerse de obstruir sus acciones, a menos que éstas produzcan un claro perjuicio a otros ». Mostrar falta de respeto por un agente autónomo es repudiar los criterios de estas personas, negar a un individuo la libertad de actuar según tales criterios o hurtar información necesaria para que puedan emitir un juicio, cuando no hay razones convincentes para ello. Por tanto, entiende la autonomía en su sentido concreto: como la « capacidad de actuar con conocimiento de causa y sin coacción externa », y no se trata del concepto kantiano, el hombre como autolegislador, sino en su sentido más empírico: lo que se haga con el paciente deberá pasar siempre por el trámite del consentimiento informado. El principio de autonomía surge, especialmente, del pensamiento de Kant, y se refiere a la capacidad del sujeto para gobernarse por una norma que él mismo acepta sin coacción externa, una norma que debe ser universalizada por la razón humana. John Stuart Mill había considerado la autonomía como la ausencia de coacción en la capacidad de acción y pensamiento del individuo. Para ambos autores la autonomía tiene que ver con la capacidad de autodeterminación del individuo. El pensamiento filosófico moderno ha incorporado la autonomía como una noción fundamental en la antropología y en la ética. De ahí surge el principio de autonomía, que puede formularse como « todo hombre merece ser respetado en las decisiones no perjudiciales a otros ». H. T Engelhardt afirma que el principio de autonomía considera que la autoridad para las acciones que implican a otros se deriva del mutuo consentimiento que involucra a los implicados. Como consecuencia de ello, sin ese consentimiento no hay autoridad para hacer algo sin tener en cuenta al otro. Las acciones que se hacen en contra de tal autoridad son culpables ya que violan la decisión del otro y, por tanto, son punibles. Engelhardt llega a la formulación: « No hagas a otros lo que ellos no se harían a sí mismos y haz por ellos lo que te has puesto de acuerdo, mutuamente, en hacer ». De este principio surge la obligación social de proteger a los individuos para que puedan expresar su consentimiento, antes de que se tomen acciones contra ellos, y de proteger a los débiles, a los que no pueden consentir por ellos mismos.
3. El principio de justicia
Para definir este tercer principio de la bioética se ha acudido a la vieja definición del jurista romano Ulpiano: « Ius suum unicuique tribuens », « dar a cada uno su derecho ». En una formulación especialmente válida, se le ha definido como: « Casos iguales requieren tratamientos iguales », sin que se puedan justificar discriminaciones, en el ámbito de la asistencia sanitaria, basadas en criterios económicos, sociales, raciales, religiosos... Se ha propuesto, como modelo de aplicación del principio de justicia, la teoría sobre « el observador ideal »: se trataría de un personaje imaginario que, ante un caso concreto, por ejemplo, a quién se debe elegir dentro de dos potenciales candidatos a un trasplante cardíaco, fuera omnisciente -que conociese el mayor número posible de datos-, ommpercipiente -capaz de percibir los aspectos personales implicados-, desinteresado -que no
actuase por móviles egoístas o interesados- y desapasionado (imparcial) -que aunque empatice con la situación de las personas afectadas, esta implicación, sin embargo, no le debe condicionar-. Es una figura que puede ser válida en casos similares al ejemplo antes citado. Salta a la vista la importante relación del principio de justicia con la problemática que surge de la distribución de los recursos sanitarios: por ejemplo, ¿qué preferencia debe darse a los infectados por el VIH, cuando el tratamiento antiviral es sumamente costoso y no logra la recuperación definitiva de los afectados, sino únicamente importantes mejoras en su calidad y cantidad de vida...?. El principio de justicia está en alguna forma insinuado en el juramento de Hipócrates al rechazar la seducción de «libres y esclavos» y sí se encuentra claramente presente en la Declaración de Ginebra , que afirma: « No permitiré consideraciones de religión, nacionalidad, raza, partido político o categoría social para mediar entre mi deber y mi paciente ». El Informe Belmont definía el principio de justicia como « imparcialidad en la distribución » de los riesgos y los beneficios. El problema surge de la consideración sobre « quiénes son iguales », ya que entre los hombres hay diferencias de todo tipo. Sin embargo, existen unos niveles en que todos deben ser considerados iguales, de tal forma que las diferencias son injustas. Al mismo tiempo, de los tres principios siguen procedimientos prácticos: la beneficencia lleva a una evaluación de los beneficios y riesgos; la autonomía conduce a la percepción de si existe un verdadero consentimiento informado; la justicia lleva a una selección equitativa de los sujetos.
Indiscutiblemente, la aceptación común de estos principios éticos -algunos añaden además los de honestidad y eficiencia - no significa que las respuestas éticas ante la problemática bioética sean coincidentes. Lógicamente, los citados principios, como ya hemos indicado, entran en conflicto y siempre surgirá el interrogante de cuál de ellos debe ser privilegiado -y en donde va a tener un influjo significativo la propia cultura-. La bioética estadounidense tiende a dar un mayor relieve al principio de autonomía sobre el de beneficencia, al revés de lo que puede suceder en el mundo latino, menos sensible hacia la libertad, la privacidad y la confidencialidad de las personas afectadas. Pero, en todo caso, se ha adquirido la convicción, basada en la experiencia de los últimos 25 años, de que es posible el diálogo y un lenguaje común al abordar la compleja problemática de la bioética y que, además, se puede percibir en dónde se sitúan los puntos de discrepancia. ¿Es posible una jerarquización entre estos cuatro principios?. Coincidiendo con D. Gracia, consideramos que los de justicia y no-maleficencia tienen un rango superior, ya que el primero exige que todo ser humano sea tratado en su dignidad personal, como fin y no como mero medio, de tal forma que no sea discriminado por razones como las económicas, raciales, religiosas... Y el de no- maleficencia exige un respeto a los bienes y valores de la persona, a la que no se le puede infligir daño. En un segundo nivel habría que situar los de autonomía y beneficencia, como subordinados en principio a los anteriores. Los dos primeros principios se sitúan al nivel de una « ética de mínimos », que debe respetar toda sociedad, y tienen siempre sus repercusiones jurídicas. Ciertamente sigue en pie, y a ello aludiremos más tarde, el tema de cómo se fundamentan últimamente estos principios básicos de la bioética. La tradición filosófica y jurídica estadounidense ha sido más pragmática, mientras que la europea ha sido más sensible a la fundamentación de los principios éticos y a la reflexión sobre la jerarquía existente entre los mismos. Probablemente nunca habrá unanimidad en los intentos de fundamentación desde las diferentes teorías o modelos éticos. Es importante subrayar que si se analizan los contenidos de la Declaración de los Derechos Humanos se percibe cómo en el fondo de los derechos, reconocidos a toda persona, subyacen el citado principio de beneficencia y, sobre todo, los de no-maleficencia, autonomía y justicia. Son las mismas exigencias éticas que rigen la vida social y sobre las que se considera que únicamente puede construirse una sociedad humana y armónica. Son también los mismos principios que sirven de guía y de faro ante la muy compleja problemática suscitada por el impresionante desarrollo de las ciencias biomédicas.
clásicas, y más aún de la teología moral predominante en los años inmediatos a la segunda guerra mundial.
G. B. Kutukdjian publicó en 1994 un artículo sobre bioética con el título La biología en el espejo de la ética. Es una buena traducción del término bioética, apuntando a la idea de que esta nueva disciplina debe ser tratada en el contexto de la ética, referida a los problemas humanos planteados por el rápido desarrollo de las técnicas biomédicas durante los últimos veinte años. En este sentido se ha dicho que « la bioética es la búsqueda ética aplicada a las cuestiones planteadas por el progreso biomédico ». Esta definición supone abiertamente la subordinación de la bioética a la ética como un capítulo nuevo y capital de aquélla y no una substitución fraudulenta. El matiz de la bioética está en que acentúa la dimensión social de los problemas surgidos. Las decisiones personales y el diálogo interpersonal están presentes, pero priman las estructuras sociales a tener en cuenta, tales como las modernas organizaciones médicas y las leyes reguladoras del ejercicio de la investigación médica y de sus aplicaciones concretas a los pacientes o sujetos de investigación. Otra definición dice: « La bioética es el estudio interdisciplinar del conjunto de condiciones que exige una gestión responsable de la vida humana (o de la persona humana), en el marco de los rápidos y complejos progresos del saber y de las tecnologías biomédicas ». En esta definición se enfatiza el aspecto interdisciplinar de la bioética y su condicionamiento por el desarrollo de las técnicas biomédicas. Se asume que la bioética constituye un lugar político en el que la sociedad se enfrenta a su propio futuro. Ante los conflictos, personales y sociales, que exigen una solución, y la bioética tendría la misión de encontrarla. En consecuencia, se sugiere esta otra definición: « La bioética es la búsqueda de soluciones a conflictos de valores en el mundo de la intervención biomédica ». Esta definición presupone una jerarquía de valores, una cosmología y más aún una antropología. Pero ¿qué valores fundamentales son esos que han de servir de base para la reflexión bioética?. Aquí está el nudo gordiano de la cuestión y que da lugar a diversas tendencias. Pero, antes de seguir adelante, es obligado volver sobre la definición de bioética como « el estudio sistemático de la conducta humana en el área de las ciencias de la vida y del cuidado de la salud, en cuanto que dicha conducta es examinada a la luz de los valores y de los principios morales ». Es la ya clásica definición propuesta por W. T. Reich en la mencionada Enciclopedia de Bioética. Sobre esta definición M. Vidal dice: “ de acuerdo con esta consideración, la bioética es formalmente una rama o subdisciplina del saber ético, del que recibe el estatuto epistemológico básico y con el que mantiene una relación de dependencia justificadora y orientadora. Los contenidos materiales le son proporcionados a la bioética por la realidad del cuidado de la salud y por los datos de las ciencias de la vida como la biología, la medicina, la antropología, la sociología. El análisis de los temas, aunque tiene una omnipresente referencia a la ética, tiene que ser llevado a cabo mediante una metodología interdisciplinar: ciencia, derecho, política son magnitudes imprescindibles para configurar la bioética ”. La ética, pues, sigue siendo la matriz intelectual de la bioética, y las técnicas biomédicas, las protagonistas de novedades. Pero esta coincidencia no aminora las divergencias en el modo práctico de entender la nueva disciplina. Para muchos expertos la bioética es un marco de reflexión interdisciplinar en torno a los desafíos morales que plantean los progresos en el terreno de las nuevas técnicas biomédicas en continuo desarrollo. La bioética es la voz de reclamo que convoca a especialistas de disciplinas diversas para discutir el uso y aplicación de esas técnicas revolucionarias. El rechazo, velado o explícito, de cualquier recurso a principios éticos o morales condicionantes al estilo clásico. A lo más que llegan es a la conveniencia de que se establezcan normas legales,
ampliamente consensuadas, con el fin de paliar los inconvenientes de sorpresas demasiado fuertes. Ésta es la postura de quienes utilizan el término bioética olvidándose de una vez por todas de la ética clásica o moral tradicional. Así concebida la bioética, se tiene la impresión de que lo bueno y lo malo depende de lo que hagan los científicos, al margen de lo que filósofos y moralistas piensen al respecto. Para otros, la bioética parece ser un mero método de análisis de casos complejos con vistas a la toma de decisiones concretas cuando hay muchas personas e intereses en juego. La inmensa mayoría de los expertos asocia el término bioética a una metodología de análisis de problemas clínicos, asistenciales o de investigación, basada en el diálogo interdisciplinar, sistemático y éticamente plural. Una mujer casada, por ejemplo, desea sinceramente tener un hijo y no puede a causa de su edad avanzada. Otra hace previsiones y no descarta la posibilidad de ser madre después de la muerte inminente de su joven marido. La misión de la bioética sería la de resolver todos los problemas prácticos y técnicos que normalmente han impedido hasta ahora satisfacer esos deseos de maternidad. La bioética tendría como objetivo específico el análisis de casos concretos como éstos e infinidad de otros similares, sin otro parámetro referencial decisivo que el de los costos y beneficios, ventajas y riesgos previstos, consensuados y eventualmente sancionados por alguna ley o normativa profesional interna libremente adoptada. También se aprecia en esta postura, por cierto muy arraigada, el desplazamiento efectivo de la ética clásica por la bioética. No todos los expertos de la bioética aceptan que ésta signifique una ruptura de hecho con la ética. No en vano ética forma parte de la estructura material del término bioética. Pero aun en los casos en que se da por supuesto que la bioética es parte de la ética, o una forma nueva de hacer ética, no todos convienen en el modo. Hay acuerdo en que la bioética es marco de reflexión, en el sentido antes indicado, y método de análisis. Pero esto no basta. La bioética tiene que ser también, y sobre todo, un horizonte normativo. O, lo que es igual, tiene que ser capaz de ofrecer criterios de acción para compaginar el ejercicio de las libertades y la adopción de opciones, sobre todo sociales. Por ejemplo, determinar los límites de la investigación biomédica, si es que debe haberlos, o cómo llevar a efecto un programa de reproducción humana de laboratorio con determinadas personas y circunstancias. ¿Es lo mismo la inseminación in vitro homóloga que heteróloga ?. ¿Es lo mismo practicar un diagnóstico prenatal con vistas a un seguimiento profesional del embarazo que con la intención de practicar el aborto en caso de que el feto no sea del sexo deseado o no reúna las condiciones raciales esperadas?. La bioética debería podernos ofrecer las pautas para resolver convenientemente esos conflictos concretos entre valores y deseos. Pero tampoco aquí hay acuerdo. Algunos hablan de dos posiciones enfrentadas: la pragmática y la idealista. Para ser más exactos, digamos que es aquí donde se libra el duelo a muerte entre el pragmatismo de la ética dominante angloamericana y la ética clásica o moral filosófica más castiza, que se trata de borrar estratégicamente de nuestra cultura con la utilización sistemática del término bioética. La palabra clave de la posición pragmática es consenso. Se nos dice que hay que lograr un consenso lo más amplio posible sobre cuestiones de fondo, tales como la naturaleza del feto, el aborto, la eutanasia activa, el valor que se ha de reconocer a la vida de los disminuidos físicos o psíquicos y tantas cuestiones más por el estilo. La bioética debe ofrecer el foro adecuado para llegar a consensos prácticos y operativos siguiendo las reglas de juego que permitan el abanico más amplio de opciones éticas con el sacrificio mínimo de las conciencias. Es la llamada ética de mínimos. Esta mentalidad o forma de entender la bioética queda reflejada en la definición siguiente: « Bioética es la ciencia normativa del comportamiento humano aceptable en el ámbito de la vida y de la muerte ». El término aceptable es muy significativo. Supone que la bioética debería centrar la atención en la búsqueda de un compromiso social sobre lo que se considera bueno o malo, dejando a un lado la reflexión ética clásica así como el derecho vinculado a la ética. Una vez más, la bioética termina imponiéndose como subversión de la ética racional filosófica y de la teología moral cristiana, tildadas de idealistas e inoperantes.