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ODONTÓLOGO ES PROCESO, Monografías, Ensayos de Odontología

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Tipo: Monografías, Ensayos

2023/2024

Subido el 26/09/2023

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CONTRATO SOCIAL DE JACQUES ROUSSEAU
Quiero averiguar si puede haber en el orden civil alguna re- gla de administración legítima
y segura tomando a los hom- bres tal como son y las leyes tales como pueden ser. Procuraré
aliar siempre, en esta indagación, lo que la ley permite con lo que el interés prescribe, a fin
de que la justicia y la utilidad no se hallen separadas.
Entro en materia sin demostrar la importancia de mi asunto. Se me preguntará si soy
príncipe o legislador para escribir so- bre política. Yo contesto que no, y que por eso mismo
es por lo que escribo sobre política. Si fuese principe o legislador, no perdería el tiempo en
decir lo que es preciso hacer, sino que lo haría o me callaría.
Nacido ciudadano en un Estado libre, y miembro del sobe- rano, por muy débil influencia
que pueda ejercer mi voz en los asuntos públicos, me basta el derecho de votar sobre ellos
para imponerme el deber de instruirme: ¡dichoso cuantas veces me- dito acerca de los
gobiernos, por encontrar en mis investiga- ciones razones para amar al de mi país!
CAPÍTULO I
ASUNTO DE ESTE PRIMER LIBRO
El hombre ha nacido libre y, sin embargo, por todas partes se encuentra encadenado. Tal
cual se cree el amo de los de-
más, cuando, en verdad, no deja de ser tan esclavo como ellos. ¿Cómo se ha verificado este
camino? Lo ignoro. ¿Qué puede hacerlo legítimo? Creo poder resolver esta cuestión
Si no considerase más que la fuerza y el efecto que de ella se deriva, diría: mientras un
pueblo se ve obligado a obedecer y obedece, hace bien: mas en el momento en que puede
sacudir el yugo, y lo sacude, hace todavía mejor, porque recobrando su libertad por el
mismo derecho que se le arrebató, o está fun- dado el recobrarla, o no lo estaba el
«habérsela quitado». Pero el orden social es un derecho sagrado y sirve de base a todos los
demás. Sin embargo, este derecho no viene de la Natura- leza; por consiguiente, está, pues,
fundado sobre convenciones. Se trata de saber cuáles son estas convenciones. Mas antes de
entrar en esto debo demostrar lo que acabo de anticipar.
CAPÍTULO II
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CONTRATO SOCIAL DE JACQUES ROUSSEAU

Quiero averiguar si puede haber en el orden civil alguna re- gla de administración legítima y segura tomando a los hom- bres tal como son y las leyes tales como pueden ser. Procuraré aliar siempre, en esta indagación, lo que la ley permite con lo que el interés prescribe, a fin de que la justicia y la utilidad no se hallen separadas. Entro en materia sin demostrar la importancia de mi asunto. Se me preguntará si soy príncipe o legislador para escribir so- bre política. Yo contesto que no, y que por eso mismo es por lo que escribo sobre política. Si fuese principe o legislador, no perdería el tiempo en decir lo que es preciso hacer, sino que lo haría o me callaría. Nacido ciudadano en un Estado libre, y miembro del sobe- rano, por muy débil influencia que pueda ejercer mi voz en los asuntos públicos, me basta el derecho de votar sobre ellos para imponerme el deber de instruirme: ¡dichoso cuantas veces me- dito acerca de los gobiernos, por encontrar en mis investiga- ciones razones para amar al de mi país! CAPÍTULO I ASUNTO DE ESTE PRIMER LIBRO El hombre ha nacido libre y, sin embargo, por todas partes se encuentra encadenado. Tal cual se cree el amo de los de- más, cuando, en verdad, no deja de ser tan esclavo como ellos. ¿Cómo se ha verificado este camino? Lo ignoro. ¿Qué puede hacerlo legítimo? Creo poder resolver esta cuestión Si no considerase más que la fuerza y el efecto que de ella se deriva, diría: mientras un pueblo se ve obligado a obedecer y obedece, hace bien: mas en el momento en que puede sacudir el yugo, y lo sacude, hace todavía mejor, porque recobrando su libertad por el mismo derecho que se le arrebató, o está fun- dado el recobrarla, o no lo estaba el «habérsela quitado». Pero el orden social es un derecho sagrado y sirve de base a todos los demás. Sin embargo, este derecho no viene de la Natura- leza; por consiguiente, está, pues, fundado sobre convenciones. Se trata de saber cuáles son estas convenciones. Mas antes de entrar en esto debo demostrar lo que acabo de anticipar. CAPÍTULO II

DE LAS PRIMERAS SOCIEDADES

La más antigua de todas las sociedades, y la única natural, es la de la familia, aun cuando los hijos no permanecen unidos al padre sino el tiempo en que necesitan de él para conser- varse. En cuanto esta necesidad cesa, el lazo natural se des- hace. Una vez libres los hijos de la obediencia que deben al padre, y el padre de los cuidados que debe a los hijos, reco- bran todos igualmente su independencia. Si continúan unidos luego, ya no lo es naturalmente, sino voluntariamente, y la fa- milia misma no se mantiene sino por convención. Esta libertad común es una consecuencia de la naturaleza del hombre. Su primera ley es velar por su propia conserva- ción; sus primeros cuidados son los que se debe a sí mismo; tan pronto como llega a la edad de la razón, siendo él solo juez de los medios apropiados para conservarla, adviene por ello su propio señor. La familia es, pues, si se quiere, el primer mo- delo de las sociedades políticas: el jefe es la imagen del padre; el pueblo es la imagen de los hijos, y habiendo nacido todos iguales y libres, no enajenan su libertad sino por su utilidad. Toda la diferencia consiste en que en la familia el amor del pa- dre por sus hijos le remunera de los cuidados que les presta, y en el Estado el placer de mando sustituye a este amor que el jefe no siente por sus pueblos. Grocio niega que todo poder humano sea establecido en fa- vor de los que son gobernados, y cita como ejemplo la esclavi- tud. Su forma más constante de razonar consiste en establecer el derecho por el hecho'. Se podría emplear un método más consecuente. Es, pues, dudoso para Grocio si el género humano perte-nece a una centena de hombres o si esta centena de hombres pertenece al género humano, y en todo su libro parece incli-narse a la primera opinión; éste es también el sentir de Hob-bes. Ved de este modo a la especie humana dividida en reba-ños de ganado, cada uno de los cuales con un jefe que lo guarda para devorarlo. Del mismo modo que un guardián es de naturaleza superior a la de su rebaño, así los pastores de hombres, que son sus je- fes, son también de una naturaleza superior a la de sus pue- blos. Así razonaba, según Philon, el emperador Calígula, y sa- caba, con razón, como consecuencia de tal analogía que los reyes eran dioses o que los pueblos eran bestias.

Supongamos por un momento este pretendido derecho. Yo afirmo que no resulta de él mismo un galimatías inexplicable; porque desde el momento en que es la fuerza la que hace el derecho, el efecto cambia con la causa: toda fuerza que sobre- pasa a la primera sucede a su derecho. Desde el momento en que se puede desobedecer impunemente, se hace legítima- mente; y puesto que el más fuerte tiene, siempre razón, no se trata sino de hacer de modo que se sea el más fuerte. Ahora bien; ¿qué es un derecho que perece cuando la fuerza cesa? Si es preciso obedecer por la fuerza, no se necesita obedecer por deber, y si no se está forzado a obedecer, no se está obligado. Se ve, pues, que esta palabra el derecho no añade nada a la fuerza; no significa nada absolutamente. Obedeced al poder. Si esto quiere decir ceded a la fuerza, el precepto es bueno, pero superfluo, y contesto que no será vio- lado jamás. Todo poder viene de Dios, lo confieso; pero toda enfermedad viene también de Él; ¿quiere esto decir que esté prohibido llamar al médico? Si un ladrón me sorprende en el recodo de un bosque, es preciso entregar la bolsa a la fuerza; pero si yo pudiera sustraerla, ¿estoy, en conciencia, obligado a darla? Porque, en último término, la pistola que tiene es tam- bién un poder. Convengamos, pues, que fuerza no constituye derecho, y que no se está obligado a obedecer sino a los poderes legíti- mos. De este modo, mi primitiva pregunta renace de continuo. CAPÍTULO IV DE LA ESCLAVITUD Puesto que ningún hombre tiene una autoridad natural so- bre sus semejantes, y puesto que la Naturaleza no produce nin- gún derecho, quedan, pues, las convenciones como base de toda autoridad legítima entre los hombres. Si un particular-dice Grocio- puede enajenar su libertad y convertirse en esclavo de un señor, ¿por qué no podrá un pueblo entero enajenar la suya y hacerse súbdito de una vez? Hay en esto muchas palabras equívocas que necesitarían ex- plicación; mas detengámonos en la de enajenar. Enajenar es dar o vender. Ahora bien; un hombre que se hace esclavo de otro no se da, sino que se vende, al menos, por su subsistencia; pero un pueblo, ¿por qué se vende? No hay que pensar en que un rey proporcione a sus súbditos la subsistencia, puesto que es él quien saca de ellos la suya, y, según Rabelais, los reyes no vi-ven poco. ¿Dan, pues, los súbditos su persona a condición de que se les tome también sus bienes? No veo qué es lo que con-servan entonces.

Se dirá que el déspota asegura a sus súbditos la tranquilidad civil. Sea. Pero ¿qué ganan ellos si las guerras que su ambi- ción les ocasiona, si su avidez insaciable y las vejaciones de su ministerio los desolan más que lo hicieran sus propias di- sensiones? ¿Qué ganan, si esta tranquilidad misma es una de sus miserias? También se vive tranquilo en los calabozos; ¿es esto bastante para encontrarse bien en ellos? Los griegos en- cerrados en el antro del Cíclope vivían tranquilos esperando que les llegase el turno de ser devorados. Decir que un hombre se da gratuitamente es decir una cosa absurda e inconcebible. Un acto tal es ilegítimo y nulo por el solo motivo de que quien lo realiza no está en su razón. Decir de un pueblo esto mismo es suponer un pueblo de locos, y la locura no crea derecho. Aun cuando cada cual pudiera enajenarse a sí mismo, no puede enajenar a sus hijos: ellos nacen hombres libres, su li- bertad les pertenece, nadie tiene derecho a disponer de ellos sino ellos mismos. Antes de que lleguen a la edad de la razón, el padre, puede, en su nombre, estipular condiciones para su conservación, para su bienestar; mas no darlos irrevocable- mente y sin condición, porque una donación tal es contraria a los fines de la Naturaleza y excede a los derechos de la pater- nidad. Sería preciso, pues, para que un gobierno arbitrario fuese legítimo, que en cada generación el pueblo fuese dueño de admitirlo o rechazarlo; mas entonces este gobierno habría dejado de ser arbitrario. Renunciar a la libertad es renunciar a la cualidad de hom- bres, a los derechos de humanidad e incluso a los deberes. No hay compensación posible para quien renuncia a todo. Tal re- nuncia es incompatible con la naturaleza del hombre, e im- plica arrebatar toda moralidad a las acciones el arrebatar la li- bertad a la voluntad. Por último, es una convención vana y contradictoria al reconocer, de una parte, una autoridad abso- luta y, de otra, una obediencia sin límites. ¿No es claro que no se está comprometido a nada respecto de aquel de quien se tiene derecho a exigir todo? ¿Y esta sola condición, sin equi- valencia, sin reciprocidad, no lleva consigo la nulidad del acto? Porque ¿qué derecho tendrá un esclavo sobre mí si todo lo que tiene me pertenece, y siendo su derecho el mío, este de- recho mío contra mí mismo es una palabra sin sentido? Grocio y los otros consideran la guerra un origen del pre- tendido derecho de esclavitud. El vencedor tiene, según ellos, el derecho de matar al vencido, y éste puede comprar su vida a expensas de su libertad; convención tanto más legítima cuanto que redunda en provecho de ambos. Pero es claro que este pretendido derecho de dar muerte a los vencidos no resulta, en modo alguno, del estado de guerra. Por el solo hecho de que los hombres, mientras viven en su independencia primitiva, no tienen entre sí relaciones sufi- cientemente constantes como

que menos frecuentemente han transgredido sus leyes y los que han llegado a tenerlas más hermosas. Siendo el fin de la guerra la destrucción del Estado ene- migo, se tiene derecho a dar muerte a los defensores en tanto tienen las armas en la mano; mas en cuanto entregan las armas y se rinden, dejan de ser enemigos o instrumentos del enemigo y vuelven a ser simplemente hombres, y ya no se tiene derecho sobre su vida. A veces se puede matar al Estado sin matar a uno solo de sus miembros. Ahora bien; la guerra no da nin- gún derecho que no sea necesario a su fin. Estos principios no son los de Grocio; no se fundan sobre autoridades de poetas, sino que se derivan de la naturaleza misma de las cosas y se fundan en la razón. El derecho de conquista no tiene otro fundamento que la ley del más fuerte. Si la guerra no da al vencedor el derecho de matanza sobre los pueblos vencidos, este derecho que no tiene no puede servirle de base para esclavizarlos. No se tiene el de- recho de dar muerte al enemigo sino cuando no se le puede hacer esclavo; el derecho de hacerlo esclavo no viene, pues, del derecho de matarlo, y es, por tanto, un camino inicuo ha- cerle comprar la vida al precio de su libertad, sobre la cual no se tiene ningún derecho. Al fundar el derecho de vida y de muerte sobre el de esclavitud, y el de esclavitud sobre el de vida y de muerte, ¿no es claro que se cae en un círculo vicioso? Aun suponiendo este terrible derecho de matar, yo afirmo que un esclavo hecho en la guerra, o un pueblo conquistado, sólo está obligado, para con su señor, a obedecerle en tanto que se siente forzado a ello. Buscando un beneficio equivalente al de su vida, el vencedor, en realidad, no le concede gracia alguna; en vez de matarle sin fruto, lo ha matado con utilidad. Lejos, pues, de haber adquirido sobre él autoridad alguna unida a la fucrza, subsiste entre ellos el estado de guerra como antes, y su relación misma es un efecto de ello; es más, el uso del dere- cho de guerra no supone ningún tratado de paz. Han hecho un convenio, sea; pero este convenio, lejos de destruir el estado de guerra, supone su continuidad. Así, de cualquier modo que se consideren las cosas, el dere- cho de esclavitud es nulo, no sólo por ilegítimo, sino por ab-surdo y porque no significa nada. Estas palabras, esclavo y de- recho, son contradictorias: se excluyen mutuamente. Sea de un hombre a otro, bien de un hombre a un pueblo, este razona- miento será igualmente insensato: «Hago contigo un conve- nio, completamente en tu perjuicio y completamente en mi provecho, que yo observaré cuando me plazca y que tú obser- varás cuando me plazca a mí también». CAPÍTULO V DE CÓMO ES PRECISO ELEVARSE SIEMPRE A UNA PRIMERA CONVENCIÓN

Aun cuando concediese todo lo que he refutado hasta aquí, los fautores del despotismo no habrán avanzado más por ello. Siempre habrá una gran diferencia entre someter una multitud y regir una sociedad. Que hombres dispersos sean subyugados sucesivamente a uno solo, cualquiera que sea el número en que se encuentren, no por esto dejamos de hallarnos ante un señor y esclavos, mas no ante un pueblo y su jefe; es, si se quiere, una agregación, pero no una asociación; no hay en ello ni bien público ni cuerpo político. Este hombre, aunque haya esclavizado la mitad del mundo, no deja de ser un particular; su interés, desligado del de los demás, es un interés privado. Al morir este mismo hombre, queda disperso y sin unión su imperio, como una encina se deshace y cae en un montón de ceniza después de haberla consumido el fuego. Un pueblo dice Grocio-puede entregarse a un rey. Esta misma donación es un acto civil; supone una deliberación pú- blica. Antes de examinar el acto por el cual un pueblo elige a un rey sería bueno examinar el acto por el cual un pueblo es tal pueblo; porque siendo este acto necesariamente anterior al otro, es el verdadero fundamento de la sociedad. En efecto; si no hubiese convención anterior, ¿dónde radi- caría la obligación para la minoría de someterse a la elección de la mayoría, a menos que la elección fuese unánime? Y ¿de dónde cienta que quieren un señor tienen derecho a votar por diez que no lo quieren? La misma ley de la pluralidad de los sufragios es una fijación de convención y supone, al menos una vez, la previa unanimidad. CAPÍTULO VI DEL PACTO SOCIAL Supongo a los hombres llegados a un punto en que los obs- táculos que perjudican a su conservación en el estado de natu- raleza logran vencer, mediante su resistencia, a la fuerza que cada individuo puede emplear para mantenerse en dicho es- tado. Desde este momento, el estado primitivo no puede sub- sistir, y el género humano perecería si no cambiase de manera de ser. Ahora bien: como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino unir y dirigir las que existen, no tienen otro me- dio de conservarse que formar por agregación una suma de fuerzas que pueda exceder a la resistencia, ponerlas en juego por un solo móvil y hacerlas obrar en armonía.

Este acto produce inmediatamente, en vez de la persona par- ticular de cada contratante, un cuerpo moral y colectivo, com- puesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que así se forma, por la unión de todos los demás, tomaba en otro tiempo el nombre de ciudad y toma ahora el de república o de cuerpo político, que es llamado por sus miembros Estado, cuando es pasivo; sobe- rano, cuando es activo; poder, al compararlo a sus semejantes; respecto a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, y se llaman en particular ciudadanos, en cuanto son participantes de la autoridad soberana, y súbditos, en cuanto sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se con- funden frecuentemente y se toman unos por otros; basta con saberlos distinguir cuando se emplean en toda su precisión. CAPÍTULO VII DEL SOBERANO Se ve por esta fórmula que el acto de asociación encierra un compromiso recíproco del público con los particulares, y que cada individuo, contratando, por decirlo así, consigo mismo, se encuentra comprometido bajo una doble relación, a saber: como miembro del soberano, respecto a los particulares, y como miembro del Estado, respecto al soberano. Mas no puede apli- carse aquí la máxima del derecho civil de que nadie se atiene a “El verdadero sentido de esta palabra se ha perdido casi por completo modernamente; la mayor parte toman una aldea por una ciudad y un burgués por un ciudadano. No saben que las casas forman la aldea; pero que los ciuda- danos constituyen la ciudad. Este mismo error costó caro en otro tiempo a los cartagineses. No he leído que el título de cives haya sido dado nunca al súb- dito de un príncipe, ni aun antiguamente a los macedonios, ni en nuestros días a los ingleses, aunque se hallen más próximos a la libertad que los demás. Tan sólo los franceses toman todos familiarmente este nombre de ciudadanos, porque no tienen una verdadera idea de él, como puede verse en sus dicciona- rios, sin lo cual caerían, al usurparlo, en el delito de lesa majestad; este nom- bre, entre ellos, expresa una virtud y no un derecho. Cuando Bodino ha que- rido hablar de nuestros ciudadanos y burgueses, ha cometido un error tomando a unos por otros. N. d'Aumbert no se ha equivocado, y ha distinguido bien, en su artículo Geneve, las cuatro clases de hombres-hasta cinco, contando a los extranjeros que se encuentran en nuestra ciudad, y de las cuales solamente dos componen la República. Ningún otro autor francés, que yo sepa, ha com- prendido el verdadero sentido de la palabra ciudadano.” los compromisos contraídos consigo mismo; porque hay mu- cha diferencia entre obligarse con uno mismo o con un todo de que se forma parte.

Es preciso hacer ver, además, que la deliberación pública, que puede obligar a todos los súbditos respecto al soberano, a causa de las dos diferentes relaciones bajo las cuales cada uno de ellos es considerado, no puede por la razón contraria obli- gar al soberano para con él mismo, y, por tanto, que es contra- rio a la naturaleza del cuerpo político que el soberano se im- ponga una ley que no puede infringir. No siéndole dable considerarse más que bajo una sola y misma relación, se en- cuentra en el caso de un particular que contrata consigo mismo; de donde se ve que no hay ni puede haber ninguna es- pecie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pue- blo, ni siquiera el contrato social. Lo que no significa que este cuerpo no pueda comprometerse por completo con respecto a otro, en lo que no derogue este contrato; porque, en lo que res- pecta al extranjero, es un simple ser, un individuo. Pero el cuerpo político o el soberano, no derivando su ser sino de la santidad del contrato, no puede nunca obligarse, ni aun respecto a otro, a nada que derogue este acto primitivo, como el de enajenar alguna parte de sí mismo o someterse a otro soberano. Violar el acto por el cual existe sería aniqui- larlo, y lo que no es nada no produce nada. Tan pronto como esta multitud se ha reunido así en un cuerpo, no se puede ofender a uno de los miembros ni atacar al cuerpo, ni menos aún ofender al cuerpo sin que los miem- bros se resistan. Por tanto, el deber, el interés, obligan igual- mente a las dos partes contratantes a ayudarse mutuamente, y los mismos hombres deben procurar reunir bajo esta doble re- lación todas las ventajas que dependan de ella. Ahora bien; no estando formado el soberano sino por los par- ticulares que lo componen, no hay ni puede haber interés contra- rio al suyo; por consiguiente, el poder soberano no tiene ninguna necesidad de garantía con respecto a los súbditos, porque es im- posible que el cuerpo quiera perjudicar a todos sus miembros, y ahora veremos cómo no puede perjudicar a ninguno en particular. El soberano, sólo por ser lo que es, es siempre lo que debe ser. Mas no ocurre lo propio con los súbditos respecto al soberano, de cuyos compromisos, a pesar del interés común, nada respon- dería si no encontrase medios de asegurarse de su fidelidad. En efecto; cada individuo puede como hombre tener una voluntad particular contraria o disconforme con la voluntad general que tiene como ciudadano; su interés particular puede hablarle de un modo completamente distinto de como lo hace el interés común; su

Según lo que precede, se podría agregar a lo adquirido por el estado civil la libertad moral, la única que verdaderamente bace al hombre dueño de sí mismo, porque el impulso exclu- sivo del apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley que se ha prescrito es la libertad; mas ya he dicho demasiado sobre este particular y sobre el sentido filosófico de la palabra libertad, que no es aquí mi tema. CAPÍTULO IX DEL DOMINIO REAL Cada miembro de la comunidad se da a ella en el momento en que se forma tal como se encuentra actualmente; se entrega él con sus fuerzas, de las cuales forman parte los bienes que posee. No es que por este acto cambie la posesión de natura- leza al cambiar de mano y advenga propiedad en las del sobe- rano; sino que, como las fuerzas de la ciudad son incompara- blemente mayores que las de un particular, la posesión pública es también, de hecho, más fuerte y más irrevocable, sin ser más legítima, al menos para los extraños; porque el Estado, con respecto a sus miembros, es dueño de todos sus bienes por el contrato social, el cual, en el Estado, es la base a todos los derechos; pero no lo es frente a las demás potencias sino por el derecho de primer ocupante, que corresponde a los particu- lares. El derecho de primer ocupante, aunque más real que el del más fuerte, no adviene un verdadero derecho sino después del es- tablecimiento del de propiedad. Todo hombre tiene, natural- mente, derecho a todo aquello que le es necesario; mas el acto positivo que le hace propietario de algún bien lo excluye de todo lo demás. Tomada su parte, debe limitarse a ella, y no tiene ya ningún derecho en la comunidad. He aquí por qué el derecho del primer ocupante, tan débil en el estado de natura- leza, es respetable para todo hombre civil. Se respeta menos en este derecho lo que es de otro que lo que no es de uno mismo. En general, para autorizar sobre cualquier porción de terreno el derecho del primer ocupante son precisas las con- diciones siguientes: primera, que este territorio no esté aún ha- bitado por nadie; segunda, que no se ocupe de él sino la ex- tensión de que se tenga necesidad para subsistir, y en tercer lugar, que se tome posesión de él, no mediante una vana cere- monia, sino por el trabajo y el cultivo, único signo de propie- dad que, a falta de títulos jurídicos, debe ser respetado por los demás.

En efecto: conceder a la necesidad y al trabajo el derecho de primer ocupante, ¿no es darle la extensión máxima de que es susceptible? ¿Puede no ponérsele límites a este derecho? ¿Será suficiente poner el pie en un terreno común para consi-derarse dueño de él? ¿Bastará tener la fuerza necesaria para apartar un momento a los demás hombres, para quitarles el de- recho de volver a él? ¿Cómo puede un hombre o un pueblo apoderarse de un territorio inmenso y privar de él a todo el gé- nero humano sin que esto constituya una usurpación punible, puesto que quita al resto de los hombres la habitación y los alimentos que la Naturaleza les da en común? ¿Era motivo su- ficiente que Núñez de Balboa tomase posesión, en la costa del mar del Sur, de toda la América meridional, en nombre de la corona de Castilla, para desposeer de ellas a todos los habitan- tes y excluir de las mismas a todos los príncipes del mundo? De modo análogo se multiplicaban vanamente escenas seme- jantes, y el rey católico no tenía más que tomar posesión del universo entero de un solo golpe, exceptuando tan sólo de su Imperio lo que con anterioridad poseían los demás príncipes. Se comprende cómo las tierras de los particulares reunidas y contiguas se convierten en territorio público, y cómo el dere- cho de soberanía, extendiéndose desde los súbditos al terreno, adviene a la vez real y personal. Esto coloca a los poseedores en una mayor dependencia y hace de sus propias fuerzas la ga- rantía de su fidelidad; ventaja que no parece haber sido bien apreciada por los antiguos monarcas, quienes, llamándose re- yes de los persas, de los escitas, de los macedonios, parecían considerarse más como jefes de los hombres que como señores de su país. Los de hoy se llaman, más hábilmente, reyes de Francia, de España, de Inglaterra, etc.; dominando así el terri- torio, están seguros de dominar a sus habitantes. Lo que hay de singular en esta enajenación es que, lejos de despojar la comunidad a los particulares de sus bienes, al acep- tarlos, no hace sino asegurarles la legítima posesión de los mismos, cambiar la usurpación en un verdadero derecho y el disfrute en propiedad. Entonces, siendo considerados los po- seedores como depositarios del bien público, respetados los derechos de todos los miembros del Estado y mantenidos con todas sus fuerzas contra el extranjero, por una cesión ventajosa al público, y más aún a ellos mismos, adquieren, por decirlo así, todo lo que han dado: paradoja que se aplica fácilmente a la distinción de los derechos que el soberano y el propietario tienen sobre el mismo fundo, como a continuación se verá. Puede ocurrir también que los hombres comiencen a unirse antes de poseer nada y que, apoderándose en seguida de un territorio suficiente para todos, gocen de él en común o lo repar- tan entre ellos, ya por igual, ya según proporciones estableci- das por el soberano. De cualquier modo que se haga esta ad- quisición, el derecho que tiene cada particular sobre el mismo fundo está siempre subordinado al derecho que la comunidad tiene sobre todos, sin lo cual no habría ni solidez en el vínculo social ni fuerza real en el ejercicio de la soberanía.