A la bajada del tren se escucha una voz femenina y potente que arengaba “Bus Lucy, bus Lucy”.
Esa voz permitía a los pasajeros, desorientados en la noche, encontrar el micro que los
devolviera a sus hospedajes turísticos. Todos entre risas, algo de sueño y también cansancio
volvían de una experiencia única, mágica e increíble; haber conocido aquellas ruinas incas tan
promocionadas e inaccesibles. Bus Lucy era la empresa de turismo que realizaba los traslados, la
que llevaba a todos sus pasajeros al destino soñado. Por una suma importante de dinero cada
pasajero disponía de las comodidades de un servicio fabuloso, en un entorno que parecía de
película.
Habiendo completado el destino previsto, ahora todos se encontraban en la felicidad del
retorno, con muchos recuerdos coloridos, muchas fotos del segundo a segundo de cada lugar
visitado y las historias de este viaje; que muchos habían ya catalogado como “espiritualmente
elevado”. En ese clima de felicidad y plenitud mientras retornan al micro, escuchan a lo lejos
“Bus Lucy, bus Lucy” un llamado a intervalos regulares. Una poderosa voz los convoca, los reúne
como una sacerdotisa azteca y todos buscan conocer al personaje, ya mitológico, que se
representan. Allí parada al final del camino, entre el tren y el bus se encuentra Lucy, una niña de
11 años, que con una sonrisa y a viva voz los invita a subir. Todos saludan a Lucy, pasan cerca y se
ríen de la pequeña de voz gigante.
Son las 02:00 de la madrugada, Lucy trabajó desde las 18 ayudando a su padre que ya no puede
caminar, cubre su turno para llevar algo para comer a casa. Su lugar mágico y mítico, que eleva su
espiritualidad es poder completar un desayuno para ella y sus hermanos, que viven al otro lado
del pueblo.
