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Literatura cubana actual de Cabrera
Tipo: Guías, Proyectos, Investigaciones
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Mea Cuba es un sostenido «Yo acuso» sin ser Zola para exorcizar a los malos espíritus políticos con un «¡Sola vayas!». Lo encomiendo ahora a los buenos espíritus políticos y literarios.
Un crítico español dijo con ocasión de su salida que este libro es un panfleto. Recojo el guante para proclamar que sí, que es un panfleto —por la democracia y la libertad—. El más grande escritor cubano de todos los tiempos, José Martí, también fue acusado —y acosado— de panfletario en vida, y aun después de muerto, por las almas viles. Qué mejor maestro entonces en el arte de fustigar a los enemigos de Cuba de dentro y de fuera. Puedo repetir con mi Martí: Tolle lege. Que quiere decir: «Toma, lee».
Guillermo Cabrera Infante, 1992 Diseño de cubierta: Mapa de Cuba. Islario General del Mundo, Alonso de Santa Cruz. Biblioteca Nacional, Madrid
Editor digital: Titivillus ePub base r1.
A Néstor Almendros, un español que supo ser cubano.
Aviso
Mea Cuba se publicó en España por primera vez en noviembre de 1992. Tres semanas más tarde esa primera edición quedó agotada. La editorial, que no es ésta, que publicó el libro entonces no sólo permitió que esa primera edición se agotara sino que esperó ¡cuatro meses! para publicar una segunda edición, cuando se había perdido el impulso inicial. Mea Cuba no se volvió a reeditar hasta ahora con esta edición corregida y aumentada por una docena de artículos publicados después en España y dondequiera. Ésta es, pues, una edición completa.
GUILLERMO CABRERA INFANTE Londres, febrero de 1999
Génesis
Cuba fue descubierta por Cristóbal Colón y sus compañeros de viaje (los hermanos Pinzón, los Rodrigos de Triana y de Jerez, el converso Luis de Torres y las diversas y unánimes tripulaciones) el 28 de octubre de 1492, domingo. «Dice el Almirante», llevado por la pluma del padre Las Casas «que nunca cosa tan hermosa vido». Es decir, era una versión del paraíso. En un mapa de América cuando todavía no se llamaba América, en 1501, Cuba aparece dos veces. Primero como una isla, después como un continente.
Éxodo
Salí de Cuba el 3 de octubre de 1965: soy cuidadoso con mis fechas. Por eso las conservo.
enemigos, aun los que huyen, sobre todo los que huyen, con nombre de alimañas: ratas, gusanos, cucarachas), sino con el hundimiento del Titanic : la nave que no se podía hundir destinada, precisamente, a hundirse. Un solo miembro de la tripulación logró escapar con vida, el teniente Lightoller. Interrogado por un severo juez inglés (todos los jueces ingleses son severos) por qué había abandonado su barco, Lightoller respondió sin soma: «Yo no abandoné mi barco, señoría. Mi barco me abandonó a mí». Muchos exilados cubanos pueden decir que nunca abandonaron a Cuba: Cuba los abandonó a ellos. Abandonó de paso a los mejores. Uno fue el comandante Alberto Mora, suicidado. Otro es el comandante Plinio Prieto, fusilado. Todavía otro, el general Ochoa, chivo expiatorio. Pero si algo colma la medida del abandono y el desamparo es el exilio. Uno siente de veras que es un náufrago («sálvese el que pueda») y nada puede parecerse más a un barco que una isla. Cuba, además, aparece en los mapas arrastrada por la corriente del Golfo, nunca anclada en el mar Caribe y dejada a un lado por el Atlántico europeo. Decididamente es un barco a la deriva. En la furia del discurso, Fidel Castro fue incapaz de controlar la metáfora del barco que se hunde y las ratas desafectas y tuvo que añadir apresurado, casi en desespero: «Pero este barco nunca se hundirá». Ese antepasado suyo, Adolfo Hitler, repitió antes esas mismas palabras en 1944: «Alemania jamás se hundirá». (La ausencia de exclamaciones es culpa del desgaste del poder.) Los sobrevivientes del naufragio saben más y mejor: de Alemania, de Cuba. Mis amigos lo han pedido, mis enemigos me han forzado a hacer un libro de estos obsesivos artículos y ensayos que han aparecido en la prensa (decir mundial sería pretencioso, decir española sería escaso) a lo largo de veinticinco años y casi treinta de exilio. Ellos provocan y repelen una nostalgia que cabe en una sola frase: «¡Lejana Cuba, qué horrible has de estar!». La eyaculación mezcla a dos exilados ilustres de hace cien años, él cubano siempre, ella hecha española: la Avellaneda y Cirilo Villaverde, con el sentimentalismo de un tango. Después de todo, el tango nació, como yo, en Cuba.
A propósito
Veinte años en mi término / me encontraba paralítico…
Canción cubana
Hace poco cumplí sesenta y tres años. Unos meses antes Fidel Castro celebró (si se puede celebrar un entierro) treinta y tres años en el poder sin oposición. Como el despiadado castellano señor de la guerra que al morir no tenía enemigos porque los había matado a todos, Castro no tiene enemigos en Cuba. Treinta y tres años es más de la mitad de mi vida cronológica y en todo ese tiempo mi biografía ha sido escrita, de una manera o de otra, por Fidel Castro y sus escribanos de dentro y fuera de la isla. Presumir que Castro gobierna sólo en Cuba es no querer admitir que un exilado político es un enemigo que huye al que no le tienden un puente de plata sino una larga mano que puede alcanzarlo dondequiera. Para ilustrar esta imagen paranoica (lo que Freud catalogaría como un complejo de Castración), puedo contar una historia de lo que se llama la vida real. En 1985, estando en el festival de Cine de Barcelona, recibí una llamada urgente de mi hija menor en Londres. Me dijo que habían entrado ladrones en nuestro apartamento pero que no me preocupara porque extrañamente los ladrones no habían robado nada. Mi extrañeza fue extrema entonces, pero debía quedarme en el festival hasta el final. Cuando regresé a Londres apenas si había huella del robo que nunca fue robo. Todo estaba en su sitio excepto por un candado enorme provisto por la policía que sustituía mi violada cerradura de seguridad. Un anuncio del fabricante asegura que es una decisiva protección contra toda clase de intrusos. Mi hija me contó que no sólo había venido a investigar la policía local, sino que un detective de Scotland Yard se había interesado en el robo que no era robo. Durante su visita anunciada había preguntado a mi hija quién era yo, qué hacía y si tenía enemigos personales. Mi hija le dijo que mi único status, aparte de ser escritor, era el de exilado de Castro. El agente de Scotland Yard le pidió que yo lo contactara personalmente a mi regreso. A nuestro regreso comprobamos Miriam Gómez y yo que, efectivamente, los ladrones no habían robado nada. Inclusive un sobre que contenía mil dólares había sido expuesto, abierto y devuelto a su precario escondite sin su sobre. Era obvio que estos insólitos ladrones no buscaban dinero o no aceptaban dólares. El detective de Scotland Yard resultó mucho más inteligente que el notorio inspector Lestrade, a quien Sherlock Holmes acusaba con sorna de tener una inteligencia valiosa por lo escasa. Lo invité a sentarse. Lo hizo. Le ofrecí un café.
conciernen. Antes de irse, el agente me dijo: «Hay un policía que cubre Gloucester Road hasta Palace Gate». Eso es apenas diez cuadras. «Le diré que dé dos vueltas en lugar de una por su acera.» Le di las gracias. «Pero —me dijo finalmente— quiero que si usted nota alguna irregularidad, por mínima que sea, me llame en seguida al Yard», y me dio su número directo. Pero los ladrones sin motivo, aparente, nunca volvieron. Ahora espero que esos visitantes no invitados encuentren en este libro lo que buscaban. No tienen nada que perder, excepto, claro, el precio de un ejemplar.
La respuesta de Cabrera Infante
Entre los maullidos del gato Offenbach y la incesante crepitación de la manzana que mordía Miriam Gómez, su mujer, Guillermo Cabrera Infante anotó las cuatro preguntas de un cuestionario improvisado y las mezcló entre los papeles y las fotografías de su escritorio. Al mes, devolvió a Primera Plana diez páginas de respuesta, con la exigencia de que se las transcribiera sin alteraciones. Aquí están, y —aunque sea obvio — corren por su cuenta y riesgo.
Preámbulo no pedido
Cuando dejé Cuba en 1965, cuando salí de La Habana el 3 de octubre de 1965, cuando el avión despegó del aeropuerto de Rancho Boyeros a las diez y diez de la noche del día 3 de octubre de 1965, cuando pasamos el point of no return a las cuatro horas de vuelo (no era la primera vez que yo viajaba entre Cuba y Europa y sabía que un poco más allá de las Bermudas el avión no puede ya volver a Rancho Boyeros, pase lo que pase), cuando por fin me zafé el cinturón de seguridad y miré a mis hijas dormir a mi lado y tomé el maletín de nombre irónico, mi attaché-case, y lo abrí para echar una ojeada tranquilizante a las cuartillas irregulares, clandestinas, dedicadas a convertir Vista del amanecer en el trópico en Tres tristes tigres, supe entonces cuál era mi destino: viajar sin regreso a Cuba, cuidar a mis hijas y ocuparme de/en la literatura. No sé si pronuncié o no la fórmula mágica — silence, exile, cunning —, pero sí puedo decir ahora que es más fácil en este tiempo adoptar el estilo literario que copiar el estilo de vida de James Joyce. Durante mucho tiempo guardé silencio. Me negué a conceder entrevistas, me encerré a trabajar y me aparté tanto de la política cubana como de los cubanos políticos de todos los colores. Todavía no escribo a otra gente en Cuba que a mi familia inmediata, cartas esporádicas y familiares. Sin resultado —porque el comunismo no admite drop-outs. Mi nombre fue arrastrado a una polémica en que los ruidos de la caucus-race de Alicia sirven de música incidental al libreto de Ubu Roi, y la realidad escénica convierte a Kafka en un realista-socialista. Insultos personales, inaudita intromisión en mi vida privada, eje excéntrico de una lucha por el poder cultural y maldito genius loci —todo dicho con la increíble prosa de esa versión cubana del Krokodil soviético, El caimán barbudo. Pero, por supuesto, el problema no se limitó a una polémica literaria, al uso ruso, donde los perros de la finca ladran mientras el amo no se molesta en abrir el portón, como ocurrió con los insultos y ataques a Neruda y Carlos Fuentes, hace dos años, y el asalto a Asturias, ahora que derrotó al campeón Carpentier, la rosa roja del ring, eterno aspirante cubano a la faja de los pesos pesados
«Tontería absurda —dijo Alicia en alta voz —. ¡Querer dictar sentencia primero!». «¡Aguanta tu lengua!», dijo la Reina poniéndose roja. «¡No me da la gana!», dijo Alicia.
¿Qué crimen ha cometido el autor o el libro? Uno solo, y lo cometieron ambos. Ser libres. (Cf. Guillermo Federico Hegel hablando de su monarca: «Un solo hombre libre puede haber en Prusia».)
«¡Al paredón!», gritó la Reina a voz en cuello. Nadie se movió. «¿Quién le tiene miedo a ustedes? —dijo Alicia (que ahora había crecido hasta tamaño grande)—. ¡Ustedes no son más que un montón de naipes!».
Ahora puedo contestar todas las preguntas.
¿Por qué está fuera de Cuba?
Si uno de veras cree que el hombre no es más que ser y circunstancia, la única manera de salvar al ser amenazado es cambiar de circunstancia lo más pronto posible. Cuando se viven situaciones invivibles no hay más salida que la esquizofrenia o la fuga. Voy a ilustrar esta abstracción. En el verano de 1965 regresé a Cuba de Bélgica, donde era attaché cultural, a los funerales de mi madre, que había muerto en circunstancias turbias (otitis media, ingresa inconsciente en el hospital a las once de la mañana y sin atención médica propia hasta entrada la noche, muere en la madrugada de una enfermedad que nadie muere ya desde antes de la Segunda Guerra Mundial: pero su muerte es también un accidente patológico que puede ocurrir en cualquier parte si no se toman precauciones a tiempo) mientras yo volaba hacia La Habana. Pero el viaje no lo hice en avión, sino en el trompo del tiempo. Todavía en Bélgica yo añoraba Cuba, su paisaje, su clima, su gente, sentía nostalgias de las que no me libro aún, y pensaba nada más que en regresar. Pero un país es no sólo geografía. Es también historia. Cuando regresé, en esa primera semana en que todavía no podía comprender que mi madre había desaparecido para siempre, supe, al mismo tiempo, que el sitio de donde había venido al mundo estaba tan muerto como el sitio al que vine. La Habana era una ciudad que yo no reconocía y no regresaba precisamente de París sino de una Bruselas provinciana y triste, fea. En Cuba, la luna brillaba como antes de la Revolución, el sol era el mismo, la Naturaleza prestaba a todo su vertiginosa belleza. La geografía era la misma, estaba viva, pero la Historia había muerto. Cuba ya no era Cuba. Era otra cosa —el doble del espejo, su doppelgänger, un
robot al que un accidente del proceso había provocado una mutación, un cambio genético, un trueque de cromosomas. Nada estaba en su lugar. Las facciones eran reconocibles, pero hasta la propia ciudad, los edificios, mostraban una lepra nueva. Las calles estaban cubiertas de una viscosidad física, goteada del motor de los vehículos escasos, por causa de un defecto insalvable al refinar el petróleo ruso, pero parecía con su pastosidad negruzca en que las mujeres dejaban sus zapatos (¡artefactos prehistóricos que algunos emprendedores alquilaban a cincuenta centavos la hora!) y todas las huellas, como la metáfora de una viscosidad moral. El malecón estaba cariado, ruinoso. En los canteros de El Vedado, que antes fue un barrio elegante, crecían plátanos en lugar de rosas, en un desesperado esfuerzo de los vecinos por aumentar la cuota del racionamiento con sus raquíticas bananas. Los puestos de café que antes colaban ante el público en cada esquina, como en Río de Janeiro, se habían esfumado por arte de magia marxista. En su lugar había, en cada barrio de la ciudad, dos, cuando más tres puestos (llamados, como todo, con un nuevo término: cafetera-piloto: esta pomposa terminología «técnica» que bautizaba a las fábricas como «unidades de producción», a los balnearios como «círculos obreros», y a las populares guaguas urbanas, los autobuses, como «unidad rodante», esta jerga utópica competía francamente con la Neo-Habla de los Minrex —Ministerio de Relaciones Exteriores—, Mined —Ministerio de Educación—, Minint —del Interior —, Init —Instituto de la Industria Turística (?)—, Icaic —Instituto del Arte e Industria Cinematográficos (!)—, mientras las fábricas se retitulaban Consolidados de esto o de lo otro o si no con criptogramas tales como C518 o C15A) que servían café solamente a determinadas horas del día a clientes ávidos y apelotonados, cuando no haciendo largas colas para comprar el café que la «libreta» (carnet de racionamiento) promete y nunca cumple. Las vidrieras de las tiendas realmente exhibían ropa, porque nadie podía comprarla, ya que eran ejemplares únicos, en el mejor de los casos. Otras, las vitrinas servían para encerrar alegorías martianas o leninistas, más por recurso decorativo que por fervor político. Las más estaban totalmente vacías, y pasear por San Rafael o Neptuno, por Obispo o por O’Reilly (versiones cubanas de Florida), era un acto tan irreal como recorrer con John Wayne la calle real de un pueblo fantasma. En otras partes de la ciudad caminar era pasear por la isla de Trinidad en 1959, o haber regresado al pueblo natal, de donde el hambre había expulsado en los años cuarenta al ochenta y dos por ciento de la población. En increíble cabriola hegeliana, Cuba había dado un gran salto adelante —pero había caído atrás. Ahora, en la pobre ropa de la gente, en los automóviles bastardos (excepto, claro, las limusinas oficiales o los raudos Chevrolet de último tipo de la caravana del Premier), en las caras hambreadas, se veía que vivíamos, que éramos el subdesarrollo. El socialismo teóricamente nacionaliza las riquezas. En Cuba, por una extraña perversión de la práctica, se había socializado la miseria. Sabía (y lo decía a todo el que quería oírme), antes de regresar, que en Cuba no se
Yo no elegí Londres, Londres me eligió a mí. Fue en Madrid, demasiado ocupado transformando mi visión del amanecer en el trópico, amarrado a las galeras, domando tres tigres a un tiempo, tratando de que el TTT estallara y, por supuesto, olvidado de que el dinero, como el tiempo, es fungible, que llamaron tres veces a la puerta. Como sé que el casero llama más veces que el cartero, dejé que mi mujer abriera. Eran tres los que tocaban. Un funcionario de la Gobernación española para decirme que me negaban la residencia (el pasado pesa tanto que es, a veces, el pesado), un telegrama, y, efectivamente, el casero, también conocido como Abominable Hombre de las Rentas. Mi mujer, luchando con este yeti a pierna partida (como lector fiel de Pepita y Lorenzo, el casero había dejado su pie entre hoja y jamba para atascar la puerta), logró echarme el cable, que leí:
¿Cómo dudarlo un momento? Salté por la ventana. Por el camino (vivíamos en un tercer piso) pensé: Anch’io sono Swinging-Londoner!
¿En qué condiciones volvería?
Si Lezama Lima fuera nombrado ministro del Interior. No, aun así, lo pensaría dos veces y trataría de recordar qué crítica escribí (o dejé de escribir) sobre Enemigo rumor o La fijeza. Además de que está por medio la parodia del Poseso Penetrado por un Hacha Suave[5]. «Es peligroso dejar el país de uno, pero es más peligroso volver a él, porque entonces tus compatriotas, si pueden, te clavarán un cuchillo en el corazón. » Esas sabias palabras son del Yei-Yei, de Jota Jota, de James Joyce. Como en otras ocasiones, las hago mías: sólo le añado una sabiduría moderna. Donde Jota Jota pone corazón yo podría decir espalda. Además de que yo soy un verdadero exilado. Los otros escritores latinoamericanos que viven en Europa pueden regresar a sus países cuando quieren. De hecho lo hacen a menudo. Yo no puedo hacerlo. Aparte de que físicamente no duraría una semana en libertad. (O, en el mejor o peor de los casos, me convertiría, automáticamente, en una no-persona, en un paria político, en un leproso histórico: ya he padecido ese mal de Marx antes, cuando se prohibió P. M. y clausuraron Lunes.) Les queda, además, el recurso de enviarme a cosechar boniatos, llamados también palta o camote en otras tierras (labradas) de América Latina. O a cortar caña. O a
recoger colillas en un paradero de ómnibus, castigo a que sometieron hace poco a un conocido teatrista militante (de la Revolución, pero también, ay, del Homosexualismo), aunque refractario a la agricultura como destino. Pero aunque pudiera regresar (suponiendo que venciera ese trámite único en América, privilegio que los cubanos disfrutamos con el socialismo: ¡la solicitud de permiso para regresar un ciudadano a su propio país!) sin represalias, queda el problema del vehículo y dónde tomar tierra. Más que un trompo necesito el tropo del tiempo. Cuba no existe ya para mí más que en el recuerdo o en los sueños, y las pesadillas. La otra Cuba (aun la del futuro, cualquiera que éste sea[6]^ es, de veras, «un sueño que salió mal».
Colofón nunca querido
Sé el riesgo intelectual que corro con estas declaraciones inoportunas, ahora que el santo patrón (laico) de Cuba no es ni Marx ni Mao sino Marcuse. No me olvido de la teoría de ilustres laboratoristas del socialismo (del lógico lógicamente senil Norman the Mailer, sin desdorar a Juan Pablo apóstol —del próximo Milenio— y su carnal Simona), que se empeñan en tomar a los cubanos como conejillos, inevitablemente, de Indias. Sé del riesgo Migratorio de quedarme sin pasaporte: Severo Sarduy, por ser infinitamente menos explícito, estuvo dos años sin documento alguno, hasta que no le quedó otro remedio que naturalizarse francés. Sé de otros riesgos. Sé que acabo de apretar el timbre que hace funcionar la Extraordinaria y Eficaz Máquina de Fabricar Calumnias; conozco algunos de los que en el pasado sufrieron sus efectos: Trotsky, Gide, Koestler, Orwell, Silone, Richard Wright, Milozs y una enorme lista de nombres que, si se hacen cada vez menos importantes, puede terminar en Valeri Tarsis: tan diferentes unos de otros, pero todos marcados por la misma impronta. Sé que dejar tu partido no es lo mismo que abandonar tu país —aunque tu país sea ahora un partido. Sé la respuesta al lema «con mi patria, cierta o errada» —que es la misma que dio Chesterton: «Eso es como decir, My mother, drunk or sober». Pero sé también que el argumento que no sirvió para exculpar a los criminales de guerra nazis, sirve para excusar a los criminales de paz soviéticos —fueron fieles a su causa. Ninguna consecuencia de esa malsana sabiduría me preocupa. Me preocupa únicamente la suerte de mi familia dejada en Cuba, librada a cualquiera o a todas las represalias, desde el despido hasta el campo de trabajo forzado; camuflado, por supuesto, con siglas: UMAP, UVAP. Pero tenía que decir, que empezar a contar estas cosas algún día aunque perturbe la visión a mis amigos —algunos de ellos, de tanto cazar arco iris en el horizonte político, han quedado incurablemente cegados por el espectro del rojo. Siento, de veras, tener que molestar sus sueños. No puedo hacer otra cosa. Diría estas verdades aun si todos mis amigos se llamaran Platón.
30 de julio de 1986