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Este documento explora los elementos constitutivos del estado moderno, incluyendo la comunidad humana, el territorio y la soberanía. Analiza la relación entre estado y nación, la construcción de identidades nacionales y la evolución del concepto de soberanía en el contexto de la globalización y la interdependencia entre estados. Se examinan ejemplos históricos y contemporáneos para ilustrar las complejidades de la organización política del estado.
Tipo: Guías, Proyectos, Investigaciones
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Capítulo 10
Los elementos básicos de la arquitectura estatal
A los ojos de un observador superficial, la política estatal aparece a me nudo como una agitada serie de comportamientos imprevisibles que se su ceden de manera desordenada y sin control. En cambio, la perspectiva de un analista más atento que el espectador ocasional ofi^ece una imagen dife rente. En este caso, la política aparece como una estructura dotada de cier ta fijeza y continuidad, porque cada comunidad está interesada en ordenar de modo relativamente estable sus actuaciones políticas. Cuando atende mos a la estructura —el ámbito de lapo/iíy (1.3)— toman cuerpo determina dos componentes fijos —que enmarcan las conductas políticas— y una serie de pautas —a las que se ajustan dichas conductas—. Es a esta «arquitectu ra» permanente de la política a la que ahora prestamos atención. En el caso de la política estatal, esta arquitectura integra una serie de elementos constitutivos y un conjunto de reglas e instituciones. Dejando para más adelante el examen de las reglas e instituciones (IILl 1), examina remos ahora los tres componentes básicos del estado: una comunidad humana, un territorio delimitado y la soberanía, entendida como la capaci dad exclusiva de imponer decisiones coactivas a toda la comunidad. Estos tres elementos plantean una serie de interrogantes mayores. La ten dencia a identificar la comunidad humaina con la categoría de nación, el alcan ce del dominio territorial estatal y los límites del derecho a utilizar la fuerza si guen siendo cuestiones controvertidas, tanto en el terreno de la teoría política como en el de la práctica. De todas ellas nos ocupamos a continuación.
Una población identificada
Desde las más rudimentarias formas políticas del pasado, hasta las más complejas de la actualidad, no ha habido ni hay organización política sin comunidad humana. Desde los nueve mil habitantes de Tuvalu —uno de los «microestados» contemporáneos—, hasta los mil doscientos miUones de
habitantes de China, la población es también sujeto activo y pasivo de la política estatal. ¿Cómo se identifica hoy esta base humana? ¿Qué datos permiten vincular a una persona singular con un estado? En las formas políticas preestatales, el linaje o el vínculo de sangre —ya fuera real, ya fuera mítico— podía señalar la pertenencia a una misma enti dad política. Más adelante fue un contrato personal de protección-vasallaje el que identificaba a determinados individuos como sujetos de una misma autoridad política. En el caso del estado, ¿de qué factor depende la perte nencia de un individuo a una particular comunidad humana?
La pertenencia a un estado equivale, pues, a disfrutar de un estatuto o posición —la ciudadanía— que comparten todos los miembros de la comu nidad política. Este estatuto de ciudadanía es calificado a menudo como «nacionalidad», tanto en el lenguaje jurídico como en el vocabulario vulgar. Esta relación entre ciudadanía y nacionalidad se explica por el hecho de que —desde hace doscientos años— estado y nación aparecen como con
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el terreno académico y ofrecen explicaciones diferentes. En el último cuarto de siglo han proliferado las obras dedicadas al estudio de la nación y del na cionalismo. Entre ellas pueden distinguirse las aproximaciones siguientes:
— la nación como extensión de la relación del parentesco, incorporando elementos biológicos que agrupan a unos individuos y los distinguen de otros. Son estos elementos los que dan lugar a los rasgos cultura les. En esta visión hay una continuidad entre grupos tribales —o cla nes originarios— y las naciones modernas. El «núcleo duro» del he cho nacional es un dato perenne. El nacionalismo es, entonces, la expresión necesaria de una tensión danwiniana por la selección y me jora de la propia especie o —mejor, en este caso— de la propia etnia; — la nación como resultado histórico de la modemización social, debida al cambio experimentado en las comunicaciones culturales —la im prenta y la difusión de las lenguas escritas— y en las relaciones eco nómicas — el capitalismo comercial y la industrialización—. Estos fenómenos — por separado o de forma combinada— crean nuevas relaciones comunitarias y disuelven otras anteriores. Cada nación es un hecho histórico y, como tal, perecedero. El nacionalismo puede ser, en este caso, el instrumento para consolidar el dominio de los grupos culturales y económicos beneficiados por la modernización, pero tam bién para movilizar a los que se sienten marginados en el proceso.
Como intento de conciliar las dos versiones anteriores aparece una tercera aproximación. En ella, la nación es considerada una manifestación más en el desarrollo de una conciencia étnica original. Esta conciencia atraviesa por diferentes fases: tribus y linajes, «proto-naciones» medievales, nacio nes en el sentido político actual. La modemización, en este caso, no «crea» la nación, sino que la «recrea» y la adapta a las nuevas condiciones.
¿Cómo influyen estas dos versiones del término «nación» en la forma política estatal? ¿Qué relaciones se establecen entre estos dos conceptos? La influencia recíproca ha sido muy importante, a lo largo de los siglos XDC y XX. En términos generales se distinguen dos procesos diferentes: en el pri mero, el estado precede a la conciencia de nación, mientras que en el se gundo es la nación la que conduce hacia el estado.
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vicio militar obligatorio, la Iglesia oficial, la burocracia estatal suelen ser los mecanismos de homogeneización nacional de la comunidad (lilly, Hosbawm). Así ocurrió —con éxito desigual— en los casos de Francia o de España. Y así se ha intentado en muchos países descolonizados —en América Latina, Asia o Áfi-ica—, donde el estado como organización polí tica precedió a la conciencia popular de una identidad nacional, que tuvo que fabricarse posteriormente desde el poder.
En el primer caso —cuando el estado precede a la nación—, la consigna implícita es que «cada estado debe contar con su propia nación». Predomi na, por tanto, el esfuerzo por constmir (o reconstmir) la nación —el nation- building — a partir de los instrumentos estatales con que cuentan el gmpo o los gmpos hegemónicos. En el segundo caso —cuzindo el sentimiento nacio nal precede al estado— se trata de que «cada nación consiga su propio esta do». Por ello se persigue la constitución de un estado propio y de sus institu ciones —el state-building —, a partir de la capacidad de movilización que po seen los gmpos dinamizadores del sentimiento de identidad nacional. Lo importante es constatar en ambos casos que ni la nación ni el estado son realidades naturales o predeterminadas. No cabe contraponer una «nación natural» a un «estado artificial». Tanto la nación como el estado son entidades «artificiales», es decir, constmidas por la acción humana a lo largo de la histo ria. En política, como se señaló ya, todo es creación humana y nada corres ponde a la naturaleza física. Este carácter cirtificial de la nación no le resta im portancia política, porque la conciencia de pertenencia a un gmpo sigue sien do —como vemos todos los días— un importante recurso de movilización de energías sociales a favor o en contra de determinadas estrategias políticas.
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Nació n y na cionalism o s
«Las naciones no se sostienen desde un punto de vista intelectual, pero son atractivas desde el exístencial, como son las creencias mágicas o las
población. Hay que reconocer que son excepcionales los estados que pue den exhibir esta correspondencia: Portugal, Islandia, Uruguay, Suecia o el Japón se contarían entre ellos.
El ajuste entre organizaciones estatales e identidades nacionales es fuen te de conflictos políticos. El conflicto puede desencadenarse cuando —desde el estado— se extrema el proceso de homogeneización de la identidad nacio nal, ignorando la diversidad existente. Pero también se genera conflicto cuan do el sentimiento de pertenencia a una comunidad nacional se transforma en proyecto político propio, al margen del estado que la contiene. En las dos últimas décadas del siglo xx se han intensificado los conflic tos de esta naturaleza. Los factores que los han propiciado podrían sinteti zarse del modo siguiente:
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mica se manifiesta en viejos estados europeos, sometidos ahora a pro cesos de descentrahzación interna: España o el Reino Unido. Pero tam bién se da en países de América del Norte, América Latina u Oceanía, donde la reivindicación de los viejos pueblos autóctonos obliga a revisio nes del modelo actual de estado: Canadá, México, Guatemala, Brasil o Australia.
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M osaico s nacionales y un id ad es estatales
— Suiza —conocida oficialmente como Confederación Helvética— reú ne en una federación a veinte cantones y seis semicantones. En ella se hablan cuatro idiomas oficiales —alemán, francés, italiano y romanche— y se reconocen tradicionalmente dos religiones —católi ca y protestante—. La construcción de Suiza como una entidad políti ca singular precede a la definición de las naciones culturales basadas en la lengua y ha sobrevivido a las guerras de origen religioso que en frentaron entre sí a los cantones, incluso en fecha tan tardía como en la guerra de 1840. El hecho de que los cantones antecedan como uni dades políticas a la propia federación explica el hecho de que la ad quisición de la ciudadanía suiza dependa de la incorporación a la co munidad local. — En la Unión India — constitucionalmente definida como una federa ción— conviven hoy comunidades muy diferentes. Sus mil millones de habitantes practican cinco grandes religiones, hablan casi mil quinien tas variedades idiomáticas —los dos idiomas oficiales (inglés e hindi) sólo son conocidos por un 30 % de la población— , pertenecen a gru pos étnicos diversos, se dividen en castas y respetan tradiciones cul turales muy diferentes. Mantener la cohesión estatal implica «inven tar» símbolos unitarios que superen las tensiones de la diversidad, a veces manifestadas en enfrentamientos violentos entre religiones, et nias o castas. — La Turquía actual se constituyó sobre una parte del antiguo imperio otomano multiétnico, desintegrado después de la Primera Guerra Mundial. La construcción de un estado moderno basado en la identi
cientes diferencias de carácter lingüístico, cultural, étnico u otras, que se dan entre miembros de una misma población estatal. Por tanto, no puede pedirse a la población una identificación con un modelo único de usos cul turales, religiosos, lingüísticos, folclóricos, etc. La única lealtad com partida es la que debe prestarse al estado como garante de unos mismos de rechos y deberes para todos. El estado —en cierto modo— debería ignorar las identidades nacionales y hacerse «laico» en materia nacional, del mis mo modo que —^al menos, en el ámbito occidental— ignora hoy las creen cias de cada uno y ha llegado a hacerse laico en materia religiosa.
La difi'cil y agitada relación entre estado y comunidad humana puede modificarse, por tanto, si avanza un proceso de revisión que afecta tanto al papel del estado en cuanto organización del poder político, como al papel de la identidad nacional en cuanto mecanismo de integración social. Mientras tanto, la asociación automática entre estado y nación seguirá siendo utilizada para movilizar energías políticas. En algunos casos, para dar legitimidad al poder estatal, como ocurre con los llamados «nacionalis mos de estado»; en otros, para erosionar dicha legitimidad, como sucede con los «nacionalismos sin estado» que apelan a identidades nacionales di ferentes de la dominante en un mismo estado y aspiran a dotarse de estado propio.
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Un espacio delimitado
Mientras que ninguna forma política ha podido prescindir de la pobla ción, son numerosas las que durante siglos pudieron prescindir del elemen to territorial: las agrupaciones nómadas —clanes, tribus— no tenían refe rencias espaciales y se desplazaban según las necesidades de su propia su pervivencia. En algunas formas imperiales —y en ciertas formas feudales eran más determinantes la vinculación personal entre dirigentes y los pro pios pactos de protección y vasallaje que el ámbito territorial que ocupa
ban. No es de extrañar este carácter secundario del espacio, si tenemos en cuenta la imposibilidad técnica de trazar mapas precisos: sólo las exigen cias de la navegación comercial fomentó una práctica cartográfica que se convirtió luego en un recurso político. En contraste con estas formas políticas anteriores, el estado se ha caracterizado por delimitar claramente el espacio de su actuación: marca un ámbito físico —tierra, agua, espacio aéreo— mediante el trazado de fronteras. Es en este ámbito en el que el estado se sitúa y pretende actuar con pretensiones de exclusividad. La expansión de la forma estatal ha lleva do a que todo el planeta esté hoy dividido en territorios estatales. No hay te rritorio que no esté controlado —o reivindicado— por un estado, con una sola excepción: el espacio de la Antártida, excluido del dominio estatal por el tratado intemacional de 1959.
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(cfr. II.9) como forma de organización política. En ella adquiere mayor im portancia el control de algunos nudos de comunicación e intercambio so cial: ciudades, empresas transnacionales, organizaciones gubemamentales y no gubemamentales, medios de comunicación, etc. En cambio, hace me nos decisivo el control del territorio que había constituido un elemento constitutivo de la forma estatal.
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A rm a s, r e c u r s o s ec o n ó m ic o s y lím ites m ar ítim o s
En ios últimos 500 años, los estados han ido ampliando su reivindicación so bre las llamadas «aguas territoriales», entendiendo por tales las zonas ma rinas contiguas a su territorio. Hasta mediados del siglo xx, las aguas territo riales de dominio estatal se extendían generalmente a las tres millas mari nas. ¿La razón? El alcance de la primera artillería de costa. Más adelante se reivindicaron doce o quince millas, al aumentar la potencia del armamento disponible. En estos momentos, la capacidad militar —que apenas tiene lí mites en su alcance— es secundaria con respecto a la capacidad de explo tar recursos submarinos de gran valor: pesca, minería, petróleo, gas, etc. De ahí la reivindicación de extender el dominio estatal a doscientas millas de la costa a efectos económicos, dejando la explotación de recursos minera les en aguas intemacionales al control de una autoridad mundial. Un Trata do Internacional de Derecho Marítimo firmado en 1983 ha sido rechazado por países como Estados Unidos, Reino Unido, Japón, Alemania o Italia, que no quieren renunciar a la explotación de tales recursos._____________
F ro ntera s en de sa pa r ic ió n: las «e u r o r r e g io n e s »
Europa vio el nacimiento de los estados con fronteras territoriales bien de limitadas, aunque no exentas de discusión. En la actualidad, Europa está asistiendo a la debilitación de estas fronteras estatales, debido a la cola boración creciente entre regiones o comunidades territoriales colindan tes. Aunque pertenezcan a estados diferentes, crece el número de regio nes o comunidades que establecen acuerdos de cooperación para obje tivos comunes; desarrollo económico, inversión en comunicaciones e infraestructuras, asistencia sanitaria o de emergencia, etc. En la Unión Europea, se han reconocido ya más de medio centenar de «eurorregio nes» que colaboran —más allá de sus estados respectivos— : a caballo de la divisoria germano-francesa, germano-holandesa o germano-polaca, a lo largo de la frontera hispano-francesa o hispano-portuguesa, concer tando acuerdos entre regiones escandinavas de estados diferentes, etc. Este proceso —impulsado por las necesidades inmediatas de los ciuda danos y gestionado de modo eficaz por las autoridades más cercanas a los mismos es un paso más en la erosión del modelo tradicional del esta do, de su delimitación territorial y de su pretendida soberanía absoluta.
La capacidad de coacción: el principio de la sobersinía
El tercer elemento constitutivo que caracteriza al estado es —junto a la población y al territorio— la capacidad exclusiva de tomar decisiones vin culantes para esta población y en el marco de aquel territorio. Desde el si glo XVII, esta aptitud recibe el nombre de soberanía (IL6). La soberanía es, pues, la cualidad que dota a la entidad estatal de un poder originario, no de pendiente ni interna ni externamente de otra autoridad, confiriéndole un derecho indiscutido a usar —si es necesario— la violencia. En su vertiente interna, se entiende que el estado es soberano —es «superior»— porque, en principio, puede y debe imponerse a cualquier otra fuente de autoridad: civil, eclesiástica, económica, etc. Este poder se traduce en el monopolio del derecho y de la violencia que el estado se atri buye frente a otros actores, tal como vimos al examinar las características que diferencian a la forma estatal de otras formas de organización políti ca (cfr. IL6). Al mismo tiempo, en su vertiente extema, el estado en cuanto soberano no admite el dominio de otra autoridad ajena: el Imperio, el Papado o cual quier otra entidad política exterior. Por esta razón, la soberanía iguala sobre el papel a todos los estados: en sus relaciones recíprocas y en el control de sus territorios respectivos. En principio —^y de acuerdo con el derecho intemacional—, Etiopía, Ecuador, España y Estados Unidos se hallan en pie de igualdad como estados soberanos. Sin embargo, el concepto de la soberanía estatal ha sido también —como el de nación— uno de los más discutidos y, según algún autor, uno de los que más confusión ha producido en la política y en el derecho. Son varias las razones de esta confusión.
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chos individuales frente al estado y se sostuvo que el poder de este esta do debía sujetarse a determinadas reglas, la idea de soberanía como po der ilimitado quedó alterada: la acción del estado liberal-democrático está ahora condicionada por los derechos individuales y se regula por normas constitucionales e intemacionales que le marcan un cauce que no puede desbordar. Así, cuando una autoridad estatal impone una sanción —por ejemplo, de privación de libertad o de incautación de bienes— a uno de sus ciuda danos e invoca el ejercicio de la soberanía debe hacerlo conforme a un procedimiento que debe respetar escmpulosamente. Por esta razón, di cha autoridad no puede ampararse en la soberanía estatal para esquivar la responsabilidad por actos realizados en uso de sus funciones. En los estados liberal-democráticos actuales, esta responsabilidad puede ser re clamada por los ciudadanos o por otros poderes del estado. Reciente mente se ha abierto paso la doctrina de que incluso ciudadanos y autori dades de otros países u organizaciones intemacionales pueden —en cier tos casos— reclamar también dicha responsabilidad. Es obvio, pues, que sólo será aceptable hoy una versión reducida del concepto originario de soberanía. Una versión reducida que en realidad altera la misma natura leza de la soberanía en su versión original.
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C h ile, E spaña, G ran B retaña y el «ca so P in o c h e t »
En 1998, el general Augusto Pinochet, dictador de Chile entre 1973 y 1989, fue detenido en Londres por la policía británica. La detención obedecía a una orden cursada por un juez español que tramitaba una denuncia pre sentada en España contra el general chileno, acusado de responsabilidad criminal por detenciones ilegales, torturas y asesinatos cometidos durante su estancia en el poder. La defensa del general Pinochet invocó la inmuni dad que —según su criterio— le protegía en todas sus actividades como jefe de un estado soberano. Por su parte, el Gobierno chileno sostuvo que sólo el estado chileno era competente —en virtud de su soberanía— para juzgar a Pinochet. Las autoridades judiciales británicas — después de una larga y compleja tramitación— rechazaron estas argumentaciones basa das en el principio de soberanía y aceptaron el enjuiciamiento del general por parte de los tribunales de otro estado, en este caso, el español. Sin embargo, el gobiemo británico decidió «por razones humanitarias» que Pi nochet no fuera enviado a España y le permitió regresar a Chile. Años des pués, Pinochet fue procesado en su país por diversos delitos. Lo funda mental de este episodio es que abrió la puerta a una inten/ención judicial de carácter transestatal para juzgar crímenes contra la humanidad. Son delitos que no prescriben y que pueden ser perseguidos con independen cia del estado en que han sido cometidos y de la nacionalidad de quien los cometió.
En conclusión, pues, cabe señalar que una visión tradicional de la polí tica sigue considerando la soberanía como componente esencial del estado. En los debates legales y en las polémicas políticas abundan las referencias a esta característica del poder estatal. Pero también es cierto que un examen realista de las manifestaciones del poder político en el mundo actual —tan to entre estados, como en el seno de un mismo estado— nos descubre la in terdependencia que se da hoy entre entidades políticas: cada vez aparece más debilitada la capacidad del estado para producir decisiones coactivas sin límite interno ni interferencia exterior.
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