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Las ruinas de un experimento llamado Caguán, Transcripciones de Análisis de Políticas Públicas

San Vicente del Caguán, un municipio del Caquetá, en el sur de Colombia, fue el epicentro del último intento del Gobierno y las Farc por hallar una salida política al conflicto armado que vive Colombia desde hace más de 40 años.

Tipo: Transcripciones

2023/2024

Subido el 26/05/2025

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Las ruinas de
un experimento
llamado Caguán
Por: Estefanía Reyes Caldas
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Las ruinas de

un experimento

llamado Caguán

Por: Estefanía Reyes Caldas

Universidad del Rosario - Escuela de Ciencias Humanas - Periodismo y Opinión Pública Trabajo de grado de Estefanía Reyes Caldas. Tutor: José Navia. Coordinadora: Sandra Ruiz. Decana: Stéphanie Lavaux. Fotografía: Estefanía Reyes C. Diseño y diagramación: Daniella Ria ño S. 2012.

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En el cementerio de San Vicente del Caguán no cabe una tumba más. Es una pequeñ a montañ a llena de lápidas en donde ya no crece el pasto.

El camposanto se encuentra ubicado en las afueras del pueblo, cerca de un barrio de invasió n llamado Ciudad Bolívar. Hasta ese lugar se llega por una calle destapada, de tierra naranja. En moto, la subida y lo agreste de la vía hacen que duelan los riñ ones y la espalda se resienta.

Desde la reja principal se ven las lápidas. Algunas sobresalen por ser verticales y otras, menos visibles, forman un tapete de cemento y granito que solo deja ver dos o tres pastos que tímidamente separan las losas de las tumbas.

“Yo me las arreglo para enterrar a los muertos. Cuando no caben toca ingeniárselas para acomodarlos diagonalmente y hacerles un campito”, comenta Javier Rojas, el sepulturero del pueblo desde hace más de una dé cada. Es un hombre de 67 añ os, delgado, con la piel arrugada y manchada por el paso de los añ os y los estragos del sol.

El ú ltimo cadáver que sepultó Javier Rojas fue el de Doris Adriana Mora, una niñ a de 11 añ os. Murió ocho días antes de mi llegada a este pueblo del Caquetá, en medio del fuego cruzado entre el Ejé rcito y guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Farc. Las balas sorprendieron a la pequeñ a Doris Adriana a las seis de la tarde, cuando caminaba hacia su casa.

Logró llegar con vida al hospital, pero luego de una hora y media falleció por la gravedad de sus heridas. Tres militares y cinco guerrilleros también perdieron la vida ese día.

“La situació n es complicada, la guerrilla sigue atacando a la població n civil y en el conflicto la gente que no tiene nada que ver siempre es la que paga. Nosotros tratamos de hacerles frente a los ataques, pero aunque los sanvicentunos somos gente ‘verraca’ estos atropellos nos duelen”, comenta Dorian Peralta, alcalde encargado de San Vicente del Caguán.

Los principales ataques de la guerrilla son cometidos por la columna mó vil Teó filo Forero de las Farc, que desde

Las ruinas de un

experimento llamado

Por: Estefanía Reyes Caldas Caguán

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su formació n, en 1993, realiza ataques perió dicos a los puentes y torres elé ctricas de la regió n. Esta columna es considerada como la fuerza ‘é lite’ de la guerrilla y es acusada de cometer numerosos crímenes, entre los que se encuentran la bomba del Club El Nogal en Bogotá, el asesinato del congresista Diego Turbay Cote y el secuestro de los diputados del Valle, entre muchos otros.

Desde la llegada de la guerrilla al Caquetá, en 1965, San Vicente del Caguán, un municipio de 62.000 habitantes, solo vivió tres añ os y cuatro meses de tregua, que corresponden al tiempo en que ese pueblo fue epicentro (junto con los vecinos municipios de La Uribe, Mesetas, La Macarena y Vista Hermosa, ubicados en el departamento del Meta) de los fallidos diálogos de paz entre esa guerrilla y el Gobierno Nacional (en cabeza del entonces presidente Andrés Pastrana Arango), entre el 14 de octubre de 1998 y el 21 de febrero de 2002.

Después de terminados los diálogos, San Vicente quedó entre el fuego cruzado de la guerrilla y el Ej ército, viviendo la guerra de una manera mucho más cruda que antes del despeje. Los ataques a los cuarteles militares ubicados dentro del pueblo se intensificaron, por lo que la tregua solo parece ser un recuerdo efímero de algo que nunca sucedió.

La muerte de la niñ a Doris Adriana Mora ocurrió el 7 de enero de 2011. La historia me la contó Ronald García, un sanvicentuno de 33 añ os, hijo de Ómar García, alcalde del Caguán

durante la primera etapa de la ‘zona de despeje’, el mismo día de mi llegada a San Vicente.

Mi viaje a esta zona se encuentra motivado por el interés de conocer có mo los habitantes vivieron las fallidas negociaciones de paz. Además, descubrir la manera como se han adaptado a ser el epicentro de un capítulo fantasma de la historia colombiana.

Esta cró nica pretende reconstruir la manera en que los habitantes de San Vicente del Caguán vivieron la ‘zona de distensió n’, al igual que conocer có mo se encuentra el pueblo y có mo se desarrolla su cotidianidad más de una dé cada después de finalizados los diálogos de paz. Para esto, conviví durante quince días con los sanvicentunos.

En opinió n de los habitantes de San Vicente y de periodistas que participaron en el cubrimiento de los diálogos, la premura de la labor periodística durante las negociaciones de paz impidió que se lograra un seguimiento a esta regió n y a la vida cotidiana de las personas que allí conviven.

San Vicente del Caguán no solo fue el epicentro de la ‘zona de despeje’, sino que durante esos casi cuatro añ os también fue el foco de atenció n de todo el

“Yo me las arreglo para enterrar a los muertos. Cuando no caben

toca ingeniárselas para acomodarlos

diagonalmente y hacerles un campito”

país. Todos los diarios y medios de comunicació n, nacionales e internacionales, retrataron a diario lo que ocurrió en el pueblo, pero una vez terminados los diálogos la atenció n desapareció y el Caguán quedó relegado a la memoria de unos cuantos que ú nicamente lo recuerdan como el lugar de un episodio fallido para conseguir la paz en Colombia.

Poco después de la balacera en la que cayó la niñ a Doris Adriana, en San Vicente del Caguán murieron de manera violenta otras veinte personas, entre el 16 de enero y el 31 de diciembre de 2011. Según el Instituto de Medicina Legal, la totalidad de los decesos fueron homicidios. Diecisé is de las víctimas fallecieron a causa de proyectiles de arma de fuego.

San Vicente del Caguán se alza como la cabecera municipal y econó mica de la regió n, ya que a través de este pueblo se maneja el comercio que surte de productos a los municipios aledañ os, como son San Venancio, Puerto Rico, El Doncello y poblaciones intermedias. A este territorio, que basa su economía en la ganadería y el comercio, se puede llegar por tierra a través de dos carreteras principales: la primera llega de Neiva, Huila, y la segunda de Florencia. Ambas

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necesita repetir la misma historia al celador que se encuentra recostado contra la puerta principal, aunque claro está, él no muestra mayor interés y no pone mucho problema, se seca el sudor con un pañ uelo, que deduzco era originalmente blanco, y permite el ingreso.

A primera vista parecería un pueblo común de Colombia, al menos de los que son conocidos turísticamente. Los árboles, las calles, las pintorescas casas y su gente lo hacen ver de esa manera, pero la estació n de Policía, que se encuentra en uno de los costados del parque, hace cambiar de perspectiva. Tras una trinchera de sacos verdes de arena se ubican cerca de diez uniformados, que con un armamento digno de una película de Hollywood permanentemente apuntan a la població n que transita frente a ellos.

Como una persona ajena a la realidad de la guerra, la expresió n de mi cara denota la impresió n que esto me causa, especialmente porque nadie en el pueblo lo concibe como un acto de agresió n de la fuerza pú blica contra la població n civil. Las personas siguen caminado, los niñ os se balancean en los columpios y las motos transitan con normalidad como amas y dueñ as del transporte pú blico y privado de la regió n. “Es normal, usted acaba de llegar aquí, no lleva más de tres días, pero a nosotros nos toca entenderlos. Siempre que ha habido un ataque de la guerrilla contra la estació n de Policía han sido milicianos vestidos de civil. Los ‘tombos’ ya no confían en nadie”, me explica Ronald García.

Huele a tierra caliente. A ese calor húmedo que hace que la ropa se te pegue al cuerpo, a naturaleza y boñiga de ganado. “Está

calentando duro ú ltimamente y como estamos en medio de montañ as el calor se concentra”, comenta Ronald, mientras que una de las dos iguanas, huéspedes ilustres del parque central, parece darle la razó n con la disminució n de la velocidad en su caminar.

Aunque la imponencia del sol hace dudar, para ese momento ya son las seis de la tarde. El pueblo empieza a apagarse, los establecimientos empiezan a recoger sus cosas y la mú sica de la calle en donde quedan todos los bares y discotecas aumenta al unísono, de tal manera que es imposible reconocer el ritmo que estos reproducen, ya que se mezcla el vallenato de la tienda de la esquina norte, la ranchera del bar del centro y el reggaetó n de la discoteca de la esquina sur.

Detrás de unos gruesos sacos de arena se encuentra la estació n de la Policía que ha sido blanco de mú ltiples ataques guerrilleros.

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Una idea no tan buena

A las ocho de la noche el pueblo queda desierto, los únicos establecimientos abiertos son las tabernas, billares, un prostíbulo y la calle de las discotecas. Sin estar explícitamente establecido, en San Vicente hay ‘toque de queda’. Después de las ocho de la noche nadie transita por las calles; bueno, a veces uno que otro borracho desprevenido.

Trece añ os atrás, ocurrió un hecho que no solo cambió la historia de los sanvicentunos, sino en general la historia de los colombianos. En 1997, el entonces candidato a la Presidencia de la Repú blica Andrés Pastrana Arango hizo pú blica una foto en la que aparecía junto al que en ese momento era el mayor jefe guerrillero de las Farc, Manuel Marulanda Vé lez, con lo cual dio una nueva luz al país sobre una posible negociació n para lograr la desmovilizació n pacífica de este grupo guerrillero.

“Esa foto fue la que hizo que don Pastrana ganará esas elecciones. La gente creyó que é l podía negociar con ‘Tirofijo’ y que por eso la paz ya estaba lograda”, comenta Ronald con cierta ironía.

Un añ o después, el 14 de octubre de 1998, el ya presidente Andrés Pastrana estableció la ‘zona de despeje’, comprendida por cinco municipios, La Uribe, Mesetas, La Macarena y Vista Hermosa, en el departamento del Meta, y San Vicente del Caguán, ubicado en el Caquetá, para llevar a cabo los diálogos de paz con la guerrilla de las Farc. El país entero puso sus esperanzas en esta nueva negociació n que prometía el fin de una guerra de más de 30 añ os.

Las cosas cambiaron para los habitantes una vez el Gobierno estableció , por medio de la Resolució n 85, que San Vicente del Caguán entraría en la ‘zona de despeje’ o ‘zona de distensió n’ y que este municipio sería reconocido como la sede de las negociaciones.

“A nosotros nunca nos preguntaron si estábamos de acuerdo. Simplemente nos dijeron: de ahora en adelante no va a patrullar el Ejé rcito sino la guerrilla, punto”, recuerda Olivia Tovar, entonces esposa del alcalde.

Las Farc no ingresaron inmediatamente al casco urbano. Primero exigieron la completa desmilitarizació n de la zona, con lo que se presentaron los primeros roces con el Gobierno.

Quizás uno de los episodios más recordados por la opinió n pú blica nacional hace referencia a la salida de los militares del batalló n Cazadores. Esta guarnició n se encuentra en las afueras del pueblo, por un camino destapado de tierra naranja que lleva a Villa Nora, finca en donde el jefe guerrillero conocido como ‘el Mono Jojoy’ y su cú pula se establecieron durante el despeje.

“Primero hubo un pulso muy fuerte entre Pastrana y la guerrilla. El Gobierno no quería sacar a

Fotografía de archivo del 11 de abril de 2000 en la que se observa al líder his- tó rico de la guerrilla de las FARC, “Manuel Marulanda Vé lez”, conocido como “Tirofijo”, junto al abatido líder guerrillero Raú l Reyes durante una audiencia pú blica del proceso de paz con el gobierno del ex-presidente, Andrés Pastrana Arango. Cré dito: EFE Archivo

“Una mañana nos despertamos muy temprano

a cubrir algún evento y uno de mis colegas dijo: ‘¡Ya

está aquí la guerrilla!’. Nos

asomamos al balcón del hotel y efectivamente en la

calle del comercio ya estaban prestando guardia guerrilleros

uniformados y ya había

retenes en varias partes del pueblo”

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palabra eran los de la guerrilla. El alcalde era un figurín, como para no decir que el Gobierno había perdido todo el poder por aquí”, dice Urdubey Tejada, un hombre moreno, de 45 añ os, cara bonachona y barriga prominente, que todos los días a eso de las siete de la noche va a la residencia de la señ ora Olivia (como él la llama) a tomarse un café.

La relació n entre los guerrilleros y los lugareñ os fue en su mayor parte cordial. “Era casi lo mismo. Solo que uno ya no veía al Ejé rcito sino a la guerrilla por las calles, pero era lo mismo. Unos con botas de cuero y los otros de caucho, al final la misma cosa”, añ ade Urdubey.

Pero las Farc no solo patrullaban. Establecieron dos “oficinas” en donde manejaban

todas las operaciones. La primera se encontraba ubicada en la Casa de la Cultura de San Vicente del Caguán, un edificio de un solo piso que queda al lado de la calle de las discotecas. La segunda la establecieron en la vía a la finca Villa Nora, donde aún se puede observar las ruinas que quedaron luego de terminados los diálogos.

La guerrilla tenía reglas estrictas de comportamiento para los lugareñ os, que de ser incumplidas generaban multas de altas sumas de dinero. El protocolo era sencillo, primero llegaba el denunciante a una de las oficinas e indicaba cuál había sido el agravio. Después un guerrillero le informaba a la persona acusada que debía dirigirse al establecimiento para “comparecer” por una queja en su contra. Una vez ahí, se le indicaba cuál era el motivo por el que

había sido acusado y la suma de dinero que debía cancelar para solucionar el impasse.

“Cuando a uno le decían ‘¡oiga, tiene que ir a la oficina!’ uno empezaba a temblar, porque sabía que eso era para problemas”, añ ade Urdubey.

Claro, ese dinero no iba a parar a las manos del agraviado. Se quedaba en poder de la guerrilla, pero según recuerdan los sanvicentunos era una manera de control que lograba el “buen comportamiento” en general de la població n.

Entre risas, Ronald, hijo de Olivia, comenta: “Eso era muy chistoso. Hay tipos que terminaron pagando como cuatro millones de pesos por ‘cascarle’, borrachos, a la esposa. La multa por eso era como de 250.000 pesos, pero es que hay varios que no aprenden y lo hacían cada semana, pues entonces cada semana les tocaba pagar y hay ahí sí no había salida, o paga o se muere”.

Para varios habitantes las calles fueron más seguras cuando la guerrilla era la que patrullaba, ya que la conformació n de pandillas, los asaltos y robos eran castigados fuertemente. Según recuerdan los lugareñ os, a los que “agarraban haciendo cosas indebidas” jamás se los volvía a ver.

“Ahora eso hay pandillas y los muchachos se ponen es a robar, a meter droga y la Policía no hace nada”, añ ade Ronald.

Para Dorian Peralta, la zona Esta es una de las sedes en donde la guerrilla establecia los habitantes durante el “despeje”. ó sus “oficinas” para cobrar multas de despeje significó un arma de

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doble filo para San Vicente y para la nació n. “Para mí, primó inicialmente el deseo de poder del presidente, que en aquella época era candidato (Andrés Pastrana) (…) Entonces el interés era el poder por encima de lo que fuera y los compromisos que se hicieron en aquel tiempo no eran para el beneficio del pueblo colombiano”.

Han pasado tres días desde mi llegada al pueblo. Son las diez de la noche y los únicos sonidos que produce esta població n provienen de los televisores de aquellos que aún permanecen despiertos y de los helicó pteros Black Hawk que sobrevuelan las zonas rurales. Esporádicamente se oyen disparos y explosiones lejanas.

Amanece en San Vicente con una tranquilidad impasible. Parece como si la única persona que se hubiese desvelado por los ruidos de las metralletas y las explosiones hubiese sido yo. A las ocho de la mañ ana el calor aún no se manifiesta con toda su fuerza.

“¿Sí oyó los bombardeos de anoche niñ a? Eso es porque el Ejé rcito está “respirándole en la nuca” al campamento de ese tal ‘Mono’, claro que siempre dicen lo mismo y nada que los agarran. Pero no se preocupe que no pasa nada”, me comenta William, uno de los huéspedes que pasa la noche en la pensió n para transportadores llamada Sachena. William lleva más de 13 añ os manejando un camió n que transporta ganado y, como él dice, “recuerda como si fuera ayer” la é poca de la ‘zona de despeje’.

Mientras hacemos fila para utilizar los dos bañ os compartidos que posee la pensió n, dice: “Mire, no fue sino que el presidente dijera ‘allá es la zona’, para que empezarán a llegar periodistas y curiosos de todas partes del mundo. Esto parecía un circo y con esa cantidad de gente que llegó pues imagínese, todo se puso carísimo porque lo que tenían que comprar, tenían que comprarlo aquí o ¿dó nde más? Además, los periodistas traían mucha plata, el perjudicado era uno porque hasta a la gaseosa le subieron. Esto parecía como pueblo estrato 6 y pa’ sumarle, la guerrilla también se traía costales repletos de billetes para lavar aquí. Yo, que soy de Florencia y trabajo con ganado, jamás había visto tanta plata junta”.

¡Lleve su ‘corrientazo’ a 20.000!

Después de tomar un ba ñ o con agua tibia (no porque hubiera calentador, sino porque el calor es tan intenso que las tuberías y los tanques de agua llegan a temperaturas cercanas a los 36 grados centígrados), continuamos la conversació n anterior, esta vez acompañ ados del hippie del pueblo, un hombre delgado, de 51 añ os, llamado Óscar Puerta, oriundo de Medellín.

Entre los dos debaten sobre la economía de la regió n durante el despeje y las consecuencias que este dejó.

“Pues a mí me fue muy bien en esa época, yo vendía camisetas del Che y manillas que los guerrilleros compraban mucho. Ah, y los que venían de visita también se querían llevar algún recuerdito de por aquí”, anota Óscar en su acento marcadamente paisa.

“Sí, se movía mucha plata, pero eso no fue bueno porque cuando todo se acabó aquí quedaron en la olla”, le responde William mientras enciende un cigarrillo Mustang.

El humo del cigarrillo es casi imperceptible por la densidad del aire caliente, pero el olor es mucho más fuerte que en otras temperaturas.

La bonanza econó mica que se vivió durante los tres a ñ os y medio que duró el despeje benefició a pequeñ os empresarios, pero terminó por crear una burbuja econó mica que finalmente estalló. Un ‘corrientazo’ en cualquiera de los restaurantes del pueblo hoy en día tiene un costo de no menos de 10.000 pesos y un desayuno básico no baja de los 5000 pesos, precios similares a los que se encuentran en una ciudad como Bogotá.

“Sí, se movía mucha plata, pero eso no fue

bueno porque cuando todo se acabó aquí

quedaron en la olla”, le responde William mientras enciende un cigarrillo Mustang.

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reza en el discurso del entonces presidente Andrés Pastrana. Pero el episodio determinante para que el Gobierno tomara la decisió n unilateral del fin de la ‘zona de distensió n’ sobrevino el 20 de febrero de 2002 cuando la guerrilla secuestró un avió n de la aerolínea Aires procedente de Neiva y forzó a los pilotos a aterrizar en medio de una carretera, en el Huila. Los guerrilleros liberaron a casi todos los pasajeros, pero mantuvieron cautivo al entonces senador Jorge Eduardo Gé chem Turbay.

“La peor noche de mi

vida”

El 21 de febrero de 2002 a las 9:19 de la noche, por medio de una alocució n televisiva, Pastrana Arango anunció el fin

de los diálogos con las Farc. “Decretamos una zona para sostener unas negociaciones, cumplimos con despejarla de la presencia de las Fuerzas Armadas, y usted (Manuel Marulanda Vé lez) la ha convertido en una guarida de secuestradores, en un laboratorio de drogas ilícitas, en un depó sito de armas, dinamita y carros robados. (…) Por una parte, secuestraron un avió n comercial en pleno vuelo –un delito internacional catalogado como terrorismo– y retienen en este momento al senador Jorge Eduardo Gé chem Turbay. (…) He decidido poner fin a la zona de distensió n a partir de la medianoche de hoy”. Esas fueron las palabras que los habitantes de San Vicente escucharon pronunciar casi con el tono lúgubre que da la certeza de una sentencia de muerte.

“Cuando supimos del fin de las negociaciones todo se volvió un caos. Los periodistas que quedaban empacaron y se fueron, la mayoría de la gente cerró los negocios, los guerrilleros que quedaban por el parque principal salieron literalmente corriendo y en ese momento todos supimos lo que se venía”, recuerda Olivia con una expresió n imperturbable que no deja entrever tristeza alguna. Bebe un sorbo de cerveza y continú a.

“Por la noche todos apagamos las luces y nos quedamos encerrados en las casas. Yo estaba acurrucada al lado de la ventana que da a la calle, tratando de ver si pasaba algo, cuando oí a un señ or pidiendo ayuda. Gritaba ‘por favor, no me maten, por favor’, mientras dos guerrilleros lo llevaban arrastrado… después todo fue silencio, se oyeron

“Si el río Caguán pudiera hablar seguramente contaría la manera en que esa noche cadáveres, carros, motocicletas, droga y dinero terminaron arrastrados por la corriente de sus aguas.”

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coordinaba desde un bazar hasta un rescate. Pero le fue mal porque aceptó y apenas se acabaron los diálogos, ¡pum!, su balazo”.

Si el río Caguán pudiera hablar seguramente contaría la manera en que esa noche cadáveres, carros, motocicletas, droga y dinero terminaron arrastrados por la corriente de sus aguas.

Esa noche la vivienda de Olivia sufrió un atentado. Una granada fue lanzada contra la entrada de la pensió n que ella y su madre administran.

“Todo era un caos, nadie sabía qué hacer. El Gobierno nos dej ó solos. Hasta me acuerdo de ver a las guerrilleras corriendo en brasier con los niñ os cargados. Ha sido una de las noches más duras de mi vida, menos mal que Ronald y mis otros hijos se habían ido de aquí ya hacía un tiempo con

Ómar. Uno no quiere imaginarse esas cosas pero seguramente los habrían matado”, dice con certeza y señ ala las grietas que dejó el siniestro en la pared y en el techo de su casa.

La mañ ana siguiente sobrevino con el mismo silencio sepulcral que se vivió en la noche, pero los desaparecidos, los carros que incendió la guerrilla y los estragos en algunas viviendas dieron cuenta de la realidad.

Es sábado y mi penú ltimo día en la zona. Desde el mediodía los jó venes van buscando silla en alguna de las cuatro discotecas del costado oriental del parque central. En las horas de la tarde ya están abarrotadas de hombres y mujeres que esperan divertirse al son de vallenato, reggaetó n y merengue mientras toman aguardiente helado acompañ ado de frutas de la zona.

disparos y después la noche estaba tan callada que se alcanzó a escuchar có mo caía el muerto al río”.

Esa noche también fue asesinado el director de la Policía Cívica, que antes de la zona de distensió n ejercía como jefe de bomberos. En el pueblo se narra casi como si fuera una leyenda urbana la manera como a Raú l Antonio Valencia le “tocó ” aceptar el cargo para coordinar la Policía Cívica.

Urdubey Tejada, quien fue colega suyo en la Policía Cívica, recuerda el hecho con notoria nostalgia: “Él no quería ese puesto, porque era tratar con la guerrilla todo el tiempo y eso pues es peligroso. Pero al final aceptó , por cuidar el ‘puestico’ como jefe de los bomberos, que en ú ltimas es una de las ‘autoridades’ más respetadas por los ciudadanos. Él

Los habitantes de San Vicente del Caguán consideran ofensivas las campañ as de las Fuerzas Militares en las que invitan pú blicamen- te a que los guerrilleros se desmovilicen.

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Nadie usa vestido de bañ o, se sumergen usando ropas ligeras y pantalonetas.

Río arriba se encuentra el puente colgante de San Vicente, una estructura de acero y tablas de madera que aunque no parece estable ha sobrellevado el paso del tiempo. Este fue el primer puente que se construyó con el fin de facilitar la comunicació n y mejorar el comercio de la zona, ya que conecta el pueblo con veredas aledañ as como Puerto Rico. Añ os después se construy óun puente de cemento que permite el tráfico de automó viles y camiones, y que ha sido blanco de mú ltiples ataques de la guerrilla. El ú ltimo fue registrado más de un añ o después de mi visita, el 20 de julio de 2012, cuando las Farc lo dinamitaron y dejaron incomunicado el municipio por vía terrestre.

“Yo vivo aquí, en una casita a orillas del río con mi mamá, mis hijos y mi hermano, que ya se murió … o bueno, lo mataron”, comenta Rubelia Aros, una mujer de 54 añ os de edad que entre lágrimas cuenta có mo vio morir a su hermano a manos de la guerrilla. “Mi hermano estaba orinando un día en un árbol a la orilla del río y vio unos cables cerca del puente, entonces él que era todo correcto (de hecho le decían ‘Bolívar’ en el pueblo) fue corriendo a decirle al Ejé rcito que eso estaba ahí y que parecía que era una bomba y los militares desactivaron un montó n de cargas explosivas”. Rubelia revuelve la olla con fuerza para que el sancocho de gallina no se le pegue y continú a mientras entrecierra

los ojos para evitar que el humo de la leñ a le entre a los ojos.

“El problema fue que la guerrilla se enteró de que é l fue el que ‘sapió ’ y como cuatro días después, en horas de la tarde, llegaron tres guerrilleros a la casa y le dispararon a ‘Bolívar’… ahí, al frente mío y de mi mamá, mientras estaba sentado en el sofá”, recuerda Rubelia mientras se le llenan los ojos de lágrimas. Esta mujer, quien a pesar de ser curtida en la guerra y la violencia, aún siente vivo el recuerdo de la muerte de su hermano.

Pero las huellas de la violencia vivida antes, durante y después del “despeje” van más allá del recuerdo doloroso de la muerte de seres queridos. Según comenta Ronald, los sanvicentunos viven a diario una discriminació n en el resto del país por ser de esa regió n.

Añ os antes de que San Vicente del Caguán hiciera parte de la ‘zona de distensió n’, Colombia solo reconocía esas tierras como un lugar alejado de las grandes urbes, pero después de fracasados los diálogos, varios de los habitantes sienten que en las ciudades son tildados de guerrilleros solo por el hecho de haber nacido ahí.

“No es sino que le miren a uno la cé dula y que diga que fue expedida en San Vicente del Caguán para que de una lo miren a uno mal y le nieguen cualquier empleo. Por eso los chinos ahora se van a Florencia a sacarla. El país nos ve a nosotros como Estados Unidos ve a Colombia, como una partida de guerrilleros y narcotraficantes,

terroristas”, afirma Ronald García mientras se pone el casco y se sube a la moto para regresar al parque central del pueblo.

Ya son más de las siete de la noche. A la mañ ana siguiente sale el vuelo de Satena que me devuelve a Bogotá. Entro a la casa cural y a pesar de haber programado una cita me hacen esperar cerca de 20 minutos, mientras el padre Luis Alfonso Molina Duque me atiende. Ha sido el personaje más esquivo para entrevistar.

Me hace seguir hasta un patio trasero en donde hay un quiosco. “Compañ era, siéntese”, me dice el padre con un semblante muy serio. Me cuenta de la labor de la Iglesia en los diálogos de paz, de su trabajo conjunto con el vicariato para mediar con los “compañ eros” de la guerrilla de las Farc (como é l los llama), de la discriminació n que siente de parte del Estado y su preocupació n por el futuro de la juventud sanvicentuna. Suena muy parecido a un político curtido en el arte de dar entrevistas.

Tras una hora de conversaciones el padre mira el reloj, hace un gesto de cansancio y pregunta: “¿Qué más quiere saber?”, le pregunto qué piensa de la ‘zona de distensió n’ en el Caguán y responde: “El despeje fue como una fiesta que hicieron en nuestra casa, no nos pidieron permiso para hacerla… pero nos dejaron todo el desorden para que lo limpiáramos”.

Bogotá, Colombia.

2012