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Un fragmento de un texto poético que explora temas como la memoria, la soledad, la ciudad y la experiencia del viaje. El autor utiliza imágenes y metáforas para evocar sensaciones y reflexionar sobre la condición humana. La descripción detallada de lugares y escenas, así como el uso de un lenguaje simbólico y evocativo, crean una atmósfera introspectiva y contemplativa. El texto aborda cuestiones existenciales relacionadas con la identidad, el amor, la nostalgia y la búsqueda de significado en un mundo cambiante. A través de la narración, el autor invita al lector a sumergirse en un universo poético que trasciende lo meramente descriptivo y plantea interrogantes sobre la experiencia de la vida.
Tipo: Resúmenes
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exactamente la misma como si las calles caminaran contigo, participando de tu desconcierto. Estabas advertido: había que viajar en compañía, pero en cambio viniste del otro lado del mundo para mirar tu soledad a la cara y lo demás que ahora no interesa. Esta forma del ser, obstinada en impugnarlo; celosa de toda ambigüedad, la conoces como Edipo a la Esfinge, horma de su zapato. Nieva en Bruselas y en tus falsos recuerdos. Piensas: «es mi fatiga. Ella es la que no se extraña de nada». El viejo cierra a las cinco su caja de Pandora. Demasiado temprano, ya lo sabes. Como si dispusiera de lo eterno, otra vez, la noche se da el lujo de caer lentamente sobre la Gran Plaza que ha encendido su torre en un dorado Oficio de Tinieblas, y es tu familiaridad la sorprendida con un mundo en que el logos fue la magia. Piedras transfiguradas por las manos del hombre hasta hacerse tocar por los ángeles mismos: ocios del gótico tardío. No, nada te habría encaminado a lo oscuro que te significara la recuperación de una embriaguez perdida con los años de triste aprendizaje. Pero, en fin, habías bebido unos vasos de cerveza por lo que pudiera ocurrir y fue el temor de que nada ocurriera sino sólo en ti mismo el primero en empujarte en esa dirección. Rue des Chanteurs, rue de la Bienfaisance; los nombres cambian de sonido y lugar igual, en todas partes, permanece, bajo luces distintas esa tierra de nadie, lindando con el Reino de las Madres: su viejo cómplice y enemigo de siempre. Tu distracción tomaba la forma de la nieve, ahora ese lejano resplandor que todo lo cubría vagamente, hasta la aparición articulada
de la mujer, en su pequeña vitrina, como ahogada en una luz incierta. Y sonreía sólo para sí misma. No fue ella, por cierto, la anfitriona; allí estaba la otra, esa que reconocerías entre miles, cuyo nombre ha cambiado tantas veces, pronta a participar, por un momento, en el diálogo. Sólo lo justo para hacerse presente como si nunca nada pudiera comenzar.
CIUDADES Ciudades son imágenes. Basta con un cuaderno de escolar para hacer la absurda vida de la poesía en su primera infancia: extrañeza elevada al cubo de Durero,^1 y un dolor que no alcanza a ser él mismo, melancólicamente. Dos ratas blancas giran en un círculo a la velocidad de la neurosis; después de darme vueltas sesenta días justos en el gran mundo como en una jaula, me concentro en un solo pensamiento: ratas que giran. Blanca, velluda, diminuta esfera partida en dos mitades que brincan por juntarse, pero donde fue el tajo, la perpleja lisura y el dolor, ahora están esas patitas, y en medio de ellas sexos divisorios, sexos compensatorios. Nos salen cosas donde fuimos seres aparte enteramente, enteramente aparte. Cinco minutos de odio, total. cinco minutos. Ciudades son lo mismo que perderse en la calle de siempre, en esa parte del mundo, nunca en otra. ¿Qué es lo que no podría dar lo mismo si se le devolviera al todo, en dos palabras, el ser mezquinamente igual de lo distinto? Sol del último día; ¡qué gran punto final para la poesía y su trabajo! (^1) El poliedo de Durero.
En el gran mundo como en una jaula afino un instrumento peligroso.
CISNES Miopía de los cisnes cuando vuelan, bien alargado el cuello, bien redondos y como si empuñaran la cabeza. Pero aun así no pierden, ganan otra forma de su belleza indiscutible estas barcas de lujo de Sigfrido bajo cuyas pesadas armaduras tomaron el camino de la ópera sin perder una sola de sus plumas. La poesía puede estar tranquila: no fueron cisnes, fue su propio cuello el que torció en un rapto de locura muy razonable pero intrascendente. Ni la mitología ni el bel canto pueden contra los cisnes ejemplares.
SOLO HISTORIAS COMO ÉSTAS Aquí habríamos llegado, después de esa breve estadía en Flandes el oscuro, sin que fuera necesario decir: «Para mí solo», a la dueña de Zürich como un viejo estudiante extraviado de ciudad. A este pequeño hotel primeramente pues contra la barrera del idioma nada mejor que cerrar una puerta, y en la tarde el tren vuela, lento, junto a los lagos cuando ya no se lee la guía de turismo en homenaje a las transfiguraciones. Pero acaso estaríamos aún en Neuchatel. Créeme que dejé sin tocar esa ciudad pues tampoco allí estabas, bien que el domingo la deshabitara, y un buen fantasma de principios de siglo no habría dado un paso más sin reencarnarse —en un abrir y cerrar de sus ojos distintos— me parece que junto a las casetas de baño: miniaturas de viejos palacios de recreo. Eras más bien allí ese momento justo en que la soledad se vuelve peligrosa, y no por las visiones, justamente, sino por un exceso de la propia presencia: esa rara extrañeza de sí mismo que por sí misma se hace a todo extensible. Junto al Léman, el reloj-jardín: «se prohibe a los niños jugar entre las horas». Para la primavera de los recién llegados, una curiosidad, sencillamente; distraídas consultas a las tarjetas postales y ese limpio espaciarse del tiempo sobre el lago: volar de muchos cielos que se ajustan como los accidentes de una misma sustancia: ¡El Tiempo! El cielo, al pie de sus grandes
«Las máscaras protegen la familia, la vida conyugal, los diferentes oficios».
SAN PEDRO Este primer motor del mundo tiene para girar en su inmovilidad la gran carrocería de San Pedro, el ruedo de sus cúpulas que dan formas al cielo de la impavidez, senos para nutrir en esta tierra la Historia del Poder, para engolfarse las llaves y los nudos de San Pedro. Atar o desatar, ¡qué bella cosa! y fueron garras las que se mezclaron a este ejercicio de parar la roca, ahuecarla, infundirle un mecanismo en todo semejante al alma humana que luce bien al borde del infierno. Los santos desenvainan sus espadas —centuriones de un Cristo aristotélico— cruces forjadas en las herrerías, y en lo alto la cruz parece un águila. Romas vaciadas en un mismo molde. Pídele al horizonte menos cúpulas.
MUCHACHA FLORENTINA El extranjero trae a las ciudades el cansado recuerdo de sus libros de estampas, ese mundo inconcluso que veía girar, mitad en sueños, por el ojo mismo de la prohibición —y en la pieza vacía parpadeaba el recuerdo de otra infancia trágicamente desaparecida—. Y es como si esta muchacha florentina siempre hubiera preferido ignorarlo abstraída en su belleza Alto Renacimiento, camino de Sandro Boticelli, las alas en el bolso para la Anunciación, y un gesto de sembrar luces equidistantes en las colinas de la alegoría inabordables.
DOS POEMAS PARA ANDREA UNO Aquí en esta ciudad parada frente al mar para mirarlo bien, que se llama Agrigento, hay unas casas viejas como el sol, muy bonitas, hay señoras vestidas de negro que parecen anteojos ahumados, hay caballeros sentados en la plaza, algunos distraídos, otros fumando pipa. Llega a dar gusto el cielo, dan ganas de tocarlo; como decía usted: dan ganas de tirarse al cielo de cabeza. Hay niños, por supuesto, que le mandan saludos; las golondrinas juegan, en el aire, a volar. Pero lo más simpático de todo son estas carretelas de verdad que parece que usted las hubiera pintado con un montón de chongos de colores. Los domingos la gente se apelotona en ellas, y ahí se van contentos a la playa. Le voy a llevar una, claro está que más chica, de adorno para la repisa.
EL INSOMNE A la vuelta de las escarificaciones el parpadear de la locura y la obsesión de los objetos hirientes. Disturbios que remplazan el alma por la sed en que prueba el alcohólico el gusto de sus visceras. No se puede dormir en horas sucesivas, completar este cántaro con una arcilla erizada de vidrios sino en todo mezclar la vigilia y la sangre y el miedo al crimen y la eyaculación sobre la arena tórrida.
MARÍA ANGÉLICA En estas soledades estuviste: París es un desierto para la timidez de los recién llegados, remontando el curso silencioso de la memoria, y caería la nieve del otro lado de tu celda de vidrio: la habitación a la que es inoportuno agregar: «para persona sola», —la conserje no tiene sentido del humor—. Pieza con vista a otra sobre el patio lluvioso, y los visillos que recuerdan la luz cuajada en ellos: respirar de una arena movediza a la que se mezclara, poco a poco, la sangre. Mientras el mundo, afuera, absorbía la nieve, del otro lado del ser que no alcanzabas a tocar con las manos heladas, en su remota, alegre, incalculable existencia, ya no te preguntabas el porqué de tu viaje, obedecías a la adivinación y a la fatiga súbitamente cierta de haber vivido antes, por espacio de siempre, ese mismo momento como si los extremos de lo real se juntaran: sólo una grieta para que el tiempo respire, y en el muro continuo las sombras convertidas, una vez más, en hojas de palmera.