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Descripción de la ley fenomenología
Tipo: Resúmenes
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ROBERT M. COATES El caos es árbitro y con intención más embrolla el desorden por el que reina: Junto a él, árbitro supremo, el azar lo gobierna todo. MILTON ¡He aquí tu temido imperio!, ¡el caos restablecido! ALEXANDER POPE “Si la ley supone esto” dijo el Sr. Bumble... “La ley es un asno, un idiota.” DICKENS, Oliver Twist. No te pongas de pie al recibir la orden de partir, al instante. SHAKESPEARE (Macbeth) El indicio de que las cosas estaban saliéndose de su cauce normal vino una tarde de finales de la década de 1940. Simplemente lo que pasó fue que entre las siete y las nueve de aquella tarde el puente de Triborough tuvo la concentración de tráfico saliente más elevada de su historia. Esto era raro, porque se trataba de la noche de un día laborable (para ser precisos, un miércoles), y aunque el tiempo era agradablemente benigno y claro, con una luna que estaba lo bastante crecida para atraer un buen número de motoristas a abandonar la ciudad, estos hechos por sí solos no eran suficientes para explicar el extraño fenómeno. Las dos noches precedentes, aunque fueron igualmente tranquilas e iluminadas, no provocaron en ningún puente o carretera un fenómeno semejante. Por de pronto, el personal del puente fue cogido por sorpresa. Una gran arteria de tráfico como el Triborough, opera en condiciones normalmente previsibles. Todo el tráfico rodado, como la mayoría de actividades humanas que se realizan en gran escala, obedece a la Ley de los Promedios, ésta grandiosa y vieja regla, que establece que las acciones de la gente en grandes cantidades siguen siempre modelos estables; basándose en la experiencia pasada, siempre había sido posible predecir, con toda exactitud, el número de coches que cruzaría el puente a una hora determinada del día o de la noche. En esta ocasión todas las reglas fallaron. Las horas que transcurren desde las siete hasta cerca de medianoche son normalmente tranquilas en el puente. Pero aquella noche parecía como si todos los motoristas o buena parte de ellos se hubieran puesto de acuerdo para romper la tradición. Empezando casi exactamente a las siete, los coches se dirigieron hacia el puente en tal número y con tal rapidez, que los empleados de las taquillas se vieron desbordados por el trabajo casi desde el principio. Pronto se vio que no era una congestión momentánea, y cuando se hizo evidente que el tráfico prometía adquirir proporciones gigantescas, se trasladaron a toda prisa policías hacia el lugar del suceso. Los coches fluían de todas direcciones, de la ruta de Bronx y de la de Manhattan, de la Calle 125 y de East River Drive. (En un extremo de la aglomeración, cerca de 815, los que podían ver el puente, explicaron que la calzada era una apretada línea de luces de coches que se perdía de vista hace el sur de la Calle 89, al mismo tiempo que la aglomeración cruzaba la ciudad de Manhattan interrumpiendo el tráfico hacia el oeste de la avenida de Amsterdam.) Quizá lo más sorprendente de esta manifestación era el hecho de que parecía no tener ninguna causa plausible.
De vez en cuando, mientras los guardias de la taquilla de peaje atendían el aparentemente infinito río de coches, preguntaban a sus ocupantes; pronto se vio claramente que los mismos participantes de la monstruosa obstrucción eran tan ignorantes de las razones que la había ocasionado como los ajenos a ella. El sargento Alfonse O’Toole, que mandaba el destacamento encargado de la carretera de Broux, hizo un informe muy significativo. “Les hice algunas preguntas”, dijo “¿Es que hay algún partido de fútbol del que no tengamos conocimiento? ¿O quizás se trata de carreras de caballos?” Pero lo más divertido era que todos me preguntaban: “¿Qué es este gentío, Mac?” Y yo solamente les miraba. Me acuerdo que había un muchacho con una chica a su lado en un Ford convertible, y cuando me hizo esta pregunta, le respondí “Estás en medio de la multitud, no es verdad ¿Que te ha traído aquí?” le pregunté. Y el chico, mirándome, dijo: “¿Yo?, tan sólo he venido a dar un paseo a la luz de la luna. Pero si hubiera sabido que había una aglomeración así…” dijo. Y entonces me preguntó: “Hay algún lugar para que pueda dar la vuelta y salir de aquí?” A la mañana siguiente el Herald Tribune relató éste suceso, parecía como si todos los propietarios de coches de Manhattan hubieran decidido aquella noche dirigirse hacia Long Island. El incidente era tan extraordinario que ocupó la primera plana de todos los periódicos a la mañana siguiente, y a causa de ello, muchos sucesos parecidos, que de otra forma no hubieran sido nunca remarcados, fueron extensamente comentados. Así, el propietario del teatro Aramis, en la Octava Avenida, explicó que mientras durante algunos días su sala había permanecido prácticamente vacía, otros se habían llenado hasta los topes. Los propietarios de Luncheon notaron que con el aumento de clientes estaban desarrollando más la costumbre de hacer operaciones con artículos específicos; un día todo el mundo pedía paletillas de ternera asada con salsa, mientras que otro todos pedían panecillos de viena, y al cordero asado nadie le hacía caso. Un hombre que dirigía un pequeño almacén de baratijas en Bayside explicó que entraron en su tienda en el espacio de cuatro días, 274 clientes pidiendo un ovillo de hilo rosa. En un período de normalidad, esta noticia se hubiera escrito en los periódicos o bien como relleno, o bien en la sección de curiosidades; sin embargo en la situación actual, adquirían una mayor relevancia. Finalmente, se hizo evidente que algo extraño estaba sucediendo con las costumbres de la gente, las cuales estaban sufriendo un cambio tan radical e imprevisto, como lo que sucede cuando en una excursión en barco todos los pasajeros a la vez se inclinan hacia un lado de u otro de la embarcación. Sucedió en un día de diciembre que, casi increíblemente, por primera vez la Twentieth Century Limited salió del puerto de Nueva York en dirección a Chicago con sólo tres pasajeros a bordo; fue entonces cuando los empresarios se dieron cuenta de las desastrosas consecuencias que podía traer el nuevo curso de las cosas. Hasta entonces, por ejemplo, la Central de Nueva York podía actuar con cierta confianza bajo el supuesto de que hubiera unas mil personas en Nueva York que tuvieran relaciones comerciales con Chicago, y que en cualquier día laboral agunos cientos de ellas tendrían que ir allí. El empresario teatral estaba seguro de que el número de clientes en cada función se regularía por sí mismo, y que aproximadamente habría el mismo número de personas que desearía ver la obra el jueves que las que había habido el martes o el miércoles. Ahora ya no se podía estar seguro de nada. La Ley de los Promedios había sido tirada por la borda, y si el efecto que ello tendría en los negocios prometía ser desastroso, no iba a ser menos para los consumidores. Por ejemplo, cuando una señora se dirigía a la ciudad para ir de compras, nunca podía estar segura si en el almacén de Macy iba a encontrar una avalancha de gente, clientes de otros tenderos, o un desierto vacío con resonantes pasillos y dependientes cruzados de brazos. Y cuando los individuos veíanse obligados a tomar alguna decisión, se producía una extraña incertidumbre. La gente se preguntaba a sí misma: “¿Puedo hacer esto o no?”, sabiendo que si lo hacían quizás otros cientos de individuos habían decidido lo mismo, y que si lo dejaban de hacer, perderían la más satisfactoria posibilidad entre todas las posibilidades de poseer Jones Beach. Los negocios languidecían y una especie de desesperada incertidumbre flotaba sobre todo el mundo. Cuando la situación resultó tan grave, fue inevitable que se llamara al Congreso para que éste tomara alguna decisión al respecto. En efecto, se convocó el Congreso, y debe decirse que su actuación fue magnífica. Se nombró un Comité, representado por los