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La Constitución Nacional Argentina de 1853: Un Análisis Histórico y Político - Prof. Sanch, Resúmenes de Ciencia Política

Este documento explora la historia de la constitución nacional argentina de 1853, destacando su importancia como la primera constitución definitiva de la nación. Se analiza el contexto histórico de su creación, las ideas que la inspiraron y su impacto en la organización política y social de argentina. El documento también explora la resistencia de buenos aires a la constitución y la importancia del federalismo en su estructura.

Tipo: Resúmenes

2021/2022

Subido el 06/09/2024

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efrain-corvalan 🇦🇷

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MUNDO HISPÁNICO
LA CONSTITUCIÓN NACIONAL
ARGENTINA DE 1853
INTRODUCCIÓN
En este mismo
mes,
hace
un
siglo,
se
producía
en la
Argen-
tina,
mi
Patria,
un
acontecimiento memorable
por
muchos
con-
ceptos:
el i.° de
mayo
de
1853,
a las
diez
de la
mañana,
se
firma-
ba solemnemente
en
Santa
Fe, mi
país,
la
primera Constitución
nacional definitiva
de la
nación Argentina, aprobada
por el Con-
greso general constituyente entre
los
días
20 y 30 de
abril
de
aquel mismo
año, y el 25 del
mismo
mes
—aniversario
de
nuestra
emancipación nacional
el
director provisorio
de la
Confederación
Argentina, general Urquiza,
en su
campamento
del
ejército sitia-
dor
de
Buenos Aires, dictaba
un
decreto mandando tener
por ley
fundamental
de la
República
a
dicha Constitución,
que fue
jurada
por trece
de las
catorce provincias argentinas
el 9 de
julio subsi-
guiente —aniversario
del
juramento
de la
independencia.
He dicho
que fue la
primera Constitución nacional
de la Ar-
gentina, porque
la
Constitución
de 1853 fue, en
efecto,
la
primera
que estuvo
en
vigor
en la
República desde
su
existencia como
na-
ción independiente:
a su
lado,
la
Constitución nacional
de 1826,
que
la
precede cronológicamente,
así
como
la
Constitución
delo
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y los
Estatutos
y
Reglamentos provisorios
de 1811, 1815 y
1817
no sons que
ensayos constitucionales
sin
ninguna tras-
cendencia histórica
ni
política. Quizás
hoy no sea tan
exacto decir
que
fue la
Constitución definitiva, pues
a
partir
de la
reforma
su-
frida
por la
misma
en 1949,
aunque
la
forma,
la
distribución
y
gran parte
de sus
disposiciones permanezcan
en
vigencia,
el
siste-
ma constitucional
de la ley
fundamental
de 1853 no es ya e! mis-
mo,
que
permaneció incólume
a
través
de las
enmiendas
ds 1860.
1866
y
i898
(1). Por
esta razón
de
peso,
el
centenario
de
nuestro
(1) Decimos definitiva como sinónimo
de
duraílera.
Los
hombres
que
contribuyeron
a
adoptarla
lo
presintieron
as!.
Alberdi dice
en una
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LA CONSTITUCIÓN NACIONAL

ARGENTINA DE 1853

INTRODUCCIÓN

En este mismo mes, hace un siglo, se producía en la Argen- tina, mi Patria, un acontecimiento memorable por muchos con- ceptos: el i.° de mayo de 1853, a las diez de la mañana, se firma- ba solemnemente en Santa Fe, mi país, la primera Constitución nacional definitiva de la nación Argentina, aprobada por el Con- greso general constituyente entre los días 20 y 30 de abril de aquel mismo año, y el 25 del mismo mes —aniversario de nuestra emancipación nacional— el director provisorio de la Confederación Argentina, general Urquiza, en su campamento del ejército sitia- dor de Buenos Aires, dictaba un decreto mandando tener por ley fundamental de la República a dicha Constitución, que fue jurada por trece de las catorce provincias argentinas el 9 de julio subsi- guiente —aniversario del juramento de la independencia. He dicho que fue la primera Constitución nacional de la Ar- gentina, porque la Constitución de 1853 fue, en efecto, la primera que estuvo en vigor en la República desde su existencia como na- ción independiente: a su lado, la Constitución nacional de 1826, que la precede cronológicamente, así como la Constitución del año I 8 I 9 y los Estatutos y Reglamentos provisorios de 1811, 1815 y 1817 no son más que ensayos constitucionales sin ninguna tras- cendencia histórica ni política. Quizás hoy no sea tan exacto decir que fue la Constitución definitiva, pues a partir de la reforma su- frida por la misma en 1949, aunque la forma, la distribución y gran parte de sus disposiciones permanezcan en vigencia, el siste- ma constitucional de la ley fundamental de 1853 no es ya e! mis- mo, que permaneció incólume a través de las enmiendas ds 1860. 1866 y i898 (1). Por esta razón de peso, el centenario de nuestro

(1) Decimos definitiva como sinónimo de duraílera. Los hombres que contribuyeron a adoptarla lo presintieron as!. Alberdi dice en una carta

MUNUO HISPÁNICO

sistema constitucional no ha de celebrarse en la Argentina con la solemnidad con que se habría hecho de no haberse producido la reforma últimamente sancionada. Con todo, como acontecimiento histórico merece el recuerdo y la gratitud de todos los argentinos. La Constitución de 1853, en el orden de los principios, era el «Cre- do de la Revolución de Mayo» hecho ley; el evangelio político de los argentinos convertido por la voluntad del pueblo de la na- ción argentina en la ley suprema del país. Implicaba el gobierno de la ley, que sustituía al gobierno de las personas y de las ma- sas, que son igualmente temibles en el poder. Era un instrumento formal de defensa contra la tiranía y contra la demagogia, igual- mente perniciosas para los intereses generales y destructivas de los fines del Estado. Era la realización jurídica de aquello que el gran Ministro de Estado norteamericano Webster llamaba «el pri- mer objeto de un pueblo libre», que es «salvar sus instituciones», lo cual «se consigue por medio de restricciones constitucionales y del deslinde de los poderes públicos». Esta era la meta perseguida con tesón por los hombres de la organización nacional, resistida hábilmente por el Gobernador de la provincia de Buenos Aires derrocado en Caseros, expresión típica del poder omnímodo y del gobierno personal, caracterizado, según palabras del enviado ex- traordinario americano, al que nos referiremos más adelante, epor la política más sanguinaria» y execrado por esta Constitución, sin nombrarlo, en el texto de su artículo 29. Por eso el presidente del Congreso que la sancionó, comparando al 1." de mayo de 1851 (fecha del pronunciamiento de Urquiza contra Rosas) con el i." de mayo de 1853 (fecha en que se firmó esta Constitución), dijo en su alocución de la sesión vespertina de este día: "El i.':^ de mayo de 1851 el vencedor de Caseros firmó el exterminio del te- rror y del despotismo. El 1." de mayo de 1853 firmamos el térmi-

a Urquiza, del ^o-V-52: «Abrigo la persuasión de que la inmensa gloria —esa gloria que a nadie pertenece hasta aquí— de dar una constitución duradera a la República, está reservada a la estrella feliz que guía los pa- sos de V. E.» Digamos además que la Constitución del 53 perdura casi un siglo en su sistema fundamental, porque no es obra personal, ni de. un hembre. ni de un partido. CÁRCAVO Jo recuerda con estas palabras: «Al- berdi, Urquiza y Mitre lo dijeron: la organización es la obra de todos, elementos y hombres >. (Urquiza y Alberdi, pág. XLII). Alberdi, al enviar a Urquiza las Bases, le había escrito: ..... la Historia, los precedentes del país, los hechos normales, son la roca granítica en que descansan l.is cons- tituciones durables.» Y el General le había contestado: "La gloria de cons- tituir la República debe ser de todos y para todos. Yo tendré siempre en mucho (la gloria) de haber comprendido bien el pensamiento de mis con-

  • ciudadanos y contribuido a su realización.»

paro de sus sabias disposiciones generosas. Después de la Consti' tución de Filadelfia fue la Constitución más antigua y duradera de la tierra. Cuando se modificó, en i949, estaba próxima a cum- plir noventa y seis años. Pero, además, la Constitución de Santa Fe (llamada así en honor de «la ciudad de las convenciones», mi ciudad natal, en la que se discutió y aprobó), histórica y aun polí- ticamente tiene otros altos merecimientos, poco conocidos, sobre todo en el extranjero. La Constitución de 1853 es la Constitución de las Provincias, sancionada en el litoral de mi país, de donde han salido siempre las grandes soluciones políticas de la Argen- tina. Ninguna otra Constitución o ensayo constitucional argentino fue aprobado fuera de la capital, donde la oligarquía porteña ejer- ció su despótico poder y su nefasta influencia desde antiguo has- ta nuestros días, bajo distintas denominaciones partidarias. Venci' da la tiranía en los campos de Caseros, desalojado el sanguinario señor de San Benito de Palermo, los restos dispersos de esa oli-- garquía, poderosa como toda conjunción de ricos intereses e in- fluencias plutocráticas, estorbaron por algunos años la ardua tarea de organizar al país en beneficio de todo el país, que intentaban por primera vez los hombres de provincia que se reunieron en Santa Fe y estuvieron a punto de hacer fracasar el Congreso re- unido en esta ciudad utilizando al efecto la disidencia principis- ta (2) de la provincia más rica de la Confederación. Pero, a di- ferencia de lo que había ocurrido cada vez que los porteños habían tenido la dirección de esta clase de trabajos, los hombres de San- ta Fe no hicieron una Constitución para su beneficio exclusivo,

(2) La historia de la resistencia de Buenos Aires se repite en nuestra Historia política y no es siempre muy principista. Cuando Alberdi, en 1858, conoce en Europa el libro que escribió el Coronel Du Graty, en el cual atribuye el fracaso de la constitución de 1826 a las Provincias del Li- toral y de Córdoba, protesta que, en realidad, esa Constitución fue resis- tida por Buenos Aires, «en el interés de manejar (ella) las rentas y el po. der del gobierno central. Los Anchorenas y Dorrego (exclama para probar- lo), no eran provincianos» (en carta citada por CÁRCANO, ob. cit., pág. 314). La constitución unitaria cayó, dice Alberdi, «porque era absurda»; era una constitución de gabinete. En carta a don José Luis de la Peña, del 2i-X'52, aludiendo a la rveolución de 11 de Septiembre, dice Alberdi: «Esto es en la hipótesis de que Buenos Aires resista la organización y prefiera el aisla- miento para conservar la ventaja aduanera que le daba el sistema colonial vigente hasta el 23 de agosto (fecha en que se declaró libre la navegación de los ríos).» Su opinión coincide, como se verá, con la de Mr. Pendleton. Y dos años más tarde, en carta del 31-X-54, agrega en carta a Urquiza, que no declina sus opiniones al respecto: la resistencia de Buenos Aires es una' dolencia crónica: envuelve intereses materiales (ob. cit., págs. 31-3).

sino que ofrecieron una Constitución eminentemente nacional para bien de todo el país. Hay de este hecho testimonios muy elocuentes e irrefutables, no obstante les esfuerzos del llamado «revisionismo» historiogra'fico registrado en mi país, cuyas tendencias, finalidades, etc., he des- crito en la primera parte de mi conferencia sobre «Etienne Eche- verría et sa conception politique» (la doctrina argentina de la de- mocracia), que acabo de hacer en las Universidades italianas y fran- cesas. Hace algunos años he dado a conocer la parte pertinente de una correspondencia diplomática entre el enviado extraordina- rio norteamericano Mr. John S. Pendleton y su Cancillería (desem- peñada a la sazón por Daniel Webster), existente en el Archivo Nacional de Washington, en la que se destaca la confabulación tácita de la oligarquía porteña con el régimen depuesto por el general Urquiza y la íntima relación de los intereses creados al- rededor de aquel siniestro gobierno con ¡as resistencias opuestas a la constitución inmediata del país bajo la forma republicana fede- ral, como lo deseaban los vencedores. Refiriéndose a estos últimos dice el ministro americano : «Ellos tendrán, sin duda, que encon- trar muchas dificultades. No ha habido, yo supongo, entre las na- ciones civilizadas del mundo, por muchos siglos, ningún Gobier- no cuyas prácticas y carácter hayan sido tan calculados para envi- lecer y embrutecer la población general como éste, desde el adve- nimiento del general Rosas a la dictadura hasta el término de su horrible gobierno» (carta del mes de marzo de 1822). En las rela- ciones que sobre esta época han dejado los viajeros extranjeros que visitaron el país, hay referencias ampliamente concordantes con las de Mr. Pendleton, que robustecen su calificado testimonio (véa- se especialmente lo que dice Mr. Wilham Hadfiel en el libro Brazü, the River Píate and the Falkland hlands (1854), págs. 261 y sigs.). En cuanto a la acción y presencia de aquella oligarquía en el dra- ma político de la época hay una síntesis muy significativa en estos párrafos de una carta del 28 de diciembre de 1852: «Mi opi- nión particular es que la Pcia. de Bs. As. quiere acudir (a la or- ganización nacional) por su propia determinación y que procede- rá así tan pronto se convenza que ella debe renunciar primero a todas las venta)as de la unión, o conformarse con ocupar su lugar al igual y no más que un miembro cualquiera de la confederación. Todas las dificultades que se han opuesto a la reconstrucción del Gobierno se han levantado y de hecho se han limitado a la ciudad de Buenos Air;s. La provincia dio pocas o ninguna señal de sim- patía con el movimiento de la ciudad, y los disturbios de ésta han sido principalmente la obra de residentes extranjeros. Los nativos

lados a su propia familia o enteramente sometidos al modo de ver personal de Rosas. Entre todos llegan a un número muy pequeño- «Al mismo tiempo, su política favoreció a los comerciantes ex- tranjeros de muchas maneras; tanto que muchos de ellos fueron atraídos a las gangas y progresaron rápidamente en esta época, has- ta alcanzar que tedas las grandes operaciones comerciales estuvie- ron de una u otra manera directamente en las manos bajo la in- fluencia de estos residentes extranjeros. Cada uno de estos seño- res y todos ellos tienen precisamente el mismo objeto. Hacer una ' fortuna en el menor tiempo posible y salir del país con ella sin ninguna tardanza. No se interesan para nada en el país, como no sea para cumplir este propósito. Ellos saben perfectamente bien que la libre navegación de estos ríos, en condiciones definidas de libre cambio y de comercio liberal con los grandes Estados comercia- les del mundo hará tomar tanto incremento a los negocios de las pro- vincias argentinas, multiplicará los medios de locomoción, esti- mulará, incrementándola, a la producción, beneficiando por todos !os medios a estos países, pero al mismo tiempo saben también perfectamente que estos negocios así aumentados serán distribui- dos entre una docena de puertos, cada uno de los cuales es in- conmensurablemente superior al puerto de Buenos Aires, donde ellos tienen sus establecimientos. He aquí (exclama el Ministro ame- ricano) la verdadera fuente y causa de todos los disturbios que han tenido estos países desde la caída de Rosas. La Confederación de los Estados, en términos más claros, va a echar por el suelo la aseen' dencia de Buenos Aires. La libre navegación de los Ríos distribui- rá el comercio a lo largo de sus riberas y de la de sus afluentes; y ambas medidas, por lo tanto, tienden a la destrucción de este mo- nopolio, con el cual estos señores han medrado y medran toda- vía. No hay otra manera de reflexionar en estas personas, muchas de las cuales son altamente respetables y enteramente honorables en sus transacciones particulares; pero han hecho una fortuna y actúan como una casta. Ellos entienden que no es asunto de los mismos ocuparse de las cosas de las provincias argentinas o de los asuntos de sus respectivos Estados. Pero, a estar a lo que se sabe, ellos intervienen en toda contienda y desorden, agitándolos, y al mismo tiempo esquivan todas las consecuencias invocando la protección de sus banderas, cuyos intereses y políticas contrarían todos los días. Sin duda (concluye Mr. Pendleton) hay excepcio- nes a la descripción anterior entre los comerciantes extranjeros.»

La oligarquía porteña resistía solapadamente todas las medi- das de gobierno que beneficiarían al país, pero que pudieran com- prometer sus intereses. Había desgraciadamente criollos puestos

I 59

3. su servicio, so color de principios o de programas que se unían, en la práctica, deliberadamente o no, a sus pérfidas maquinaciones. La Constitución sancionada en Santa Fe en 1853 puso fin a esa situación de privilegio injustificable de que había disfrutado hasta entonces la oligarquía porteña. Y no incidió en el error de pretender beneficiar a las provincias, que habían sido sus autoras, en perjuicio de la capital. El sistema rentístico y aduanero consa- grado por ella lo demuestra fehacientemente. Fue una Constitu- ción de las provincias para toda la nación. Suya no fue la culpa, si, andando el tiempo, una nueva oligarquía, merced a una utilización del texto constitucional, alejada de. la mente de sus autores e ins- piradores, benefició a una clase social en perjuicio de otra u otras. Las constituciones y los sistemas envejecen como las personas, y a veces requieren para mantenerse vigorosas enérgicas interven- ciones quirúrgicas. Hay en ellas órganos vitales insustituibles y, sobre todo, su alma, que son los principios fundamentales, sin los -cuales todo el edificio constitucional se desploma, porque son su base y su soplo vivificante.

EL CONTENIDO DE LA CONSTITUCIÓN DE 1853

No voy a exponer aquí cuáles son los principios fundamenta- les que animaban a nuestra antigua Constitución nacional. Me fal- taría tiempo para ello o me agotaría el que dispongo para expo- ner algunos datos prominentes de nuestra primera ley fundamen- tal. Me remito a mis publicaciones sobre la materia (Los principios fundamentales de la Constitución Nacional, 1940; La Constitución federal argentina, 1942, etc., etc.). Diré solamente que la Consti- tución de 1853 era un pequeño código compuesto por 110 artícu- los que consignaban las declaraciones, derechos y garantías de la libertad individual y las reglas básicas de organización (composi- ción, facultades, etc.) de los poderes de gobierno. Pero, además •de un cuerpo de normas jurídicas, era un cofre de ideales políticos y éticos que, al decir de uno de sus más calificados comentaristas, el doctor Rodolfo Rivarola, constituían «un programa de acción», «el credo de un pueblo que quiere ser libre y que ama el bien; •que tiene un ideal y que siente la pasión por la Patria». Era el arca santa de nuestras libertades civiles y políticas; la cindadela de la República, que nos parecía inexpugnable en razón de los grandes principios en que apoyaba la forma de gobierno consa-

putarse a su sistema ni a sus autores; es la natural involución de un instrumento que no se supo compensar a su tiempo con opor- tunas y factibles medidas legislativas y que se interpretó a veces,, y a designio, en contra de su propio espíritu y de la tradición, auténtica en que se inspiraron sus autores.

CARACTERES DE LA CONSTITUCIÓN DE 1853

La Constitución nacional del 53 ¿era realmente digna de la. adhesión inalterable y de la fe creciente, durante casi un siglo,, del pueblo argentino? ¿Por qué?... A veces temo que mi admiración por el instrumento consti- tucional que nos rigió hasta 1949 me impida ver sus defectos. Como, obra humana, no podía dejar de tenerlos. Pero los aciertos incues- tionables de nuestra Constitución compensan sus defectos, y la. obra de aquellos hombres sabios y prudentes de 1853 y de 1860, que precedieron, contrariamente a los temores de sus contempo- ráneos, sin más inspiración que la de su patriotismo, es realmente admirable y excede a toda ponderación. Nuestra Constitución nacional de 1853 no era ni demagógica ni tiránica, las dos grandes y perversas tendencias que pueden ha- cer fracasar a una ley de su clase. Por el contrario, era un instru- mento de reacción contra la anarquía, la demagogia y la tiranía, que la habían precedido. El artículo 22 y el artículo 29 tienen su razón de ser inmediata en- nuestra desgraciada historia política. El primero condena el motín militar, que había sido el azote de he- cho del país en el primer período de nuestra organización consti- tucional. El segundo fulmina con la responsabilidad de los infa- mes traidores a la Patria a los que otorguen, consientan o usen las facultades extraordinarias, que habían sido la regla de gobier- no en la época precedente. Al producirse la sanción de ¡a Constitución que nos rigió has- ta i949, el país acababa de salir de la pesadilla de un largo perío- do de veinte años de despotismo, expresión natural y desgraciada del «gobierno personal», al que puso fin la jornada de Caseros del 3 de febrero de 1852. En el orden provincial, no obstante el flo- recimiento del Derecho público loca! producido a raíz del aisla- miento de las provincias, de 1820 a 1830, la situación no había sido mejor, por la sumisión de los gobernadores o caudillos pro- vinciales al Gobernador de la Provincia de Buenos Aires. La muer--

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te del gobernador de Santa Fe (1838) y el fusilamiento de su ex ministro general don Domingo Cullen (1839) marcan el comienzo de esa era desgraciada de persecuciones y de sangre que caracteri- za a la época funetsa que precedió a la organización defintiva de la nación. Las libertades esenciales estaban completamente abolidas o disminuidas. Por excepción, la libertad de comercio era una «gra- cia» interesada del Restaurador, que veía en ella el resorte para atraerse la buena voluntad de los comerciantes extranjeros radica- dos en Buenos Aires, que medraban a su amparo. Dan testimonio elocuente de la falta absoluta de libertad personal la brillante ge- neración de los proscriptos, que desde las naciones vecinas comba- tieron al dictador, y del desconocimiento de la libertad de opinión, la desaparición de los diarios de oposición en todo el país y el flo- recimiento de la Prensa que en el exterior escribió las páginas más notables contra el régimen imperante en la Confederación. La Pren- sa libre no puede vivir jamás bajo los gobiernos de opresión. Los dictadores odian y temen siempre a la libertad de opinión. Refie- re el Dr. Enrique A. Peña en su Estudio de los periódicos y revistas existentes en la Biblioteca Enrique Peña, que desde 1833 hasta 1852 son muy raros los periódicos publicados en Buenos Aires y en ciertas provincias (las adictas al general Rosas), de los cuales aparecían solamente uno o dos números. No es de extrañar entonces que, después de tan terrible y fres- ca experiencia, y por natural reacción, la Constitución sancionada por los mismos hombres que habían sufrido en carne propia los rigores de la confiscación de bienes, las persecuciones y hasta la proscripción, fuera, como lo es, un instrumento jurídico contra el gobierno personal, un elemento de defensa formal contra la tira- nía, con todos los recaudos para asegurar el ¡(gobierno de la ley», que es la antítesis del gobierno discrecional. Ahí están para con- firmarlo, expresis verbis, los artículos 14, 15, 16, 17, 18, i9, 20, 28 y 29 de la misma Constitución. Ellos señalan, respectivamente, los derechos que corresponden a todos los habitantes de la nación, la igualdad de todos ante ley, la inviolabilidad de la propiedad y de la defensa en juicio, las garantías de la represión y de la in- munidad del fuero interno, la inalterabilidad de los principios, ga- rantías y derechos reconocidos y, finalmente, la terminante con- denación de las facultades extraordinarias, tanto a favor del ejecu- tivo nacional como de los gobernadores de provincia. La vehemen- cia de esta última cláusula, el rigor de la condenación de los actos que se oponen a aquellos principios y derechos reconocidos por la Constitución, denotan la «santa ira» de los autores de la misma. No puede haber sanción más terrible contra el gobierno dictato-

las características de tal, en cuyas manos colocaba la suerte final de los derechos individuales y de las prerrogativas de dichas en- tidades (las provincias), erigiéndolo en guardián supremo de la Constitución y de las leyes dictadas en su consecuencia, al estilo norteamericano. Mucho se ha exagerado la influencia de la Cons' titución de Filadelfia sobre los constituyente de Santa Fe, pero hay que convenir que, en lo que atañe al control judicial de la cons- titucionalidad de las leyes, la imitación fue literal. Finalmente, y en otro orden de cosas, reconoció a las provincias el poder o los poderes de autogobierno y administración propia en grado tal en relación a su capacidad real que ha sido criticada por unos, por excesiva, y tan restringidamente, según otros, que eran justifica- das la resistencia de la provincia de Buenos Aires y la reforma de 1860, que, en sustancia, dio razón en muchas cosas a los hom- bres del 53. Pero sobre todas las características jurídicopolíticas de la Cons- titución de Santa Fe, destácase la afirmación repetida del impe- rio de la ley sobre la voluntad o el capricho de los que gobiernan. Según la misma, todos los habitantes gozan de los derechos que ella enuncia o reconoce, expresa o implícitamente, '«conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio» (arts. 14 y 20). Las posibles excepciones al goce de los derechos individuales que la misma Constitución prevé (expropiación por causa de utilidad pública, servicio personal exigible, allanamiento del domicilio y de la co- rrespondencia, etc., etc.), deben estar o «fundadas en ley», o «ca- lificadas por ley», o «determinadas por ley». «Ningún habitante de la nación será obligado a hacer lo que no manda la ley ni pri- vado de lo que ella no prohibe» (art. i9, segunda parte). El poder de hacer la ley era atribuido exclusivamente al Congreso (artícu- lo 36). La formación y sanción de las leyes fue minuciosamente estatuida por la misma Constitución (arts. 68 a 73). El mismo Po- der encargado de hacer las leyes, tiene por límite de sus faculta- des legislativas a la Constitución (art. 31). El Poder ejecutivo pue- de expedir las instrucciones y reglamentos necesarios para la eje- cución de las leyes, pero ha de cuidar, por expreso mandato de la Constitución, de no alterar el espíritu de las leyes con excepcio- nes reglamentarlas (inc. 2." del art. 86). Si esto ocurriera, o si el propio Poder legislativo dictara normas contrarias a la Constitu- ción, el Poder judicial de la nación, conociendo y decidiendo en las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución, invalidaría para el caso ese reglamento o ley contrario a ella. Vale decir, que todos los actos gubernativos y administrativos, todas las operaciones de los poderes públicos, estaban sometidos teóri-

camente al imperio de la ley. La voluntad de los que gobiernan tiene eficacia jurídica sólo cuando coincide con la ley, que es su- perior, por tanto, a la voluntad y al poder de los que ejercen el gobierno y la Administración pública. Ahora bren: el «gobierno de la ley», suprema garantía de los derechos individuales, no es meramente el imperio formal, la vigencia teórica de la ley; es la supremacía real, la vigencia práctica, su gobierno efectivo. De ahí la posibilidad de que aparentemente exista un sistema de legali- dad en teoría y un régimen de ilegalidad o de arbitrariedad y aun de despotismo en la práctica. Noventa y seis años de vida cons- titucional nos ponen en condiciones de observar cómo ha funcio- nado este sistema constitucional y si se ha cumplido en su letra y en su espíritu y, en caso contrario, cómo y por qué no. Sólo así podremos señalar las causas de nuestros males políticos, hacer de ellos un diagnóstico acertado y buscar los remedios adecuados a la naturaleza y a la gravedad del mal.

IV

EL FEDERALISMO DE LA CONSTITUCIÓN DE 1853

La Constitución del 53 fue la primera y la última Constitución federal que registra nuestra historia política. Aceptamos que su federalismo es atenuado; que ella instituyó más bien un sistema mixto, federounitano, pero, en principio, es una Constitución fe- deral, en el sentido de que establece' un doble orden de gobierno y de administración y, por tanto, un complemento y una garan- tía más de la forma republicana de gobierno. El federalismo, tal como ella lo consagraba, según ya lo he dicho muchas veces y lo tengo experimentado, bajo su vigencia y luego sin ella, obrando como complemento jurídicopolítico de dicha forma, acentúa en su ejercicio ordenado las ventajas de la República al crear dos esfe- ras de gobierno que, en cierto modo, se controlan por el celo con que, teóricamente al menos, defienden sus respectivas prerroga- tivas o competencias. El Derecho público provincial cuyo desarro- llo estimula, ofrece la posibilidad de una legislación más ágil, ade- cuada a las necesidades locales y regionales, que a veces sirve de modelo y ejemplo a la nacional. Por lo demás, desde el punto po- lítico, la coexistencia de gobiernos locales, que responden a distin- tos partidos que el que llevó al Poder al Presidente, constituye un contrapeso, no despreciable, al poder omnímodo del jefe del eje- cutivo nacional, que no se da cuando aquéllos no existen. La de-

del Estado constitucional, muy distante en el tiempo y en el es- píritu del moderno Estado de derecho, y aún más, del novísimo Estado de justicia social. Con todo, ¿quién podría desconocer, en justicia, los grandes, enormes merecimientos de esta vieja constitución que presidió el desarrollo y la grandeza de un pueblo que, después de tantas vi- cisitudes, agotado y desangrado por una dictadura de veinte años, emprendía la marcha, lleno de herniosos ideaks de gobierno, abriendo las puertas de la República a todos ios hombres del mun- do que quisieran habitar el suelo argentino?... No me correspon- de a mí, como argentino, exhibir los títulos que esta Constitución tiene ganados ante los ojos ds todo el mundo civilizado por esa generosa hospitalidad, brindada sin límites —que quizá sea uno de sus defectos, por los problemas que ha generado y que gene- rará todavía— y por haber servido de cuna a todos los pueblos de l,i humanidad que aceptaron su invitación fraternal convirtién- dola en hogar de latinos y sajones, de occidentales y de orienta- les, que la saludan y la aman como a su segunda Patria. Diga- mos, en justificación de sus errores y lagunas, propios de toda obra humana, que ella no es responsable en manera alguna de los erro- res de interpretación con que alguna vez fue llevado a la prác- tica, y menos aún de la desviación consciente de sus principios, con que la malicia y la codicia humanas suelen satisfacer sus pér- fidos intereses. I .as leyes, aunque ellas sean fundamentales, como las Constituciones, son impotentes contra la mala fe y la concul- cación de los principios que las inspiran. Ellas no pueden infun- dir la fidelidad a éstos. Es que las instituciones políticas, más que ninguna institución humana, suponen, para que actúen correcta- mente, valores absolutos, la creencia y la sumisión a principios de orden moral que jurídicamente no pueden imponerse, por des- gracia. Las sanciones formales, que son de su resorte, no consti- tuyen nada más que la confesión tácita de la insuficiencia de las normas positivas para impedir en la práctica su violación. El pueblo argentino no ha satisfecho aún la deuda de grati- tud, avalada formalmente por las leyes de la Nación, que man- dan erigir un monumento en la ciudad en que se reuniera, al Con- greso General Constituyente de 1852-54. La Constitución de 1853, que fue su obra capital, ha sido substancialmente reformada en i949, sin que se haya asentado un solo pilar de ese monumento sobre la piedra fundamental largo tiempo colocada en la vieja Plaza de Mayo de mi ciudad natal. Ignoro con qué celebraciones se habrá solemnizado el centenario de esta primera ley fundamen- tal de mi Patria. Abrigo la esperanza de que si la rememoración se.

une a la reflexión, para que aquélla sea provechosa y alecciona- dora ha de rendirse un sentido homenaje a quienes fueron sus autores e inspiradores, tan presentes hoy en mis recuerdos de in- vestigador de las fuentes históricas y doctrinarias de la primera constitución nacional definitiva de la nación argentina, cuya ins- piración esencial era la libertad de los hombres que la habitaran y la grandeza moral y material de su hermosa Patria...

VI

C O N C L U S I Ó N

De lo dicho precedentemente no podría inferirse, sin ínexac- titud, que el autor de este artículo piense que la Constitución de 1853 era intocable o inmejorable cuando se reformó en i9<49 o que, como creen algunos, pueda retornarse a ella sin más y sin retoques, por vía de una nueva reforma. No en vano ha trans- currido un siglo desde su sanción. Por otra parte, las formas o es- tructuras políticas ---una forma o Constitución determinadas, como la de 1853 o la de i9^9— no son valores absolutos. Así como el Estado es un instrumento del patrimonio espiritual de una Na- ción (de sus tradiciones históricas, morales, religiosas, culturales, etcétera, en una determinada comunión de intereses, aspiraciones e ideales, según expresión de un filósofo italiano) (3), así la Cons- titución' es un instrumento de los ideales políticos de un pueblo y de una época determinados, que consigna los medios por los cuales han de realizarse esos fines. Las costumbres, las institucio- nes y las formas políticas no son más que medios de la vida es-

(3) Esta es la teoría contrapuesta a! totalitarismo, para quien El Esta- do es todo: la Nación y el Hombre, nada.» Contra ella levantamos nues- tra fórmula: «Nada hay en la Nación, superior a la Nación misma», pero aclarando que la Nación es para nosotros una entidad distinta del Estado y del gobierno, y que la Nación, como la familia y las demás institucio- nes sociales y políticas, como lo dijera gráficamente uno de los autores de nuestra Constitución (la del 53): "La Nación, las Provincias, etc., etc., son las instituciones para asegurar la libertad individual; cuando no sirvan para eso, no tienen razón de ser» (Del Campillo en carta al Del Carril, del 4.XI-1865). En nuestro sistema de ideas políticas, la libertad individual registra la más amplia dimensión. Ella es, para emplear palabras del mis- mo Constituyente. Man absoluta como es posible» (ídem Id.) (cit. en La en' señanza de la Ciencia política en la Universidad argentina, del autor, Santa Fe, 1947, págs. 40 y ss.).

ce, también a fondo, la realidad nacional de aquella época. Sus autores, hombres al fin, sujetos de las reacciones, más o menos violentas o prudentes, que el ambiente en que vivían produjo en ellos, participaron de las ideas políticas, sociales, económicas, et- cétera, de su tiempo, con sus ideales (por ejemplo, el de la des- centralización administrativa, que Tocqueville pensó como re- medio-consistente en oponer las energías locales y regionales como dique a las amenazas de la dictadura central y no como mera es- tructura o forma estatal), y también con sus errores de visión (en el caso el jusnaturalismo y las falsas concepciones del liberalis- mo decadente, que ya apuntaban al promediar el siglo del libe- ralismo). De esta suerte creyeron que habían descubierto y esta- blecido de una vez y para siempre los derechos del hombre, sin advertir que la predeterminación indefinida e inmutable del catá- logo de las facultades legítimas del hombre venía a contrariar el progreso, que es ley humana individual y esencial. En todo sis- tema de constitución rígida como la del 53, está, en cambio, im- plícita la afirmación y el reconocimiento expreso, a veces (tal el ar- tículo 30), de la perfectibilidad humana, en el terreno institucional inclusive, que requiere, por ende, la reformabilidad de las leyes por medio de ulteriores enmiendas o reformas (restauradoras o re- volucionarias). A medida que progresa y adelanta la conciencia jurídica y po- lítica de una sociedad deben cambiar sus leyes fundamentales y, en primer término, el cuadro de los derechos humanos. Las «de- claraciones de derechos» son, por tanto, esencialmente mudables: ellas no resuelven para siempre la siempre renovada cuestión uni- versal de hecho: consignan determinadas reinvidicaciones histó- ricamente individualizables; resuelven la cuestión de derecho des- de el punto de vista formal; satisfacen, teóricamente, para una época, de acuerdo a su sistema de ideas-creencias y de ideas-ocu- rrencias (ideales), determinada exigencia de justicia que está lla- mada a evolucionar, a crecer, a imponerse, en suma, andando el tiempo, con la misma fuerza que la ya caduca en el momento en que ella se inscribió en el texto constitucional en su tiempo.

Sin duda fue vigorosa y acertada la solución que la Constitu- ción del 53 dio a los problemas de su época, y respetables los idea- les de libertad, de gobierno libre y de derechos humanos que ella consignó en su texto. La libertad individual y colectiva era la más urgente y premiosa necesidad de 1853. El liberalismo en auge dio a sus autores expresiones y conceptos plausibles entonces, pero superados cien años más tarde. Ni ellos mismos pensaron haber realizado una obra perfecta, inmejorable. Siete años apenas des-

pues de sancionada, Sarmiento, convencional de la asamblea re- visora del 6o, pudo decir, al informar sobre el art. 33 de la Cons- titución del 53, que cualquiera que fuera la finalidad jurídica de esta enmienda (ya fuera «remediar los inmensos vicios que se encuentran en la Constitución federal», ya fuera «para compren- der en ella todas aquellas omisiones de los derechos naturales que se hubiesen podido hacer» (Actas, pág. 193). la finalidad política o el objetivo del título de que forma parte («declaraciones, dere- chos y garantías), «es la novación de los derechos primitivos del hombre y de libertad que ha conquistado la humanidad», su- periores a la Constitución y al principio de la soberanía popular (ibidem), «principios inmortales que son propiedad del pueblo.', como agregó el general Mitre (pág. i96); derechos que nacen de la naturaleza del hombre y del fin y objeto de la sociedad y de la soberanía del pueblo, según expresó Vélez (pág. \9~¡). Pero para los admiradores de los gobiernos fuertes, como los rosistas, no hay que olvidar —porque una triste y reciente y se- vera experiencia de muchos pueblos europeos lo demuestra— que así como no hay verdadera libertad sin justicia, tampoco es dable lograr una verdadera justicia sin libertad: «No hay libertad sin justicia (dice Ceci), ¡o que equivale a decir que todo acto de li- bertad tiene en sí la exigencia de la universalidad; y no hay jus- ticia fuera de la libertad; lo que significa que la efectiva justicia no se ejercita con la constricción del exterior o con h imposición de arriba, sino que es íntima con la misma acción libre... La jus- ticia (agrega) es más bien la jorma característica de la libertad: promover ésta es instaurar conjuntamente aquélla.»

SALVADOR NI. DANA MONTANO