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Orientación Universidad
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Informe 3 de la práctica, Resúmenes de Medicina

Informe de práctica de desarrollo

Tipo: Resúmenes

2024/2025

Subido el 01/07/2025

shirley-tuala
shirley-tuala 🇪🇨

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BIBLIOTECA LAS CASAS – Fundación Index
http://http://www.index-f.com/lascasas/lascasas.php
Cómo citar este documento
Kübler-Ross, Elizabeth. La rueda de la vida. Biblioteca Lascasas, 2005; 1.
Disponible en http://www.index-f.com/lascasas/documentos/lc0018.php
ELIZABETH KÜBLER-ROSS
LA RUEDA DE LA VIDA
Este libro fue pasado a formato Word para facilitar la difusión, y con el propósito de
que así como usted lo recibió lo pueda hacer llegar a alguien más. HERNÁN
Biblioteca Nueva Era, Rosario – Argentina
Adherida al Directorio Promineo
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BIBLIOTECA LAS CASAS – Fundación Index http://http://www.index-f.com/lascasas/lascasas.php

Cómo citar este documento

Kübler-Ross, Elizabeth. La rueda de la vida. Biblioteca Lascasas, 2005; 1. Disponible en http://www.index-f.com/lascasas/documentos/lc0018.php

ELIZABETH KÜBLER-ROSS

LA RUEDA DE LA VIDA

Este libro fue pasado a formato Word para facilitar la difusión, y con el propósito de que así como usted lo recibió lo pueda hacer llegar a alguien más. HERNÁN

Biblioteca Nueva Era, Rosario – Argentina Adherida al Directorio Promineo

ÍNDICE

  1. La casualidad no existe

PRIMERA PARTE "EL RATÓN"

  1. El capullo
  2. Un ángel moribundo
  3. Mi conejito negro
  4. Fe, esperanza y amor
  5. Mi propia bata
  6. La promesa
  7. El sentido de mi vida
  8. Tierra bendita
  9. Las mariposas

SEGUNDA PARTE "EL OSO"

  1. En casa para cenar
  2. La Facultad de Medicina
  3. Medicina buena
  4. La doctora Elisabeth Kubler-Ross
  5. El Hospital Estatal de Manhattan
  6. Vivir hasta la muerte
  7. Mi primera conferencia
  8. Maternidad
  9. Sobre la muerte y los moribundos
  10. Alma y corazón
  11. Mi madre
  12. La finalidad de la vida
  13. La fama
  14. La señora Schwartz
  15. ¿Hay algo después de la vida?

TERCERA PARTE "EL BÚFALO"

  1. Jeffy
  2. Vida después de la muerte
  3. La prueba
  4. Intermediarios hacia el otro lado
  5. La muerte no existe
  6. Mi conciencia cósmica
  7. El hogar definitivo
  8. El sida
  9. Healing Waters

CUARTA PARTE "EL ÁGUILA"

  1. Servicio prestado
  2. La médica rural
  3. Graduación
  4. La señal de Manny

Cuando hemos realizado la tarea que hemos venido a hacer en la Tierra, se nos permite abandonar nuestro cuerpo, que aprisiona nuestra alma al igual que el capullo de seda encierra a la futura mariposa. Llegado el momento, podemos marcharnos y vernos libres del dolor, de los temores y preocupaciones; libres como una bellísima mariposa, y regresamos a nuestro hogar, a Dios.

De una carta a un niño enfermo de cáncer

"EL RATÓN" (infancia). Al ratón le gusta meterse por todas partes, es animado y juguetón, y va siempre por delante de los demás. "EL oso" (edad madura, primeros años) El oso es muy comodón y le encanta, hibernar. Al recordar su mocedad, se ríe de las correrías del ratón. "EL BÚFALO" (edad madura, últimos años). Al búfalo le gusta recorrer las praderas. Confortablemente instalado, repasa su vida y anhela desprenderse de su pesada carga para convertirse en águila. "EL ÁGUILA" (años finales). Al águila le entusiasma sobrevolar el mundo desde las alturas, no a fin de contemplar con desprecio a la gente, sino para animarla a que mire hacia lo alto.

1. LA CASUALIDAD NO EXISTE.

Tal vez esta introducción sea de utilidad. Durante años me ha perseguido la mala reputación. La verdad es que me han acosado personas que me consideran la Señora de la Muerte y del Morir. Creen que el haber dedicado más de tres decenios a investigar la muerte y la vida después de la muerte me convierte en experta en el tema. Yo creo que se equivocan. La única realidad incontrovertible de mi trabajo es la importancia de la vida. Siempre digo que la muerte puede ser una de las más grandiosas experiencias de la vida. Si se vive bien cada día, entonces no hay nada que temer. Tal vez éste, que sin duda será mi último libro, aclare esta idea. Es posible que plantee nuevas preguntas e incluso proporcione las respuestas. Desde donde estoy sentada en estos momentos, en la sala de estar llena de flores de mi casa en Scottsdale (Arizona), contemplo mis 70 años de vida y los considero extraordinarios. Cuando era niña, en Suiza, jamás, ni en mis sueños más locos —y eran realmente muy locos—, habría pronosticado que llegaría a ser la famosa autora de Sobre la muerte y los moribundos, una obra cuya exploración del último tránsito de la vida me situó en el centro de una polémica médica y teológica. Jamás me habría imaginado que después me pasaría el resto de la vida explicando que la muerte no existe. Según la idea de mis padres, yo tendría que haber sido una simpática y devota ama de casa suiza. Pero acabé siendo una tozuda psiquiatra, escritora y conferenciante del suroeste de Estados Unidos, que se comunica con espíritus de un mundo que creo es mucho más acogedor, amable y perfecto que el nuestro. Creo que la medicina moderna se ha convertido en una especie de profeta que ofrece una vida sin dolor. Eso es una tontería. Lo único que a mi juicio sana verdaderamente es el amor incondicional. Algunas de mis opiniones son muy poco ortodoxas. Por ejemplo, durante los últimos años he sufrido vanas embolias, entre ellas una de poca importancia justo después de la Navidad de

  1. Mis médicos me aconsejaron, y después me suplicaron, que dejara el tabaco, el café y los chocolates. Pero yo continúo dándome esos pequeños gustos. ¿Por qué no? Es mi vida. Así es como siempre he vivido. Si soy tozuda e independiente, si estoy apegada a mis costumbres, si estoy un poco desequilibrada, ¿qué más da? Así soy yo. De hecho, las piezas que componen mi existencia no parecen ensamblarse bien. Pero mis experiencias me han enseñado que no existen las casualidades en la vida. Las cosas que me ocurrieron tenían que ocurrir. Estaba destinada a trabajar con enfermos moribundos. Tuve que hacerlo cuando me encontré con mi primer paciente de sida. Me sentí llamada a viajar unos 200.000 kilómetros al año para dirigir seminarios que ayudaban a las personas a hacer frente a los aspectos más dolorosos de la vida, la muerte y la transición entre ambas. Más adelante me sentí impulsada a comprar una granja de 120 hectáreas en Virginia, donde construí mi propio centro de curación e hice planes para adoptar a bebés infectados por el sida. Aunque todavía me duele reconocerlo, comprendo que estaba destinada a ser arrancada de ese lugar idílico. En 1985, después de anunciar mi intención de adoptar a bebés infectados por el sida, me convertí en la persona más despreciada de todo el valle Shenandoah, y aunque pronto renuncié a mis planes, un grupo de hombres estuvo haciendo todo lo posible, excepto matarme, para obligarme a marcharme. Disparaban hacia las ventanas de mi casa y mataban a tiros a mis animales. Me enviaban mensajes amenazadores que me hicieron

La vida es ardua. La vida es una lucha. La vida es como ir a la escuela; recibimos muchas lecciones. Cuanto más aprendemos, más difíciles se ponen las lecciones. Aquélla era una de esas ocasiones, una de las lecciones. Dado que no servía de nada negar la pérdida, la acepté. ¿Qué otra cosa podía hacer? En todo caso, era sólo un montón de objetos materiales, y por muy importante o sentimental que fuera su significado, no eran nada comparados con el valor de la vida. Yo estaba ilesa, mis dos hijos, Kenneth y Barbara, ambos adultos, estaban vivos. Unos estúpidos habían logrado quemarme la casa y todo lo que había dentro, pero no podían destruirme a mí. Cuando se aprende la lección, el dolor desaparece.

Esta vida mía, que comenzara a muchos miles de kilómetros, ha sido muchas cosas, pero jamás fácil. Esto es una realidad, no una queja. He aprendido que no hay dicha sin contratiempos. No hay placer sin dolor. ¿Conoceríamos el goce de la paz sin la angustia de la guerra? Si no fuera por el sida, ¿nos daríamos cuenta de que el mundo está en peligro? Si no fuera por la muerte, ¿valoraríamos la vida? Si no fuera por el odio, ¿sabríamos que el objetivo último es el amor? Me gusta decir que "Si cubriéramos los desfiladeros para protegerlos de los vendavales, jamás veríamos la belleza de sus formas". Reconozco que esa noche de octubre de hace dos años fue una de esas ocasiones en que es difícil encontrar la belleza. Pero en el transcurso de mi vida había estado en encrucijadas similares, escudriñando el horizonte en busca de algo casi imposible de ver. En esos momentos uno puede quedarse en la negatividad y buscar a quién culpar, o puede elegir sanar y continuar amando. Puesto que creo que la única finalidad de la existencia es madurar, no me costó escoger la alternativa. Así pues, a los pocos días del incendio fui a la ciudad, me compré una muda de ropa y me preparé para afrontar cualquier cosa que pudiera ocurrir a continuación. En cierto modo, ésa es la historia de mi vida.

PRIMERA PARTE

"EL RATÓN".

2. EL CAPULLO.

Durante toda la vida se nos ofrecen pistas que nos recuerdan la dirección que debemos seguir. Si no prestamos atención, tomamos malas decisiones y acabamos con una vida desgraciada. Si ponemos atención aprendemos las lecciones y llevamos una vida plena y feliz, que incluye una buena muerte. El mayor regalo que nos ha hecho Dios es el libre albedrío, que coloca sobre nuestros hombros la responsabilidad de adoptar las mejores resoluciones posibles. La primera decisión importante la tomé yo sola cuando estaba en el sexto año de enseñanza básica. Hacia el final del semestre la profesora nos dio una tarea; teníamos que escribir una redacción en la que explicáramos qué queríamos ser cuando fuéramos mayores. En Suiza, el trabajo en cuestión era un acontecimiento importantísimo, pues servía para determinar nuestra instrucción futura. O bien te encaminabas a la formación profesional, o bien seguías durante años rigurosos estudios universitarios. Yo cogí lápiz y papel con un entusiasmo poco común. Pero por mucho que creyera que estaba forjando mi destino, la realidad era muy otra. No todo dependía de la decisión de los hijos. Sólo tenía que pensar en la noche anterior. Después de la cena, mi padre hizo a un lado su plato y nos miró detenidamente antes de hacer una importante declaración. Ernst Kübler era un hombre fuerte, recio, con opiniones a juego. Años atrás había enviado a mi hermano mayor, Ernst, a un estricto internado universitario. En ese momento estaba a punto de revelar el futuro de sus hijas trillizas. Yo me sentí impresionadísima cuando le dijo a Erika, la más frágil de las tres, que haría una carrera universitaria. Después le dijo a Eva, la menos motivada, que recibiría formación general en un colegio para señoritas. Finalmente fijó los ojos en mí y yo rogué para mis adentros que me concediera mi sueño de ser médica. Seguro que él lo sabía. Pero no olvidaré jamás el momento siguiente. —Elisabeth, tú vas a trabajar en mi oficina — me dijo—. Necesito una secretaria eficiente e inteligente. Ese será el lugar perfecto para ti. Me sentí terriblemente abatida. Al ser una de las tres trillizas idénticas, toda mi vida había luchado por tener mi propia identidad. Y en ese momento, de nuevo, se me negaban los pensamientos y sentimientos que me hacían única. Me imaginé trabajando en su oficina, sentada todo el día ante un escritorio, escribiendo cifras. Mis jornadas serían tan uniformes como las líneas de un papel cuadriculado. Eso no era para mí. Desde muy pequeña había sentido una inmensa curiosidad por la vida. Contemplaba el mundo maravillada y reverente. Soñaba con ser médica rural o, mejor aún, con ejercer la medicina entre los pobres de India, del mismo modo en que mi héroe Al-bert Schweitzer lo hacía en África. No sabía de dóndehabía sacado esas ideas, pero sí sabía que no estaba hecha para trabajar en la oficina de mi padre.

  • ¡No, gracias! —repliqué. En aquel tiempo una respuesta así de un hijo no era aceptable, sobre todo en mi casa. Mi padre se puso rojo de indignación, se le hincharon las venas de las sienes. Entonces explotó:
  • Si no quieres trabajar en mi oficina, puedes pasarte el resto de tu vida de empleada doméstica —gritó, y se fue furioso a encerrarse en su estudio.
  • Prefiero eso —contesté al instante. Y lo decía en serio. Prefería trabajar de empleada del hogar y conservar mi independencia que permitir que alguien, aunque fuera mi padre, me condenara a una vida de contable o secretaria. Eso habría sido para mí como ir a la cárcel. Todo eso me aceleró el corazón y la pluma cuando, a la mañana siguiente en la escuela, llegó el momento de escribir la redacción.

padre aquella afirmación era fruto del agotamiento y, un poco a regañadientes, la anciana y experimentada doctora le dio la razón. Pero de pronto mi madre empezó a tener más contracciones. Comenzó a empujar y al cabo de unos momentos nació una tercera hija. Esta era grande, pesaba 2,900 kilos, triplicaba el peso de cada una de las otras dos, y tenía la cabecita llena de rizos. Mi agotada madre estaba emocionadísima. Por fin tenía a la niñita con la que había soñado esos nueve meses. La anciana doctora B. se creía clarividente. Nosotras éramos las primeras trillizas cuyo nacimiento le había tocado asistir. Nos miró detenidamente las caras y le hizo a mi madre los vaticinios para cada una. Le dijo que Eva, la última en nacer, siempre sería la que estaría "más cerca del corazón de su madre", mientras que Erika, la segunda, siempre "elegiría el camino del medio". Después la doctora B. hizo un gesto hacia mí, comentó que yo les había mostrado el camino a las otras dos y añadió: —Jamás tendrá que preocuparse por ésta. Al día siguiente todos los diarios locales publicaban la emocionante noticia del nacimiento de las trillizas Kübler. Mientras no vio los titulares, mi abuela creyó que mi padre había querido gastarle una broma tonta. La celebración duró varios días. Sólo mi hermano no participó del entusiasmo: sus días de principito encantado habían acabado bruscamente. Se vio sumergido bajo un alud de pañales. Muy pronto estaría empujando un pesado coche por las colinas u observando a sus tres hermanitas sentadas en orinales idénticos. Estoy segurísima de que la falta de atención que sufrió explica su posterior distanciamiento de la familia. Para mí era una pesadilla ser trilliza. No se lo desearía ni a mi peor enemigo. Éramos iguales, recibíamos los mismos regalos, las profesoras nos ponían las mismas notas; en los paseos por el parque los transeúntes preguntaban cuál era cuál, y a veces mi madre reconocía que ni siquiera ella lo sabía. Era una carga psíquica pesada de llevar. No sólo nací siendo una pizca de 900 gramos con pocas probabilidades de sobrevivir, sino que además me pasé toda la infancia tratando de saber quién era yo. Siempre me pareció que tenía que esforzarme diez veces más que todos los demás y hacer diez veces más para demostrar que era digna de... algo, que merecía vivir. Era una tortura diaria. Sólo cuando llegué a la edad adulta comprendí que en realidad eso me benefició. Yo misma había elegido para mí esas circunstancias antes de venir al mundo. Puede que no hayan sido agradables, puede que no hayan sido las que deseaba, pero fueron las que me dieron el aguante, la determinación y la energía para todo el trabajo que me aguardaba.

3. UN ÁNGEL MORIBUNDO.

Después de cuatro años de criar trillizas en un estrecho apartamento de Zúrich en el que no había espacio ni intimidad, mis padres alquilaron una simpática casa de campo de tres plantas en Meilen, pueblo suizo tradicional a la orilla del lago y a media hora de Zúrich en tren. Estaba pintada de verde, lo cual nos impulsó a llamarla "la Casa Verde". Nuestra nueva vivienda se erguía en una verde colina y desde ella se veía el pueblo. Tenía todo el sabor del tiempo pasado y un pequeño patio cubierto de hierba donde podíamos correr y jugar. Disponíamos de un huerto que nos proporcionaba hortalizas frescas cultivadas por nosotros mismos. Yo rebosaba de energía y al instante me enamoré de la vida al aire libre, como buena hija de mi padre. Me encantaba aspirar el aire fresco matutino y tener lugares para explorar. A veces me pasaba todo el día vagabundeando por los prados y bosques y persiguiendo pájaros y animales. Tengo dos recuerdos muy tempranos de esta época, ambos muy importantes porque contribuyeron a formar a la persona que llegaría a ser. El primero es mi descubrimiento de un libro ilustrado sobre la vida en una aldea africana, que despertó mi curiosidad por las diferentes culturas del mundo, una curiosidad que me acompañaría toda la vida. De inmediato me fascinaron los niños de piel morena de las fotos.

Con el fin de entenderlos mejor me inventé un mundo de ficción en el que podía hacer exploraciones, e incluso un lenguaje secreto que sólo compartía con mis hermanas. No paré de importunar a mis padres pidiéndoles una muñeca con la cara negra, cosa imposible de encontrar en Suiza. Incluso renuncié a mi colección de muñecas mientras no tuviera algunas con la cara negra. Un día me enteré de que en el zoológico de Zúrich se había inaugurado una exposición africana y decidí ir a verla con mis propios ojos. Cogí el tren, algo que había hecho en muchas ocasiones con mis padres, y no tuve ninguna dificultad para encontrar el zoo. Allí presencié la actuación de los tambores africanos, que tocaban unos ritmos de lo más hermosos y exóticos. Mientras tanto, toda la ciudad de Meiden se había echado a la calle buscando a la traviesa fugitiva Kübler. Nada sabía yo de la inquietud que había creado cuando esa noche entré en mi casa. Pero recibí el conveniente castigo. Por esa época, recuerdo también haber asistido a una carrera de caballos con mi padre. Como era tan pequeña, me hizo ponerme delante de los adultos para que tuviera una mejor vista. Estuve toda la tarde sentada en la húmeda hierba de primavera. Pese a que sentía un poco de frío, continúe allí instalada para disfrutar de la cercanía de esos hermosos caballos. Poco después cogí un resfriado. Lo siguiente que recuerdo es que una noche desperté totalmente desorientada, caminando por el sótano. Allí me encontró mi madre, que me llevó al cuarto de invitados, donde podría vigilarme. Estaba delirando de fiebre. El resfriado se convirtió rápidamente en pleuresía y después en neumonía. Yo sabía que mi madre estaba resentida con mi padre por haberse marchado a esquiar unos días, dejándola sola con su agotador trío de niñas y su hijo todavía pequeño. A las cuatro de la mañana se me disparó aún más la fiebre y mi madre decidió actuar. Llamó a una vecina para que cuidara de mi hermano y hermanas y le pidió al señor H., uno de los pocos vecinos que tenía coche, que nos llevara al hospital. Me envolvió en mantas y me sostuvo en brazos en el asiento de atrás mientras el señor H. conducía a gran velocidad hasta el hospital para niños de Zúrich. Ésa fue mi introducción a la medicina hospitalaria, que lamentablemente se me grabó en la memoria por su carácter desagradable. La sala de reconocimiento estaba fría, nadie me dijo una sola palabra, ni siquiera un saludo, un "hola, cómo estás", nada. Una doctora apartó las mantas de mi cuerpo tembloroso y procedió a desvestirme rápidamente. Le pidió a mi madre que saliera de la sala. Entonces me pesaron, me examinaron, me punzaron, me exploraron, me pidieron que tosiera; buscando la causa de mi problema me trataron como a un objeto, no como a una niña pequeña. Lo siguiente que recuerdo es haber despertado en una habitación desconocida. En realidad, se parecía más a una jaula de cristal, o a una pecera. No había ventanas, el silencio era absoluto. La luz del techo permanecía encendida las veinticuatro horas del día. Durante las semanas siguientes una sene de personas en bata de laboratorio estuvo entrando y saliendo sin decir ni una palabra ni dirigirme una sonrisa amistosa. Había otra cama en la pecera. La ocupaba una niña unos dos años mayor que yo. Se veía muy frágil y tenía la piel tan blanca que parecía translúcida. Me hacía pensar en un ángel sin alas, un pequeño ángel de porcelana. Nadie la iba a visitar jamás. La niña alternaba momentos de consciencia e inconsciencia, así que nunca llegamos a hablar. Pero nos sentíamos muy a gusto juntas, relajadas y en confianza; nos mirábamos a los ojos durante períodos de tiempo inconmensurables. Era nuestra manera de comunicarnos; teníamos largas e interesantes conversaciones sin emitir el menor sonido. Constituía una simple transmisión de pensamientos. Lo único que teníamos que hacer era abrir los ojos y comenzar la comunicación. Dios mío, cuánto había que decir. Un día, poco antes de que mi enfermedad diera un giro drástico, me desperté de un sopor poblado de sueños y al abrir los ojos vi que mi compañera de cuarto me estaba esperando con la vista fija en mí. Entonces tuvimos una conversación muy hermosa, conmovedora y osada. Mi amiguita de porcelana me dijo que esa noche, de madrugada, se marcharía. Yo me preocupé.

entrar me encontré en un cuarto vacío. Lo único que había era una pequeña maleta de piel. Mi padre asomó la cabeza y me dijo que abriera la maleta y me vistiera rápidamente. Me sentía débil, tenía miedo de caerme y dudaba de tener fuerzas para abrir la maleta. Pero no quería desobedecer a mi padre y tal vez perder la oportunidad de volver a casa con él. Hice acopio de todas mis fuerzas para abrir la maleta, y allí encontré la mejor sorpresa de mi vida. Estaba mi ropa muy bien dobladita, obra de mi madre, por supuesto, y encima de todo, ¡una muñeca negra! Era el tipo de muñeca negra con que había soñado durante meses. La cogí y me eché a llorar. Jamás antes había tenido una muñeca que fuera sólo mía; nada. No había ni un juguete ni una prenda de ropa que no compartiera con mis hermanas. Pero esa muñeca negra era ciertamente mía, toda mía, claramente distinguible de las muñecas blancas de Eva y de Erika. Me sentí tan feliz que me entraron deseos de bailar, y lo habría hecho si mis piernas me lo hubieran permitido. Una vez en casa, mi padre me subió en brazos a la habitación y me puso en la cama. Durante las semanas siguientes sólo me aventuraba a salir hasta la cómoda tumbona del balcón, donde me instalaba, con mi preciada muñeca negra en los brazos para calentarme al sol y contemplar admirada los árboles y las flores donde jugaban mis hermanas. Me sentía tan feliz de estar en casa que no me importaba no poder jugar con ellas. Lamenté perderme el comienzo de las clases, pero un día soleado se presentó en casa mi profesora predilecta, Frau Burkli, con toda la clase. Se reunieron bajo mi balcón y me dieron una serenata entonando mis alegres canciones favoritas. Antes de marcharse, mi profesora me entregó un precioso oso negro lleno de las más deliciosas trufas de chocolate, que devoré a una velocidad récord. A paso lento pero seguro volví a la normalidad. Como comprendería mucho más adelante, mucho después de haberme convertido en uno de esos médicos de hospital de bata blanca, mi recuperación se debió en gran parte a la mejor medicina del mundo, a los cuidados y el cariño que recibí en casa, y también a no pocos chocolates.

4. MI CONEJITO NEGRO.

Mi padre disfrutaba tomando fotos de todos los acontecimientos familiares, y poniéndolas después en álbumes con un orden meticuloso. También llevaba detallados diarios, donde anotaba cuál de nosotras balbucía las primeras palabras, cuál aprendía a gatear o a caminar, cuál decía algo divertido o inteligente, en fin, todos esos preciosos momentos que siempre me hicieron fruncir el ceño hasta que fueron destruidos. Afortunadamente todavía los tengo alojados en la mente. La época de Navidad era la mejor del año. En Suiza, todos los niños se afanan por confeccionar a mano un regalo para cada miembro de la familia y los parientes cercanos. Durante los días anteriores a Navidad nos sentábamos a tejer forros para los colgadores de ropa, a bordar pañuelos y a pensar en nuevos puntos para manteles y pañitos de adorno. Recuerdo lo orgullosa que me sentí de mi hermano cuando llevó a casa una caja para útiles de lustrar zapatos que había hecho en la escuela durante la clase de carpintería. Mi madre era la mejor cocinera del mundo, pero siempre se preciaba de preparar platos especiales y nuevos para las fiestas. Escogía con esmero las mejores tiendas donde comprar la carne y las verduras, y no le hacía ascos a caminar kilómetros para adquirir algo especial en un comercio que quedaba al otro lado de la ciudad. Aunque a nuestros ojos mi padre era ahorrador, siempre traía a casa un hermoso ramo de anémonas, ranúnculos, margaritas y mimosas frescas para Navidad. Aun hoy, en el mes de diciembre, con sólo cerrar los ojos huelo el aroma de esas flores. También nos traía cajas de dátiles, higos y otras exquisiteces que hacían que el adviento fuera una época especial y mística. Mi madre llenaba todos los búcaros con flores y ramas de pino y decoraba con mimo toda la casa. Siempre había un ambiente de expectación y entusiasmo. El 25 de diciembre mi padre nos llevaba a los niños a dar un largo paseo en busca del Niño Jesús. Con sus excepcionales dotes de narrador, nos hacía creer que cualquier destello

brillante en la nieve era una señal de que el Niño Jesús estaba a punto de llegar. Jamás poníamos en duda sus palabras mientras recorríamos bosques y colinas, siempre con la esperanza de verlo con nuestros propios ojos. La excursión solía durar horas, hasta que se hacía de noche y mi padre decía, en tono derrotado, que era hora de volver a casa para que mi madre no se preocupara. Pero en cuanto llegábamos al jardín, aparecía mi madre envuelta en su grueso abrigo, como si regresara de una compra de última hora. Todos entrábamos en la casa al mismo tiempo y allí descubríamos que por lo visto el Niño Jesús había permanecido todo ese tiempo en nuestra sala de estar, y encendíamos todas las velitas del enorme árbol de Navidad, maravillosamente adornado. Bajo el árbol había paquetes de regalos. Luego celebrábamos un gran banquete mientras las velas brillaban con luz trémula. Después pasábamos al salón, que era a la vez la sala de música y biblioteca, y entonábamos al unísono las viejas y queridas canciones de Navidad. Mi hermana Eva tocaba el piano y mi hermano el acordeón. Mi padre iniciaba el canto con su hermosa voz de tenor y todos lo seguíamos. A continuación mi padre nos leía algún cuento navideño que sus hijos escuchábamos con embeleso sentados a sus pies. Mientras mi madre servía los postres, nosotros merodeábamos alrededor del árbol tratando de adivinar qué contenían los paquetes. Finalmente, después del postre, abríamos los regalos y nos quedábamos jugando hasta la hora de irnos a la cama. De costumbre los días laborales mi padre se marchaba por la mañana temprano para coger el tren hacia Zúrich. Regresaba a mediodía y volvía a marcharse después de la comida principal del día. Eso le dejaba muy poco tiempo a mi madre para hacer las camas, limpiar la casa y preparar la comida, que normalmente constaba de cuatro platos. Todos teníamos que estar en la mesa, donde mi estricto padre nos fulminaba con sus "miradas de águila" si hacíamos demasiado ruido o no dejábamos limpio el plato. Rara vez tenía que levantar la voz, de modo que cuando lo hacía, todos nos apresurábamos a portarnos bien. Si no, nos invitaba a pasar a su estudio, y sabíamos muy bien lo que eso significaba. No recuerdo ninguna ocasión en que mi padre se hubiera enfadado con Eva o con Erika. Erika era una niña extraordinariamente buena y callada. Eva era la predilecta de mi madre. Así pues, los blancos de las reprimendas solíamos ser Ernst y yo. Mi padre nos había puesto sobrenombres a las tres niñas. A Erika la llamaba Augedaechli, que significa "la tapita que cubre el ojo", nombre simbólico que expresaba lo unido que se sentía a ella, y tal vez el hecho de que siempre la veía medio dormida, soñadora, con los ojos casi cerrados. A mí me llamaba Meisli, "gorrioncillo", debido a que siempre iba saltando de rama en rama, y a veces Muselí, "ratoncita", porque nunca estaba quieta en la silla. A Eva la llamaba Leu, que significa "león", posiblemente por sus abundantes y preciosos cabellos, y también por su voraz apetito. Ernst era el único al que llamaba por su verdadero nombre. Por la noche, mucho después de que volviéramos de la escuela y mi padre del trabajo, nos reuníamos todos en la sala de música a cantar. Mi padre, muy solicitado animador en el prestigioso Club de Esquí de Zúrich, procuraba que aprendiéramos cientos de baladas y canciones populares. Con el tiempo se hizo evidente que Erika y yo no estábamos dotadas para el canto y estropeábamos el coro con nuestras voces desentonadas. En consecuencia, mi padre nos relegó a la cocina a fregar los platos. Casi diariamente, mientras los otros cantaban, Erika y yo lavábamos los platos cantando por nuestra cuenta. Pero no nos importaba. Cuando acabábamos, en lugar de ir a reunimos con los demás, nos sentábamos en el tablero de la cocina a cantar las dos solas y desde allí pedíamos a los demás que entonaran nuestras canciones favoritas, por ejemplo el Ave María, Das alte Lied y Always. Ésos fueron los tiempos más felices. Llegada la hora de dormir, las tres niñas nos acostábamos en camas idénticas, con sábanas idénticas, y dejábamos preparadas nuestras ropas idénticas en sillas idénticas para el día siguiente. Desde las muñecas a los libros, todas teníamos cosas iguales. Era enloquecedor. Recuerdo que cuando éramos pequeñas, a mi hermano lo ponían de vigilante en nuestras sesiones sentadas en el orinal. Su tarea consistía en evitar que yo me levantara antes de

Después de las clases entré lentamente en el pueblo. El carnicero estaba esperando en la puerta. Me entregó la bolsa tibia que contenía a Blackie y comentó:

  • Es una pena que hayas traído a esta coneja. Dentro de uno o dos días habría tenido conejitos. Para empezar, yo no sabía que mi Blackie era coneja. Creía que sería imposible sentirme peor, pero me sentí peor. Deposité la bolsa en el mostrador. Más tarde, sentada a la mesa, contemplé a mi familia comerse mi conejito. No lloré, no quería que mis padres supieran lo mucho que me hacían sufrir. Mi razonamiento fue que era evidente que no me querían, por lo tanto tenía que aprender a ser fuerte y dura. Más fuerte que nadie. Cuando mi padre felicitó a mi madre por aquel delicioso guiso, me dije: "Si eres capaz de aguantar esto, puedes aguantar cualquier cosa en la vida." Cuando tenía diez años nos mudamos a una casa de tamaño mucho mayor, a la que llamamos "la Casa Grande", situada a más altura sobre las colmas que dominaban el pueblo. Teníamos seis dormitorios, pero mis padres resolvieron que sus tres hijas continuaran compartiendo la misma habitación. Sin embargo, para entonces el único espacio que a mí me importaba era el del aire libre. Teníamos un jardín espectacular, de casi una hectárea, cubierto de césped y flores, lo que ciertamente fue el origen de mi interés por cultivar cualquier cosa que brote y dé flores. También estábamos rodeados por granjas y viñedos, tan bonitos que parecían una ilustración de libro, y al fondo se veían las escarpadas montañas coronadas de nieve. Vagabundeaba por el campo en busca de animalitos heridos, para llevarlos a "mi hospital" del sótano. Para mis pacientes menos afortunados, que no sanaban, hice un cementerio a la sombra de un sauce y me encargaba de que siempre estuviera decorado con flores. Mis padres no me protegían de las realidades de la vida y de la muerte que ocurrían de modo natural, lo cual me permitió asimilar sus diferentes circunstancias así como las reacciones de las personas. Cuando estaba en tercer año llegó a mi clase una nueva alumna llamada Susy. Su padre, un médico joven, acababa de instalarse en Meilen con su familia. No es fácil comenzar a ejercer la medicina en un pueblo pequeño, así que le costó muchísimo atraerse pacientes. Pero todo el mundo encontraba adorables a Susy y su hermanita. Al cabo de unos meses Susy dejó de asistir a la escuela. Pronto se corrió la voz de que estaba gravemente enferma. Todo el pueblo culpaba al padre por no mejorarla. Por lo tanto no debe de ser buen médico, razonaban. Pero ni siquiera los mejores médicos del mundo podrían haberla curado. Resultó que Susy había contraído la meningitis. Todo el pueblo, incluidos los niños de la escuela, seguimos el proceso de su enfermedad: primero padeció parálisis, después sordera y finalmente perdió la vista. Los habitantes del pueblo, aunque lo sentían por la familia, eran como la mayoría de los vecinos de las ciudades pequeñas: tenían miedo de que esa horrible enfermedad entrara en sus casas si se acercaban demasiado. En consecuencia, la nueva familia fue prácticamente rechazada y quedó sola en momentos de gran necesidad afectiva. Me perturba pensar en eso ahora, aun cuando yo era de las compañeras de Susy que continuábamos comunicándonos con ella. Le entregaba notas, dibujos y flores silvestres a su hermana para que se las llevara. "Dile a Susy que pensamos mucho en ella. Dile que la echo mucho de menos", le decía. Nunca olvidaré que el día en que murió Susy, las cortinas de su dormitorio estaban corridas. Recuerdo cuánto me entristeció que estuviera aislada del sol, de los pájaros, los árboles y todos los hermosos sonidos y paisajes de la naturaleza. Eso no me parecía bien, como tampoco estimé razonables las manifestaciones de tristeza y aflicción que siguieron a su muerte, puesto que pensaba que la mayoría de los residentes de Meilen se sentían aliviados de que por fin hubiera acabado todo. La familia de Susy, desprovista de motivos para quedarse, se marchó del pueblo.

Me impresionó mucho más la muerte de uno de los amigos de mis padres. Era un granjero, más o menos cincuentón, justamente el que nos llevó al hospital a mi madre y a mí cuando tuve neumonía. La muerte le sobrevino después de caerse de un manzano y fracturarse el cuello, aunque no murió inmediatamente. En el hospital los médicos le dijeron que no había nada que hacer, por lo que él insistió en que lo llevaran a casa para morir allí. Sus familiares y amigos tuvieron mucho tiempo para despedirse. El día que fuimos a verlo estaba rodeado por su familia y sus hijos. Tenía la habitación llena a rebosar de flores silvestres, y le habían colocado la cama de modo que pudiera mirar por la ventana sus campos y árboles frutales, los frutos de su trabajo que sobrevivirían al paso del tiempo. La dignidad, el amor y la paz que vi allí me dejaron una impresión imborrable. Al día siguiente de su muerte volvimos a su casa por la tarde para dar el último adiós a su cadáver. Yo no iba de muy buena gana, pues no me apetecía la experiencia de ver un cuerpo sin vida. Venticuatro horas antes, ese hombre, cuyos hijos iban a la escuela conmigo, había pronunciado mi nombre, con dificultad pero con cariño: "pequeña Betli". Pero la visita resultó ser una experiencia fascinante. Al mirar su cuerpo comprendí que él ya no estaba allí. Cualesquiera que fueran la fuerza y la energía que le habían dado vida, fuera lo que fuera aquello cuya pérdida lamentábamos, ya no estaba allí. Mentalmente comparé su muerte con la de Susy. Fuera lo que fuese lo que le sucedió a Susy, se desarrolló en la oscuridad, detrás de cortinas cerradas que impidieron que los rayos del sol la iluminaran durante sus últimos momentos. En cambio el granjero había tenido lo que yo ahora llamo una buena muerte: falleció en su casa, rodeado de amor, de respeto, dignidad y afecto. Sus familiares le dijeron todo lo que tenían que decirle y le lloraron sin tener que lamentar haber dejado ningún asunto inconcluso. A través de esas pocas experiencias, comprendí que la muerte es algo que no siempre se puede controlar. Pero bien mirado, eso me pareció bien.

5. FE, ESPERANZA Y AMOR.

Tuve suerte en la escuela. Mi interés por las matemáticas y la literatura me convirtió en uno de esos escasos niños a los que les gusta ir a la escuela. Pero no reaccioné así frente a las clases obligatorias y semanales de religión. Fue una pena, porque ciertamente sentía inclinación por lo espiritual. Pero el pastor R., que era el ministro protestante del pueblo, enseñaba las Sagradas Escrituras los domingos de un modo que sólo inspiraba miedo y culpabilidad, y yo no me identificaba con "su" Dios. Era un hombre insensible, brutal y rudo. Sus cinco hijos, que sabían lo poco cristiano que era en realidad, llegaban a la escuela hambrientos y con el cuerpo cubierto de cardenales. Los pobres se veían cansados y macilentos. Nosotros les guardábamos bocadillos para que desayunaran en el recreo, y les poníamos suéteres y cojines en los bancos de madera del patio para que pudieran aguantar sentados. Finalmente sus secretos familiares se filtraron hasta el patio de la escuela: cada mañana su muy reverendo padre les propinaba una paliza con lo primero que encontraba a mano. En lugar de echarle en cara su comportamiento cruel y abusivo, los adultos admiraban sus sermones elocuentes y teatrales, pero todos los niños que estábamos sometidos a su tiránico modo de enseñar lo conocíamos mejor. Un suspiro durante su charla, o un ligero movimiento de la cabeza y ¡zas!, te caía la regla sobre el brazo, la cabeza, la oreja, o recibías un castigo. Perdió totalmente mi aprecio, como la religión en general, el día en que le pidió a mi hermana Eva que recitara un salmo. La semana anterior habíamos memorizado el salmo, y Eva lo sabía muy bien; pero antes de que hubiera terminado de recitarlo, la niña que estaba al lado de ella tosió, y el pastor R. pensó que le había susurrado al oído el salmo. Sin hacer

entrelazadas, presentando la imagen misma de la piedad. Después me dijeron que volviera a casa y esperara. Transcurrieron lentísimos varios días, hasta que una noche el señor Wegmann se presentó en casa después de la cena. Informó a mis padres de que se me eximía oficialmente de asistir a las clases del pastor R. Nadie se molestó ni disgustó. La levedad del castigo implicaba que yo no había actuado mal. El señor Wegmann me preguntó qué pensaba. Le contesté que me parecía justo, pero que antes de decirlo oficialmente deseaba que se cumpliera una condición más. Quería que a Eva también se la eximiera de la clase. "Concedido", contestó el señor Wegmann. Para mí no había nada más semejante a Dios ni más inspirador de fe en algo superior que la vida al aire libre. Los ratos culminantes de mi juventud fueron sin duda los pasados en una pequeña cabaña alpina en Aniden. Mi padre, que era un guía inmejorable, nos explicaba algo de cada flor y árbol. En invierno íbamos a esquiar. Todos los veranos nos llevaba a arduas excursiones de dos semanas, en las que aprendíamos el modo de vida espartano y una estricta disciplina. También nos permitía explorar los páramos, las praderas y los riachuelos que discurrían por los bosques. Pero todos nos preocupamos cuando mi hermana Enka perdió el entusiasmo por esas excursiones. A partir de los doce años se le hizo cada vez más desagradable salir de excursión. Cuando llegó el momento de emprender nuestra excursión escolar anual de tres días, en la que nos acompañaban varios adultos y una profesora, se negó rotundamente a participar. Eso debería haber constituido una indicación de que le ocurría algo grave. Habiendo hecho largas excursiones con mi padre, con muy poco alimento o comodidades, estábamos bien entrenadas para esas acampadas. Ni siquiera Eva ni yo entendíamos cuál podría ser su problema. Mi padre, que no toleraba el comportamiento de "mariquita", sencillamente impuso su ley y la obligó a ir. Fue un error. Antes de salir para la excursión Erika se quejó de fuertes dolores en la pierna y la cadera. El primer día de excursión cayó enferma y entre un padre y una profesora la llevaron de vuelta a Meilen, donde la hospitalizaron. Ése fue el comienzo de años de sufrimiento a manos de médicos y hospitales. Aunque tenía paralizado un lado y cojeaba con la otra pierna, nadie logró establecer un diagnóstico. Sufría tan fuertes dolores que muchas veces, cuando volvíamos a casa de la escuela, Eva y yo la oíamos gemir en el dormitorio. Naturalmente eso nos hacía andar de puntillas por la casa y mover tristemente la cabeza por la pobre Erika. Puesto que no lograban diagnosticar su dolencia, muchas personas pensaron que eso era histeria o simplemente una manera de librarse de los deportes y actividades físicas. Muchos años después, la tocóloga que asistiera a mi madre en nuestro nacimiento, se impuso la tarea de descubrir su enfermedad, que finalmente resultó ser una cavidad en el hueso de la cadera. Ahora se sabe que lo que tenía era poliomielitis combinada con osteoartritis. En aquel tiempo eso era difícil de diagnosticar. El doloroso tratamiento a que la sometieron en uno de los hospitales especializados en cirugía ortopédica consistió en obligarla a caminar a largas zancadas por una escalera mecánica. Creían que si hacía suficiente ejercicio dejaría de "fingirse enferma". A mí me causaba una terrible frustración ver lo que tenía que sufrir. Afortunadamente, una vez que establecieron el diagnóstico y le administraron el tratamiento adecuado, pudo ir a estudiar en un colegio de Zúrich y llevar una vida productiva y libre de dolor. Pero yo siempre pensé que un médico competente, atento y afectuoso habría hecho muchísimo más para sanarla. Incluso le escribí cuando ella estaba en el hospital contándole mi intención de convertirme exactamente en ese tipo de médico. Lógicamente, el mundo necesitaba curación y pronto la necesitaría aún más. En 1939 la maquinaria bélica nazi estaba comenzando a poner en marcha su fuerza destructora. Nuestro profesor, el señor Wegmann, oficial del ejército suizo, nos preparó para el estallido de la guerra. En casa mi padre recibía a muchos hombres de negocios alemanes que hacían comentarios sobre Hitler y sobre los rumores que corrían acerca de judíos acorralados en Polonia y supuestamente asesinados en campos de concentración, aunque nadie sabía de

cierto qué estaba ocurriendo. Pero las conversaciones sobre la guerra nos asustaban e inquietaban. Una mañana de septiembre mi ahorrativo padre llegó a casa con una radio, un aparato que en nuestro pueblo era un lujo, pero que de pronto se convirtió en necesidad. Todas las noches a las siete y media, después de cenar, nos reuníamos alrededor de la enorme caja de madera a escuchar los informes sobre el avance de los nazis alemanes en Polonia. Yo estaba de parte de los valientes polacos que arriesgaban la vida para defender su patria y lloraba cuando explicaban cómo morían mujeres y niños en Varsovia en la primera línea de batalla. Hervía de rabia cuando oía que los nazis estaban matando judíos. Si hubiera sido hombre habría ido a luchar. Pero era una niña, no un hombre, así que en lugar de ir a pelear le prometí a Dios que cuando tuviera edad suficiente viajaría a Polonia a ayudar a esas gentes valientes a derrotar a sus opresores. "Tan pronto pueda, tan pronto pueda, iré a Polonia a ayudar", musitaba. Mientras tanto odiaba a los nazis, y los odié aún más cuando los soldados suizos confirmaron los rumores de la existencia de campos de concentración para judíos. Mi padre y mi hermano vieron a soldados nazis situados a lo largo del Rin ametrallando a un río humano de judíos que trataban de cruzar para encontrar refugio. Pocos llegaron vivos al lado suizo. A algunos los cogieron vivos y los enviaron a campos de concentración. Muchos murieron y quedaron flotando en el río. Las atrocidades eran demasiado grandes y demasiado numerosas para quedar ocultas. Todas las personas que yo conocía estaban horrorizadas. Cada emisión de noticias de la guerra era para mí un desafío moral. "¡No, jamás nos vamos a rendir! —gritaba mientras escuchaba a Winston Churchill—. ¡Jamás!" En pleno furor de la guerra aprendimos el significado de la palabra sacrificio. Los refugiados entraban a raudales por las fronteras suizas. Hubo que racionar los alimentos. Mi madre nos enseñó a conservar huevos para que duraran uno o dos años. Nuestro terreno cubierto de césped se convirtió en huerta para cultivar patatas y verduras. En el sótano teníamos tantos alimentos en lata que parecía un supermercado moderno. Me enorgullecía saber sobrevivir con alimentos cultivados en casa, hacerme el pan, preparar conservas de frutas y verduras y prescindir de los antiguos lujos. Era sólo un pequeño aporte al esfuerzo bélico, pero el hecho de ser autosuficientes me producía una nueva sensación de confianza, y después esas habilidades me resultarían muy provechosas. Si comparábamos nuestra existencia con las condiciones en que se encontraban los países vecinos, teníamos muchísimo que agradecer. En el plano personal vivíamos relativamente tranquilos. A los dieciséis años mis hermanas se estaban preparando para la confirmación, que era un gran acontecimiento para un niño suizo. Estudiaban en Zúrich con el pastor Zimmermann, famoso pastor protestante. Mi familia lo conocía desde hacía mucho tiempo y existía entre ellos un cariño y un respeto mutuos. Cuando se acercaba la fecha de la ceremonia les dijo a mis padres que había soñado con celebrar la confirmación de las trillizas Kübler, lo cual era una sutil manera de preguntar: "¿Y Elisabeth?" Yo no tenía la menor intención de pertenecer a la Iglesia, pero el pastor me pidió que le manifestara todas las quejas y críticas que tenía contra ella. Se las dije una por una, desde el pastor R. hasta mi creencia de que ningún Dios, y mucho menos mi concepto de Dios, podía estar contenido bajo ningún techo ni ser definido por ninguna ley o norma creada por el hombre.

  • ¿Por qué entonces voy a pertenecer a esa Iglesia? —le pregunté en tono interesado. En lugar de tratar de hacerme cambiar de opinión, el pastor Zimmermann defendió a Dios y la fe alegando que lo que importaba era cómo vivía la gente, no cómo rendía culto.
  • Cada día hay que intentar hacer las opciones más elevadas que Dios nos ofrece —me dijo—. Eso es lo que de verdad determina si una persona vive cerca de Dios. Estuve de acuerdo, de modo que a las pocas semanas de nuestra conversación el sueño del pastor Zimmermann se hizo realidad. Las trillizas Kübler estuvieron en un estrado bellamente decorado dentro de su sencilla iglesia mientras él, gigantesco frente a nosotras,