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Escándalo y diamantes (2009) Título Original: Vows and a vengeful groom (2008) Serie Multiautor: 1º Entre diamantes Editorial: Harlequin Ibérica Sello / Colección: Deseo Miniserie 37 Género: Contemporáneo Protagonistas: Ric Perrini y Kimberly Blackstone
Capítulo 1
Kimberley Blackstone aceleró el paso cuando salía de la terminal del aeropuerto de Auckland, tirando de su maleta de Louis Vuitton. A pesar de los tacones de siete centímetros, llegó al vestíbulo de salida casi corriendo, decidida a tomar el primer taxi de la cola. Después de sus tranquilas vacaciones, la esperaba la casa de diamantes Hammond en su primer día de trabajo tras unos días libres en Navidad.
No se fijó en la horda de periodistas hasta que ya era demasiado tarde y, de repente, los fogonazos de las cámaras la cegaron. Kimberley se detuvo tan abruptamente que la maleta, que llevaba rodando tras ella, golpeó sus piernas.
Aquello tenía que ser un caso de confusión de identidades, se dijo. Ella llevaba fuera de la lista de los paparazzi casi una década, desde que le dijo adiós a su multimillonario padre y a su negocio de diamantes siempre en busca de publicidad.
Pero no, la estaban llamando a ella. Era su cara el centro de atención de un montón de cámaras, como insaciables avispones.
¿Qué querrían? ¿Qué demonios estaba pasando allí? Desconcertada, miró alrededor para buscar alguna pista y, de repente, vio una figura alta y leonina que se abría paso entre los fotógrafos. Una figura alta y familiar. Sus ojos se encontraron entre el mar de cabezas.
Cegada por los flashes, y por la sorpresa del encuentro, Kimberley no se dio cuenta de sus intenciones hasta que él llegó a su lado, abriéndose paso a fuerza de personalidad seguramente. Y cuando le pasó un brazo por los hombros con gesto protector, no pudo protestar.
En un suspiro, se encontró apretada contra aquel cuerpo masculino de metro ochenta y cinco.
Ric Perrini. Su amante durante diez tórridos meses, su marido durante diez tumultuosos días.
Su ex durante diez tranquilos años. Después de tanto tiempo no debería parecerle tan familiar, pero así era. Conocía el aroma de ese cuerpo y su fuerza. Conocía su calor, su poder y la respuesta que podía despertar en ella.
Y también reconocía la facilidad con que se había hecho cargo de la situación y la firmeza en su voz cuando le habló al oído:
—Tengo un coche esperando. ¿Sólo llevas esa maleta? Kimberley asintió con la cabeza. Para estar una semana en un paraíso tropical no hacía falta mucha ropa. Pero cuando él soltó su hombro para tomar la maleta le
Cuando llegaron al coche, le ardía la cara con una mezcla de resentimiento y pesar. Mientras el conductor guardaba su maleta en el maletero, Kimberley se dejó caer sobre el asiento de piel, aún desconcertada. La puerta se cerró, apartándola de las cámaras que parecían multiplicarse por segundos.
Ric intentaba tranquilizar a los fotógrafos, pero sus palabras sólo incitaban más preguntas, más fotografías, y ella empezaba a echar humo por las orejas. Deseando saber qué pasaba, alargó la mano para abrir la puerta de la limusina y, cuando no se abrió, miró al chófer por el espejo retrovisor.
—¿Le importa desactivar el seguro? Tengo que salir. El hombre apartó la mirada. Y no desactivó el seguro. El enfado de Kimberley empezaba a ser de campeonato. —Me han traído aquí a la fuerza. Quite el seguro o le juro que… Antes de que pudiese completar su amenaza, la puerta se abrió y Ric se sentó a su lado. Había estado más cerca en la terminal, cuando le pasó un brazo por los hombros, pero entonces estaba demasiado sorprendida como para reaccionar. Ahora se apartó todo lo que pudo mientras la limusina arrancaba.
Dispuesta a la batalla, se volvió hacia su adversario. —¿Me has dejado encerrada en el coche mientras tú hablabas con los fotógrafos? Espero que tengas una buena explicación.
Sus ojos se encontraron de nuevo. Por primera vez no había nada entre ellos, ninguna distracción, ninguna interrupción y, durante un segundo que le pareció interminable, Kimberley se perdió en la ola de recuerdos que despertaban esos ojos azules.
Por un segundo le pareció ver un eco de esa misma emoción en los ojos de Ric, pero enseguida se dio cuenta de que sólo era fatiga. Y tensión.
—Yo no estaría aquí si no fuese importante. La afirmación de que preferiría estar en cualquier otro sitio era evidente, pero Kimberley levantó la barbilla, orgullosa.
—¿Importante para quién, para mi padre? ¿Cree que enviándote a ti voy a cambiar de opinión? Porque podría haberse ahorrado…
—No me ha enviado él, Kim. Algo en su forma de decir la frase puso todos sus sentidos alerta y, por fin, se concedió a sí misma unos segundos para mirarlo de cerca. La luz del sol que entraba por la ventanilla destacaba sus rasgos marcados, la nariz recta, la profunda hendidura en su mentón.
Y el músculo que latía en su mandíbula. Emitía una tensión tan fuerte como para llevarse todo el aire del interior del lujoso coche. Podía verlo en el rictus de su boca, en la intensidad de sus ojos de color azul cobalto.
A pesar del calor de la mañana, Kimberley sintió un premonitorio escalofrío. Había ocurrido algo terrible, estaba segura.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, apretando el asa del bolso, agarrándose a las finas tiras de cuero como si eso pudiera ayudarla a soportar lo que estaba a punto de escuchar—. Si mi padre no te ha enviado, ¿por qué estás aquí?
—Howard salió de Sidney anoche… y tu hermano recibió una llamada a primera hora de la mañana, cuando el avión no llegó a Auckland.
—¿No llegó? —Kimberley sacudió la cabeza, incrédula—. ¿Cómo que no llegó? ¿Qué ha pasado?
—No lo sabemos. Veinte minutos después de salir de Sidney el avión desapareció del radar de los controladores aéreos —Ric la miraba a los ojos y en ellos estaba todo lo que necesitaba saber—. Lo siento, Kim.
No. Kimberley volvió a sacudir la cabeza. Aquello no podía estar pasando. ¿Cómo iba a estar muerto su poderoso, omnipotente padre? En la víspera de su gran momento, el día que iba a restregarle a los Hammond su éxito allí, en su propio territorio.
—Venía a la inauguración de la tienda de la calle Queen —dijo en voz baja. —Sí. Tenía que salir a la siete y media, pero hubo un retraso. Unos contratos que firmar.
Siempre los había. Todos los recuerdos de su padre tenían que ver con papeles, negociaciones, contratos, campañas. No recordaba haberlo visto nunca vestido con ropa informal. El fabuloso mundo de los diamantes era toda su vida.
Diamantes, contratos y salir en los periódicos. —Cuando te vi en el aeropuerto con los fotógrafos pensé que tenía algo que ver con la inauguración. Alguna estrategia que se había inventado para llamar la atención de los medios… —pensar en los titulares de los periódicos del día siguiente era sobrecogedor—. Pero estaban allí porque lo sabían… —su voz se rompió en un sollozo.
Mientras ella disfrutaba de su último paseo en la playa, su último desayuno de papaya y mango, mientras reía con los empleados del hotel y coqueteaba con el seductor veinteañero sentado a su lado en el avión…
A pesar de no haber hablado con su padre en una década, y a pesar de todos los reproches que podría hacerle, había crecido adorándolo y peleándose con su hermano por lograr su atención. Durante treinta y un años, Howard Blackstone había condicionado sus decisiones, su carrera, sus creencias. En los últimos diez había hecho todo lo posible por distanciarse de él, pero seguía siendo su padre.
—Yo salía del aeropuerto y esos fotógrafos… ¿Cómo lo sabían? —No lo sé —Perrini suspiró pesadamente—. No deberían saber los nombres de los pasajeros tan rápido. Y no deberían haber sabido que tú estarías en el aeropuerto esta mañana.
A su casa… y a su cama. —¿Por qué has venido tú precisamente? —Pensaba volver a Sidney desde la mina de Janderra cuando recibí una llamada de Ryan para decir que me esperaban en Port Douglas urgentemente. Como yo estaba utilizando el jet de la empresa, Howard contrató otro avión para su viaje…
—Por eso has venido tú, porque estabas utilizando el jet —lo interrumpió ella. Ric giró la cabeza y se encontró mirando de frente aquellos ojos de color verde jade. Era el rasgo que más llamaba la atención en el rostro de Kimberley, no sólo por el color, en contraste con sus cejas oscuras, sino por lo expresivos que eran. El truco, había aprendido, era descubrir la emoción real tras la fachada de sofisticación que usaba para esconder sus auténticas emociones.
Aunque Kim jamás admitiría debilidad alguna. En ese aspecto, era digna hija de su padre. Y en aquel momento estaba haciendo lo imposible para evitar que supiera lo que sentía.
—Eso da igual —contestó—. Habría venido en cualquier caso. —Para decirme que mi padre… —Para llevarte de vuelta a casa. —¿A Sidney? —replicó ella, sorprendida—. Olvidas que mi casa está aquí ahora.
—No lo he olvidado. Cuando lo dejó, Ric le había dado tiempo para que se calmase. Para pensar en las acusaciones absurdas que le había hecho y se diera cuenta de que debían estar juntos. Cuatro largos y oscuros meses de silencio habían pasado antes de que fuese a buscarla… para descubrir que no había cambiado de opinión sobre su matrimonio y que su casa estaba allí, en Auckland, Nueva Zelanda.
Con Matt Hammond como jefe y protector. No, no había olvidado nada y esos recuerdos lo ponían de mal humor. Kimberley sabía que Ric estaba recordando su apasionada discusión en la oficina y se puso colorada, pero levantó la barbilla, retadora, antes de hablar.
—Dijiste que nunca más irías a buscarme. Y no lo había hecho. El orgullo y el divorcio no se lo habían permitido, pero aquello era diferente.
—Esto no tiene nada que ver con nosotros, sino con tu padre y tu familia. Kimberley aguantó su mirada un segundo más antes de girar la cabeza y no dijo lo que tenía en la punta de la lengua: que los Hammond también eran su familia.
Su madre, Úrsula, que murió cuando ella era pequeña, era la hermana de Oliver Hammond. Debido a la enemistad entre los Blackstone y los Hammond, Kimberley había crecido odiando a su tío neozelandés y a sus hijos adoptivos, Jarrod y Matt. Pero cuando necesitó un puesto de trabajo, los Hammond la recibieron con los brazos
abiertos. Y Matt había sido su amigo cuando desesperadamente necesitaba uno. Su mujer, Marise, no era precisamente cariñosa con ella pero Matt había insistido en que fuera la madrina de su hijo Blake.
Durante los últimos diez años, los Hammond habían sido más su familia que cualquiera de los Blackstone, pero tampoco dijo eso en voz alta. Mencionar a Matt sería como mostrarle un trapo rojo a un toro.
Ric nunca lo había perdonado por ofrecerle un puesto de trabajo en la casa Hammond y habían estado a punto de pelearse en la oficina el día que intentó convencerla para que volviese a Sidney. Cualquier cosa que dijese ahora sólo serviría para discutir y no era el sitio ni el momento adecuado.
«Esto no tiene nada que ver con nosotros, sino con tu padre y tu familia». Y tenía razón… en todos los sentidos. Ellos no habían sido nunca lo más importante de la relación. Ahí residía el problema. Se habían conocido en Blackstone Diamonds y empezaron a salir juntos mientras intentaban que el consejo de Administración aprobase su recién creado plan para implementar las joyerías… y se habían acostado juntos en una espontánea celebración de su éxito.
Pero Ric quería más. Se había casado con ella para conseguirlo y su orgulloso suegro le había dado todo lo que podría querer un ambicioso ejecutivo de marketing: poder, prestigio, un lugar en una de las familias más ricas y prominentes de Sidney.
Y, al mismo tiempo, había conseguido el puesto de director de ventas, el trabajo que su padre le había prometido a ella y que Kimberley tanto se había esforzado para conseguir. Y, para colmo, cuando expresó su decepción, Ric se puso del lado de su padre al decirle que ella no tenía suficiente experiencia.
Con el tiempo había llegado a aceptar que podrían tener razón, pero a los veintiún años estaba locamente enamorada y se sintió traicionada. Ric Perrini se había casado con ella sólo para conseguir sus propósitos.
Y ahora, diez años después, había ido a buscarla para llevarla a casa. ¿Podía confiar en él?
A medida que se alargaba el silencio, mientras atravesaban la ciudad hacia su casa en One Tree Hill, Kimberley se daba cuenta de que daba igual por qué hubiera ido a buscarla. La fría realidad de la noticia por fin empezaba a traspasar su armadura.
«Esto no tiene nada que ver con nosotros, sino con tu padre y tu familia». El avión en el que viajaba su padre había desaparecido y, aunque los medios no estuvieran buscando frenéticamente una fotografía suya, no podía ir a trabajar. Y tampoco podía quedarse en casa esperando noticias. Con Matt en viaje de negocios no tenía a nadie a quien llamar, nadie que la consolase, ningún hombro sobre el que apoyarse.
Por el rabillo del ojo podía ver las largas piernas de Ric y, de repente, se vio envuelta en los recuerdos del pasado…
Pero apenas había marcado el número cuando una mano la tomó por la muñeca. Ric. Recordaba bien sus manos, el vello que cubría el dorso, la cicatriz en el nudillo del dedo medio. El gemelo de zafiro azul que su padre le había regalado unas Navidades…
—¿Estás llamando a tu jefe? Kimberley lo miró, irritada. No estaba dispuesta a discutir con él sobre la naturaleza de su relación con Matt.
—Si sigues sin aceptar que no me acuesto con… El resto del reproche quedó congelado en sus labios cuando se fijó en la expresión de Ric; estaba pálido.
—Ojalá eso fuera todo, Kim. La llamada de teléfono. Tenía malas noticias sobre el avión, sobre su padre. Asustada, irguió los hombros, preparándose para el golpe. —Han encontrado los restos del avión —dijo él entonces, confirmando sus miedos—. En la costa de Australia.
Los restos del avión. Kimberley pensó un momento. ¿No habían encontrado el avión completo? ¿No habían encontrado cadáveres?
—No —murmuró Ric, como si hubiera leído sus pensamientos—. Pero han encontrado a una persona… viva. Una mujer.
Un sollozo escapó de su garganta. —¿Quién? Por favor, no me digas que es mi tía Sonya… —No, no es tu tía —él le quitó el móvil de la mano—. Según Ryan, creen que podría ser Marise Hammond. La esposa de tu jefe.
Capítulo 2
¿Marise Hammond iba en el jet con su padre? No tenía sentido. Sí, Marise llevaba un mes en Australia arreglando papeles tras la muerte de su madre. Sí, Marise era caprichosa y egocéntrica, pero no hasta el punto de volver a casa en el jet del enemigo de su marido.
¿Por qué estaría en el avión? Ric no tenía respuestas y Kimberley olvidó la pregunta temporalmente mientras le revelaba los detalles de esa llamada. Insistió en que la mujer no había sido identificada oficialmente, que Marise no estaba confirmada como pasajera, que la información no había sido ratificada.
Pero su contacto era un oficial de la policía de Sidney y no le habría llamado para decir que habían encontrado a una mujer viva entre los restos del avión si no tuviese información concreta. No le habría dado un nombre, ese nombre precisamente, sin estar convencido de su identidad.
No crearía esperanzas de que pudiesen encontrar también a Howard Blackstone vivo.
Sólo se le ocurrió esa posibilidad cuando estaba guardando sus cosas en la maleta, sin mirar siquiera. Pero no quería pensar en lo que podría necesitar o no.
No quería pensar en el final de aquel viaje. No quería pensar en la necesidad de guardar en la maleta algo de color negro. Entonces vio su imagen reflejada en el espejo y vio que su cara tenía tan poco color como el vestido, y posiblemente menos que las perlas cultivadas de sus pendientes. Su rostro estaba pálido, en contraste con el pelo oscuro retirado hacia atrás en una coleta hecha de cualquier manera.
En ese instante, la indignación que la había mantenido en pie durante la última hora pareció abandonarla y cayó sobre el borde de la cama entre los vestidos y los pareos floreados que había sacado de la maleta.
En el salón podía oír la voz de Ric, una voz suave que, por alguna razón, parecía rescatarla del abismo.
Marise estaba viva. Y quizá no fuera la única superviviente. Esa esperanza era como una llamita en su corazón. Todo estaba bien. Iba a su casa y todo iba a salir bien.
Ric apareció en la puerta del dormitorio con el teléfono aún en la mano. —¿Más malas noticias? —preguntó ella. —No, era mi piloto. El jet está preparado para despegar cuando tú lo estés. Kimberley dejó escapar un suspiro. —Estaré lista cuando decida lo que voy a ponerme.
hizo innumerables preguntas sobre el jet, el motor, su capacidad, su precio… y descubrió que era el mismo modelo que había alquilado su padre.
Agarrándose al brazo del asiento durante el despegue, Kimberley no podía dejar de imaginar a su padre y a Marise experimentando la misma sensación de angustia en el estómago catorce horas antes. Y tampoco podía erradicar de su cabeza la imagen de todo ese poder, toda esa fuerza, chocando contra el mar en un devastador impacto.
La llamita de esperanza murió en ese momento y se pasó las tres horas que duraba el vuelo entre la incredulidad y el miedo. Por eso aceptó la sugerencia de Ric de tumbarse un rato. No quería ver el sitio en el que había caído el avión de su padre. Había un equipo australiano de rescate en la zona, pero Kimberley no quería verlo en directo.
No porque quisiera negar la realidad; era una cuestión de supervivencia. Por el momento no había sucumbido a las lágrimas; incluso había logrado fingir que estaba dormida cuando Ric entró para echarle un vistazo.
Nada le había resultado tan difícil en su vida; controlar su respiración para parecer dormida mientras él estaba en la puerta, mirándola, mientras la arropaba con una manta. Si hubiera dicho algo, si la hubiese tocado, podría haberle pedido que se quedara. Para compartir la cama, para que la abrazase, para distraerla como quisiera.
Así de frágil y sola se sentía en aquel momento. Pero él salió sin hacer ruido y Kimberley se abrazó a sí misma, como había hecho tantas veces cuando era niña; cuando se escondía en una esquina de la entrada en la casa de Vaucluse, esperando que su padre volviera después de un largo día de trabajo, o una semana en las minas o un largo viaje por Europa.
Ahora, mientras iban de vuelta a Sidney, la idea de que su padre nunca más volviera a casa era como un puñal en su corazón. No debería dolerle tanto cuando había llegado a odiar las cosas que hacía, incluyendo su más que dudosa ética profesional y cómo trataba a los Hammond, que eran la familia de su esposa. Por no hablar de la manipulación de su matrimonio para servir a sus propios designios.
Quizá debería concentrarse en ese hombre y no en su idea infantil de Howard Blackstone, alguien que nunca había existido más que en su imaginación.
—¿Estás bien? —le preguntó Ric tras el volante de su Maserati. El deportivo era azul metalizado, con un motor que rugía de manera impresionante en cuanto él rozaba el acelerador con el pie.
«Este coche te va como anillo al dedo», le había dicho un minuto antes. Ahora tenía un nudo en la garganta que le impedía contestar a su pregunta.
En el siguiente semáforo, Ric puso una mano sobre la suya. El inesperado gesto fue tan consolador que Kimberley inmediatamente encontró su voz:
—No tienes que ser tan amable. Me pone nerviosa. Él la miró tras sus gafas de sol. —Ha sido sin darme cuenta. No te acostumbres. —Gracias por la advertencia —dijo Kimberley, burlona. Y luego sacudió la cabeza al darse cuenta de que, una vez más, le había hecho sonreír—. Gracias —le dijo, con sinceridad.
—¿Por qué? El semáforo se puso en verde y Ric apartó la mano para seguir conduciendo. —Por darme la noticia en persona. Por rescatarme en el aeropuerto y por llevarme a casa. Y por intentar que no me desmorone. Gracias, Ric.
—De nada —él siguió conduciendo durante toda una manzana antes de añadir—: Me has llamado Ric. Debo de estar haciendo progresos.
Lo había llamado Perrini desde que se conocieron, una treta para recordarle su relación profesional porque no confiaba en él ni en su propia respuesta ante un hombre tan seductor. Tenían que trabajar juntos y ella quería qué la relación fuera exclusivamente profesional. Peleó esa batalla durante dos meses y después, cuando empezaron a salir juntos, siguió usando su apellido por costumbre… y para hacerlo rabiar porque él quería que lo llamase Ric.
Y ahora lo había hecho para demostrarle la sinceridad de su agradecimiento. —Ha sido sin darme cuenta. No te acostumbres. Él rió, con esa risa suya tan masculina. Resultaba peligroso dejar que eso la sedujera, pero era una situación temporal. Una semana como máximo. Y en aquel momento necesitaba su risa porque estaban atravesando la exclusiva zona de Vaucluse, pasando frente a mansiones millonadas hasta la más espectacular de todas.
Miramare. Durante los primeros veinte años de su vida aquella mansión de tres plantas había sido su hogar. Pero nunca la habían impresionado su majestuosidad, su tamaño ni su opulencia hasta aquel momento, cuando Ric cambiaba de marcha para abrirse paso entre los fotógrafos y entrar por el portalón de hierro forjado.
Y allí estaba, levantándose frente a ellos como un palacio veneciano. Una casa a medida del hombre que los medios de comunicación llamaban «el rey australiano de los diamantes».
Kimberley experimentó una mezcla de conflictivas emociones: resentimiento, angustia, impaciencia, ansiedad, mientras él aparcaba el deportivo en la cochera. Aunque su mirada estaba fija en los escalones de piedra de la entrada, oyó el crujido de piel de los asientos y sintió que él se daba la vuelta para mirarla.
—¿Lista para entrar en casa? Buena pregunta. ¿Era ésa su casa? ¿Su familia le daría la bienvenida?
—Lo siento —murmuró, sollozando—. Lo siento mucho. Sonya la abrazó con fuerza, diciéndole al oído: —Todos lo sentimos, cariño —su tía la soltó y dio un paso atrás para mirarla—. Cuánto me alegro de tenerte en casa otra vez, Kim. Y de verte tan guapa… a pesar de las circunstancias.
—Yo también me alegro, a pesar de todo lo que me ha alejado de aquí. —No vamos a hablar de eso ahora. Ven, vamos dentro. Tu hermano está en el jardín con Garth y supongo que estarás deseando volver a verlo. Y Danielle llegó hace un rato. Vino de Port Douglas en cuanto se enteró.
Danielle era la hija de su tía y debía de haber estado esperando el momento perfecto para hacer su entrada. Ella sí había cambiado. Entre los diecisiete y los veintisiete años, Danielle Hammond se había convertido en una belleza, con la figura de su madre y un bronceado típico de Port Douglas, su casa en Queensland.
Con los ojos llenos de lágrimas, Danielle corrió hacia Kimberley para darle un abrazo tan cálido como el de su madre.
—La has traído —dijo, mirando por encima de su hombro—. Nunca más dudaré de que seas un genio.
—Sólo soy el chófer —dijo Ric— y, a veces, el botones. ¿Dónde quieres que ponga esto?
Kimberley miró sus maletas, pero antes de que pudiese decir nada, Sonya se metió en su papel de anfitriona.
—Llévalas a la habitación de Kimberley, Ric. Ya sabes cuál es. ¿Cómo iba a saberlo?, se preguntó ella. Temiendo encuentros desagradables con su padre o su hermano, nunca lo había llevado a casa cuando eran amantes. Se veían en casa de él y mantuvieron en secreto su relación durante todo el tiempo que les fue posible. ¿Cómo iba a saber cuál era su habitación en una mansión llena de cuartos?
Ric desapareció dentro de la casa con Sonya y la voz de Danielle interrumpió sus pensamientos.
—¿Cómo estás, Kim? ¿O es una pregunta tonta? —Estoy bien. Su prima la miró con esa expresión suya que exigía la verdad y Kimberley pensó entonces que no había cambiado tanto. De cerca notó que, tras la sonrisa, tenía los ojos enrojecidos de llorar. También ella había crecido en aquella casa, con Howard. Danielle era más una Blackstone que una Hammond, aunque había abierto su propio negocio de diseño de joyas como Dani Hammond en el norte de Australia.
—Veo que la vida en Port Douglas te sienta estupendamente, ¿pero qué tal te va, en serio? ¿Todo bien?
—No cambies de tema —replicó su prima—. Eres tú quien está frente a la Inquisición.
—Ya te he dicho que estoy bien —suspiró Kimberley. Pero sus ojos se llenaron de lágrimas cuando abrazó de nuevo a Danielle.
Unos segundos después había recuperado la compostura y, en ese tiempo, se dio cuenta de que había dicho la verdad. Estando allí, con su gente, estaba bien.
—¿Hay alguna noticia? —preguntó, secándose las lágrimas. —No… al menos nada que tu hermano haya querido contarnos. —¿Crees que Ryan esconde algo? —Tengo esa impresión, pero cuando le he preguntado se ha puesto como una furia. No sé que le pasa, Kim. Sé que está destrozado por lo de su padre y esperar noticias no es su estilo, pero… mi madre me ha dicho que está intentando contratar a otro equipo de rescate, un equipo privado. Eso después de ir a la policía para exigir que le dijeran todo lo que sabían. No me sorprendería que intentase encontrar sitio en uno de los barcos de rescate.
Kimberley conocía bien la tenacidad de su hermano. —A mí tampoco me extrañaría. ¿Crees que le han contado algo más sobre el accidente?
Danielle dejó escapar un suspiro. —No lo sé. Pero está tan inquieto que yo creo que sabe algo. —No encuentran a su padre y él tiene que quedarse aquí, incapaz de dirigir la operación de rescate… eso es lo que lo tiene tan nervioso.
—Sí, bueno, supongo que tienes razón —Danielle no parecía convencida—. Vamos a entrar. Conociendo a mi madre, estará haciendo algo de comer para ti y para Ric. Seguro que no has comido nada en todo el día.
—No, ahora mismo no podría probar bocado. —Intenta comer algo para complacer a mi madre. Atendernos todo el día es lo único que la mantiene en pie. Deja que haga lo mismo por ti.
—De acuerdo, pero hay algo que tengo que hacer antes de nada. —¿Ryan? —sonrió su prima. —Sí, Ryan.
Ric estaba en medio de la escalera de mármol cuando Danielle y Kimberley entraron del brazo. Pero él sólo veía a una mujer.
Los ojos verdes recientemente empañados por las lágrimas ahora brillaban, decididos.
Llevarla a casa había sido necesario, por ella, por Sonya, por toda la familia. Y ahora que estaba allí iba a quedarse. Hiciera falta lo que hiciera falta para convencerla.
Su contacto en el departamento de policía. —¿Malas noticias? —Nada sobre Howard —les aseguró Garth—. Pero al fin tenemos confirmada la lista de pasajeros.
—¿Era Marise la mujer que encontraron? —preguntó Kim—. ¿Iba en el avión con mi padre?
El hombre asintió con la cabeza. —Sí. Acaban de llevar su cuerpo al depósito de cadáveres.
Capítulo 3
—¿Al depósito de cadáveres? —repitió Kimberley, sorprendida—. Pero me habías dicho que estaba viva. Me dijiste…
—Murió en el barco de rescate —intervino Garth—. Lo siento, Kim. Sé que tenías buena relación con ella.
—No, la verdad es que no. Había dicho eso con profunda tristeza y Ric se preguntó si estaría pensando en Marise o en su marido, Matt, el Hammond con el que mantenía mejor relación. O quizá en el hijo de la pareja. Había esperado que fuese un error, que la mujer no fuera Marise Hammond, madre de un niño pequeño y demasiado joven como para perder la vida de esa manera.
—¿Están absolutamente seguros de que era la señora Hammond? —Lo suficiente como para que Stavros lo confirme. De manera extra oficial, naturalmente —contestó Garth.
—Pero dijiste que había un error en la lista de pasajeros. —Inicialmente había una empleada de Blackstone en la lista, Jessica Cotter. Lleva la tienda de Martin Place y, supuestamente, iba a ir a Auckland para la inauguración.
—¿Y no podría ser esa mujer la que han encontrado? —No, Jessica tenía el pelo de otro color y los ojos también… Parece que cambió de opinión a última hora. De ahí la inicial confusión de identidades.
—Entonces era Marise Hammond —la voz de su tía Sonya interrumpió la conversación. Cuando se volvieron, ella estaba en el quicio de la puerta, pálida, pero serena—. ¿Por qué no vais al salón? Danielle y Ryan están allí y creo que deberíamos estar todos juntos para hablar de esto. He hecho té y café, pero si alguien prefiere algo más fuerte…
Ryan Blackstone parecía necesitar algo más fuerte. Ric miró al joven, sorprendido por la palidez en unas facciones siempre bronceadas. Nunca era una sorpresa ver a Ryan tenso, especialmente en su presencia, pero en todos los años que llevaba en Blackstone jamás lo había visto perder la compostura.
Y, cuando miró a su hermana, pareció a punto de hacerlo. —¿Café, Ric? —Sí, gracias.