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Historia de Venezuela y Latinoamérica
Tipo: Guías, Proyectos, Investigaciones
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Año Bicentenario Ucevista.
Autor: José Bifano Licenciado en Historia
Hoy todos los venezolanos reconocemos que la independencia es el proceso más importante de nuestra historia, por que obtuvimos la libertad que nos permite ejercer nuestro derecho a ser lo que somos, venezolanos. La memoria histórica de todos tiene en la independencia su génesis, lo que convierte a este acontecimiento en la piedra angular del pasado común de la nación. Para todos los venezolanos el proceso de independencia comprende nuestra época más gloriosa, por ser el tiempo de grandes hombres, cuyos elevados ideales y probado valor, hicieron posible la consecución de fastuosas causas que alimentan nuestro orgullo y sentir patrio.
200 años después todos los venezolanos compartimos esta noción del pasado porque aprendemos una misma interpretación de los hechos, es decir conocemos una misma historia. En la escuela nos enseñan que el 19 de abril de 1810 se declaró, y que el 5 de julio de 1811 se firmó, el acta que sentenció nuestra irrenunciable decisión de ser libres. Asimismo, aprendemos cientos de fechas compuestas por días, meses y años, de un sin fin de batallas y actos heroicos, librados por un grupo de excepcionales próceres que lucharon a muerte en una larga y cruenta guerra convertida en el crisol donde se forjó nuestra libertad.
Aprendemos que Francisco de Miranda, Antonio José de Sucre, José Tadeo Monagas, José Antonio Páez, Santiago Mariño, Manuel Piar, Carlos
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Soublete, Rafael Urdaneta, etc., son algunos de nuestros principales héroes. Se nos repite insistentemente que pelearon por nosotros con gallardía, con honor, con disciplina y gran coraje, todos bajo el liderazgo de Simón Bolívar, nuestro máximo héroe y padre de la patria, a quien se nos enseña a venerar y rendir culto.
La manera en que conocemos la independencia, y buena parte de la historia del país, es consecuencia de una forma de comprenderla, enseñarla y utilizarla que se diseñó y se puso en práctica en el siglo XIX. Esta visión de la independencia está compuesta por una gigantesca producción de libros, manuales escolares y publicaciones de todo tipo, -algunas escritas por los más destacados hombres de letras del país-, que se conoce, en su conjunto, como la historiografía patria.
Esta historiografía generó una matriz conceptual que consagra una visión única del proceso de independencia, marcada por un claro interés ideológico que ha sido refrendado a lo largo de dos siglos por organismos e instituciones del Estado, encargados de la promoción, defensa y enseñanza de la historia. En este sentido nunca antes fue tan cierto el dicho que reza que la historia la escriben los vencedores, lo que puede comprobarse con facilidad al visitar el Panteón Nacional. Lo cierto es que los patriotas independentistas impusieron su versión, y utilizaron la historia como basamento ideológico al servicio del proyecto político que defendieron, iniciado en el mismo momento en que vieron con claridad la oportunidad de separarse de España. Por tanto, la historia patria cumple un papel ideológico puesto al servicio de los intereses del nuevo orden político que se estableció en Venezuela a partir del 19 de abril de 1810. Justificar la ruptura con el pasado colonial fue la premisa fundamental de esta historiografía, que convirtió a la independencia en el mito fundacional de la nación venezolana y en el punto que marca el inicio de la historia contemporánea del país. La ruptura, planteada como un corte quirúrgico, parte de la aplicación simple del principio de causa y efecto que determina el fin de un orden y el comienzo de otro, que da pie para proyectar la utopía de una sociedad nueva. El sentido de esta vuelta de página surgió ante la necesidad de reestablecer, por una parte, el orden que se perdió como consecuencia de más de 10 años de cruenta guerra
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convirtió al campo de batalla en la base fundamental de interpretación de los acontecimientos históricos. Este carácter de la historia patria logró desplazar las terribles consecuencias que toda guerra genera, como el hambre, la destrucción, la miseria y la relevancia social de los civiles, por las hazañas de combate de un grupo de hombres que muy pronto se transformaron en héroes. Se impuso así una visión donde el valor, el heroísmo y la gallardía militar, se convirtieron en premisas de la nueva sociedad, en la que los máximos atributos de gloria confluyen en la figura del caudillo, que llegó a convertirse en la representación del pueblo y en el garante de la ansiada y utópica unidad de la nación. Los héroes de la guerra sobrevinieron en referencias absolutas que pronto abandonaron el mundo terrenal para elevarse a las alturas del Olimpo, más cercanos a los dioses que a los hombres. Deliberadamente esta versión romántica y heroica centró su discurso en la narración cronológica y detallada de batallas, avanzadas militares y sobre todo, en la exaltación de Simón Bolívar como el máximo y único líder – militar e ideológico-, del proceso a través del cual todos los venezolanos obtuvimos la libertad. Esta percepción es la base del culto que la historiografía oficial construyó alrededor del padre de la patria, que está sostenida por una fuerte carga sentimental que genera emociones de todo tipo, lo que distorsiona la comprensión real, objetiva, e histórica, de su obra y avanzado pensamiento.
Por más de dos siglos las directrices trazadas por la historiografía patria, consistentes en legitimar la ruptura con el pasado, proyectar la noción artificial de unidad, glorificar las acciones militares y rendir culto a los héroes, han actuado como una camisa de fuerza que limita la comprensión del pasado y, en consecuencia, desfigura la conciencia histórica de todos los venezolanos. La historiografía patria distorsionó el sentido y la función de la historia al desvirtuar, por una parte, su filosofía y, por la otra, al falsear su función formativa tras poner al servicio de aventuras políticas una perspectiva interesada, manipulada y simplista del conocimiento histórico. Por tanto, la historia patria y la historiografía que la sustenta, han desembocado en un callejón sin salida, tras obstaculizar con su enfoque, vuelto intransigente e impermeable en dos siglos, la necesaria visión de continuidad de la Historia, entendida por los historiadores como una ciencia compuesta por el tiempo pasado, presente y futuro.
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La idea de ruptura y corte drástico de la historia contraviene un principio básico de la filosofía que la sustenta, que es la comprensión del pasado como un continuo, en el que marcan sus huellas, progresiva y sucesivamente, generaciones de grupos humanos en el tiempo. En Historia no existen acontecimientos que interrumpen el devenir de las acciones humanas, sino hechos que forman parte de complejos procesos que al interpretarlos científica, objetiva, y metodológicamente, ponen en evidencia la magnitud de su incidencia en la continua evolución de la sociedad. Por tanto, el principio de continuidad define la ciencia de la historia, comprendida como una dinámica de cambio constante, donde las transformaciones, crisis y rupturas son parte integral del proceso histórico, materializado en la construcción, evolución y progreso de la sociedad. Con la pérdida del sentido de continuidad el pasado queda mutilado, lo que conlleva a que el continuo de la historia sea sustituido por el segmento. Esto convierte a la historia contemporánea, surgida de la interpretación oficial, en la sumatoria de un conjunto de parcelas virtuales, cuya temporalidad queda acotada por una serie de acontecimientos que en forma arbitraria y hasta caprichosa, determinan el inicio y el fin de períodos inconexos. Es una suerte de nacer y morir histórico permanente, caracterizado por la euforia del asenso, la condena del fracaso y el carisma del caudillo que asciende y decae cíclicamente. Visto así, lo único continuo que proyecta la historia tradicional de Venezuela es la ruptura constante producto de la negación permanente del pasado, y el eterno empezar como consecuencia de la necesidad de volver a dar inicio a la historia, retomando como punto de partida el mito fundacional. Los resultados de las investigaciones vinculadas al estudio de la independencia de Venezuela, realizadas por historiadores nacionales e internacionales, han logrado ampliar el espectro de comprensión del proceso, lo que permite asegurar que en la actualidad muchas directrices de esta historiografía han sido ampliamente superadas, en específico la visión heroica, militarista y unilateral. Esto ha traído en consecuencia el desmontaje de la versión única y la aparición de un complejo panorama que pone en evidencia la diversidad y la riqueza del proceso. En Venezuela la revisión de la temática comenzó a principios del siglo XX, con un planteamiento crítico que dio lugar a profundas reflexiones teóricas y metodológicas sobre el sentido histórico del proceso de independencia del país. En ese contexto se abordaron cuestiones vinculadas a la idea de la integración y la disgregación política y territorial, al carácter civil o internacional de la guerra, al culto a los héroes y el ideal bolivariano, así como el contenido revolucionario y popular del conflicto, entre otros asuntos. Esto abrió una polémica alrededor de las causas, los antecedentes y las consecuencias de la
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monarquía que dio lugar a la independencia del país. Durante la colonia existieron dos Españas, la europea y la americana, una en cada orilla del atlántico. Cada una desarrolló sus particularidades propias que determinan profundas diferencias como es obvio, no obstante, ambas descansaban sobre la base común de la monarquía que las acercaba enormemente. En el terreno político, antes de la independencia, la totalidad de la sociedad colonial Americana y en específico la venezolana, era monárquica, es decir que el funcionamiento y organización de la sociedad descansaban en la figura del rey, que actuaba como principio legitimador de todo el sistema. Las regiones españolas y americanas se constituyeron, a partir de este símbolo del poder unificador, en una reunión de reinos poseedores de derechos y categorías específicas dentro de la organización política del sistema, donde la palabra del rey era la ley, porque el rey representaba el orden. En su vertiente religiosa, por ejemplo, prevalecía la convicción del derecho divino, principio que consolidaba la relación directa entre el poder del rey y el de Dios. La crisis que desencadenó el proceso de independencia del país se originó en el momento en que la máxima figura de la monarquía perdió su legitimidad, lo que trajo como consecuencia el derrumbe de todo el sistema. Sus efectos son solo imaginables a partir de las graves consecuencias que produjo, tanto en España como en América.
El derrumbe de la monarquía no ocurrió de golpe sino que tras trescientos años de exitoso funcionamiento, las señales de decadencia, desorden y descomposición en su funcionamiento aumentaron, con especial visibilidad en los campos administrativos, económicos, políticos y militares. El funcionamiento de la administración y de la justicia se hizo obsoleto, producto de la formación de una gigantesca burocracia que colapsó la institucionalidad de la monarquía a finales del siglo XVIII. Además, el modelo que por tres centurias orientó la economía del sistema, basado en el principio metalista de acumulación de riquezas, producto del control de los mercados comerciales y la explotación de las riquezas provenientes de América, resultó anacrónico frente a las
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exigencias de un mundo cada vez más dependiente de prácticas mercantiles y capitalistas, cuya principal fuente de riqueza y poder descansaba en el libre comercio de manufacturas y productos agrícolas negociados en los grandes mercados internacionales. Pero lo que mayormente debilitó a la monarquía fueron los enfrentamientos internos entre los principales miembros de la corte, que se inscribían en una larga guerra en Europa. En este sentido la crisis está enmarcada en un gran conflicto bélico en el que se enfrentaron las cuatro potencias imperiales de principios del siglo XIX europeo: Portugal, España, Francia e Inglaterra.
Para 1807 los ejércitos franceses gozaban de un dominio militar casi absoluto, lo que convertía a Napoleón Bonaparte en emperador y dueño de la mayor parte de Europa. Entre los territorios que permanecían fuera de su dominio se encontraba su enemigo histórico, Gran Bretaña, que representaba un bloque industrial, comercial y militar con amplio poderío marítimo y económico al que los franceses querían echar mano. A pesar de las alianzas, pactos y acuerdos, la guerra entre franceses y británicos superó a portugueses y a españoles. Bonaparte logró invadir a Portugal con el apoyo de España, que le abrió sus fronteras para que el ejército ocupara Lisboa. En escasas semanas los franceses tomaron la capital portuguesa, lo que obligó al príncipe regente Juan de Braganza a abandonar la península y huir a Brasil donde estableció su corte. Con esto Portugal se quedaba sin rey y, por primera vez, la sangre real de la casa Braganza pisaba América, un hecho sin precedentes en 300 años de historia colonial. Por órdenes expresas de Napoleón Bonaparte las tropas francesas se mantuvieron en suelo español, lo que se convirtió en una poderosa amenaza que muy pronto se concretó en una ocupación militar. En paralelo, la política interna de la corona española llegó a un grado de profunda descomposición, signada por conspiraciones y motines que enfrentaron al rey Carlos IV y a su hijo, el príncipe Fernando, por el control del poder imperial. En 1807 se produjo la conspiración del Escorial y en marzo de 1808 ocurrió el motín de Aranjuéz en que una maquinada conjura, liderada por los seguidores de
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del atlántico. De manera tajante se desconoció la abdicación de Fernando VII y se atacó con furia la legitimidad del monarca impuesto. En España la reacción empezó el 2 de mayo de 1808, tras una insurrección popular en Madrid, que rápidamente se extendió hacia otras ciudades y provincias como Cartagena, Murcia, Valencia, Zaragoza, Gerona, Lérida, Santander, La Coruña, León, Logroño, Sevilla, Málaga, Granada, Cádiz y Badajoz. En el mes de junio de 1808 la insurrección era total, lo que sumergió a la península en una larga guerra en nombre de la libertad, la justicia y la independencia. Por más de 6 años los españoles pelearon duramente por la independencia de los franceses. Alegaban su derecho a ser libres, a despojar al tirano invasor y regresar al legítimo monarca al trono, el rey Fernando VII. La independencia española se hizo en nombre de un rey caído, cuya desgracia se convirtió en ilusión de lucha donde la fidelidad a la monarquía se mezcló con los valores de libertad y justicia. Hasta el clero, en todas sus categorías, tomó partido en la disputa. Desde el púlpito los sacerdotes vociferaban condenas contra Napoleón, confirmando para la mayoría de los españoles su carácter diabólico. Mientras Fernando, el rey, ahora “desgraciado”, era venerado en nombre de la gracia divina.
Para organizar la defensa de la monarquía fue preciso reconfigurar el referente de autoridad, pues la captura del monarca dejó acéfalo el poder. El movimiento insurreccional se canalizó por parte de las clases dirigentes hacia la formación de juntas de carácter local y provincial. En cada ciudad alzada se conformó una junta de gobierno que asumió provisionalmente la autoridad en nombre del rey Fernando VII. Esta salida no tenía precedentes conocidos en la jurisprudencia española, sin embargo, las juntas eran legítimas pues su constitución partía del hecho que ante el vacío dejado por el rey, la autoridad suprema del estado español recaía en el pueblo. Ante el desorden que en un principio produjo la formación de juntas locales y provinciales, se optó por convocar a sus representantes y constituir un órgano central denominado la Junta Central Suprema Gubernativa de España e Indias que se estableció en Aranjuéz, el 25 de septiembre de 1808. La formación de un referente legítimo era indispensable para mantener el control sobre las colonias americanas, ya que se necesitaba más que nunca de su apoyo y, sobre todo, de sus recursos económicos sin las cuales España
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no podría sostener su propia guerra de independencia. Por otra parte la conformación y reconocimiento de un poder central era una exigencia para negociar en el terreno de la diplomacia internacional. España necesitaba el apoyo inglés para vencer a Napoleón y la Gran Bretaña demandaba la constitución de un órgano verdaderamente legítimo con el cual poder entrar en tratos de gobierno a gobierno. De esta manera se logró cubrir en forma momentánea la crisis de poder, pues la verdadera legitimidad se alcanzaría después de reunir a los diputados y representantes de las provincias de España y América en las cortes. De inmediato la junta mandó emisarios con destino a América en demanda de su reconocimiento como poder central, acompañados por un decreto, con fecha del 22 de enero de 1809, que proclamaba que los territorios americanos no eran colonias sino que formaban parte integral de la monarquía española. De esta manera la junta consagraba la igualdad de derechos de los americanos, lo que buscaba satisfacer las demandas de mayor autonomía económica y política existentes en las colonias. Se invitó a cuatro representantes americanos, uno por cada virreinato y capitanía general, para formar parte de la junta, que adquirió el compromiso jurídico de convocar, en corto plazo, a las cortes, en cuya instancia, con participación de América, se sancionaría una constitución que establecería la nueva relación entre España y sus colonias.
En América, tras conocer las noticias sobre la invasión francesa y la guerra contra Napoleón, se constituyeron juntas, al igual que en España. La primera se estableció en Quito, seguida por La Paz, México, Montevideo, etc., todas a nombre y en defensa del rey Fernando VII. Este movimiento tuvo su centro en las ciudades y se fundamentó en la legitimidad de los cabildos, considerados por un principio jurídico como depositarios de la soberanía del pueblo. No obstante, en América se percibía que el viejo orden colonial estaba debilitado y próximo a derrumbarse, lo que hacía que su futuro fuera incierto. A mediados
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dos años en los cuales, a pesar de la enorme incertidumbre y extrema confusión, los americanos se mantuvieron fieles y leales a la corona. No obstante, la crisis de la monarquía generó como resultado la reaparición del fuerte deseo de los criollos de tomar los asuntos de América en sus manos, lo que provocó violentas reacciones a favor y en contra de España que pusieron en marcha la larga guerra en América. Una guerra que se inscribe en otra y se multiplica en muchas a escala continental, todas, a su manera, en defensa de la libertad, la justicia y la independencia. Los criollos actuaron en la discordante realidad americana con la misma estrategia de la península, porque las instituciones de poder absoluto eran similares. En la mayoría de los casos, a partir de 1810, el proceso de independencia en América empezó con la sustitución de las autoridades españolas por las locales, materializado en la formación de juntas constituidas en nombre de Fernando VII. Con el colapso del sistema muchos funcionarios quedaron sin el respaldo y la legitimidad que les otorgaba la corona al nombrarlos, además, en algunos casos, se dudaba de la fidelidad de las autoridades sospechosas de formar parte del grupo de funcionarios afrancesados enemigos de Fernando y de España. En todas partes de América hubo movimientos destinados a consolidar a ciertas autoridades y a desplazar a otras, lo que puso a prueba la cohesión interna de las elites locales y regionales.
De la pugna por el control interno emergieron con toda su fuerza el peso de complejas rencillas, que enfrentaron y dividieron a los grupos locales entre si por el control político de sus respectivas regiones. Paradójicamente la reacción unitaria que de cara al imperio mostró América, se expresó en lo interno en división y desencuentro. El grado de contradicción y enfrentamiento lo determinaba, por una parte, el nivel de arraigo que las instituciones imperiales alcanzaron en cada región y, por el otro, las pretensiones de los grupos dominantes. Donde las estructuras coloniales estaban consolidadas por su antigüedad, como en los virreinatos de México y Perú, el sistema imperial mantuvo su cohesión sin sufrir cambios relevantes. Pero en las regiones donde las estructuras de control imperial eran nuevas y por tanto débiles, como las recién formadas capitanías generales de
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Venezuela y la del Río de la Plata, el caos peninsular generó consecuencias más dramáticas. Las infranqueables diferencias entre las regiones condujeron al enfrentamiento entre ellas. Muchas zonas en América no estaban subyugadas por el poder central de la metrópoli, sino por el de las propias capitales y centros de poder regional, contra las cuales, finalmente, se levantaron en nombre y en defensa de su propia independencia. Por eso algunas regiones en América anhelaban tanto separarse de España como del vecino, por lo que algunas de ellas defendieron a la metrópoli porque su opositor americano se había levantado en su contra. Por tanto, para la cabal comprensión del complejo proceso de independencia es preciso tener muy en cuenta, que la interpretación de las palabras libertad e independencia tuvieron una lectura y un uso muy diferente, bien que se formularan desde el centro de poder político o desde las regiones o subregiones enfrentadas. De aquí que se presentaran varias guerras de independencia simultáneamente: la externa contra los realistas y las internas contra los grupos urbanos con poder regional y local. El resultado de estas complejas controversias dinamitó la unidad colonial haciendo que el continente explotara en mil pedazos, que se convirtieron, que en el corto plazo, en el germen de las futuras republicas latinoamericanas.
El 19 de abril de 1810 se formó en Caracas una junta conservadora de los derechos de Fernando VII. Los miembros del cabildo de la ciudad rechazaron la pretendida autoridad de la Regencia por considerarla ilegítima, y decidieron tomar el control del poder en nombre del rey. Alegaron su derecho de establecer, tal como se había hecho en España, la formación de un gobierno provisional mientras que se erigía otro sobre bases legítimas que gobernaran todas las provincias del reino. La medida del cabildo partía de la necesidad de mantener el orden interno y de defender los intereses de la provincia, que en gran medida eran los suyos. El cabildo estaba compuesto por los criollos de Caracas, conocidos como mantuanos, que en su mayoría eran poderosos terratenientes, dueños de la mano de obra esclava y del comercio. La soberanía del pueblo recaía en ellos por un derecho proveniente de sus ancestros, representados en los primeros conquistadores
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contrario, actuaron en su nombre, bajo el juramento de lealtad al rey caído, Fernando VII. El programa criollo no contemplaba la transformación del orden colonial, sino tan solo sustituir unas autoridades por otras. Era un cambio en el esquema político que pretendía consolidar el orden social y las estructuras productivas de la monarquía. Ante la necesidad de establecer referentes de autoridad soberanas, con la legitimidad necesaria para mantener el orden interno, todos los cabildos provinciales, regionales y locales asumieron el control directo del poder. La formación de juntas iniciada en Caracas se expandió rápidamente y, al igual que en España y en América, en cada capital de provincia y de región se estableció una junta de gobierno en defensa del rey Fernando VII. El mismo 19 de abril se constituyeron juntas en el Hatillo y en La Guaira, seguidas por las de Maiquetía, Macuto, Valencia, Puerto Cabello, Cumaná, Barcelona, Cariaco, Carúpano, Rió Caribe, Margarita, Barinas, Punta de Piedra (Guiria), Guayana, Mérida, Trujillo, La Grita, Bailadores, San Antonio del Táchira y San Cristóbal. La cohesionada Capitanía General quedó dividida en tantos núcleos como grupos de poder existían. Sin embargo, era indispensable conformar un poder centralizado encargado de coordinar las acciones de defensa, garantizar el control interno y establecer relaciones con las potencias internacionales, sin cuyo apoyo la aventura criolla corría peligro. Inmediatamente el cabildo de Caracas mandó emisarios a las distintas provincias para imponer su liderazgo. También envió representantes a Curazao, Nueva Granada, Estados Unidos e Inglaterra, con la finalidad de ganarse la aceptación internacional. Además, la junta remitió una comunicación a los cabildos de todas las capitales de América, que informaba su decisión y los animaba a que actuaran de la misma manera. La pretensión de los criollos caraqueños descansaba en el predominio económico y demográfico que desde las primeras décadas del siglo XVIII alcanzó la ciudad. Además, Caracas era la sede de la Capitanía General desde 1777 y de los organismos encargados del manejo y administración de la política, de la justicia y de la economía colonial, lo que la convirtió el en punto de unión de toda Venezuela. Sin embargo, a partir del 19 de abril de 1810, la preeminencia de la capital fue desconocida
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por algunas provincias que se declararon fieles a la monarquía, por considerar que la junta recién establecida era ilegal e ilegítima. Entre las provincias de Venezuela, Coro, Maracaibo y Guayana reconocieron la autoridad de la Regencia y se opusieron abiertamente al gobierno capitalino. El desencuentro entre las provincias era producto de disputas que desde el siglo XVIII dividieron a los centros regionales. Cada ciudad ejercía su influencia sobre una zona determinada, lo que generaba disputas a la hora de definir el control político, económico y comercial de la región. La profunda crisis de la monarquía incrementó las contradicciones entre las regiones, y al momento de formar sus juntas los miembros de los cabildos de las distintas ciudades se sintieron con el derecho, la autoridad y la fortaleza suficiente para exigir individualmente mayor autonomía, libertad e independencia del control ejercido desde los centros de poder regional. Esto provocó un estado de confusión y de desorden que impulsó al gobierno caraqueño a tomar medidas de fuerza para controlar la situación, y organizaron al ejército para atacar a las provincias opuestas a sus propósitos. Con estas acciones se inició la larga y desastrosa serie de choques militares que sumergió por más de 10 años al país en un enfrentamiento civil, librado en nombre de la independencia, la autonomía y la libertad. La Junta de Caracas, a pesar de no contar con el apoyo y el acuerdo de importantes regiones, se autonombró como poder central y comenzó a mandar como gobierno autónomo. Entre las primeras medidas implementadas organizó el comercio, eliminó impuestos, reguló aranceles aduaneros y premió con una medalla grabada con el rostro de Fernando VII, a los militares que cooperaron el 19 de abril. Creó la Academia Militar de Matemáticas y la Sociedad Patriótica para la Agricultura y el Comercio, que pronto se convirtió en sede de los grupos radicales y extremistas que abogaban por la ruptura absoluta con España. La Junta de Caracas eliminó la trata y el comercio de esclavos, pero mantuvo intacta la esclavitud, una medida que revelaba las intensiones de los criollos y
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acusaba a los españoles europeos de conquistadores y tiranos, y los incriminaba de haber mantenido subyugada y oprimida por más de tres siglos a las provincias de Venezuela. La animadversión hacia los peninsulares y la idea de independizarse de ellos, aumentó en la medida en que España perdía su propia guerra de independencia. La ocupación de España por Napoleón Bonaparte parecía inevitable, lo que debilitó el poder de la monarquía y despejó el camino para la emancipación de Venezuela. Además la captura del rey y su posterior renuncia al trono, sumado a la sucesión de traiciones y conspiraciones ocurridas en el palacio, fulminó el pacto que por tres siglos mantuvo cohesionada la monarquía. Los criollos pensaron que era el momento de romper con el vínculo colonial, y establecer un sistema de gobierno fundamentado en mayores libertades económicas y derechos ciudadanos. El cambio político estuvo inspirado en la revolución francesa y en la independencia de los Estados Unidos de Norte América, alcanzada treinta y cuatro años antes. Estos dos paradigmáticos hechos evidenciaban, por una parte, la viabilidad del sistema republicano y, por otra, la posibilidad real de ponerle fin a la monarquía absoluta. Los criollos independentistas siguieron la experiencia norteamericana, pues querían instalar en Venezuela un gobierno semejante, basado en la organización federal y en los valores liberales como los principios más convenientes para conformar el nuevo modelo político del país. Sin embargo los criollos no formaban una clase homogénea sino que estaban profundamente divididos. La gran mayoría no quería una ruptura definitiva con España, ni mucho menos realizar grandes transformaciones sociales, sino simplemente buscaban un reacomodo que les otorgara mayor libertad económica y relevancia en la toma de decisiones políticas. Deseaban mantener sus privilegios de clase sin modificar el orden existente. Este sector temía que la inestabilidad aumentara y que el desorden se transformara en un conflicto social que diera lugar a una guerra de exterminio incontrolable. Además, si se desataba un conflicto armado contra España corrían el riesgo de perder su poder, sus bienes y sus fortunas. Por tanto, muchos criollos defendieron con furia la causa realista, pues si sucumbía el gobierno de la
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monarquía la desobediencia daría paso a la temida anarquía. En 1811 la guerra civil ya era un hecho inevitable, debido a una serie de insurrecciones que se iniciaron en Cumaná y continuaron en Maturín, Guayana, Los Teques y Valencia. Los partidarios de la independencia se dieron cuenta que no podían alcanzar ningún acuerdo posible con los defensores de la monarquía. Temían a sus posibles represalias y venganzas en caso que se restableciera el orden colonial. Esto los obligó a definir el conflicto, es decir, intentar polarizarlo en bandos favorables u opuestos a la independencia. Un debate que, en última instancia, se decidió en el campo de batalla, en un conflicto que destruyó al país y enfrentó a los venezolanos en una feroz guerra de exterminio. En cuanto a la declaración de la independencia la última palabra la tenía el Congreso, que en un principio vaciló en formalizar la discusión relacionada con la ruptura de las relaciones con la metrópoli. No obstante, en la sesión del 2 de julio, el Congreso inició las discusiones y se abrió un polémico debate que terminó el 5 de julio de 1811 con el acuerdo definitivo de disolver el vínculo que por 300 años los unía con España. Quedaron encargados Juan Germán Roscio y Francisco Iznardi con la misión de redactar el documento, que fue aprobado el 7 de julio, y presentado al día siguiente al Poder Ejecutivo, para la firma definitiva del acta que sentenció la independencia de Venezuela.