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España y Europa. Federico SUárez
Tipo: Apuntes
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FEDERICO SUAREZ
El último gran discurso del Papa Juan Pablo II durante su Viaje apostólico a España fue el que pronunció en la catedral de Santiago de Compostela, ante la tumba del Apóstol, el 9 de noviembre de 1982. Era Año Santo Jacobeo. Tuvo por tema a Europa, y quiso que estuvieran presentes en aquel acto representantes de organismos europeos, y de las organizaciones y de los obispos del continente. El Papa evocó «aquellos caminos que, ya desde la Edad Media, han conducido y conducen ( ... ) innumerables masas de peregrinos, atraídas por la devoción al Após- tol» (47,1). En efecto, todos los pueblos de Europa, nórdicos y meridionales, eslavos, francos y germanos; todas las clases sociales, reyes y aldeanos, santos y pecadores, nobles y comerciantes, borradas todas las diferencias por el denominador común de su carácter de peregrinos, se dieron cita en Compostela, adonde acudían a postrarse ante los restos del Apóstol
mente por devoción. Europa entera estaba en torno al sepulcro de San- tiago, «justo en los mismos siglos en los que ella se edificaba como con- tinente homogéneo y unido espiritualmente» (47,1). Señalar esta sincronización quizá fuera un cumplido por la coinci- dencia de pronunciar su discurso sobre Europa en Compostela, aunque es más probable que eligiera Compostela, precisamente por su signifi-
quiera de alta política (como el tema -Europa- parecía indicar), sino religioso, en perfecta consonancia con todo el conjunto de su visita apos- tólica. Vino a decir, en resumen, que si Europa quería volver a estar unida debía reencontrar aquello que le dio unidad: la fe cristiana. El discurso, pues, de Juan Pablo II sobre Europa fue un llamamiento a la conversión, a reasumir aquellos valores espirituales y morales a los que debió su existencia, y en los que precisamente radicó su propia identidad; los que le dieron no sólo su carácter peculiar, sino la fuerza interior capaz de crear culturas y enriquecer al mundo. Así lo reconoció,
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hace treinta años, Christopher Dawson en uno de los libros que más profundamente han tratado el tema de Europa, cuando escribió que Europa sólo podía ser comprendida, «en su desarrollo histórico, por me- dio de la cultura cristiana, pues ella constituye el centro de todo el pro- ceso, y fue bajo el signo de la Cristiandad como Europa tuvo por pri- mera vez conciencia de sí misma en cuanto comunidad de pueblos po- seedores de valores morales y objetivos espirituales coparticipados» 1: de los mismos valores morales y de los mismos objetivos espirituales.
Coincidió, en efecto, el comienzo de las peregrinaciones a Compos- tela con la formación de Europa como unidad, hasta el extremo de que el Papa pudo citar la insinuación de Goethe de que «la conciencia de Europa ha crecido peregrinando». En el siglo IX se descubrieron los restos del Apóstol, y fue entonces cuando comenzó la evangelización de Dinamarca y Suecia, y cuando los hermanos Cirilo y Metodio llevan la Buena Nueva a los eslavos; en el siglo XI comenzaron las peregrinacio- nes al sepulcro del Apóstol, y fue entonces cuando Noruega acepta el cristianismo con Olaf el Grande, cuando con San Esteban penetra to- talmente en Hungría, y cuando se establece el primer obispo propio en Islandia y en Upsala. Antes, en el siglo X, entre el descubrimiento de la tumba de Santiago y el comienzo de las peregrinaciones, habían sido Bohemia y Polonia, y antes aún, en el VII, la evangelización de los germanos por San Bonifacio, y de Inglaterra por el monje Agustín, y to- davía antes, en el V, San Patricio había iniciado en Irlanda la conver- sión de aquel pueblo a la fe. Pudo, pues, el Papa afirmar que «la historia de las naciones europeas va a la par con su evangelización; hasta el punto de que las fronteras europeas coinciden con las de la penetración del Evangelio», y lo que es más, «se debe afirmar que la identidad europea es incomprensible sin el cristianismo, y que precisamente en él se hallan aquellas raíces comunes de las que ha madurado la civilización del continente, su cul- tura, su dinamismo, su actividad, su capacidad de expansión construc-
constituye su gloria» (47,2). No es que el cristianismo, o la Iglesia, o figuras como Patricio, Agustín, Bonifacio, Adalberto, Cirilo y Metodio y tantos otros, quisieran, mediante la predicación del Evangelio, «cons- truir» Europa. Ellos sólo querían dar a conocer a Cristo, único Camino para la salvación, y por supuesto ni les preocupaba Europa ni, probable-
FEDERICO SUAREZ
de intención manifiestamente apostólica y de un tono esperanzádo en las posibilidades de resurgimiento a pesar de los obstáculos.
2. La crisis de identidad de Europa
De estos obstáculos se ocupó en segundo lugar, de lo que calificó de crisis: «no puedo silenciar el estado de crisis en el que se encuentra al asomarse al tercer milenio de la era cristiana» (47,3), una crisis que afecta tanto a la sociedad civil como a lo más íntimo y personal que hay en cada hombre, al aspecto religioso, que se manifiesta al exterior en el clima social que va creando. La crisis de Europa se observa en el plano civil por la división in- terna: «Unas fracturas innaturales privan a sus pueblos del derecho de encontrarse todos recíprocamente en un clima de amistad, y de aunar libremente sus esfuerzos y creatividad al servicio de una convivencia pacífica» (4 7 ,3 ). Pero hace ya mucho tiempo que desaparecieron aque- llos principios que permitían este tipo de convivencia. Los nacionalis- mos, que ya comenzaron a apuntar en el siglo XVI (cujus regio, ejus re- ligio) y alcanzaron su máxima fuerza en el XIX, tuvieron como conse- mencia la destrucción del ideal de universalidad, sustituido en adelante por el internacionalismo, que ya no es la variedad en la unidad, sino una relación de ingenio, astucia y habilidad por defender cada uno contra los demás sus intereses particulares, creando una tupida red de pactos y tratados, en perpetuo equilibrio inestable, que mantiene a los gobier- nos en una continua vigilancia llena de recelo. Ya no se reconoce un bien común a todos los pueblos ni, por tanto, lo que podría unir de nuevo a las naciones en un ideal compartido. Pero lo que en el terreno de las relaciones entre los pueblos es ma- lo, se hace todavía peor en la vida civil, «marcada por las consecuencias de ideologías secularizadas, que van desde la negación de Dios o la limita- dón de la libertad religiosa, a la preponderante importancia atribuida al éxito económico respecto a los valores humanos del trabajo y de la produc- ción; desde el materialismo y el hedonismo, que atacan los valores de la fa- milia prolífica y unida, los de la vida recién concebida y la tutela mo- ral de la juventud, a un nihilismo que desarma la voluntad de afrontar problemas cruciales como los de los nuevos pobres, emigrantes, minorías étnicas y religiosas, recto uso de los medios de información, mientras arma las manos del terrorismo» (47,3). Ideologías secularizadas: he ahí la raíz de la progresiva degradación de la vida civil. Paulatinamente, casi podda decirse que imperceptible y subrepticiamente, la fe se fue arrinconando en algún lugar de la can- dencia para ser sustituida por ideologías desvinculadas de toda savia sobrenatural. Claro está que para llegar a empapar la sociedad civil -y
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ESPAÑA, EUROPA Y EL CRISTIANISMO
.aun, quizá, no pequeña parte de la eclesiástica-, tales princIpIOs secula- rizados y secularizantes han necesitado de un largo proceso. Comenzó
con la Reforma y el humanismo antropocéntrico, y ésta fue la primera gran ruptura de la unidad de Europa y el primer paso hacia la desvincu- lación de lo sobrenatural; el racionalismo cartesiano fue la siguiente eta- pa en este camino de disolución, y su primera consecuencia fue lo que Paul Hazard llamó «crisis de la conciencia europea». Luego vino la .crisis política con la Revolución francesa, que asienta el reinado de los ideólogos políticos y exacerba los nacionalismos; finalmente, la crisis recorre sus últimos estadios y alcanza a la sociedad (revolución de 1848) y a la misma existencia con las doctrinas del existencialismo ateo que -duda, o niega, que la vida del hombre tenga algún sentido. Esta desvinculación del pensamiento, este apartarse de la fe cristia- na, de la Revelación, lleva, como una consecuencia natural, a un género de vida disolvente. Si no se reconocen valores espirituales, si no se ad- mite, o si se prescinde simplemente, de Dios, en el que se enraíza cual- quier valor espiritual (si es que tiene que tener algún sentido), si se niega o se borra toda referencia a una vida ultramundana, precedida por un dar cuenta cada uno del uso que ha hecho de su existencia; en una palabra, si se miran las cosas sólo del lado de acá de la muerte, en- tonces el materialismo y el hedonismo, todo exceso y cualquier acción -está justificada. «Comamos y bebamos que mañana moriremos»: he aquí, en resumen, la vida del hombre reducida a pura animalidad si desapare- ce Dios (con todo lo que su existencia lleva consigo) de su horizonte. He aquí, también, la razón de que se esté intentando construir un mun- do en el que el hombre -no Dios- decide cuál es la naturaleza de las cosas: es el hombre quien decide, quien decreta cuándo comienza la vida, cuál es la esencia del matrimonio, cuáles son sus fines, qué es lo que se puede hacer y qué lo que está prohibido, qué es lo bueno y qué -es lo malo. Todo esto, y otras muchas cosas, están significadas en la ne- gación de Dios y en las expresiones «materialismo» y «hedonismo». Por lo que respecta al aspecto religioso, raíz de cualquier otra ma- nifestación (pues de la relación del hombre con Dios depende la orien- tación que dé a su vida), también Europa está dividida; pero no tanto, «ni principalmente» --dijo el Papa- «por razón de las divisiones suce- -didas a través de los siglos» como por otra causa que consideró de ma- yor actualidad y quizá de mayor peso todavía: «la defección de bauti- zados y creyentes de las razones profundas de su fe y del rigor doctri- nal y moral de esa visión cristiana de la vida», de esa fe y esa visión que «garantiza equilibrio a las personas y comunidades» (47,3). La Reforma escindió la cristiandad, y el humanismo antropocéntri- 'Co rompió la unidad esencial del pensamiento que hasta entonces exis- tía, y ambos acontecimientos, Reforma y Renacimiento antropocéntri- 'co, rompieron con la Tradición para comenzar -en su intención, al
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versal, desde Santiago, te lanzo, VleJa Europa, un grito lleno de amor:
raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu his- toria y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad ... (47,4). Fue, finalmente, un grito de esperanza, más aún, de confianza en las posibilidades de Europa para rehacerse. Sirviéndose de un célebre pasaje del Evangelio, el Papa, en su interpelación a Europa, le recor- daba: «tú puedes ser todavía faro de civilización y estímulo para el progreso del mundo. Los demás continentes te miran y esperan tam-
aun más; puede, de nuevo, orientar la cultura de modo que sea ins- trumento de civilización, no fermento de descomposición. Europa pue- de, pero ¿desde dónde? ¿con qué recursos?
Cuando Juan Pablo 11, hijo de la naClon polaca, sucesor de Pedro, Obispo de Roma, Pastor de la Iglesia universal, hizo su llamamiento a Europa, apeló a sus orígenes, a su identidad, a sus raíces, a los va-
Europa puede efectivamente encontrarse a sí misma, pero con una condición: que rectifique los errores que la han conducido a un estado próximo a la desintegración y la han relegado a un estado de postración e inoperancia jamás alcanzado. Europa puede volver a ser una «con el debido respeto a todas sus diferencias, incluidas las de los diversos sistemas políticos». «Si vuelve a pensar en la vida social con el vigor que tienen algunas afirmaciones de principio como las contenidas en la Declaración Uni- versal de los Derechos del Hombre, en la Declaración Europea de los Derechos del Hombre, en el Acta final de la Conferencia para la Se- guridad y la Cooperación de Europa; si Europa vuelve a actuar, en la vida específicamente religiosa, con el debido conocimiento y respeto a Dios, en el que se basa todo derecho y toda justicia; si Europa abre nuevamente las puertas a Cristo y no tiene miedo de abrir a su poder salvífico los confines de los Estados, los sistemas económicos y políti- cos, los vastos campos de la cultura, de la civilización y del desarro-
mor, antes bien se abrirá a un nuevo período de vida, tanto interior como exterior, benéfico y determinante para el mundo, amenazado constantemente por las nubes de la guerra y por un posible ciclón de holocausto atómico» (47,5).
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FEDERICO SU AREZ
Recuperar de nuevo la verdad, acoger de nuevo a Cristo, abrirle las. puertas de la cultura, de la economía, de la política. Legislar de nuevo con el conocimiento y respeto a Dios, «en el que se basa todo el dere- cho y toda la justicia». Si no hay un fundamento objetivo, indepen- diente de la voluntad de los hombres, el derecho no existe, pues no puede llamarse derecho a lo que decida el legislador o el que tiene el poder y la fuerza. Si no hay una norma objetiva, independiente de la voluntad de los hombres, que mida las acciones, y con arreglo a la cual algo pueda declararse justo o injusto, entonces no hay justicia, porque hasta las leyes, para que lo sean (y por tanto, tengan el poder de obli- gar) tienen que ser justas, es decir, de acuerdo con una ley superior de la cual reciba su bondad y su legitimidad (que es algo más que una mera legalidad). Nadie, ni nada, puede sobrevivir si pierde su identidad, es decir, si deja de ser lo que es. Si Europa es una comunidad de pueblos cuya unidad le viene dada por una cultura, una tradición y unos valores na- cidos de la fe cristiana, sólo volviendo a sus orígenes, avivando sus raíces, reviviendo los valores que le hicreon gloriosa y benéfica, en una palabra, recuperando su identidad, siendo, de nuevo, ella misma, podrá sobrevivir. La decadencia de Europa, iniciada con el desgarrón que sufrió en el siglo XVI (y del que todavía no se ha recuperado), ha llegado en nuestros días a extremos peligrosos. La fe en la Revela- ción ha sido sustituida por la fe en sistemas ideológicos, y hasta hubo un tiempo, a fines del XVIII y principios del XIX, en el que se pen- só que el cristianismo era una religión a extinguir, que su ciclo histó- rico se había cumplido, y que una nueva religión iba a ocupar su pues- to para informar la nueva época que nacía entonces, del mismo modo que el cristianismo informó la época que nació de las ruinas del Im- perio Romano. El resultado sólo fue una aceleración en el proceso de disolución de Europa, tan pronto estas ideas comenzaron a abrirse pa- so al ser adoptadas por quienes podían influir en los pueblos. Quizá por esto quiso el Papa que estuviera presente en Composte- la una representación de obispos del continente: pues si la recupera- ción de Europa debe ser una consecuencia de su unidad, y ésta, a su vez, resultado de avivar la raíz de la que proviene, esto es, de la fe cristiana, evidentemente es la Iglesia, y en concreto quienes tienen la responsabilidad de las iglesias locales de los distintos países europeos, quienes deben recristianizar (si se puede expresar así) las inteligencias mediante la enseñanza de las verdades de la fe y confortar las volun- tades para que, de nuevo, abracen los valores que hicieron de Europa un faro de luz. Pues sólo si edifica sobre la verdad, que es Cristo, puede haber garantía de acierto y perdurabilidad. Si, como recordó el Papa, la causa de la división religiosa de Europa está menos en las grietas que se abrieron a través de los siglos que en «la defección de
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