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Jsoef Pieper, 1952. En el libro "Sólo quien ama canta".
Tipo: Monografías, Ensayos
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Josef Pieper La facultad del hombre de ver está en declive. Aquellos que se ocupan actualmente de la cultura y la educación constatan este hecho una y otra vez. No nos referimos aquí, evidentemente, a la sensibilidad fisiológica del ojo humano. Nos referimos a la capacidad espiritual de percibir la realidad visible tal y como es en realidad. Con toda seguridad, ningún ser humano ha visto nunca todo aquello que es visible a sus ojos. El mundo, incluyendo su aspecto tangible, es insondable. ¡Quién podrá percibir alguna vez las infinitas formas y matices de una sola ola, al tiempo que crece y refluye de nuevo en el océano! Y sin embargo sí podemos afirmar que existen diversos niveles de percepción. Descender por debajo de un cierto límite pondría en peligro, de forma evidente, la integridad del hombre como ser espiritual. Parece ser, sin embargo, que en nuestros días hemos llegado a este límite. Estoy escribiendo esto mientras regreso de Canadá, a bordo de un barco que navega desde Nueva York a Róterdam. La mayoría de los pasajeros han pasado un tiempo considerable en los Estados Unidos, muchos de ellos con un único objetivo: visitar y ver el Nuevo Mundo con sus propios ojos. Con sus propios ojos : aquí reside la dificultad. Durante las conversaciones en la cubierta del barco y a la mesa del comedor me ha sorprendido escuchar, una y otra vez, afirmaciones que tienen casi siempre un carácter bastante vago, así como juicios que son sencillamente lugares comunes de las guías de viaje. Pero resulta que prácticamente nadie se ha dado cuenta de esas pequeñas señales frecuentes en las calles de Nueva York que indican refugios nucleares públicos. Y al visitar la Universidad de Nueva York, ¡¿quién se ha dado cuenta de esas mesas de ajedrez labradas en piedra enfrente de ella, ubicadas en Washington Square por la administración municipal, que se muestra así atenta a los aficionados al ajedrez italianos que residen en esa zona?! En el comedor me he referido también a esas magníficas criaturas marinas fluorescentes que afloran a centenares a la superficie, en la estela de proa de nuestro barco. Al día siguiente se mencionó casualmente que «la última noche no había nada que ver». Efectivamente, dado que nadie tuvo la paciencia de dejar que los ojos se adaptaran a la oscuridad. Repitámoslo, por tanto: la facultad humana de ver está en declive. Podríamos señalar sin duda algunas de las causas de este declive: la agitación y el estrés del hombre moderno, denunciados ya más que suficientemente, o su esclavitud y total absorción por propósitos y objetivos prácticos. Aunque tampoco se debe pasar por alto otra razón: el hombre corriente de nuestro tiempo pierde la facultad de ver dado que ¡hay demasiado que ver!
Existe de hecho algo así como un «ruido visual» que, al igual que su equivalente acústico, hace imposible una percepción clara. Podríamos suponer tal vez que los televidentes, los lectores de prensa amarilla y los espectadores de cine ejercitan y agudizan su visión. Pero en realidad sucede todo lo contrario. Los antiguos sabios sabían exactamente por qué llamaban «destructora» a la «concupiscencia de los ojos». En nuestra época, difícilmente podremos pretender recuperar la mirada interior del hombre a menos que, en primer lugar, estemos firmemente decididos a excluir pura y simplemente de nuestro ámbito vital todas aquellas visiones vanas y artificiosas, si bien cosquilleantes, generadas de forma incesante por la industria del entretenimiento. Tal vez se podría objetar: es cierto, nuestra capacidad de ver ha disminuido, pero esta pérdida es sencillamente el precio que todas las civilizaciones avanzadas deben pagar. Sin duda hemos perdido el agudo sentido del olfato que poseían los indios americanos, pero tampoco lo necesitamos ya desde que tenemos prismáticos, brújula y radar. Pero insisto: en este proceso evidentemente continuo existe un límite por debajo del cual estaría amenazada la propia naturaleza humana, puesto que se pone directamente en peligro la integridad misma de nuestra existencia como hombres. Por tanto, dicho peligro no puede evitarse, en última instancia, tan solo con tecnología. Lo que en realidad está en juego aquí es lo siguiente: ¿es posible evitar que el hombre se convierta en un consumidor totalmente pasivo de artículos producidos en masa, en un discípulo dócil y sumiso frente a cualesquiera eslóganes pregonados por los dirigentes y los poderosos de nuestra sociedad? Esta es en realidad la cuestión: ¿cómo puede el hombre preservar, salvaguardar el fundamento de su dimensión espiritual, así como una relación sana con la realidad? Efectivamente, la capacidad de percibir el mundo visible «con nuestros propios ojos» es un constituyente esencial de nuestra naturaleza humana. De lo que se trata aquí, por tanto, es nada menos que de la riqueza interior fundamental del hombre, o bien, en caso de prevalecer la amenaza, de su pobreza interior más abyecta. ¿Y por qué? Porque ver las cosas es precisamente el primer paso hacia aquella aprehensión intelectual básica y primordial de la realidad, la cual constituye la esencia del hombre como ser espiritual. Soy consciente de que hay realidades que podemos llegar a conocer tan solo «escuchando». Sin embargo, sigue siendo cierto que tan solo a través de la mirada, tan solo viendo efectivamente con nuestros propios ojos , se establecen las bases de nuestra propia autonomía interna. Aquellos que no están ya capacitados para ver la realidad con sus propios ojos son igualmente incapaces de escuchar de forma correcta. Y es precisamente el hombre empobrecido de este modo aquel que sucumbe inevitablemente a los conjuros demagógicos de los poderosos de turno, convirtiéndose en su víctima. «Inevitablemente», dado que tal persona está privada por completo incluso de la posibilidad de mantener una distancia crítica (y aquí podemos advertir la relevancia política inmediata del asunto que estamos tratando).