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Ensayo sobre el libro Una habitación propia, Resúmenes de Comunicación

Este doctor es sobre un ensayo acerca del libro Una habitación propia de Virginia Woolf

Tipo: Resúmenes

2023/2024

Subido el 02/12/2024

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Virginia Woolf

Una

habitación

propia

V i r g i n i a W o o l f

Una biblioteca propia


Desde sus inicios el sueño de esta colección es hacer llegar los libros a los hogares para ser leídos en familia y para que en cada una de las casas se tenga al menos un libro físico. Con el tiempo nos hemos dado cuenta de que los libros circulan en los barrios y en los colegios, donde se forman clubes de lectura alrededor suyo, se prestan entre vecinos y amigos, y son la base para que muchas personas empiecen a formar sus propias bibliotecas o las crezcan con el nuevo título que se publica cada año en la Biblioteca Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín. El propósito también es que esas lecturas colectivas les permitan explorar temas diferentes, viajar en el tiempo y la distancia, soñar y entretenerse. Cada título ha sido seleccionado pensando en la familia. Hemos querido dar prioridad a los niños y jóvenes buscando historias y autores diferentes: Collodi con Pinocho ; Kipling con Los cuentos como son; Gabriela Mistral con Y te lleva como el viento , y Johanna Spyri con Heidi. Este año lo hemos dedicado a las mujeres y queremos que las familias cuenten con un ejem- plar en su biblioteca de Una habitación propia de Virginia Woolf. Este libro es una apología a la independencia económica, social e intelectual de las mujeres, a las que por muchos años se les negó, y en algunos lugares se les sigue negando, el acceso a la educación. La misma Virginia Woolf cuenta lo que le sucedió

U N A H A B I T A C I Ó N P R O P I A V i r g i n i a W o o l f

Una habitación para cada mujer


Al escribir el ensayo Una habitación propia , Virginia Woolf estaba trazando los planos de una idea sobre la que muchas mujeres edificarían la conciencia de sí mismas, a la hora de narrar y narrarse. La puedo imaginar en su frustración desa- fiando las prohibiciones de la época queriendo entrar sola a una biblioteca, en busca de las palabras para señalar eso que todavía nos sigue pesando en la boca del estómago: la subor- dinación de las mujeres. Es absurdo lo actual que sigue siendo este ensayo, cuando estamos a casi cien años de que aquella mujer deci- diera enarbolar sus preguntas. Diríamos hoy que “afortunada y bendecida” gracias a una herencia pudo detenerse a pensar, disertar y construir las conferencias, que se convirtieron en el reclamo para toda mujer que desea habitar una vida crea- tiva, tener una habitación propia y 500 libras al año. Con la encomienda de escribir sobre mujeres y ficción, Virginia lleva a quien se aventura en las páginas de este ensayo, a través de relatos que ejemplifican situaciones de las mujeres de su tiempo y el impacto que sobre ellas tienen las representaciones culturales. A lo largo de estas no se limita a hacer una revisión particular de las novelistas de su época, decide extender la mirada hacia las condiciones de vida que las rodean que son un aspecto estructural y común a todas.

al intentar entrar a una biblioteca de Oxbridge: la devuelven de la puerta y le dicen que no se admiten señoras salvo si están acompañadas o tienen una carta de presentación. Para hacer posible esta aventura invitamos cada año a una editorial independiente de la ciudad que ponga su impronta a la magia que respira cada libro seleccionado. Este año traba- jamos con Frailejón Editores y con la ilustradora Laura Pérez Álvarez. Adicionalmente la Secretaría de Cultura Ciudadana de Medellín otorgó una beca de estímulos a la traducción de esta publicación mediante una convocatoria que ganó Jorge Gómez Duque, lo que garantiza un lenguaje más cercano a nuestra manera de hablar en Colombia. Queremos que este libro ruede, vuele, se comparta, se lea y disfrute; que llegue a sus manos por azar o porque usted lo ha buscado.

Ana Piedad Jaramillo Directora de los Eventos del Libro de Medellín

Una

habitación

propia

Virginia Woolf

Woolf recomienda escribir sobre todo tipo de cosas, aunque parezcan banales, porque se trata de construir una genealogía de las mujeres. Exalta que la historia ha sido una narrativa de línea masculina con un mundo ampliamente descrito desde la experiencia de los hombres y la solución a esto es que las mujeres empiecen a plasmar la suya. Esa tarea va en camino, pero aun nos falta. De ahí la importancia de la reedición de este ensayo, pues lo que permite es contar una versión del mundo desde la mirada de las mujeres y este es el corazón de la brecha. Las cosas de la cotidianidad que ellas habitan suelen desaparecer y no están enunciadas como hitos en la cultura, por eso su versión de la historia es la joya que brilla en el fondo de esta habitación y esa tranquilidad financiera opera como un sui- che para encender su vida creativa. Quienes tenemos la fortuna de acercarnos a este ensayo somos una audiencia a través del tiempo, que reclama y aviva esa genealogía de la que hablaba Virginia Woolf en 1929 cuando lo publicó por primera vez. Soñaba con una rebelión intelectual, un anhelado entrenamiento cultural para darle oportunidad a la creación de las mujeres. Por fortuna hoy podemos decir que son muchas las que ya transitan este camino, sin embargo, en el ecosistema literario aún quedan numerosas barreras por derri- bar, brechas que reducir y mucho patriarcado por transformar.

Adela Ortega Mediadora cultural y promotora de lectura

V i r g i n i a W o o l f

Capítulo uno 1


1 Este ensayo está basado en dos conferencias leídas en octubre de 1928 ante dos clubes estudiantiles de arte y literatura en la Uni- versidad de Cambridge: Arts Society en la Facultad de Newnham y ODTAA (One Damn Thing After Another) en la Facultad de Girton. Los artículos eran muy largos para leerlos en su totalidad y, desde entonces, se han modificado y extendido.

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a alguien que no existe en realidad. En medio de las mentiras que pronunciarán mis labios, tal vez haya algo de verdad; les corresponde a ustedes encontrar esa verdad y decidir si vale la pena conservar algo de ella. De lo contrario, pueden, por supuesto, tirar todo esto a la basura y olvidarlo.

Estaba yo (llámenme Mary Beton, Mary Seton, Mary Carmi- chael o por el nombre que prefieran; no es importante) sen- tada a la orilla de un río hace una o dos semanas disfrutando el agradable clima de octubre, perdida en mis pensamientos. Esa cadena de la que les he hablado, las mujeres y la ficción, la necesidad de llegar a alguna conclusión sobre un tema que suscita todo tipo de prejuicios y pasiones, me doblegaba hasta el suelo. A derecha e izquierda, algunos arbustos dorados y carmesíes refulgían y hasta parecían arder como el fuego. En la otra orilla, los sauces, con su larga melena, dejaban oír su perpetuo lamento. El río reflejaba a su antojo partes de cielo, de puente, de árbol ardiente, y después de que el universitario atravesara esos reflejos con su bote de remos, estos se recons- truían como si nunca hubiera pasado nada. Allá una podría pasarse el día y la noche sumida en sus pensamientos. El pen- samiento —para llamarlo con un nombre más digno del que merecía— había dejado caer su sedal a la corriente. Iba minuto a minuto de aquí para allá entre los reflejos y la hierba, flo- tando y dejándose hundir por el agua, hasta que sentí el suave tirón de una idea que de repente se enmarañaba al extremo del sedal. Entonces la halé con cautela y la examiné con cui- dado. Ahí tirada en la hierba, qué pequeña e insignificante era esa idea mía: un pececito que algún pescador bondadoso

repisa de la chimenea. Lo único que podría hacer sería dar- les mi opinión sobre un asunto menor: una mujer debe tener dinero y una habitación propia si va a dedicarse a escribir fic- ción, lo cual, como podrán darse cuenta, deja sin resolver el asunto de la verdadera naturaleza de la mujer y la verdadera naturaleza de la ficción. He eludido, pues, el deber de llegar a una conclusión sobre estos dos temas; a mi parecer, las muje- res y la ficción siguen siendo cuestiones no resueltas. Enton- ces para compensarlas voy a hacer lo posible por mostrarles cómo me formé esta opinión sobre la habitación y el dinero. Voy a desenrollar para ustedes, lo más completa y libremente posible, el hilo que me condujo a ese pensamiento. Quizás si develo las ideas y los prejuicios que hay detrás de esa afir- mación, se darán cuenta de que tienen algo de relación con las mujeres y la ficción. En todo caso, cuando un tema es controversial —y cualquier asunto sobre el sexo lo es—, no se puede pretender tener la razón; tan solo se puede mostrar cómo se llegó a la opinión que se tiene y brindarle al público la oportunidad de que saque sus propias conclusiones sin que ignore las limitaciones, los prejuicios y las idiosincrasias de la oradora. En este caso, es probable que la ficción contenga más verdad que la realidad. Por eso les propongo, aprovechando todas las libertades y licencias que tiene una novelista, con- tarles la historia de los dos días que precedieron a esta visita: cómo, agobiada por el peso del tema que me pusieron sobre los hombros, lo analicé con cuidado y lo entrelacé con mi vida cotidiana. Sobra decir que lo que voy a describir no existe: Oxbridge es un invento, lo mismo que Fernham. Hablo en pri- mera persona simplemente porque es práctico para referirme

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si el espíritu de la paz mora en alguna parte es en las plazo- letas y los patios de Oxbridge en una agradable mañana de octubre. Al caminar por esos edificios universitarios y atra- vesar aquellos corredores antiguos, la aspereza del presente parecía suavizarse. El cuerpo parecía estar protegido por una milagrosa vitrina de cristal a través de la cual no penetraba el sonido, y la mente, liberada de cualquier contacto con la realidad (a menos que una volviera a invadir el césped), tenía la libertad de detenerse en cualquier reflexión que armoni- zara con el momento. Por casualidad, un recuerdo aislado de un antiguo ensayo sobre una visita a Oxbridge en unas vacaciones de verano me hizo pensar en Charles Lamb —o «Saint Charles» como dijo Thackeray, llevándose a la frente una carta de Lamb—. Efectivamente, entre todos los muer- tos (les cuento mis pensamientos como se me vinieron a la cabeza), Lamb es uno de los más simpáticos, uno a quien me habría gustado preguntarle cómo escribió sus ensayos. Es que sus ensayos son superiores incluso a los de Max Beer- bohm —pensé— con toda su perfección, gracias a ese destello salvaje de imaginación, esa grieta luminosa de genialidad que los deja deformados e imperfectos, pero estrellados de poesía. Lamb debió haber llegado a Oxbridge hace unos cien años. Desde luego, escribió un ensayo, cuyo nombre se me escapa, sobre el manuscrito de uno de los poemas de Milton — Lycidas tal vez— que encontró aquí. Lamb describió cómo lo impactó pensar en la posibilidad de que cualquier palabra en Lycidas pudo haber sido diferente de lo que terminó siendo. Pensar que Milton cambiara las palabras de ese poema le parecía una especie de sacrilegio. Esto me llevó a recordar

devuelve al agua para que crezca y algún día valga la pena freírlo y comérselo. No las voy a importunar ahora con esa idea, aunque si se fijan bien, es posible que la descubran uste- des mismas en el transcurso de mi exposición. Sin embargo, sin importar qué tan pequeña fuera, tenía las propiedades misteriosas de su clase. De nuevo en la mente, se tornó fascinante e interesante y a medida que saltaba, se sumergía y aparecía por aquí y por allá, propició tal agitación y tal tumulto de ideas que fue imposible quedarme quieta. Así fue como terminé caminando deprisa por un terreno cubierto de hierba. Al instante, la figura de un hombre se puso de pie para interceptarme. Al principio, no me di cuenta de que los gestos de un objeto de apariencia extraña —con chaqué y camisa de etiqueta y cuyo rostro expresaba horror e indigna- ción— estuvieran dirigidos a mí. Me valí más del instinto que de la razón: él era bedel; yo, una mujer. Aquí estaba el cés- ped; allá, el sendero. Solamente a los profesores y estudiantes se les permitía permanecer aquí; el camino de gravilla era mi lugar. Tales pensamientos fueron obra de un momento. Cuando retomé el sendero, el bedel bajó los brazos y su rostro recuperó el sosiego habitual. Aunque es mejor caminar por el césped que por la gravilla, el daño no era significativo. De lo único que podría acusar a los profesores y estudiantes de la facultad (cualquiera que sea) es de haber ahuyentado mi pececito por querer proteger el engramado que han pisado durante trescientos años. Ya no podía recordar la idea que me había llevado a invadir tan descaradamente aquella propiedad privada. El espíritu de la paz descendía como una nube del cielo, porque

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himnos y eruditos vinieran a enseñar; se donaban tierras y se pagaban diezmos. Cuando terminó la edad de la fe y empezó la edad de la razón, seguía fluyendo el mismo caudal de oro y plata; se otorgaron becas y se patrocinaron cátedras, solo que el oro y la plata no brotaban ahora de las arcas reales sino de los cofres de comerciantes y productores, de las bolsas de hombres que habían amasado, digamos, una fortuna gracias a la industria, y devolvían, según sus testamentos, una parte cuantiosa de ella para financiar más cupos, más cátedras y más fundaciones en la universidad donde habían aprendido su oficio. De ahí surgían las bibliotecas y los laboratorios, los observatorios, los espléndidos equipos de costosos y delicados instrumentos que ahora se ponen en estantes de vidrio, donde siglos atrás prosperaba la maleza y se revolcaban los cerdos. Sin duda —cavilaba mientras me paseaba por la plazoleta—, los cimientos de oro y plata parecían bien profundos y el pavi- mento se extendía firme sobre la maleza. Hombres con ban- dejas sobre la cabeza iban afanados de escalera en escalera. En las ventanas había materas donde se abrían flores llamati- vas. En los salones resonaban los acordes del gramófono. Era imposible no reflexionar… Sin embargo, toda reflexión quedó interrumpida por el sonido del reloj; era la hora del almuerzo. Es curioso que los novelistas tengan la costumbre de hacernos creer que los almuerzos son siempre memorables por algo muy ingenioso que dijeron o algo muy sabio que hicieron, pero rara vez describen lo que comieron. Es parte de la tradición literaria no mencionar la sopa, el salmón y el pavo, como si la sopa, el salmón y el pavo no tuvieran ninguna importancia, como si nadie nunca se fumara un cigarrillo o

historias de viejos decanos y catedráticos (decían que, tan pronto escuchaba un silbido, el viejo profesor *** corría des- bocado), pero la venerable congregación se había entrado antes de que yo reuniera la valentía para silbar. Quedaba el exterior de la capilla. Como saben, sus altos domos y pinácu- los pueden verse —como un velero que siempre navega, pero nunca llega— iluminados de noche, a kilómetros de distancia, a través de las colinas. Podríamos suponer que hace tiempo esta plazoleta, con su césped al ras, sus construcciones des- comunales y la capilla misma habían sido un pantano, donde prosperaba la maleza y se revolcaban los cerdos. Con seguri- dad, manadas de caballos y bueyes —pensé— arrastraron la piedra en carretas desde condados lejanos; luego, trabajado- res incansables estabilizaron en orden, uno encima del otro, los bloques grises que me servían ahora de sombra; después, los artistas trajeron sus vidrios pintados para las ventanas y, finalmente, los albañiles construyeron el techo con estuco y cemento, espátula y palustre durante siglos. Todos los sába- dos, alguien debió haber derramado oro y plata de una bolsa de cuero en sus antiguas manos porque lo más seguro es que en la noche iban a tomar cerveza y jugar bolos. Un torrente interminable de oro y plata —pensé— debió haber manado perpetuamente en esta zona para seguir trayendo la piedra y pagarles a los albañiles para que nivelaran, zanjaran, cava- ran y drenaran. En ese entonces estaban en la edad de la fe; el dinero se gastaba con generosidad para construir bien los cimientos de estos muros de piedra. Cuando se levantaron los muros, reyes, reinas y grandes nobles hacían llover todavía más dinero de sus arcas para garantizar que aquí se cantaran

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cuando, mientras encendemos un buen cigarrillo, nos hun- dimos entre los cojines de un mueble al lado de la ventana. Si por casualidad hubiera tenido a la mano un cenicero; si a falta de él no hubiera tenido que sacudir la ceniza por la ventana; si las cosas hubieran sido un poco diferentes de como terminaron siendo, me imagino que no habría visto yo un gato sin cola. La visión de ese animal abrupto y truncado caminando sin hacer ruido por el patio me cambió, por un golpe de suerte de la inteligencia subconsciente, la luz emo- cional. Fue como si alguien hubiera dejado caer una sombra. Quizás el excelente vino del Rin iba perdiendo su efecto. Desde luego, cuando observaba el gato manx detenerse en medio del pasto como si también cuestionara el universo, parecía que algo faltara; parecía que algo era diferente, pero ¿qué faltaba o qué había cambiado? —me preguntaba, mientras escuchaba la conversación—. Para responder a esa pregunta, tuve que pensarme fuera del salón, retroceder en el pasado, incluso antes de la guerra, e imaginarme la dinámica de otro almuerzo organizado en salones no muy distantes de estos, pero diferentes. Todo era diferente. Los invitados, que eran muchos, jóvenes y de ambos sexos, con- tinuaban mientras tanto la conversación, la cual transcu- rría de mil maravillas, plácida, libre y entretenidamente. A medida que la charla avanzaba, la contrasté con el trasfondo de esa otra conversación, y al compararlas tuve la certeza de que una era la descendiente, la legítima heredera de la otra. Nada había cambiado, nada era diferente, salvo que… Aquí escuché con atención no todo lo que decían, pero sí el murmullo o la corriente que había detrás. Sí, era eso, ese era

se tomara una copa de vino. Sin embargo, yo me tomaré la libertad de contarles que en esta ocasión el almuerzo empezó con lenguado, servido en plato hondo, bañado, a elección del cocinero de la facultad, en una blanquísima crema, salvo por el toque de pintas cafés aquí y allá como las de los costados de una cierva. Después, llegaron las perdices, pero si se ima- ginan un plato con un par de pájaros marrones pelados, están equivocadas. Las perdices, muchas y variadas, iban acom- pañadas de todo un séquito de salsas y ensaladas, picantes y dulces, cada una en su orden; las papas, delgadas como monedas, pero no muy duras; las coles de Bruselas, frondosas como capullos de rosas, pero más suculentas. En cuanto nos hartamos del asado y su comitiva, el mesero, silencioso — quien quizás era el mismo bedel mostrándose más apacible—, puso ante nosotros, adornado en servilletas, un postre, todo azúcar, que surgía de las olas; llamarlo pudín y así asociarlo con arroz o tapioca sería un insulto. Mientras tanto, las copas de vino habían adoptado tonalidades amarillas y carmesíes; se habían vaciado; se habían vuelto a llenar. Así, poco a poco, se había iluminado —en el centro de la columna vertebral, que es la sede del alma— no esa difícil lucecita eléctrica que llamamos brillantez, que se prende y se apaga en nuestros labios, sino el más profundo, sutil y subterráneo resplandor que es la rica llama amarilla de la interacción racional. No hay necesidad de apurarse ni de brillar ni de ser más que uno mismo. Todos vamos al cielo y Antón van Dick nos acom- paña. En otras palabras, qué buena parecía la vida, qué dulces sus recompensas, qué trivial este resentimiento o aquel agra- vio, qué admirable la amistad y la compañía de los nuestros,

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sentimiento que en realidad se está fabricando y arrancando de nosotros en el momento. De entrada, no lo reconocemos; por algún motivo, le tememos con frecuencia; lo observa- mos con interés y lo comparamos celosa y sospechosamente con el viejo sentimiento que conocíamos. Ahí radica la difi- cultad de la poesía moderna, y es por esa dificultad que una no logra recordar más de dos líneas consecutivas de ningún buen poeta moderno. Por esta razón —de que mi memoria me falló—, el argumento flaqueó a falta de material. ¿Pero por qué —seguía preguntándome, mientras me dirigía hacia Headingley— dejamos de tararear en susurros en los almuer- zos? ¿Por qué Alfred dejó de cantar

Ya viene ella, paloma mía, amada mía?

¿Por qué Christina dejó de responder

Más alegre que todos está mi corazón porque ha llegado mi amor?

¿Podríamos culpar a la guerra? Cuando se dispararon las armas en ese agosto de 1914, ¿los rostros de hombres y muje- res se tornaron tan vulgares a los ojos de los demás que se mató el romance? Sin duda, fue impresionante (en particular, para las mujeres con sus ilusiones de educación y demás) ver los rostros de nuestros dirigentes a la luz del fuego de artille- ría. Se veían tan feos —alemanes, ingleses, franceses—, tan estúpidos. Sin importar dónde se echa la culpa o a quién se le echa, la ilusión que inspiró a Tennyson y a Christina Rossetti

nos queda en la mente y nos hace avanzar a su ritmo por el camino. Esas palabras,

Cayó una lágrima espléndida de la pasionaria que adorna la reja. Ya viene ella, paloma mía, amada mía […],

bailaban en mis venas mientras caminaba de prisa hacia Headingley; luego, cerca de una presa que agitaba las aguas, cambié de ritmo y canté:

Mi corazón es como un pájaro cantor que anida en un retoño recién regado. Mi corazón es como un manzano […]

¡Qué poetas! —exclamé, como se exclama al anoche- cer— ¡qué poetas eran! En una especie de celos, supongo, por nuestra propia época —si bien estas comparaciones son tontas y absurdas—, me pregunté si honestamente se podrían nombrar dos poetas que sean hoy tan grandes como Tennyson y Christina Rosse- tti lo fueron entonces. Por supuesto que es imposible compa- rarlos —pensé, mientras miraba esas aguas espumosas—. El motivo preciso por el que esa poesía provoca tal abandono, tal éxtasis, es que celebra algún sentimiento que solíamos tener (en almuerzos antes de la guerra tal vez), de manera que respondemos con facilidad y familiaridad sin tener que verificar el sentimiento o compararlo con alguno que ten- gamos ahora. Por el contrario, los poetas vivos expresan un

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Mi corazón es como un pájaro cantor que anida en un retoño recién regado. Mi corazón es como un manzano de gruesos frutos que arquean las ramas.

Quizás las palabras de Christina Rossetti eran en parte responsables del disparatado capricho —porque no era más que un capricho por supuesto— de que la lila sacudía sus flores sobre los muros del jardín, de que las mariposas limo- neras volaban con rapidez por todas partes, de que había polvo de polen en el aire. Soplaba un viento, no sé de cuál esquina, pero levantaba las hojas a medio crecer dejando un destello plateado en el aire. Era el momento entre las luces cuando los colores se intensifican y los morados y dorados arden en los cristales de las ventanas como el latido de un corazón emocionado, cuando por alguna razón se revela la belleza del mundo y, ya pronta a perecer… (Aquí me metí en el jardín porque alguien imprudente había dejado la puerta abierta y parecía no haber bedeles alrededor). Entonces la belleza del mundo que está tan pronta a desaparecer tiene dos aristas, una de alegría y otra de angustia, que cortan el corazón en dos. Los jardines de Fernham se extendían ante mí en el crepúsculo primaveral, salvajes y abiertos, y en el pasto alto, dispersos y dispuestos sin cuidado, había narcisos y jacintos silvestres, los cuales probablemente no tuvieron un orden ni siquiera en los mejores tiempos y ahora se sacudían con el viento y se balanceaban como queriéndose arrancar del suelo. Las ventanas del edificio, curvadas como las de los barcos, entre generosas olas de ladrillo rojo, cambiaban

a cantar con tanta pasión por la llegada de sus amados es mucho más escasa ahora que entonces. Nos queda leer, mirar, escuchar, recordar. A fin de cuentas, ¿por qué «culpa»? Si era una ilusión, ¿por qué no elogiar la catástrofe —la que hubiera sido— que destruyó la ilusión y en lugar de ella estableció la verdad? Porque la verdad… Esos puntos suspensivos mar- can el lugar donde, en busca de la verdad, me pasé del giro hacia Fernham. Sí, de hecho, ¿cuál era la verdad y cuál era la ilusión? —me pregunté—. ¿Cuál era la verdad de estas casas, por ejemplo, tenues y festivas ahora con sus ventanas rojas en el crepúsculo, pero rústicas y rojizas y escuálidas, con sus dulces y sus cordones de botas, a las nueve de la mañana? Los sauces y el río y los jardines a lo largo del río, vagos ahora con la sigilosa neblina sobre ellos, pero dorados y rojos a la luz del sol, ¿cuál era su verdad y cuál era su ilusión? Les ahorro las idas y vueltas de mis cavilaciones porque no llegué a nin- guna conclusión de camino a Headingley; les pido también que supongan que pronto descubrí mi despiste sobre el giro y desanduve mis pasos hacia Fernham. Como ya dije que era un día de octubre, no me atrevo a perder su respeto y arriesgar el buen nombre de la ficción al cambiar la temporada y describir lilas colgando de los muros del jardín, azafranes, tulipanes y otras flores de la primavera. La ficción debe ser fiel a los hechos, pues entre más reales sean estos mejor será aquella; eso nos dicen. Por lo tanto, todavía era otoño y las hojas todavía caían amarillas, tal vez un poco más rápido que antes porque ya era de noche (las siete y vein- titrés, para ser precisa) y soplaba una brisa (del suroeste, para ser exacta). Aun así, había algo extraño en acción:

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nobles trajeron tesoros en inmensos sacos y los enterraron. Esta escena no dejaba de tomar vida en mi mente y se ponía al lado de otra de vacas flacas, una plaza de mercado llena de lodo, lechugas marchitas y corazones de avaros. Estas dos imágenes, desarticuladas y desconectadas y absurdas, no paraban de juntarse y luchaban la una con la otra y me tenían a merced de ellas. Lo mejor, a no ser que se tergiversara toda la conversación, era sacar a relucir lo que tenía en la mente para que, por suerte, se desvaneciera y se pulverizara como la cabeza del rey muerto cuando abrieron su ataúd en Windsor. Así pues, en pocas palabras, le hablé a la señorita Seton sobre los albañiles que habían estado todos esos años en el techo de la capilla y sobre los reyes y reinas y nobles que cargaban sacos de oro y plata a la espalda para embutirlos en la tie- rra; luego le hablé de cómo los grandes magnates financieros de nuestro tiempo llegaron para entregar cheques y bonos, supongo, donde los otros habían entregado lingotes y trozos de oro en bruto. Todo eso yace debajo de los edificios de allá —dije—, pero en este edificio, donde nos encontramos ahora, ¿qué hay debajo de sus valientes ladrillos rojos y las descui- dadas hierbas salvajes de su jardín? ¿Qué fuerza hay detrás de esa vajilla sencilla de porcelana que utilizamos para cenar y (aquí se me salió antes de que pudiera impedirlo) la carne de res, el flan y las ciruelas pasas? Pues —dijo Mary Seton—, alrededor del año 1860… Ah, pero te sabes la historia —dijo, tal vez aburrida del relato—. Se alquilaban habitaciones —continuó—; se creaban comités; se enviaban sobres; se redactaban circulares; se tenían reu- niones; se leían cartas en voz alta. Fulano prometió tanto;

como lo será sin duda en otro millón de años—, una buena cena es importantísima para una buena charla. Una no puede pensar bien, amar bien, dormir bien si no ha cenado bien. La luz en la columna vertebral no se ilumina a punta de carne de res y ciruelas pasas. Es probable que todos vayamos al cielo y que Antón van Dick, ojalá , se nos una en la próxima esquina. Ese es el dudoso y limitante estado mental que produce el comer carne de res y ciruelas pasas al final del día laboral. Por fortuna, mi amiga, profesora de ciencia, tenía en su alacena una botella chata y unas copitas (aunque debíamos haber empezado comiendo lenguado y perdiz) y entonces nos acercarnos al fuego para reparar un poco los daños del día vivido. Después de un minuto más o menos ya nos movíamos con soltura entre todos esos temas de curiosidad e interés que se forman en la mente cuando alguien en particular está ausente y que se hablan con tranquilidad cuando se está con ese alguien de nuevo —que uno se casó y otro no, que una piensa esto y la otra esto otro, que uno ha mejorado sin que nadie se diera cuenta y que el otro muy sorprendentemente se volvió malo— con todas esas especulaciones sobre la natu- raleza humana y el carácter del grandioso mundo en el que vivimos que brotan con naturalidad de tales comienzos. Sin embargo, mientras hablábamos de estas cosas, me di cuenta con vergüenza de que había una corriente que se insertaba por su propia voluntad y que transportaba todo hacia su pro- pio fin. Podríamos estar hablando de España o de Portugal, de libros o de caballos de carrera, pero el interés real de lo que decíamos no era ninguna de esas cosas, sino una escena de albañiles en un techo alto hace unos cinco siglos. Reyes y

U N A H A B I T A C I Ó N P R O P I A V i r g i n i a W o o l f

estallamos irritadas por la reprobable pobreza de nuestro sexo. ¿Qué estaban haciendo nuestras madres entonces que no tuvieron riqueza que dejarnos? ¿Empolvándose la cara? ¿Asomándose a las ventanas de los almacenes? ¿Alardeando bajo el sol en Monte Carlo? Había algunas fotos en la repisa. Es posible que la madre de Mary, si esa era su foto, hubiera sido una derrochadora en su tiempo libre (tuvo trece hijos con un ministro de la iglesia), pero en tal caso la alegría y disipación le habían dejado muy pocos rastros de disfrute en el rostro. Tenía un cuerpo desgarbado; era una señora mayor con un chal a cuadros abrochado por un camafeo grande; estaba sentada en un sillón de mimbre, tratando de que un spaniel mirara a la cámara, con la divertida pero for- zada expresión de alguien que está segura de que el perro se moverá en cuanto brille el flash. Ahora bien, si la señora Seton hubiera elegido los negocios, si se hubiera convertido en fabricante de seda artificial o magnate de la bolsa de valo- res, si hubiera dejado doscientas o trescientas mil libras a Fernham, podríamos estar cómodas esta noche y el tema de nuestra conversación podría ser la arqueología, la botánica, la antropología, la física, la naturaleza del átomo, la mate- mática, la astronomía, la relatividad, la geografía. Si tan solo la señora Seton, su madre y su abuela hubieran aprendido el gran arte de hacer dinero y lo hubieran donado, como sus padres y sus abuelos, para crear fundaciones y cátedras y premios y becas destinadas para su propio sexo, podría- mos haber cenado muy cómodamente, aquí solas, carne de ave con una botella de vino; sin exagerar, podríamos haber anhelado una vida placentera y honorable al amparo de una

por el contrario, el señor *** no da ni un penique. El Satur- day Review fue muy irrespetuoso. ¿Cómo podemos recaudar fondos para pagar las oficinas? ¿Organizamos un bazar? ¿Podríamos encontrar a una hermosa joven que se siente en primera fila? Busquemos lo que John Stuart Mill dijo al res- pecto. ¿Alguien puede persuadir al editor del *** de publicar una carta? ¿Podemos pedirle a lady *** que la firme? Lady *** está por fuera de la ciudad. Es probable que las cosas se hicie- ran así hace sesenta años y era un esfuerzo prodigioso y se gastaba mucho tiempo en eso. Fue solo después de una larga lucha y con la mayor dificultad que lograron reunir treinta mil libras^2. Así que por obvias razones no podemos tener vino ni perdices ni sirvientes que lleven platos de estaño en la cabeza —dijo—. No podemos tener sillones ni habitaciones separadas. «Las comodidades» —dijo, citando algún libro— «tendrán que esperar»^3. Tan solo pensar en todas esas mujeres que trabaja- ban año tras año para reunir a duras penas dos mil libras, y aunque lograran conseguir treinta mil libras entre todas,

2 «Nos dicen que debemos recaudar al menos GBP 30 000 […] No es una gran suma, dado que va a haber una sola facultad de este tipo para Gran Bretaña, Irlanda y las colonias y teniendo en cuenta lo fácil que es recaudar inmensas cantidades para escuelas de varo- nes. Sin embargo, considerando las pocas personas que en realidad quieren que las mujeres se eduquen, es un buen dinero». —Lady Stephen, Emily Davies and Girton College. 3 «Cada penique que se podía reunir era destinado a la construcción y las comodidades tenían que posponerse». —R. Strachey, The Cause.