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El documento analiza el concepto del sentimiento de culpabilidad y su importancia en el desarrollo de la cultura humana según la perspectiva de sigmund freud. Se explora cómo el sentimiento de culpabilidad surge a partir del miedo a la autoridad externa y la interiorización de las exigencias del super-yo, convirtiéndose en un elemento fundamental para la cohesión social y el progreso cultural, aunque a costa de una creciente infelicidad individual. Se discuten también los orígenes del sentimiento de culpabilidad, su relación con la agresión y la renuncia instintiva, así como su papel en la génesis de la conciencia moral y la neurosis. En general, el texto ofrece una perspectiva profunda y detallada sobre este complejo fenómeno psicológico y su importancia en la evolución de la civilización.
Tipo: Resúmenes
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NO podemos eludir la impresión de que el hombre suele aplicar cánones falsos en sus apreciaciones, pues mientras anhela para sí y admira en los demás el poderío, el éxito y la riqueza menosprecia, en cambio, los valores genuinos que la vida le ofrece. No obstante, al formular un juicio general de esta especie, siempre se corre peligro de olvidar la abigarrada variedad del mundo humano y de su vida anímica, ya que existen, en efecto, algunos seres a quienes no se les niega la veneración de sus coetáneos, pese a que su grandeza reposa en cualidades y obras muy ajenas a los objetivos y los ideales de las masas. Se pretenderá aducir que sólo es una minoría selecta la que reconoce en su justo valor a estos grandes hombres, mientras que la gran mayoría nada quiere saber de ellos; pero las discrepancias entre las ideas y las acciones de los hombres son tan amplias y sus deseos tan dispares que dichas reacciones seguramente no son tan simples.
Uno de estos hombres excepcionales se declara en sus cartas amigo mío. Habiéndole enviado yo mi pequeño trabajo que trata de la religión como una ilusión, me respondió que compartía sin reserva mi juicio sobre la religión, pero lamentaba que yo no hubiera concedido su justo valor a la fuente última de la religiosidad. Esta residiría, según su criterio, en un sentimiento particular que jamás habría dejado de percibir, que muchas personas le habrían confirmado y cuya existencia podría suponer en millones de seres humanos; un sentimiento que le agradaría designar «sensación de eternidad»; un sentimiento como de algo sin límites ni barreras, en cierto modo «oceánico». Se trataría de una experiencia esencialmente subjetiva, no de un artículo del credo; tampoco implicaría seguridad alguna de inmortalidad personal; pero, no obstante, ésta sería la fuente de la energía religiosa, que, captada por las diversas Iglesias y sistemas religiosos, es encauzada hacia determinados canales y seguramente también consumida en ellos. Sólo gracias a éste sentimiento oceánico podría uno considerarse religioso, aunque se rechazara toda fe y toda ilusión.
Esta declaración de un amigo que venero -quien, por otra parte, también prestó cierta vez expresión poética al encanto de la ilusión- me colocó en no pequeño aprieto, pues yo mismo no logro descubrir en mí este sentimiento «oceánico». En manera alguna es tarea grata someter los sentimientos al análisis científico: es cierto que se puede intentar la descripción de sus manifestaciones fisiológicas; pero cuando esto no es posible -y me temo que también el sentimiento oceánico se sustraerá a semejante caracterización-, no queda sino atenerse al contenido ideacional que más fácilmente se asocie con dicho sentimiento. Mi amigo, si lo he comprendido correctamente, se refiere a lo mismo que cierto poeta original y harto inconvencional hace decir a su protagonista, a manera de consuelo ante el suicidio: «De este mundo no podemos caernos». Trataríase, pues, de un sentimiento de indisoluble comunión, de inseparable pertenencia a la totalidad del mundo exterior. Debo confesar que para mí esto tiene más bien el carácter de una penetración intelectual, acompañada, naturalmente, de sobretonos afectivos, que por lo demás tampoco faltan en otros actos cognoscitivos de análoga envergadura.
En mi propia persona no llegaría a convencerme de la índole primaria de semejante sentimiento; pero no por ello tengo derecho a negar su ocurrencia real en los demás. La cuestión se reduce, pues, a establecer si es interpretado correctamente y si debe ser aceptado como fons et origo de toda urgencia religiosa.
Nada puedo aportar que sea susceptible de decidir la solución de este problema. La idea de que el hombre podría intuir su relación con el mundo exterior a través de un sentimiento directo, orientado desde un principio a este fin, parece tan extraña y es tan incongruente con la estructura de nuestra psicología, que será lícito intentar una explicación psicoanalítica -vale decir genética- del mencionado sentimiento.
Al emprender esta tarea se nos ofrece al instante el siguiente razonamiento. En condiciones normales nada nos parece tan seguro y establecido como la sensación de nuestra mismidad, de nuestro propio yo. Este yo se nos presenta como algo independiente unitario, bien demarcado frente a todo lo demás. Sólo la investigación psicoanalítica -que por otra parte, aún tiene mucho que decirnos sobre la relación entre el yo y el ello-nos ha enseñado que esa apariencia es engañosa; que, por el contrario, el yo se continúa hacia dentro, sin límites precisos, con una entidad psíquica inconsciente que denominamos ello y a la cual viene a servir como de fachada. Pero, por lo menos hacia el exterior, el yo parece mantener sus límites claros y precisos. Sólo los pierde en un estado que, si bien extraordinario, no puede ser tachado de patológico: en la culminación del enamoramiento amenaza esfumarse el límite entre el yo y el objeto. Contra todos los testimonios de sus sentidos, el enamorado afirma que yo y tú son uno, y está dispuesto a comportarse como si realmente fuese así. Desde luego, lo que puede ser anulado transitoriamente por una función fisiológica, también podrá ser trastornado por procesos patológicos. La patología nos presenta gran número de estados en los que se torna incierta la demarcación del yo frente al mundo exterior, o donde los límites llegan a ser confundidos: casos en que partes del propio cuerpo, hasta componentes del propio psiquismo, percepciones, pensamientos, sentimientos, aparecen como si fueran extraños y no pertenecieran al yo; otros, en los cuales se atribuye al mundo exterior lo que a todas luces procede del yo y debería ser reconocido por éste. De modo que también el sentimiento yoico está sujeto a trastornos, y los límites del yo con el mundo exterior no son inmutables.
Prosiguiendo nuestra reflexión hemos de decirnos que este sentido yoico del adulto no puede haber sido el mismo desde el principio, sino que debe haber sufrido una evolución, imposible de demostrar, naturalmente, pero susceptible de ser reconstruida con cierto grado de probabilidad. El lactante aún no discierne su yo de un mundo exterior, como fuente de las sensaciones que le llegan. Gradualmente lo aprende por influencia de diversos estímulos. Sin duda, ha de causarle la más profunda impresión el hecho de que algunas de las fuentes de excitación -que más tarde reconocerá como los órganos de su cuerpo- sean susceptibles de provocarle sensaciones en cualquier momento, mientras que otras se le sustraen temporalmente -entre éstas, la que más anhela: el seno materno-, logrando sólo atraérselas al expresar su urgencia en el llanto. Con ello comienza por oponérsele al yo un «objeto», en forma de algo que se encuentra «afuera» y para cuya aparición es menester una acción particular. Un segundo estímulo para que el yo se desprenda de la masa sensorial, esto es, para la aceptación de un «afuera», de un mundo exterior, lo dan las frecuentes, múltiples e inevitables sensaciones de dolor y
Tocamos aquí el problema general de la conservación en lo psíquico, problema apenas elaborado hasta ahora, pero tan seductor e importante que podemos concederle nuestra atención por un momento, pese a que la oportunidad no parezca muy justificada. Habiendo superado la concepción errónea de que el olvido, tan corriente para nosotros, significa la destrucción o aniquilación del resto mnemónico, nos inclinamos a la concepción contraria de que en la vida psíquica nada de lo una vez formado puede desaparecer jamás; todo se conserva de alguna manera y puede volver a surgir en circunstancias favorables, como, por ejemplo, mediante una regresión de suficiente profundidad.
Tratemos de representarnos lo que esta hipótesis significa mediante una comparación que nos llevará a otro terreno. Tomemos como ejemplo la evolución de la Ciudad Eterna. Los historiadores nos enseñan que el más antiguo recinto urbano fue la Roma quadrata, una población empalizada en el monte Palatino. A esta primera fase siguió la del Septimontium, fusión de las poblaciones situadas en las distintas colinas; más tarde apareció la ciudad cercada por el muro de Sirvio Tulio, y aún más recientemente, luego de todas las transformaciones de la República y del Primer Imperio, el recinto que el emperador Aureliano rodeó con sus murallas. No hemos de perseguir más lejos las modificaciones que sufrió la ciudad, preguntándonos, en cambio, qué restos de esas fases pasadas hallará aún en la Roma actual un turista al cual suponemos dotado de los más completos conocimientos históricos y topográficos. Verá el muro aureliano casi intacto, salvo algunas brechas. En ciertos lugares podrá hallar trozos del muro serviano, puestos al descubierto por las excavaciones. Provisto de conocimientos suficientes -superiores a los de la arqueología moderna-, quizá podría trazar en el cuadro urbano actual todo el curso de este muro y el contorno de la Roma quadrata; pero de las construcciones que otrora colmaron ese antiguo recinto no encontrará nada o tan sólo escasos restos, pues aquéllas han desaparecido. Aun dotado del mejor conocimiento de la Roma republicana, sólo podría señalar la ubicación de los templos y edificios públicos de esa época. Hoy, estos lugares están ocupados por ruinas, pero ni siquiera por las ruinas auténticas de aquellos monumentos, sino por las de reconstrucciones posteriores, ejecutadas después de incendios y demoliciones. Casi no es necesario agregar que todos estos restos de la Roma antigua aparecen esparcidos en el laberinto de una metrópoli edificada en los últimos siglos del Renacimiento. Su suelo y sus construcciones modernas seguramente ocultan aún numerosas reliquias. Tal es la forma de conservación de lo pasado que ofrecen los lugares históricos como Roma.
Supongamos ahora, a manera de fantasía, que Roma no fuese un lugar de habitación humana, sino un ente psíquico con un pasado no menos rico y prolongado, en el cual no hubieren desaparecido nada de lo que alguna vez existió y donde junto a la última fase evolutiva subsistieran todas las anteriores. Aplicado a Roma, esto significaría que en el Palatino habrían de levantarse aún, en todo su porte primitivo, los palacios imperiales y el Septizonium de Septimio Severo; que las almenas del Castel Sant'Angelo todavía estuvieran coronadas por las bellas estatuas que las adornaron antes del sitio por los godos, etc. Pero aún más: en el lugar que ocupa el Palazzo Caffarelli veríamos de nuevo, sin tener que demoler este edificio, el templo de Júpiter Capitolino, y no sólo en su forma más reciente, como lo contemplaron los romanos de la época cesárea, sino también en la primitiva, etrusca, ornada con antefijos de terracota. En el emplazamiento actual del Coliseo podríamos admirar, además, la desaparecida Domus aurea de Nerón; en la Piazza
della Rotonda no encontraríamos tan sólo el actual Panteón como Adriano nos lo ha legado, sino también, en el mismo solar, la construcción original de M. Agrippa, y además, en este terreno, la iglesia María sopra Minerva, sin contar el antiguo templo sobre el cual fue edificada. Y bastaría que el observador cambiara la dirección de su mirada o su punto de observación para hacer surgir una u otra de estas visiones.
Evidentemente, no tiene objeto alguno seguir el hilo de esta fantasía, pues nos lleva a lo inconcebible y aun a lo absurdo. Si pretendemos representar espacialmente la sucesión histórica, sólo podremos hacerlo mediante la yuxtaposición en el espacio, pues éste no acepta dos contenidos distintos. Nuestro intento parece ser un juego vano; su única justificación es la de mostrarnos cuán lejos de encontrarnos de poder captar las características de la vida psíquica mediante la representación descriptiva.
Aún tendríamos que enfrentarnos con otra objeción. Se nos preguntará por qué recurrimos precisamente al pasado de una ciudad para compararlo con el pasado anímico. La hipótesis de la conservación total de lo pretérito está supeditada, también en la vida psíquica, a la condición de que el órgano del psiquismo haya quedado intacto, de que sus tejidos no hayan sufrido por traumatismo o inflamación. Pero las influencias destructivas comparables a estos factores patológicos no faltan en la historia de ninguna ciudad, aunque su pasado sea menos agitado que el de Roma, aunque, como Londres, jamás haya sido asolada por un enemigo. Aun la más apacible evolución de una ciudad incluye demoliciones y reconstrucciones que en principio la tornan inadecuada para semejante comparación con un organismo psíquico.
Nos rendimos ante este argumento y, renunciando a un ilustrativo efecto de contraste, recurrimos a un símil que, en todo caso, es más afín a lo psíquico: el organismo animal o el humano. Pero también aquí tropezamos con idéntica dificultad. Las fases precedentes de la evolución no subsisten en forma alguna, sino que se agotan en las ulteriores cuyo material han suministrado. Es imposible demostrar la existencia del embrión en el adulto; el timo del niño, sustituido por tejido conectivo durante la adolescencia, ha dejado de existir; es verdad que en los huesos largos del adulto podemos trazar el contorno del infantil; pero éste ha desaparecido al alargarse y engrosarse para alcanzar su forma definitiva. Por consiguiente, debemos someternos a la comprobación de que sólo en el terreno psíquico es posible esta persistencia de todos los estadios previos, junto a la forma definitiva, y de que no podremos representarnos gráficamente tal fenómeno.
Pero quizá vayamos demasiado lejos con esta conclusión. Quizá habríamos de conformarnos con afirmar que lo pretérito puede subsistir en la vida psíquica, que no está necesariamente condenado a la destrucción. Aun en el terreno psíquico no deja de ser posible -como norma o excepcionalmente- que muchos elementos arcaicos sean borrados o consumidos en tal medida, que ya ningún proceso logre restablecerlos o reanimarlos; además, su conservación podría estar supeditada en principio a ciertas condiciones favorables. Todo esto es posible, pero nada sabemos al respecto. No podemos sino atenernos a la conclusión de que en la vida psíquica la conservación de lo pretérito es la regla más bien que una curiosa excepción.
Así, pues, estamos plenamente dispuestos a aceptar que en muchos seres existe un «sentimiento oceánico», que nos inclinamos a reducir a una fase temprana
infantil, tan incongruente con la realidad, que el más mínimo sentido humanitario nos tornará dolorosa la idea de que la gran mayoría de los mortales jamás podría elevarse por semejante concepción de la vida. Más humillante aún es reconocer cuán numerosos son nuestros contemporáneos que, obligados a reconocer la posición insostenible de esta religión, intentan, no obstante, defenderla palmo a palmo en lastimosas acciones de retirada. Uno se siente tentado a formar en las filas de los creyentes para exhortar a no invocar en vano el nombre del Señor, a aquellos filósofos que creen poder salvar al Dios de la religión reemplazándolo por un principio impersonal, nebulosamente abstracto. Si algunas de las más excelsas mentes de tiempos pasados hicieron otro tanto, ello no constituye justificación suficiente, pues sabemos por qué se vieron obligados a hacerlo.
Volvamos al hombre común y a su religión, la única que había de llevar este nombre. Al punto acuden a nuestra mente las conocidas palabras de uno de nuestros grandes poetas y sabios, que nos hablan de las relaciones que la religión guarda con el arte y la ciencia. Helas aquí:
Quien posee Ciencia y Arte
también tiene Religión;
quien no posee una ni otra,
¡tenga Religión!
Este aforismo enfrenta, por una parte, la religión con las dos máximas creaciones del hombre, y por otra, afirma que pueden representarse o sustituirse mutuamente en cuanto a su valor para la vida. De modo que si también pretendiéramos privar de religión al común de los mortales, no nos respaldaría evidentemente la autoridad del poeta. Ensayemos, pues, otro camino para acercarnos a la comprensión de su pensamiento. Tal como nos ha sido impuesta, la vida nos resulta demasiado pesada, nos depara excesivos sufrimientos, decepciones, empresas imposibles. Para soportarla, no podemos pasarnos sin lenitivos («No se puede prescindir de las muletas», nos ha dicho Theodor Fontane). Los hay quizá de tres especies: distracciones poderosas que nos hacen parecer pequeña nuestra miseria; satisfacciones sustitutivas que la reducen; narcóticos que nos tornan insensibles a ella. Alguno cualquiera de estos remedios nos es indispensable. Voltaire alude a las distracciones cuando en Gandide formula a manera de envío el consejo de cultivar nuestro jardín; también la actividad científica es una diversión semejante. Las satisfacciones sustitutivas como nos la ofrece el arte son, frente a la realidad, ilusiones, pero no por ello menos eficaces psíquicamente, gracias al papel que la imaginación mantiene en la vida anímica. En cuanto a los narcóticos, influyen sobre nuestros órganos y modifican su quimismo. No es fácil indicar el lugar que en esta serie corresponde a la religión. Tendremos que buscar, pues, un acceso más amplio al asunto.
En incontables ocasiones se ha planteado la cuestión del objeto que tendría la vida humana, sin que jamás se le haya dado respuesta satisfactoria, y quizá ni admita tal respuesta. Muchos de estos inquisidores se apresuraron a agregar que si resultase que la vida humana no tiene objeto alguno perdería todo el valor ante sus ojos. Pero estas amenazas de nada sirven: parecería más bien que se tiene el
derecho, de rechazar la pregunta en sí, pues su razón de ser probablemente emane de esa vanidad antropocéntrica, cuyas múltiples manifestaciones ya conocemos. Jamás se pregunta acerca del objeto de la vida de los animales, salvo que se le identifique con el destino de servir al hombre. Pero tampoco esto es sustentable, pues son muchos los animales con los que el hombre no sabe qué emprender -fuera de describirlos, clasificarlos y estudiarlos- e incontables especies aun han declinado servir a este fin, al existir y desaparecer mucho antes de que el hombre pudiera observarlas. Decididamente, sólo la religión puede responder al interrogante sobre la finalidad de la vida. No estaremos errados al concluir que la idea de adjudicar un objeto a la vida humana no puede existir sino en función de un sistema religioso.
Abandonemos por ello la cuestión precedente y encaremos esta otra más modesta: ¿qué fines y propósitos de vida expresan los hombres en su propia conducta; qué esperan de la vida, qué pretenden alcanzar en ella? Es difícil equivocar la respuesta: aspiran a la felicidad, quieren llegar a ser felices, no quieren dejar de serlo. Esta aspiración tiene dos faces: un fin positivo y otro negativo; por un lado, evitar el dolor y el displacer; por el otro, experimentar intensas sensaciones placenteras. En sentido estricto, el término «felicidad» sólo se aplica al segundo fin. De acuerdo con esta dualidad del objetivo perseguido, la actividad humana se despliega en dos sentidos, según trate de alcanzar -prevaleciente o exclusivamente- uno u otro de aquellos fines.
Como se advierte, quien fija el objetivo vital es simplemente el programa del principio del placer; principio que rige las operaciones del aparato psíquico desde su mismo origen; principio de cuya adecuación y eficiencia no cabe dudar, por más que su programa esté en pugna con el mundo entero, tanto con el macrocosmos como con el microcosmos. Este programa ni siquiera es realizable, pues todo el orden del universo se le opone, y aun estaríamos por afirmar que el plan de la «Creación» no incluye el propósito de que el hombre sea «feliz». Lo que en el sentido más estricto se llama felicidad, surge de la satisfacción, casi siempre instantánea, de necesidades acumuladas que han alcanzado elevada tensión, y de acuerdo con esta índole sólo puede darse como fenómeno episódico. Toda persistencia de una situación anhelada por el principio del placer sólo proporciona una sensación de tibio bienestar, pues nuestra disposición no nos permite gozar intensamente sino el contraste, pero sólo en muy escasa medida lo estable. Así, nuestras facultades de felicidad están ya limitadas en principio por nuestra propia constitución. En cambio, nos es mucho menos difícil experimentar la desgracia. El sufrimiento nos amenaza por tres lados: desde el propio cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia; del mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con fuerzas destructoras omnipotentes e implacables; por fin, de las relaciones con otros seres humanos. El sufrimiento que emana de esta última fuente quizá nos sea más doloroso que cualquier otro; tendemos a considerarlo como una adición más o menos gratuita, pese a que bien podría ser un destino tan ineludible como el sufrimiento de distinto origen.
No nos extrañe, pues, que bajo la presión de tales posibilidades de sufrimiento, el hombre suele rebajar sus pretensiones de felicidad (como, por otra parte, también el principio del placer se transforma, por influencia del mundo exterior, en el más modesto principio de la realidad); no nos asombra que el ser humano ya se estime feliz por el mero hecho de haber escapado a la desgracia, de haber
Sin embargo, la complicada arquitectura de nuestro aparato psíquico también es accesible a toda una serie de otras influencias. La satisfacción de los instintos, precisamente porque implica tal felicidad, se convierte en causa de intenso sufrimiento cuando el mundo exterior nos priva de ella, negándonos la satisfacción de nuestras necesidades. Por consiguiente, cabe esperar que al influir sobre estos impulsos instintivos evitaremos buena parte del sufrimiento. Pero esta forma de evitar el dolor ya no actúa sobre el aparato sensitivo, sino que trata de dominar las mismas fuentes internas de nuestras necesidades, consiguiéndolo en grado extremo al aniquilar los instintos, como lo enseña la sabiduría oriental y lo realiza la práctica del yoga. Desde luego, lograrlo significa al mismo tiempo abandonar toda otra actividad (sacrificar la vida), para volver a ganar, aunque por distinto camino, únicamente la felicidad del reposo absoluto. Idéntico camino, con un objetivo menos extremo, se emprende al perseguir tan sólo la moderación de la vida instintiva bajo el gobierno de las instancias psíquicas superiores, sometidas al principio de la realidad. Esto no significa en modo alguno la renuncia al propósito de la satisfacción, pero se logra cierta protección contra el sufrimiento, debido a que la insatisfacción de los instintos domeñados procura menos dolor que la de los no inhibidos. En cambio, se produce una innegable limitación de las posibilidades de placer, pues el sentimiento de felicidad experimentado al satisfacer una pulsión instintiva indómita, no sujeta por las riendas del yo, es incomparablemente más intenso que el que se siente al saciar un instinto dominado. Tal es la razón económica del carácter irresistible que alcanzan los impulsos perversos y quizá de la seducción que ejerce lo prohibido en general.
Otra técnica para evitar el sufrimiento recurre a los desplazamientos de la libido previstos en nuestro aparato psíquico y que confieren gran flexibilidad a su funcionamiento. El problema consiste en reorientar los fines instintivos, de manera tal que eluden la frustración del mundo exterior. La sublimación de los instintos contribuye a ello, y su resultado será óptimo si se sabe acrecentar el placer del trabajo psíquico e intelectual. En tal caso el destino poco puede afectarnos. Las satisfacciones de esta clase, como la que el artista experimenta en la creación, en la encarnación de sus fantasías; la del investigador en la solución de sus problemas y en el descubrimiento de la verdad, son de una calidad especial que seguramente podremos caracterizar algún día en términos meta psicológicos. Por ahora hemos de limitarnos a decir, metafóricamente que nos parecen más «nobles» y más «elevadas», pero su intensidad, comparada con la satisfacción de los impulsos instintivos groseros y primarios, es muy atenuada y de ningún modo llega a conmovernos físicamente. Pero el punto débil de este método reside en que su aplicabilidad no es general, en que sólo es accesible a pocos seres, pues presupone disposiciones y aptitudes peculiares que no son precisamente habituales, por lo menos en medida suficiente. Y aun a estos escasos individuos no puede ofrecerles una protección completa contra el sufrimiento; no los reviste con una coraza impenetrable a las flechas del destino y suele fracasar cuando el propio cuerpo se convierte en fuente de dolor.
La tendencia a independizarse del mundo exterior, buscando las satisfacciones en los procesos internos psíquicos, manifestada ya en el procedimiento descrito, se denota con intensidad aún mayor en el que sigue. Aquí, el vínculo con la realidad se relaja todavía más; la satisfacción se obtiene en ilusiones que son reconocidas como tales, sin que su discrepancia con el mundo real impida gozarlas. El terreno del que proceden estas ilusiones es el de la imaginación, terreno
que otrora, al desarrollarse el sentido de la realidad, fue sustraído expresamente a las exigencias del juicio de realidad, reservándolo para la satisfacción de deseos difícilmente realizables. A la cabeza de estas satisfacciones imaginativas encuentra el goce de la obra de arte, accesible aun al carente de dotes creadoras, gracias a la mediación del artista. Quien sea sensible a la influencia del arte no podrá estimarla en demasía como fuente de placer y como consuelo para las congojas de la vida. Mas la ligera narcosis en que nos sumerge el arte sólo proporciona un refugio fugaz ante los azares de la existencia y carece de poderío suficiente como para hacernos olvidar la miseria real.
Más enérgica y radical es la acción de otro procedimiento: el que ve en la realidad al único enemigo, fuente de todo sufrimiento, que nos torna intolerable la existencia y con quien por consiguiente, es preciso romper toda relación si se pretende ser feliz en algún sentido. El ermitaño vuelve la espalda a este mundo y nada quiere tener que hacer con él. Pero también se puede ir más lejos, empeñándose en transformarlo, construyendo en su lugar un nuevo mundo en el cual queden eliminados los rasgos más intolerables, sustituidos por otros adecuados a los propios deseos. Quien en desesperada rebeldía adopte este camino hacia la felicidad, generalmente no llegará muy lejos, pues la realidad es la más fuerte. Se convertirá en un loco a quien pocos ayudarán en la realización de sus delirios. Sin embargo, se pretende que todos nos conducimos, en uno u otro punto, igual que el paranoico, enmendando algún cariz intolerable del mundo mediante una creación desiderativa e incluyendo esta quimera en la realidad. Particular importancia adquiere el caso en que numerosos individuos emprenden juntos la tentativa de procurarse un seguro de felicidad y una protección contra el dolor por medio de una transformación delirante de la realidad. También las religiones de la Humanidad deben ser consideradas como semejantes delirios colectivos. Desde luego, ninguno de los que comparten el delirio puede reconocerlo jamás como tal.
No creo que sea completa esa enumeración de los métodos con que el hombre se esfuerza por conquistar la felicidad y alejar el sufrimiento; también sé que el mismo material se presta a otras clasificaciones. Existe un método que todavía no he mencionado; no porque lo haya olvidado, sino porque aún ha de ocuparnos en otro respecto. ¡Cómo podríase olvidar precisamente esta técnica del arte de vivir! Se distingue por la más curiosa combinación de rasgos característicos. Naturalmente, también ella persigue la independencia del destino -tal es la expresión que cabe aquí- y con esta intención traslada la satisfacción a los procesos psíquicos internos, utilizando al efecto la ya mencionada desplazabilidad de la libido, pero sin apartarse por ello del mundo exterior, aferrándose por el contrario a sus objetos y hallando la felicidad en la vinculación afectiva con éstos. Por otra parte, al hacerlo no se conforma con la resignante y fatigada finalidad de eludir el sufrimiento, sino que la deja a un lado sin prestarle atención, para concentrarse en el anhelo primordial y apasionado del cumplimiento positivo de la felicidad. Quizá se acerque mucho más a esta meta que cualquiera de los métodos anteriores. Naturalmente, me refiero a aquella orientación de la vida que hace del amor el centro de todas las cosas, que deriva toda satisfacción del amar y ser amado. Semejante actitud psíquica nos es familiar a todos; una de la formas en que el amor se manifiesta -el amor sexual- nos proporciona la experiencia placentera más poderosa y subyugante, estableciendo así el prototipo de nuestras aspiraciones de felicidad. Nada más natural que sigamos buscándola por el mismo camino que nos permitió encontrarla por vez primera. El punto débil de esta técnica de vida es demasiado evidente, y si no fuera así, a nadie
elegida, con exclusión de las restantes. Así como el comerciante prudente evita invertir todo su capital en una sola operación, así también la sabiduría quizá nos aconseje no hacer depender toda satisfacción de una única tendencia, pues su éxito jamás es seguro: depende del concurso de numerosos factores, y quizá de ninguno tanto como de la facultad del aparato psíquico para adaptar sus funciones al mundo y para sacar provecho de éste en la realización del placer. Quien llegue al mundo con una constitución instintual particularmente desfavorable, difícilmente hallará la felicidad en su situación ambiental, ante todo cuando se encuentre frente a tareas difíciles, a menos que haya efectuado la profunda transformación y reestructuración de sus componentes libidinales, imprescindible para todo rendimiento futuro. La última técnica de vida que le queda y que le ofrece por lo menos satisfacciones sustitutivas es la fuga a la neurosis, recurso al cual generalmente apela ya en años juveniles. Quien vea fracasar en edad madura sus esfuerzos por alcanzar la felicidad, aun hallará consuelo en el placer de la intoxicación crónica o bien emprenderá esa desesperada tentativa de rebelión que es la psicosis.
La religión viene a perturbar este libre juego de elección y adaptación, al imponer a todos por igual su camino único para alcanzar la felicidad y evitar el sufrimiento. Su técnica consiste en reducir el valor de la vida y en deformar delirantemente la imagen del mundo real, medidas que tienen por condición previa la intimidación de la inteligencia. A este precio, imponiendo por la fuerza al hombre la fijación a un infantilismo psíquico y haciéndolo participar en un delirio colectivo, la religión logra evitar a muchos seres la caída en la neurosis individual. Pero no alcanza nada más. Como ya sabemos, hay muchos caminos que pueden llevar a la felicidad, en la medida en que es accesible al hombre, mas ninguno que permita alcanzarla con seguridad. Tampoco la religión puede cumplir sus promesas, pues el creyente, obligado a invocar en última instancia los «inescrutables designios» de Dios, confiesa con ello que en el sufrimiento sólo le queda la sumisión incondicional como último consuelo y fuente de goce. Y si desde el principio ya estaba dispuesto a aceptarla, bien podría haberse ahorrado todo ese largo rodeo.
NUESTRO estudio de la felicidad no nos ha enseñado hasta ahora mucho que exceda de lo conocido por todo el mundo. Las perspectivas de descubrir algo nuevo tampoco parecen ser más promisorias, aunque continuemos la indagación, preguntándonos por qué al hombre le resulta tan difícil ser feliz. Ya hemos respondido al señalar las tres fuentes del humano sufrimiento: la supremacía de la Naturaleza, la caducidad de nuestro propio cuerpo y la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad. En lo que a las dos primeras se refiere, nuestro juicio no puede vacilar mucho, pues nos vemos obligados a reconocerlas y a inclinarnos ante lo inevitable. Jamás llegaremos a dominar completamente la Naturaleza; nuestro organismo, que forma parte de ella, siempre será perecedero y limitado en su capacidad de adaptación y rendimiento. Pero esta comprobación no es, en modo alguno, descorazonante; por el contrario, señala la dirección a nuestra actividad. Podemos al menos superar algunos pesares, aunque no todos; otros logramos mitigarlos: varios milenios de experiencia nos han convencido de ello. Muy distinta es nuestra actitud frente al tercer motivo de sufrimiento, el de origen social. Nos negamos en absoluto a aceptarlo: no atinamos a comprender por qué las instituciones que nosotros mismos
hemos creado no habrían de representar más bien protección y bienestar para todos. Sin embargo, si consideramos cuán pésimo resultado hemos obtenido precisamente en este sector de la prevención contra el sufrimiento, comenzamos a sospechar que también aquí podría ocultarse una porción de la indomable naturaleza, tratándose esta vez de nuestra propia constitución psíquica.
A punto de ocuparnos en esta eventualidad, nos topamos con una afirmación tan sorprendente que retiene nuestra atención. Según ella, nuestra llamada cultura llevaría gran parte de la culpa por la miseria que sufrimos, y podríamos ser mucho mas felices si la abandonásemos para retornar a condiciones de vida más primitivas. Califico de sorprendente esta aseveración, porque -cualquiera sea el sentido que se dé al concepto de cultura- es innegable que todos los recursos con los cuales intentamos defendernos contra los sufrimientos amenazantes proceden precisamente de esa cultura.
¿Por qué caminos habrán llegado tantos hombres a esta extraña actitud de hostilidad contra la cultura? Creo que un profundo y antiguo disconformismo con el respectivo estado cultural constituyó el terreno en que determinadas circunstancias históricas hicieron germinar la condenación de aquélla. Me parece que alcanzo a identificar el último y el penúltimo de estos motivos, pero i erudición no basta para perseguir más lejos la cadena de los mismos en la historia de la especie humana. En el triunfo del cristianismo sobre las religiones paganas ya debe haber intervenido tal factor anticultural, teniendo en cuenta su íntima afinidad con la depreciación de la vida terrenal implícita en la doctrina cristiana. El penúltimo motivo surgió cuando al extenderse los viajes de exploración se entabló contacto con razas y pueblos primitivos. Los europeos, observando superficialmente e interpretando de manera equívoca sus usos y costumbres, imaginaron que esos pueblos llevaban una vida simple, modesta y feliz, que debía parecer inalcanzable a los exploradores de nivel cultural más elevado. La experiencia ulterior ha rectificado muchos de estos juicios, pues en múltiples casos se había atribuido tal facilitación de la vida a la falta de complicadas exigencias culturales, cuando en realidad obedecía a la generosidad de la Naturaleza y a la cómoda satisfacción de las necesidades elementales. En cuanto a la última de aquellas motivaciones históricas, la conocemos bien de cerca: se produjo cuando el hombre aprendió a comprender el mecanismo de las neurosis, que amenazan socavar el exiguo resto de felicidad accesible a la humanidad civilizada. Comprobóse así que el ser humano cae en la neurosis porque no logra soportar el grado de frustración que le impone la sociedad en aras de sus ideales de cultura, deduciéndose de ello que sería posible reconquistar las perspectivas de ser feliz, eliminando o atenuando en grado sumo estas exigencias culturales.
Agrégase a esto el influjo de cierta decepción. En el curso de las últimas generaciones la Humanidad ha realizado extraordinarios progresos en las ciencias naturales y en su aplicación técnica, afianzando en medida otrora inconcebible su dominio sobre la Naturaleza. No enunciaremos, por conocidos de todos, los pormenores de estos adelantos. El hombre se enorgullece con razón de tales conquistas pero comienza a sospechar que este recién adquirido dominio del espacio y del tiempo, esta sujeción de las fuerzas naturales, cumplimiento de un anhelo multimilenario, no ha elevado la satisfacción placentera que exige de la vida, no le ha hecho, en su sentir, más feliz. Deberíamos limitarnos a deducir de esta comprobación que el dominio sobre la Naturaleza no es el único requisito de la felicidad humana -como, por otra parte, tampoco es la meta exclusiva de las
nuestra vida de la de nuestros antecesores animales y que sirven a dos fines: proteger al hombre contra la Naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre sí. Para alcanzar una mayor comprensión examinaremos uno por uno los rasgos de la cultura, tal como se presenta en las comunidades humanas. Al hacerlo, nos dejaremos guiar sin reservas por el lenguaje común, o como también se suele decir, por el sentido del lenguaje, confiando en que así lograremos prestar la debida consideración a intuiciones profundas que aún se resisten a la expresión en términos abstractos.
El comienzo es fácil: aceptamos como culturales todas las actividades y los bienes útiles para el hombre: a poner la tierra a su servicio, a protegerlo contra la fuerza de los elementos, etc. He aquí el aspecto de la cultura que da lugar a menos dudas. Para no quedar cortos en la historia, consignaremos como primeros actos culturales el empleo de herramientas, la dominación del fuego y la construcción de habitaciones. Entre ellos, la conquista del fuego se destaca una hazaña excepcional y sin precedentes; en cuanto a los otros, abrieron al hombre caminos que desde entonces no dejó de recorrer y cuya elección responde a motivos fáciles de adivinar. Con las herramientas el hombre perfecciona sus órganos -tanto los motores como los sensoriales-o elimina las barreras que se oponen a su acción. Las máquinas le suministran gigantescas fuerzas, que puede dirigir, como sus músculos, en cualquier dirección; gracias al navío y al avión, ni el agua ni el aire consiguen limitar sus movimientos. Con la lente corrige los defectos de su cristalino y con el telescopio contempla las más remotas lejanías; merced al microscopio supera los límites de lo visible impuestos por la estructura de su retina. Con la cámara fotográfica ha creado un instrumento que fija las impresiones ópticas fugaces, servicio que el fonógrafo le rinde con las no menos fugaces impresiones auditivas, constituyendo ambos instrumentos materializaciones de su innata facultad de recordar; es decir, de su memoria. Con ayuda del teléfono oye a distancia que aun el cuento de hadas respetaría como inalcanzables. La escritura es, originalmente, el lenguaje del ausente; la vivienda, un sucedáneo del vientre materno, primera morada cuya nostalgia quizá aún persista en nosotros, donde estábamos tan seguros y nos sentíamos tan a gusto.
Diríase que es un cuento de hadas esta realización de todos o casi todos sus deseos fabulosos, lograda por el hombre con su ciencia y su técnica, en esta tierra que lo vio aparecer por vez primera como débil animal y a la que cada nuevo individuo de su especie vuelve a ingresar -oh inch of nature!- como lactante inerme. Todos estos bienes el hombre puede considerarlos como conquistas de la cultura. Desde hace mucho tiempo se había forjado un ideal de omnipotencia y omnisapiencia que encarnó en sus dioses, atribuyéndoles cuanto parecía inaccesible a sus deseos o le estaba vedado, de modo que bien podemos considerar a estos dioses como ideales de la cultura. Ahora que se encuentra muy cerca de alcanzar este ideal casi ha llegado a convertirse él mismo en un dios, aunque por cierto sólo en la medida en que el común juicio humano estima factible un ideal: nunca por completo; en unas cosas, para nada; en otras, sólo a medias. El hombre ha llegado a ser por así decirlo, un dios con prótesis: bastante magnífico cuando se coloca todos sus artefactos; pero éstos no crecen de su cuerpo y a veces aun le procuran muchos sinsabores. Por otra parte, tiene derecho a consolarse con la reflexión de que este desarrollo no se detendrá precisamente en el año de gracia de
olvidemos, en interés de nuestro estudio, que tampoco el hombre de hoy se siente feliz en su semejanza con Dios.
Así, reconocemos el elevado nivel cultural de un país cuando comprobamos que en él se realiza con perfección y eficacia cuanto atañe a la explotación de la tierra por el hombre y a la protección de éste contra las fuerzas elementales; es decir, en dos palabras: cuando todo está dispuesto para su mayor utilidad. En semejante país los ríos que amenacen con inundaciones habrán de tener regulado su cauce y sus aguas conducidas por canales a las regiones que carezcan de ellas; las tierras serán cultivadas diligentemente y sembradas con las plantas más adecuadas a su fertilidad- las riquezas minerales del subsuelo serán explotadas activamente y convertidas en herramientas y accesorios indispensables; los medios de transporte serán frecuentes, rápidos y seguros; los animales salvajes y dañinos habrán sido exterminados y florecerá la cría de los domésticos. Pero aún tenemos otras pretensiones frente a la cultura y -lo que no deja de ser significativo- esperamos verlas realizadas precisamente en los mismos países. Cual si con ello quisiéramos desmentir las demandas materiales que acabamos de formular, también celebramos como manifestación de cultura el hecho de que la diligencia humana se vuelque igualmente sobre cosas que parecen carecer de la menor utilidad, como, por ejemplo, la ornamentación floral de los espacios libres urbanos, junto a su fin útil de servir como plazas de juego y sitios de aireación, o bien el empleo de las flores con el mismo objeto en la habitación humana. Al punto advertimos que eso, lo inútil, cuyo valor esperamos ver apreciado por la cultura, no es sino la belleza. Exigimos al hombre civilizado que la respete dondequiera se le presente en la Naturaleza y que, en la medida de su habilidad manual, dote de ella a los objetos. Pero con esto no quedan agotadas, ni mucho menos, nuestras exigencias a la cultura, pues aún esperamos ver en ella las manifestaciones del orden y la limpieza. No apreciamos en mucho la cultura de una villa rural inglesa de la época de Shakespeare, al enterarnos de que ante la puerta de su casa natal, en Stratford, se elevaba un gran estercolero; nos indignamos y hablamos de «barbarie» -antítesis de cultura- al encontrar los senderos del bosque de Viena llenos de papeluchos. Cualquier forma de desaseo nos parece incompatible con la cultura; extendemos también a nuestro propio cuerpo este precepto de limpieza, enterándonos con asombro del mal olor que solía despedir la persona del Rey Sol; meneamos la cabeza al mostrársenos en Isola Bella la minúscula jofaina que usaba Napoleón para su ablución matutina. Ni siquiera nos asombramos cuando alguien llega a establecer el consumo del jabón como índice de cultura. Análoga actitud adoptamos frente al orden, que, como la limpieza, referimos únicamente a la obra humana; pero mientras no hemos de esperar que la limpieza reine en la Naturaleza, el orden, en cambio, se lo hemos copiado a ésta; la observación de las grandes cronologías siderales no sólo dio al hombre la pauta, sino también las primeras referencias para introducir el orden en su vida. El orden es una especie de impulso de repetición que establece de una vez para todas cuándo, dónde y cómo debe efectuarse determinado acto, de modo que en toda situación correspondiente nos ahorraremos las dudas e indecisiones. El orden, cuyo beneficio es innegable, permite al hombre el máximo aprovechamiento de espacio y tiempo, economizando simultáneamente sus energías psíquicas. Cabría esperar que se impusiera desde un principio y espontáneamente en la actividad humana; pero por extraño que parezca no sucedió así, sino que el hombre manifiesta más bien en su labor una tendencia natural al descuido, a la irregularidad y a la informalidad, siendo necesarios arduos esfuerzos para conseguir encaminarlo a la imitación de aquellos modelos celestes.
como «Derecho», con el poderío del individuo, que se tacha de «fuerza bruta». Esta sustitución del poderío individual por el de la comunidad representa el paso decisivo hacia la cultura. Su carácter esencial reside en que los miembros de la comunidad restringen sus posibilidades de satisfacción, mientras que el individuo aislado no reconocía semejantes restricciones. Así, pues, el primer requisito cultural es el de la justicia, o sea, la seguridad de que el orden jurídico, una vez establecido, ya no será violado a favor de un individuo, sin que esto implique un pronunciamiento sobre el valor ético de semejante derecho. El curso ulterior de la evolución cultural parece tender a que este derecho deje de expresar la voluntad de un pequeño grupo -casta, tribu, clase social-, que a su vez se enfrenta, como individualidad violentamente agresiva, con otras masas quizá más numerosas. El resultado final ha de ser el establecimiento de un derecho al que todos -o por lo menos todos los individuos aptos para la vida en comunidad- hayan contribuido con el sacrificio de sus instintos, y que no deje a ninguno -una vez más: con la mencionada limitación- a merced de la fuerza bruta.
La libertad individual no es un bien de la cultura, pues era máxima antes de toda cultura, aunque entonces carecía de valor porque el individuo apenas era capaz de defenderla. El desarrollo cultural le impone restricciones, y la justicia exige que nadie escape a ellas. Cuando en una comunidad humana se agita el ímpetu libertario puede tratarse de una rebelión contra alguna injusticia establecida, favoreciendo así un nuevo progreso de la cultura y no dejando, por tanto, de ser compatible con ésta; pero también puede surgir del resto de la personalidad primitiva que aún no ha sido dominado por la cultura, constituyendo entonces el fundamento de una hostilidad contra la misma. Por consiguiente, el anhelo de libertad se dirige contra determinadas formas y exigencias de la cultura, o bien contra ésta en general. Al parecer, no existe medio de persuasión alguno que permita inducir al hombre a que transforme su naturaleza en la de una hormiga; seguramente jamás dejará de defender su pretensión de libertad individual contra la voluntad de la masa. Buena parte de las luchas en el seno de la Humanidad giran alrededor del fin único de hallar un equilibrio adecuado (es decir, que dé felicidad a todos) entre estas reivindicaciones individuales y las colectivas, culturales; uno de los problemas del destino humano es el de si este equilibrio puede ser alcanzado en determinada cultura o si el conflicto en sí es inconciliable.
Al dejar que nuestro sentido común nos señalara qué aspectos de la vida humana merecen ser calificados de culturales, hemos logrado una impresión clara del conjunto de la cultura, aunque por el momento nada hayamos averiguado que no fuese conocido por todo el mundo. Al mismo tiempo, nos hemos cuidado de caer en el prejuicio general que equipara la cultura a la perfección, que la considera como el camino hacia lo perfecto, señalado a los seres humanos. Pero aquí abordamos cierta concepción que quizá conduzca en otro sentido. La evolución cultural se nos presenta como un proceso peculiar que se opera en la Humanidad y muchas de cuyas particularidades nos parecen familiares. Podemos caracterizarlo por los cambios que impone a las conocidas disposiciones instintuales del hombre, cuya satisfacción es, en fin de cuentas, la finalidad económica de nuestra vida. Algunos de estos instintos son consumidos de tal suerte que en su lugar aparece algo que en el individuo aislado calificamos de rasgo del carácter. El erotismo anal del niño nos ofrece el más curioso ejemplo de tal proceso. En el curso del crecimiento, su primitivo interés por la función excretora, por sus órganos y sus productos, se transforma en el grupo de rasgos que conocemos como ahorro, sentido del orden y
limpieza, rasgos valiosos y loables como tales, pero susceptibles de exacerbarse hasta un grado de notable predominio, constituyendo entonces lo que se denomina «carácter anal». No sabemos cómo sucede esto; pero no se puede poner en duda la certeza de tal concepción. Ahora bien: hemos comprobado que el orden y la limpieza son preceptos esenciales de la cultura, por más que su necesidad vital no salte precisamente a los ojos, como tampoco es evidente su aptitud para proporcionar placer. Aquí se nos presenta por vez primera la analogía entre el proceso de la cultura y la evolución libidinal del individuo.
Otros instintos son obligados a desplazar las condiciones de su satisfacción, a perseguirla por distintos caminos, proceso que en la mayoría de los casos coincide con el bien conocido mecanismo de la sublimación (de los fines instintivos) mientras que en algunos aún puede ser distinguido de ésta. La sublimación de los instintos constituye un elemento cultural sobresaliente, pues gracias a ella las actividades psíquicas superiores, tanto científicas como artísticas e ideológicas, pueden desempeñar un papel muy importante en la vida de los pueblos civilizados. Si cediéramos a la primera impresión, estaríamos tentados a decir que la sublimación es en principio, un destino instintual impuesto por la cultura; pero convendrá reflexionar algo más al respecto.
Por fin, hallamos junto a estos dos mecanismos un tercero, que nos parece el más importante, pues es forzoso reconocer la medida en que la cultura reposa sobre la renuncia a las satisfacciones instintuales: hasta qué punto su condición previa radica precisamente en la insatisfacción (¿por supresión, represión o algún otro proceso?) de instintos poderosos. Esta frustración cultural rige el vasto dominio de las relaciones sociales entre los seres humanos, y ya sabemos que en ella reside la causa de la hostilidad opuesta a toda cultura. Este proceso también planteará arduos problemas a nuestra labor científica: son muchas las soluciones que habremos de ofrecer. No es fácil comprender cómo se puede sustraer un instinto a su satisfacción; propósito que, por otra parte, no está nada libre de peligros, pues si no se compensa económicamente tal defraudación habrá que atenerse a graves trastornos.
Pero si pretendemos establecer el valor que merece nuestro concepto del desarrollo cultural como un proceso particular comparable a la maduración normal del individuo, tendremos que abordar sin duda otro problema, preguntándonos a qué factores debe su origen la evolución de la cultura, cómo surgió y qué determinó su derrotero ulterior.
HE aquí una tarea exorbitante, ante la que bien podemos confesar nuestro apocamiento. Veamos, pues, lo poco que de ella logré entrever.
El hombre primitivo, después de haber descubierto que estaba literalmente en sus manos mejorar su destino en la Tierra por medio del trabajo, ya no pudo considerar con indiferencia el hecho de que el prójimo trabajara con él o contra él. Sus semejantes adquirieron entonces, a sus ojos, la significación de colaboradores con quienes resultaba útil vivir en comunidad. Aún antes, en su prehistoria antropoidea, había adoptado el hábito de constituir familias, de modo que los