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Este texto reflexiona sobre el teatro en la era del capitalismo cultural y las desigualdades que genera en la distribución de recursos. El autor se preocupa por la falta de transparencia en la selección de proyectos teatrales y la necesidad de transformar el modo de producción radicalmente. Se abordan los casos locales y nacionales, desde la dinámica de las convocatorias de apoyos en mérida hasta la aprobación del artículo 226 bis de la ley del impuesto sobre la renta.
Qué aprenderás
Tipo: Apuntes
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¡No te pierdas las partes importantes!
El quehacer teatral en la era del capitalismo cultural.
Me siento frente al ordenador, la consigna de escribir algo sobre teatro que no sea
emprendido por Ricardo E. Tatto, repercute en mi cabeza. Sin embargo, las protagonistas de esta convocatoria editorial: las ideas, que asaltan mi pensamiento y se descuelgan hasta
hacer lo suyo sobre el teclado, no atinan a articularse en torno a un solo tema de dos que se disputan mi atención estos días: la respuesta de la escena local y nacional ante la violencia que las administraciones neoliberales han democratizado y los modelos de producción de ésa misma escena, tan atomizada que su apelativo de “comunidad teatral” suena a risa en medio del embate del sistema económico que dicta el canon a esos mismos modelos: el modo de producción capitalista. Cabe apuntar, para facilitar las cosas, que la violencia a la que nos referimos, comúnmente asociada a la así llamada “guerra contra el narcotráfico” que abandera el actual residente de Los Pinos, gerente de México, S. (nada) A. de C. (muy) V., es precisamente uno de los productos de dicho modo de producción, al que los hombres y las mujeres de teatro que, perdonando el eufemismo, “gozamos” de apoyos públicos en México queremos sumarnos sin criticarlo abierta ni radicalmente; es decir: de raíz. Porque una crítica a tal o cual proyecto, sin pasar ni posar la mirada al modo de producción en que se sustenta, es, apenas, a penas, un enojo personal o, en el mejor de los casos, un rencor colectivo que se disfraza de crítica para verse reducida en mera queja coyuntural. En Yucatán, al menos en Mérida, su ciudad capital, la dinámica de quejarnos por la repartición de las migajas que el Estado depara a quienes participamos en la producción de espectáculos escénicos no es muy diferente a la que se puede observar en otros lugares del país ni en otros sectores de la producción artística y cultural. Mientras escribo estas líneas, por ejemplo, el Ayuntamiento de Mérida está a un par de días de publicar los resultados de su convocatoria para presentar proyectos susceptibles de ser financiados en el marco del Festival de la Ciudad que se celebrará en 2011; esos resultados se han ido filtrando ya, de modo que la publicación oficial sólo corroborará la información que de suyo ya ha comenzado a generar algunos disgustos. Sobra decir que ninguna de estas molestias se
traducirá en una petición formal de rendición de cuentas sobre los criterios de selección y distribución de apoyos. Ahora bien, si yo me equivocara y dicha petición se formalizara, quizás habría una respuesta satisfactoria por parte de las autoridades correspondientes; pero, no parece ser ése el signo característico en todos los casos. El más cuestionado es el de la Compañía Estatal de Teatro de Yucatán «Balts’am», dirigida por el maestro Francisco Marín, un hombre de teatro al que quiero y admiro, con una trayectoria indiscutible de 40 años recién cumplidos sobre las tablas. No obstante, la aparente falta de transparencia acerca de cómo se elige cada nuevo proyecto de la Compañía, cómo se designa al director artístico de cada puesta en escena, cómo se conforman los repartos de cada montaje, cómo se usan los recursos económicos que otorga el Estado para cada producción y cómo se piensa que sus productos estén al alcance de viejos y nuevos (potenciales) públicos, ha puesto en entredicho no sólo el de por sí harto cuestionado quehacer administrativo del Instituto de Cultura de Yucatán (ICY) en esta materia; sino, también, el propio oficio del maestro Marín al frente del proyecto teatral más importante de la administración de Ivonne Ortega Pacheco. Voy de lo local a lo nacional. Así, no puedo dejar de pensar que la aprobación del Artículo 226 bis de la Ley del Impuesto Sobre la Renta (LISR) para la creación de un fideicomiso que beneficie la producción teatral en nuestro país (iniciativa que no sólo aplaudimos sino que haciendo uso de las llamadas “redes sociales” secundamos) pronto será la diana hacia la que apuntemos las más enconadas de nuestras desarticuladas críticas si no construimos los espacios de reflexión, discusión, regulación y dictaminación que la modificación legal exige a contracorriente de una distribución centralizada de los recursos federales que sin reglas claras ni procedimientos bien vinculados entre sí propiciarán, como
«que nos demos en la madre entre nosotros»: en vísperas de la aprobación del 226 bis de la LISR, Juan Carlos Bonet escribía: «Ya veo a la comisión que se formará para decidir qué proyectos son susceptibles de tales apoyos, decidiendo […] qué es bueno y qué no lo es […] De mí se acordarán cuando haya un puto contadorcito y una ‹vaca sagrada› de nuestro teatro decidiendo los destinos de esos ínfimos 50 millones. A ver quién es el primero de