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El placer del texto, de Roland Barthes, Apuntes de Teoría de la Literatura

La teoria de Barthes sobre la nocion del placer en la literatura

Tipo: Apuntes

2024/2025

Subido el 08/04/2025

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EL PLACER DEL TEXTO
Barthes
La única pasión de mi vida ha sido el miedo
Hobbes
El placer del texto: tal es el simulador de Bacon, quien pude decir: nunca excusarse,
nunca explicarse. Nunca niega nada: "Desviaré mi mirada, esta será en adelante mi
única negación"
Ficción de un individuo (algún M. Teste al revés) que aboliría en mismo las
barreras, las clases, las exclusiones, no por sincretismo sino por simple
desembarazo de ese viejo espectro: la contradicción lógica; que mezclaría todos los
lenguajes aunque fuesen considerados incompatibles; que soportaría mudo todas
las acusaciones de ilogicismo, de infidelidad; que permanecería impasible delante
de la ironía socrática (obligar al otro al supremo oprobio: contradecirse) y el terror
legal (¡cuántas pruebas penales fundadas en una psicología de la unidad!). Este
hombre sería la abyección de nuestra sociedad: los tribunales, la escuela, el
manicomio, la conversación harían de él un extranjero: ¿quién sería capaz de
soportar la contradicción sin vergüenza? Sin embargo este contra-héroe existe: es el
lector del texto en el momento en que torna su placer. En ese momento el viejo mito
bíblico cambia de sentido, la confusión de lenguas deja de ser un castigo, el sujeto
accede al goce por la cohabitación de los lenguajes que trabajare conjuntamente el
texto de placer en una Babel feliz.
(Placer/goce: en realidad, tropiezo, me confundo; terminológicamente esto vacila
todavía. De todas maneras habrá siempre un margen de indecisión, la distinción no
podrá ser fuente de seguras clasificaciones, el paradigma se deslizará, el sentido
será precario, revocable, reversible, el discurso será incompleto.)
Si leo con placer esta frase, esta historia o esta palabra es porque han sido escritas
en el placer (este placer no está en contradicción con las quejas del escritor). Pero,
¿y lo contrario? ¿Escribir en el placer, me asegura a mí, escritor, la existencia del
placer de mi lector? De ninguna manera. Es preciso que yo busque a ese lector (que
lo `'rastree") sin saber dónde está. Se crea entonces un espacio de gocé, No es la
"persona" del otro lo que necesito, es el espacio: la posibilidad de una dialéctica del
deseo, de una imprevisión del goce: que las cartas no estén echadas sino que haya
juego todavía.
Me presentan un texto, ese texto me aburre, se diría que murmura. El murmullo del
texto es nada más que esa espuma del lenguaje que sé forma bajo el efecto de tara
simple necesidad de escritura. Aquí no se está en la perversión sino en la demanda.
Escribiendo su texto-,--el escriba toma un lenguaje de bebé glotón: imperativo,
automático, sin afecto, una mínima confusión de clics (esos fonemas lácteos que el
maravilloso jesuita van Ginneken ubicaba entre la escritura y el lenguaje son los
movimientos de una succión sin objeto, de una indiferenciada oralidad separada de
aquella que produce los placeres de la gastrosofía y del lenguaje. Usted se dirige a
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EL PLACER DEL TEXTO

Barthes La única pasión de mi vida ha sido el miedo Hobbes El placer del texto: tal es el simulador de Bacon, quien pude decir: nunca excusarse, nunca explicarse. Nunca niega nada: "Desviaré mi mirada, esta será en adelante mi única negación" Ficción de un individuo (algún M. Teste al revés) que aboliría en sí mismo las barreras, las clases, las exclusiones, no por sincretismo sino por simple desembarazo de ese viejo espectro: la contradicción lógica; que mezclaría todos los lenguajes aunque fuesen considerados incompatibles; que soportaría mudo todas las acusaciones de ilogicismo, de infidelidad; que permanecería impasible delante de la ironía socrática (obligar al otro al supremo oprobio: contradecirse) y el terror legal (¡cuántas pruebas penales fundadas en una psicología de la unidad!). Este hombre sería la abyección de nuestra sociedad: los tribunales, la escuela, el manicomio, la conversación harían de él un extranjero: ¿quién sería capaz de soportar la contradicción sin vergüenza? Sin embargo este contra-héroe existe: es el lector del texto en el momento en que torna su placer. En ese momento el viejo mito bíblico cambia de sentido, la confusión de lenguas deja de ser un castigo, el sujeto accede al goce por la cohabitación de los lenguajes que trabajare conjuntamente el texto de placer en una Babel feliz. (Placer/goce: en realidad, tropiezo, me confundo; terminológicamente esto vacila todavía. De todas maneras habrá siempre un margen de indecisión, la distinción no podrá ser fuente de seguras clasificaciones, el paradigma se deslizará, el sentido será precario, revocable, reversible, el discurso será incompleto.) Si leo con placer esta frase, esta historia o esta palabra es porque han sido escritas en el placer (este placer no está en contradicción con las quejas del escritor). Pero, ¿y lo contrario? ¿Escribir en el placer, me asegura a mí, escritor, la existencia del placer de mi lector? De ninguna manera. Es preciso que yo busque a ese lector (que lo `'rastree") sin saber dónde está. Se crea entonces un espacio de gocé, No es la "persona" del otro lo que necesito, es el espacio: la posibilidad de una dialéctica del deseo, de una imprevisión del goce: que las cartas no estén echadas sino que haya juego todavía. Me presentan un texto, ese texto me aburre, se diría que murmura. El murmullo del texto es nada más que esa espuma del lenguaje que sé forma bajo el efecto de tara simple necesidad de escritura. Aquí no se está en la perversión sino en la demanda. Escribiendo su texto-,--el escriba toma un lenguaje de bebé glotón: imperativo, automático, sin afecto, una mínima confusión de clics (esos fonemas lácteos que el maravilloso jesuita van Ginneken ubicaba entre la escritura y el lenguaje son los movimientos de una succión sin objeto, de una indiferenciada oralidad separada de aquella que produce los placeres de la gastrosofía y del lenguaje. Usted se dirige a

mí para que yo lo lea, pero yo no soy para usted otra cosa que esa misma apelación; frente a sus ojos no soy el sustituto de nada, no tengo ninguna figura (apenas la de la Madre) ; no soy para usted ni un cuerpo, ni siquiera un objeto (cosa que me importaría muy poco en tanto no hay en mí un alma que reclama su reconocimiento), sino solamente un campo, un fondo de expansión. Finalmente se podría decir que ese texto usted lo ha escrito fuera de todo goce y en conclusión ese texto-murmullo es un texto frígido, como lo es toda demanda antes que se forme en ella el deseo, la neurosis. La neurosis es un mal menor: no en relación a la "salud" sino en relación a ese "imposible" del que hablaba Bataille ("La neurosis es la miedosa aprehensión de un fondo imposible", etc.) ; pero ese mal menor es el único que permite escribir (y leer). Se acaba por lo tanto en esta paradoja: los textos como los de Bataille -o de otros- que han sido escritos contra la neurosis, desde el seno mismo de, la locura, tienen en ellos, si quieren ser leídos, ese poco de neurosis necesario para seducir a sus lectores: estos textos terribles son después de todo textos coquetos. Todo escritor, dirá entonces: loco no puedo, sano no querría, sólo soy siendo neurótico. El texto que usted escribe debe probarme que me desea. Esa prueba existe: es la escritura. La escritura es esto: la ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra (de esta ciencia no hay más que un tratado: la escritura misma). Sade: el placer de la lectura proviene indirectamente de ciertas rupturas (o dé ciertos choques): códigos antipáticos (lo noble y lo trivial, por ejemplo) entran en contacto; se crean neologismos pomposos e irrisorios; mensajes pornográficos se moldean en frases tan puras que se las tomaría por ejemplos gramaticales. Como dice la teoría del texto: la lengua es redistribuida. Pero esta redistribución se hace siempre por ruptura. Se trazan dos límites: un límite prudente, conformista, plagiario (se trata de copiar la lengua en su estado canónico tal como ha sido fijada por la escuela, el buen uso, la literatura, la cultura), y otro límite, móvil, vacío (apto para tomar no importa qué contornos) que no es más que el lugar de su efecto: allí donde se entrevé la muerte del lenguaje. Esos dos límites -el compromiso que ponen en escena- son necesarios. Ni la cultura ni su destrucción son eróticos: es la fisura entre una y otra la que se vuelve erótica. El placer del texto es similar a ese instante insostenible, imposible, puramente novelesco que el libertino gusta al termino de una ardua maquinación haciendo cortar la cuerda que lo tiene suspendido en el momento mismo del goce. Tal vez haya aquí un medio para evaluar las obras de la modernidad: su valor provendría de su duplicidad, entendiendo por esto que tales obras poseen siempre dos límites. El límite subversivo puede parecer privilegiado porque es el de la violencia, pero no es la violencia la que impresiona al placer, la destrucción no le interesa, lo que quiere es el lugar de una pérdida, es la fisura, la ruptura, la deflación, el fading que se apodera del sujeto en el centro riel goce. La cultura vuelve entonces bajo cualquier forma, pero como límite. Evidentemente sobre todo (es allí donde el. límite será más nítido) bajo la forma de tina materialidad pura: ,la lengua, su léxico, su métrica, su prosodia. En Lois, de Philippe Sollers, todo está atacado, desconstruido: los edificios ideológicos, las solidaridades intelectuales, la

grandes placeres, de una manera tan radicalmente ambigua (ambigua hasta la raíz) que el texto no cae nunca bajo la buena conciencia (y la mala fe) de la parodia (de la risa castradora, de lo "cómico que hace reír"). ¿El lugar más erótico de un cuerpo no está acaso allí donde la vestimenta se abre? En la perversión (que es el régimen del placer textual) no hay "zonas erógenas" (expresión por otra parte bastante inoportuna) ; es la intermitencia, como bien lo ha dicho el psicoanálisis, la que es erótica: la de la piel que centellea entre dos piezas (el pantalón y el pulóver), entre dos bordes (la camisa entreabierta, el guante y la manga) ; es ese centelleo el que seduce, o mejor: la puesta en escena de una aparición-desaparición. No se trata aquí del placer del strip-tease corporal o del suspenso narrativo. En uno y otro caso no hay desgarradura, no hay bordes sino un develamiento progresivo: toda la excitación se refugia en la esperanza de ver el sexo (sueño del colegial) o de conocer el fin de la historia (satisfacción novelesca). Paradójicamente (en tanto es de consumo masivo), es un placer mucho más intelectual que el otro: placer edípico (desnudar, saber, conocer el origen y el fin) si es verdad que todo relato (todo develamiento de la verdad) es urca puesta en escena del Padre (ausente, oculto o hipostasiado), lo que explicaría la solidaridad de las formas narrativas, de .las estructuras familiares y de las interdicciones de desnudez -reunidas todas entre nosotros- en el mito de Noé cubierto por sus hijos. Sin embargo, el relato más clásico (una novela de Zola, de Balzac, de Dickens, de Tolstoi) lleva en si una especie de tmesis debilitada: no lo leemos enteramente con la misma intensidad de lectura, se establece un ritmo audaz poco respetuoso de la integridad del texto; la avidez misma del conocimiento nos arrastra a sobrevolar o a encabalgar ciertos pasajes (presentados como "aburridos") para reencontrar lo más rápidamente posible los lugares quemantes de la anécdota (que són siempre sus articulaciones: lo que hace avanzar el develamiento del enigma o del destino): saltamos impunemente (nadie nos ve) las descripciones, las explicaciones, las consideraciones, las conversaciones; nos parecemos a un espectador de cabaret que subiendo al escenario apresurara el striptease de la bailarina quitándole rápidamente sus vestidos, pero siguiendo el orden establecido, es decir: respetando por .un lado y precipitando por el otro los episodios del rito (como un sacerdote que tragase su misa). La tmesis, fuente o figura del placer, enfrenta aquí los limites prosaicos: opone aquello que es útil para el conocimiento del secreto y aquello que no lo es; es una fisura producida por un simple principio de funcionalidad, no se produce en la estructura misma del lenguaje sino solamente en el momento de su consumo; el autor no puede preverla: no puede querer escribir lo que no se leerá. Y, sin embargo, es el ritmo de lo que se lee y de lo que no se lee aquello que' construye el placer de los grandes relatos: ¿se ha leído alguna vez a Proust, Balzac o La guerra y la paz palabra por palabra? (El encanto de Proust: de una lectura a otra no se saltan los mismos pasajes.) Lo que me gusta en un relato no es directamente su contenido ni su estructura sino más bien las rasgaduras que le impongo a su bella envoltura: corro, salto, levanto la cabeza y vuelvo a sumergirme. Nada que ver con el profundo desgarramiento que el texto de goce imprime al lenguaje mismo y no a la simple temporalidad de su lectura.

Por lo tanto hay dos regímenes de lectura: una va directamente a las articulaciones de la anécdota, considera la extensión del texto, ignora los juegos del lenguaje (si leo a Julio Verne voy rápido: pierdo el discurso, y, sin embargo, mi lectura no está fascinada por ninguna pérdida verbal, en el sentido que esta palabra puede tener en espeleología) ; la otra lectura no deja nada: pesa el texto y ligada a él lee, si así puede decirse, con aplicación y ardientemente, atrapa en cada punto del texto el asíndeton que corta los lenguajes, y no la anécdota: no es la' ex-. tensión (lógica) que la cautiva, el deshojamiento de las verdades sino la superposición de los niveles de la significancia; como en el juego de la mano caliente la excitación no proviene de un apuro por pleitear sino de una especie de estrépito vertical (la verticalidad del lenguaje y de su destrucción) ; es en el momento en que cada mano (diferente) salta sobre la otra (y no una después de la otra) cuando se produce el agujero y arrastra al sujeto del juego -el sujeto del texto. Pero paradójicamente (en tanto la opinión cree que es suficiente con ir rápido para no aburrirse) esta segunda lectura aplicada (en sentido propio) es la que conviene al texto moderno, al texto-límite. Leed lentamente, leed todo de una novela de Zola y el libro se caerá de vuestras manos; leed rápido, por citas, un texto moderno y ese texto se vuelve opaco, precluido a vuestro placer: usted quiere que ocurra algo, pero no ocurre nada, pues lo que le sucede al lenguaje no le sucede al discurso: lo que "ocurre", aquello que "se va", la fisura de los dos bordes, el intersticio del goce, se produce en el volumen de los lenguajes, en la enunciación y no en la continuación de los enunciados: no devorar, no tragar sino masticar, desmenuzar minuciosamente; para leer a los autores de hoy es necesario reencontrar el ocio de las antiguas lecturas: ser lectores aristocráticos. Si acepto juzgar un texto según el placer no puedo permitirme decir: éste es bueno, este otro es malo. Son imposibles entonces los premios, la crítica, pues ésta implica un punto de vista táctico, un uso social y a menudo una garantía imaginaria. No puedo dosificar, imaginar que el texto sea perfectible, dispuesto a entrar en un juego de predicados normativos: es demasiado esto, no es suficiente esto otro; el texto (ocurre lo mismo con la voz que canta) no puede arrancarme sino un juicio no adjetivo: ¡es esto! Y todavía más: ¡es esto para mí! Este para mí no es subjetivo ni existencial sino nietzscheano ("...en el fondo no es siempre la misma cuestión: ¿Qué significa esto para mí?...''). El brío del texto (sin el cual en suma no hay texto) sería su voluntad de goce: allí mismo donde excede la demanda, sobrepasa el murmullo y trata de desbordar, de forzar la liberación de los adjetivos -que son las puertas del lenguaje por donde lo ideológico y lo imaginario penetran en grandes oleadas. Texto de placer: el que contenta, colma, da euforia; proviene de la cultura, no rompe con ella y está ligado a una práctico confortable de la lectura. Texto de goce: el qué pone en estado de pérdida, desacomoda (tal vez incluso hasta una forma de aburrimiento), hace vacilar los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector, la congruencia de sus gustos, de sus valores y de sus recuerdos, pone en crisis su relación con el lenguaje. Aquel que mantiene los dos textos en su campo y en su mano las riendas del placer y del goce es un sujeto anacrónico, pues participa al mismo tiempo y contradictoriamente en el hedonismo profundo de toda cultura (que penetra en el apaciblemente bajo la forma de un arte de vivir del que forman parte los libros

aeternitatis", los "zopyra", las nociones comunes, las asunciones fundamentales de la antigua filosofía). El texto tiene una forma humana: ¿es una figura, un anagráma del cuerpo? Sí, pero de nuestro cuerpo erótico. El placer del texto sería irreductible a su funcionamiento gramatical, (feno-textual) como el placer del cuerpo es irreductible a la necesidad fisiológica. El placer del texto es ese momento en que mi cuerpo comienza a seguir sus propias ideas -pues mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo. ¿Cómo obtener placer en un placer relatado (aburrimiento de los relatos de sueños, de los relatos parcelados)? ¿Cómo leer la crítica? Una sola posibilidad: puesto que en este caso soy un lector en segundo grado es necesario desplazar mi posición: en lugar de aceptar ser el confidente de ese placer crítico -medio seguro para no lograrlo-- puedo, por el contrario, volverme su "voyeur", observo clandestinamente el placer del otro, entro en la perversión; ante mis ojos el comentario se vuelve entonces un texto, una ficción, una envoltura fisurada. Perversidad del escritor (su placer de escribir no tiene función) ; doble y triple-perversidad del crítico y de su lector y así al infinito. Un texto sobre el placer sólo puede ser corto (así como se dice: ¿eso es todo? es un poco corto) porque el placer únicamente se deja decir en forma indirecta a través de una reivindicación (yo tengo derecho al placer), y por lo tanto no se puede salir de una dialéctica breve, en dos tiempos: el tiempo de la doxa, de la opinión, y el de la paradoxa, de la impugnación. Falta un tercer término distinto del placer y de su censura: ese término está postergado para más tarde, y en tanto se sujete al nombre mismo del "placer", todo texto sobre el placer será siempre dilatorio: será siempre una introducción a aquello que no se escribirá jamás. En forma similar a esas producciones del arte contemporáneo que agotan su necesidad inmediatamente después de ser vistas (puesto que verlas es comprender inmediatamente la finalidad destructiva con la que están expuestas: no hay en ellas ninguna duración contemplativa o deleitable), esta introducción sólo podría repetirse sin introducir nunca a nada. El placer del texto no es forzosamente un placer de tipo triunfante, heroico, musculoso. Ninguna necesidad de cimbrearse. Mi placer puede tomar muy bien la forma de una deriva. La deriva adviene cada vez que no respeto el todo, y que a fuerza de parecer arrastrado aquí y allá al capricho de las ilusiones, seducciones e intimidaciones de lenguaje como un corcho sobre una ola, permanezco inmóvil haciendo eje sobre el goce intratable que me liga al texto (al mundo). Hay deriva cada vez que el lenguaje social, el sociolecto, me abandona (como se dice: me abandonan las fuerzas). Por eso otro nombre de la deriva sería lo Intratable --o incluso la Necedad. Sin embargo, si se la alcanzara, decir la deriva sería hoy un discurso suicida. Placer del texto, texto de placer; estas expresiones son ambiguas porque no hay una palabra francesa para cubrir simultáneamente el placer (la satisfacción) y el goce (la desaparición). El "placer" es aquí (y sin poder prevenir) extensivo al goce tanto como le es opuesto. Por lo tanto debo acomodarme a esta ambigüedad, pues,

por una parte, tengo necesidad de un "placer" general cada vez que es necesario referirme a un exceso del texto, a lo que en él excede toda función (social) y todo funcionamiento (estructural); y por otra, tengo necesidad de un "placer" particular, simple parte del Todo-placer, cada vez que necesito distinguir la euforia, el colmo, el confort (sentimiento de completud donde penetra libremente la cultura), del sacudimiento, del temblor, de la pérdida propios del goce. Estoy obligado a esta ambigüedad porque no puedo depurar a la palabra "placer" de los sentidos que ocasionalmente no necesito: no puedo- impedir que en francés "placer" reenvíe simultáneamente a una generalidad ("principios de placer") y a una miniaturización ("Los tontos están en la tierra para nuestros pequeños placeres"). Por lo tanto estoy obligado a dejar que el enunciado de mi texto se deslice en la contradicción. ¿Será el placer un goce reducido? ¿Será el goce un placer intenso? ¿Será el placer nada más que un goce debilitado, aceptado y desviado a través de un escalonamiento de conciliaciones? ¿Será el goce un placer brutal, inmediato (sin mediación)? De la respuesta (sí o no) depende la manera en que narraremos la historia de nuestra modernidad. Pues si digo que entre el placer y el goce no hay más que una diferencia de grado digo también que la historia ha sido pacificada: el texto de goce no será más que el desarrollo lógico, orgánico, histórico, del texto de placer, la vanguardia es la forma progresiva, emancipada, de la cultura pasada: el hoy sale del ayer, Robbe-Grillet está ya en Flaubert, Sollers, en Rabelais, todo Nicolás de Stael en dos centímetros cuadrados de Cézanne. Pero si por el contrario creo que el placer y el goce son fuerzas paralelas que no pueden encontrarse y que entre ellas hay algo más que un combate, una incomunicación, entonces tengo que pensar que la historia, nuestra historia, no es pacífica, ni siquiera tal vez inteligente, y que el texto del goce surge en ella siempre bajo la forma de un escándalo (de una falta de equilibrio), que es siempre la traza de un corte, de una afirmación (y no de un desarrollo) y que el sujeto de esta historia (ese sujeto que soy entre otros) lejos de poder apaciguarse llevando frontalmente el gusto de obras antiguas y el sostén de obras modernas en un bello movimiento dialéctico de síntesis, es una "contradicción viviente": un sujeto dividido que goza simultáneamente a través del texto de la consistencia de su yo y de su caída. Por otra parte, proveniente del psicoanálisis, tenemos un medio indirecto de fundar la oposición entre texto de placer y texto de goce: el placer es, decible, el goce no lo es. El goce es in-decible, inter-dicto: Remito a Lacan ("Lo que hay que reconocer es que el goce como tal está inter-dicto a quien habla, o más aún que no puede ser dicho sino entre líneas") y a Leclaire ("... el que dice, por lo que dice, se prohibe el goce, o correlativamente, el que goza desvanece toda letra -y todo dicho posible- en lo absoluto de la anulación que celebra"). El escritor de placer (y su lector) acepta la letra; renunciando al goce tiene el derecho y el poder de decirlo: la letra es su placer, está obsesionado por ella, como lo están todos los que aman el lenguaje (no la palabra): los logófilos, escritores, corresponsales, lingüistas; es por lo tanto posible hablar de los textos de placer (aquellos que no ofrecen ningún debate con la anulación del goce) : la critica se ejerce siempre sobre textos de placer, nunca sobre textos de goce: Flaubert, Proust, Stendhal son comentados inagotablemente; la crítica dice entonces el goce vano del

mismo objeto. Pero la sociedad no tiene ninguna idea de esa división: ignora su propia perversión: "Las dos mitades en litigio tienen su parte: la pulsión tiene derecho a su propia satisfacción, la realidad recibe el respeto que le es debido: Pero -agrega Freud- lo único gratuito es la muerte, como cada uno sabe." Para el texto, la única gratuidad sería su propia destrucción: no escribir, no escribir más, salvo si se es siempre recuperado. Estar con quien se ama y pensar en otra cosa: es de esta manera que tengo los mejores pensamientos, que invento lo mejor v más adecuado para mi trabajo. Ocurre lo mismo con el texto: produce en mí el mejor placer si llega a hacerse escuchar indirectamente, si leyéndolo me siento llevado a levantar la cabeza a menudo, a escuchar otra cosa. No estoy necesariamente cautivado por el texto de placer; puede ser un acto sutil, complejo, sostenido, casi imprevisto: movimiento brusco de la cabeza como el de un pájaro que no oye nada de lo que escuchamos, que escucha lo que nosotros no oímos. ¿Por qué la, emoción sería antipática al goce (la he visto injusta y enteramente ubicada del lado de la sentimentalidad, de la ilusión moral)? Es una disensión, una frontera de desaparición: alguna cosa perversa debajo de las apariencias bien pensantes; tal vez sea al mismo tiempo la más sinuosa de las pérdidas pues contradice la regla general que quiere dar al goce una figura fija: fuerte, violenta, cruda, algo necesariamente musculoso, tenso, fálico. Contra la regla general: jamás dejarse embaucar por la imagen del goce, aceptar reconocerla cuando sobreviene una perturbación de la regulación amorosa (goce precoz, retrasado, exaltado, etc.) : ¿el amor-pasión como goce? ¿El goce como sabiduría (cuando llega a comprenderse a sí mismo fuera de sus propios prejuicios)? Nada que hacer: el aburrimiento no es simple. No se sale del aburrimiento (delante de una obra, o de un texto) con un gesto de fastidio o de prescindencia. De la misma manera que el placer del texto supone toda una producción indirecta, el aburrimiento no puede otorgarse la prerrogativa de ninguna espontaneidad: no hay aburrimiento sincero: si personalmente el texto-murmullo me aburre es porque en realidad no amo la demanda. ¿Pero si yo la amase (si .tuviese algún apetito maternal)? El aburrimiento no está lejos del goce: es el goce visto desde las costas del placer. Cuanto más una historia está contada de una manera decorosa, sin dobles sentidos, sin malicia, edulcorada, es mucho más fácil revertirla, ennegrecerla, leerla invertida (Mme. de Segur leída por Sade). Esta reversión, siendo pura producción, desarrolla soberbiamente el placer del texto. Leo en Bouvard et Pécuchet esta frase que me da placer: "Manteles, sábanas, servilletas colgaban verticalmente, agarradas por palillos de madera a las cuerdas tendidas." Gusto en ella un exceso de precisión, una especie de exactitud maníaca del lenguaje, una extravagancia de descripción (que es posible reencontrar en los textos de Robbe-Grillet). Se asiste a esta paradoja: la lengua literaria es trastornada, sobrepasada, ignorada, en la medida en que se ajusta a la lengua `'pura", a la lengua esencial, a la lengua gramatical (se sobrentiende que esta lengua no es más que una idea). La exactitud en cuestión no resulta de un aumento de los cuidados,

no es un plusvalor retórico, como si las cosas fuesen progresivamente mejor descritas sino de un cambio de código: el modelo (lejano) de la descripción no es más el discurso oratorio (no se "pinta" más), sino una especie de artefacto lexicográfico. El texto es un objeto fetiche y ese fetiche me desea. El texto me elige mediante toda una disposición de pantallas invisibles, de seleccionadas sutilezas: el vocabulario, las referencias, la legibilidad, etc.; y perdido en medio del texto (no por detrás como un deus ex-machina) está siempre el otro, el autor. Como institución el autor está muerto: su persona civil, pasional, biográfica, ha desaparecido; desposeída, ya no ejerce sobre su obra la formidable paternidad cuyo relato se encargaban de establecer y renovar tanto la historia literaria como la enseñanza y la opinión. Pero en el texto, de una cierta manera, yo deseo al autor: tengo necesidad de su figura (que no es ni su representación ni su proyección), tanto como él tiene necesidad de la mía (salvo si sólo "murmura"). Los sistemas ideológicos son ficciones (ídolos del teatro, hubiese dicho Bacon), novelas -pero novelas clásicas provistas (le intrigas, de crisis, de personajes buenos y malos (lo novelesco es otra cosa: un simple corte no estructurado, una diseminación de formas: la maya). Cada ficción está sostenida por un habla social, un sociolecto con el que se identifica: la ficción es ese grado de consistencia en donde se alcanza un lenguaje cuando se ha cristalizado excepcionalmente y encuentra una clase sacerdotal (oficiantes, intelectuales, artistas) para hablarlo comúnmente y difundirlo. "...Cada pueblo posee un universo de conceptos matemáticamente repartidos, y bajo la exigencia de la verdad, comprende que desde allí en adelante todo dios conceptual debe sólo ser buscado en su esfera" (Nietzsche): estamos todos capturados en la verdad de los lenguajes, es decir, en su regionalidad, arrastrados en la formidable rivalidad que reglamenta su vecindad. Pues cada habla (cada ficción) combate por su hegemonía y cuando obtiene el poder se extiende en lo corriente lo cotidiano volviéndose doxa, naturaleza: es el habla pretendidamente apolítica de los hombres políticos, de los agentes del Estado, de la prensa, de la radio, de la televisión, incluso el de la conversación; pero fuera del poder, contra el, la rivalidad renace, las hablas se fraccionan, luchan entre ellas. Una despiadada tópica regula la vida del lenguaje; el lenguaje proviene siempre de algún lugar: es un topos guerrero. El mundo del lenguaje (la logosfera) era representado como un inmenso y perpetuo conflicto de paranoias. Sólo sobreviven los sistemas (las ficciones, las hablas) suficientemente creadoras para producir una última figura, aquella que marca al adversario bajo un vocablo a medias científico, a medias ético, especie de torniquete que permite simultáneamente comprobar, explicar, condenar, vomitar, recuperar al enemigo, en una palabra: hacerle pagar. Entre otras, puede decirse de ciertas vulgatas: del habla marxista, para quien toda oposición es de clase; del habla psicoanalítica, para quien toda denegación es una confesión; del habla cristiana, para quien todo rechazo es demanda, etc. Fue sorprendente que el lenguaje del poder capitalista no comprendiese a primera vista tal figura de sistema (de la más

todo producto humano. Leemos un texto (de placer) como una mosca vuela en el volumen de una pieza, por vueltas bruscas, falsamente definitivas, apresuradas e inútiles: la ideología pasa sobre él texto y su lectura como el enrojecimiento sobre un rostro (en el amor algunos gustan eróticamente este rubor); todo escritor de placer tiene esos rubores imbéciles (Balzac, Zola, Flaubert, Proust: salvo tal vez Mallarme, dueño de sí mismo) : en el texto de placer las fuerzas contrarias no están en estado de represión sino en devenir: nada es verdaderamente antagonista, todo es plural. Atravieso sutilmente la noche reaccionaria. Por ejemplo, en Fecundidad de Zola la ideología es flagrante, particularmente pegajosa: naturalismo, familiarismo, colonialismo; eso no impide que continúe leyendo el libro. ¿Esta distorsión es banal? Es posible encontrar asombrosa la habilidad económica con la que el sujeto se escinde, dividiendo su lectura, resistiendo al contagio del juicio, a la metonimia de la satisfacción: ¿será que el placer vuelve objetivo? Algunos quieren un texto (un arte, una pintura) sin sombra separado de la "ideología dominante", pero es querer un texto sin fecundidad, sin productividad, un texto estéril (ved el mito de la Mujer sin Sombra). El texto tiene necesidad de su sombra: esta sombra es un poco de ideología; un poco de representación, un poco de sujeto: espectros, trazos, rastros, nubes necesarias: la subversión debe producir su propio claroscuro. (Se dice corrientemente: "ideología dominante". Esta expresión es incongruente ¿pues, qué es la ideología? Es precisamente la idea cuando domina: la ideología no puede ser sino dominante. Mientras qué es justo hablar de "ideología de la clase dominante" puesto que existe una clase dominada, es inconsecuente hablar de "ideología dominante" pues no hay ideología dominada: del lado de los "dominados" no hay nada, ninguna ideología, sino precisamente -y es el último grado de la alienación- la ideología que están obligados (para simbolizar, para vivir) a tomar de la clase que los domina. La lucha social no puede reducirse a la lucha entre dos ideologías rivales: lo que está en cuestión es la subversión de toda ideología). Es necesario marcar bien los imaginarios del lenguaje, a saber: la palabra coro, unidad singular, mónada mágica; el lenguaje como instrumento o expresión del pensamiento; la escritura como transliteración de la palabra; la carencia misma o la negación del lenguaje como fuerza primaria, espontánea, pragmática. Todos esos artefactos son asumidos por el imaginario de la ciencia (la ciencia como imaginario); la lingüística enuncia muy bien la verdad sobre el lenguaje pero solamente en esto: que ninguna ilusión consciente es realizada; es la definición misma de lo imaginario: la inconciencia del inconsciente. Ya es un primer trabajo restablecer en la ciencia del lenguaje aquello que le es atribuido fortuitamente, desdeñosamente y a veces directamente negado: la semiología (la estilística, la retórica, decía Nietzsche), la práctica, la acción ética, el "entusiasmo" (Nietzsche, otra vez). Un segundo trabajo es volver a colocar en la ciencia lo que va contra ella: en este caso el texto. El texto es el lenguaje sin su imaginario, es lo que falta á la ciencia del lenguaje para que sea revelada su importancia general (y no su particularidad tecnocrática). Todo lo que es apenas tolerado o rotundamente rechazado por la lingüística (como ciencia canónica, positiva) -la significancia, el goce es lo que precisamente retira, el texto de los imaginarios del lenguaje.

Sobre el placer del texto no es posible ninguna "tesis"; apenas una inspección (una introspección) abreviada. Eppure si gaude! Y sin embargo y a despecho de., todo gozo del texto. ¿Podemos al menos dar algunos ejemplos? Se podría pensar en una inmensa cosecha colectiva: se recogerían todos los textos que hubiesen dado placer a alguien (no importa el lugar de donde viniesen) y se revelaría ese cuerpo textual (corpus: está bien dicho) un poco como el psicoanálisis ha expuesto el cuerpo erótico del hombre. Sin embargo sería de temer que tal trabajo no alcanzaría más que a explicar los textos recogidos, habría una bifurcación inevitable del proyecto: no pudiendo decirse, el placer entraría en la vía general de las motivaciones, ninguna de las cuales podría ser definitiva (si alego aquí algunos placeres de texto es siempre de paso, (le una manera precaria, sin regularidad). En una palabra, tal trabajo no podría escribirse. No puedo irás que girar alrededor del tema -y por lo tanto vale más hacerlo breve y solitariamente antes que colectiva e interminablemente; es mejor renunciar a efectuar el paso del valor -fundamento de la afirmación a los valores, que son efectos de cultura. Como criatura de lenguaje, el escritor está siempre atrapado en la guerra de las ficciones (de las hablas) en la que solamente es un juguete puesto que el lenguaje que lo constituye (la escritura) está siempre fuera de lugar (es atópico). Por el simple efecto de la polisemia (estado rudimentario de la escritura) el compromiso combativo de una palabra literaria es, desde su origen, dudoso. El escritor está siempre sobre el trabajo ciego de los sistemas a la deriva; es un comodín, un maná, un grado cero, el muerto del bridge: necesario para el sentido (para el combate) pero en si mismo privado de sentido fijo; su lugar, su valor (de cambio) varía según los movimientos de la historia, de los golpes tácticos de la lucha: se le exige todo y/o nada. Está fuera del intercambio, sumergido en el no beneficio, el mushotoku zen, sin deseo de tomar nada si no el goce perverso de las palabras (pero el goce no es nunca un tomar: nada lo separa del satori, de la pérdida). Paradoja: esta gratuidad de la escritura (que se vincula por el goce con la gratuidad de la muerte) es silenciada por el-escritor: se contracta, se musculiza, riega la deriva, reprime el goce: hay muy pocos que combaten a la vez la represión ideológica y la represión libidinal (aquella que el intelectual hace pesar sobre si mismo: sobre su propio lenguaje). Leyendo un texto mencionado por Stendhal (pero que no es suyo) reencuentro a Proust en un detalle minúsculo. El obispo de Lescars designa a la nieta de su gran vicario con una serie de apóstrofes preciosos <ini nietecita, nti amiguita, mi linda morocha, ¡ah golositaD que resucitan en mí los cumplidos de las dos mensajeras del Gran Hotel de Balbec, Marie Geneste y Céleste Albaret, al narrador (¡Oh! diablito de cabellos de pájaro, ¡oh profunda malicia! ¡Ah juventud! ¡Ah hermosa piel!). De la misma manera, en Flaubert, son los durazneros normandos en flor que leo a partir de Proust. Saboreo el reino de las fórmulas, el trastrueque de los orígenes, la desenvoltura que hace prevenir el texto anterior del texto ulterior. Comprendo que para mí la obra de Proust es la obra de referencia, la mathesis general, el mandala de toda la cosmogonía literaria, como lo eran las Cartas de. Mme. de Sevigné para la abuela del narrador,, las novelas de caballerías para Don Quijote, etc.; esto no quiere decir que sea un "especialista" en Proust: Proust es lo que me llega, no lo

nuestra contradicción (histórica) es que la significancia (el goce) está enteramente refugiada en una alternativa excesiva: o bien en una práctica del mandarinato (alternativa (le una extenuación de la cultura burguesa), o bien en una idea utópica (la de una cultura del porvenir, surgida de una revolución radical, inaudita, imprevisible, de la cual el que hoy escribe sólo sabe una cosa: que tal como Moisés no entrará en ella). Carácter asocial del goce. Es la pérdida abrupta de la socialidad, y sin embargo no se produce subsecuentemente ninguna recaída sobre el sujeto (la subjetividad), la persona, la soledad: todo se pierde integralmente. Fondo extremo de la clandestinidad, negro cinematográfico. Todos los análisis socio-ideológicos concluyen en el carácter deceptivo de la literatura (lo que les quita un, poco de su pertenencia): en todo caso la obra sería finalmente escrita por un grupo socialmente decepcionado o impotente, fuera de combate por situación histórica, económica, política; la literatura sería la expresión de esta decepción. Estos análisis olvidan (y es normal puesto que son hermenéuticas fundadas en la investigación exclusiva del significado) el formidable reverso de la escritura: el goce, goce que puede explotar a través de los siglos fuera de ciertos textos, escritos sin embargo bajo el amparo de la más oscura y siniestra filosofía. El lenguaje que hablo en mí mismo no es de mi tiempo; por naturaleza está fijado en la sospecha ideológica; es preciso entonces que luche con él. Escribo porque no quiero las palabras que encuentro: por sustracción. Y al mismo tiempo, este penúltimo lenguaje es el de mi placer: leo a lo largo de las noches a Zola, a Proust, a Verne, Montecristo, las Memorias de un turista, e incluso a veces a Julien Green. Este es mi placer pero no mi goce. Mi goce sólo puede llegar con lo nuevo absoluto pues sólo lo nuevo trastorna (enferma) la conciencia (¿ocurre esto fácilmente?, no lo creo; nueve veces sobre diez lo nuevo no es más que el estereotipo de la novedad). Lo Nuevo no es una moda, es un valor fundamento de toda crítica: nuestra evaluación del mundo no depende ya, como en Nietzsche, al menos directamente, de la oposición entre lo noble y lo vil, sino de la oposición entre lo Antiguo y lo Nuevo (la erótica de lo Nuevo comenzó en el siglo XVIII: larga transformación en marcha). Para escapar a la alienación de la sociedad presente no existe más que este medio: la fuga hacia adelante: todo lenguaje antiguo está inmediatamente comprometido, y todo lenguaje deviene antiguo desde el momento en que es repetido. El lenguaje encrático (el que se produce y se extiende bajo la protección del poder) es estatutariamente un lenguaje de repetición; todas las instituciones oficiales de lenguaje son máquinas repetidoras: las escuelas, el deporte, la publicidad, la obra masiva, la canción, la información, repiten siempre la misma estructura, el mismo sentido, a menudo las mismas palabras: el estereotipo es un hecho político, la figura mayor de la ideología. Por el contrario lo Nuevo es el goce (Freud: "En el adulto, la novedad constituye siempre la condición del goce). De esto proviene la configuración actual de las fuerzas: por un lado una chatura masiva (ligada a la repetición del lenguaje) -chatura fuera del goce pero no forzosamente fuera del placer- y por el otro un arrebato desesperado que puede ir hasta la destrucción del discurso: una tentativa por hacer resurgir históricamente el goce reprimido bajo el estereotipo.

La oposición (el cuchillo del valor) no se da necesariamente entre los contrarios consagrados, nombrados (el materialismo y el idealismo, el reformismo y la revolución, etc.) sino que se da siempre y en toro.,- lados entre la excepción y la regla. La regla es el abuso, la excepción es el goce. Por ejemplo, en ciertos momentos es posible sostener la excepción de los Místicos. Todo, pero no la regla (la generalidad, el estereotipo, el idiolecto: el lenguaje consistente). Sin embargo se puede pretender lo contrario (de todas maneras no sería yo- quien lo pretendiese): la repetición engendraría por sí misma el goce. Los ejemplos etnográficos abundan: ritmos obsesivos, músicas fascinadoras, letanías, ritos, nembutsu búdico, etcétera; repetir hasta el exceso es entrar en la pérdida, en el cero del significado. Pero para que la repetición sea erótica es preciso que sea formal, literal, y en nuestra cultura esta rígida repetición (excesiva) deviene excéntrica, desplazada hacia ciertas regiones marginales de la música. La forma bastarda de la cultura de masas es la repetición vergonzosa: se repiten los contenidos, los esquemas ideológicos, el pegoteo de las contradicciones, pero se varían las formas superficiales: nuevos libros, nuevas emisiones, nuevos films, hechos diversos pero siempre el mismo sentido. En resumen, la palabra puede ser erótica bajo dos condiciones opuestas, ambas excesivas: si es repetida hasta el cansancio o, por el contrario, si es inesperada, suculenta por su novedad (en ciertos textos las palabras brillan, son como apariciones que distraen, incongruentes -importa poco que puedan parecer pedantes; personalmente me gusta esta frase de Leibniz: "... como si los relojes de bolsillo marcasen las horas por obra de cierta facultad horodeíctica , sin tener necesidad de engranajes, o como si los molinos triturasen el grano por una cualidad fracturante sin necesidad de muelas"). En ambos casos es la misma física del goce, el surco, la inscripción, la síncopa: tanto lo que es ahuecado, revuelto, o lo que estalla, desentona. El estereotipo es la palabra repetida fuera de toda magia, de todo entusiasmo, como si fuera natural, como por milagro esa palabra que se repite fuese adecuada en cada momento por razones diferentes, como si imitar pudiese no ser sentido como una imitación: palabra sin vergüenza que pretende la consistencia pero ignora su propia insistencia. Nietzsche ha hecho notar que la "verdad" no era más que la solidificación de antiguas metáforas. En ese sentido, el estereotipo es la vida actual de la "verdad", el rasgo palpable que hace transitar el ornamento inventado hacia la forma canónica, constrictiva, del significado. (Sería bueno imaginaruna nueva ciencia lingüística que no estudiase ya el origen de las palabras, la etimología, ni su difusión, la lexicología, sino el progreso de su solidificación, su espesamiento a lo largo del discurso histórico; sin duda esta ciencia sería subversiva, manifestando, más que el origen de la verdad, su naturaleza retórica, lingüística.) La desconfianza con respecto al estereotipo (ligado al goce de la palabra nueva o del discurso insostenible) es un principio (le inestabilidad absoluta que no respeta nada (ningún contenido, ninguna elección). La náusea llega en el momento en que el enlace de dos palabras importantes se sobrentiende. Y desde el momento en que una cosa está sobrentendida la abandono: es el goce. ¿Provocación inútil? En la novela de Poe, Valdemar, el moribundo magnetizado, sobrevive catalépticamente gracias a la repetición de las preguntas que le son dirigidas ("¿Duerme Sr.

puede mezclar los dos realismos, agrega a lo inteligible de lo "real" la cola fantasmática de la "realidad": sorpresa porque se comiese en 1 791 una "ensalada de naranjas al ron" como en nuestros actuales restoranes: esbozo de inteligible histórico y empecinamiento de la cosa (la naranja, el ron) por estar allí. Según parece un francés de cada dos no lee, la mitad de Francia está privada -se priva del placer del texto. Generalmente se deplora esta desgracia nacional desde un punto de vista humanista como si despreciando el libro los franceses renunciasen solamente a un bien moral, a un valor noble. Sería mejor hacer la sombría, la estúpida y trágica historia de todos los placeres objetados y reprimidos en las sociedades: hay un oscurantismo del placer. Aun si reubicamos el placer del texto en el campo de su teoría y no en el de su sociología (lo que lleva aquí a un discurso particular aparentemente privado de todo alcance nacional o social) sigue siendo una alienación política la que está en cuestión: la preclusión del placer (y mucho más del goce) en una sociedad trabajada por dos morales: una moral mayoritaria, de la mediocridad, la otra, grupuscular, del rigor (político y/o científico). Se diría que la idea de placer ya no halaga a nadie. Nuestra sociedad parece a la vez tranquila y violenta, pero sin lugar a dudas es frígida. La muerte del Padre suprimió muchos de los placeres (le la literatura. ¿Si ya no hay Padre para qué seguir contando historias? ¿Todo relato no se vincula con el Edipo? Contar no es siempre buscar el origen, decir sus querellas con la Ley, entrar en la dialéctica del enternecimiento y del odio? Hoy (lía se equivale de una misma manera el Edipo y el relato: no se ama, no se teme, no se cuenta _más. Como ficción, el Edipo servía para algo, para hacer buenas novelas, para narrrar bien (esto fue escrito después de ver City girl, de Murneau). Muchas lecturas son perversas, lo que implica una escisión. De la misma manera que el niño sabe que la madre no tiene pene y sin embargo cree que ella posee uno (Freud ha mostrado la rentabilidad de esta economía), el lector puede decir en todo momento: sé muy bien que no son más que palabras, pero de todas maneras... (me comnuevo como si estas palabras enunciaran una realidad). De todas las lecturas, la lectura trágica es la más perversa: obtengo placer escuchándome contar una historia cuyo final conoZ,co: sé i. no sé, hago frente a mí mismo como si no supiese: sé muy bien -que Edipo será descubierto, que Danton~será guillotinado, pero de todas maneras... En relación a la historia dramática -aquella en la que se ignora el final- hay desaparición del placer y progresión del goce (en la cultura de masa actual donde se efectúa un gran consumo de "dramáticas" hay por lo tanto poco goce). Proximidad (¿identidad?) del goce y del miedo. Lo que repugna en esta vinculación no es tanto la idea que el miedo es un sentimiento desagradable -idea banal-- sino que es un sentimiento mediocremente indigno, es el sentimiento descartado en todas las filosofías (salvo, creo, Hobbes: "la única pasión de mi vida ha sido el miedo"); la locura no lo tiene nunca en cuenta (salvo tal vez la locura pasada de moda: el Horla ), y esto le impide ser moderno: es una negación de la transgresión, una locura que deja en plena conciencia. Por una última fatalidad, el sujeto que

tiene miedo permanece siendo siempre un sujeto; tal vez pueda ser remplazado por la neurosis (se habla entonces de angustia, palabra noble, científica: pero el miedo no es la angustia). Estas mismas razones acercan el miedo al goce: el miedo es la clandestinidad absoluta no porque sea "inconfesable" (todavía hoy día es difícilmente confesable) sino porque escindiendo al sujeto, pero dejándolo intacto, no tiene a su disposición más que significantes similares: el lenguaje delirante no es posible para quien lo escucha nacer en él. "Escribo para no volverme loco", decía Bataille -queriendo decir que escribía la locura; pero ¿quién podría decir: "Escribo para no tener miedo"? ¿Quién podría escribir el miedo (lo que no quiere decir narrarlo)? El miedo no expulsa ni reprime ni realiza la escritura: gracias a la más inmóvil de las contradicciones, la escritura y el miedo coexisten separados. (Sin hablar del caso cuando escribir da miedo.) Un día, a medias dormido sobre el asiento de un bar, intentaba por juego enumerar todos los lenguajes que entraban en mi audición: músicas, conversaciones, ruidos de sillas de vasos, toda una estereofonía cuyo lugar ejemplar es una plaza de Tánger (descrita por Severo Sarduy). Todo esto hablaba en mi (es bien conocido) y esta palabra llamada "interior" era muy semejante al ruido de la plaza, a esa gradación de voces que me venían del exterior: yo mismo era un lugar público, un suk; pasaban en mí las palabras, los trozos de sintagmas, los finales de fórmulas, y ninguna frase se formaba, como si ésa hubiese sido la ley de ese lenguaje. Esta palabra, muy cultural y muy salvaje a la vez, era sobre todo lexical, esporádica, constituía en mí, a través de su flujo aparente, un discontinuo definitivo: esta no- frase no era algo informe que no poseyese el poder de acceder a la frase, que fuese algo antes de la frase, era más bien algo que eterna, soberbiamente, está fuera de la frase. En ese momento, virtualmente, se desplomaba toda esa lingüística que sólocree en la frase y que siempre ha atribuido una exorbitante dignidad a la sintaxis predicativa (como forma de una lógica, de una racionalidad); recordé este escándalo científico: no existe ninguna gramática locutiva (gramática de lo que se habla y no de lo que se escribe, y para comenzar: gramática del francés hablado). Estamos entregados a la frase (y de allí a la fraseología). La Frase es jerárquica: implica sujeciones, subordinaciones, reacciones internas. De ahí proviene su forma acabada, pues ¿cómo una jerarquía, podría permanecer abierta? La Frase está acabada, es precisamente. ese lenguaje que está acabado. En esto la práctica difiere de la teoría. La teoría (Chomsk3-) dice que la frase es en derecho infinita (infinitamente catalizable) pero la práctica obliga siempre a terminar la frase. "Toda actividad ideológica se presenta bajo la forma de enunciados composicionalmente acabados". También podemos tomar esta proposición de Julia Kristeva en su reverso: todo enunciado acabado corre el riesgo de ser ideológico. En efecto; es el poder de acabamiento el que define la maestría frástica y marca con una destreza suprema costosamente adquirida, conquistada, a los agentes de la Frase. El profesor es alguien que terminasus frases. El político entrevistado se preocupa visiblemente por imaginar un final a su frase: ¿y si olvidara lo que tiene que decir? ¡Toda su política se vería perjudicada! ¿Y el escritor? Valéry decía: "No se piensan palabras, solamente se piensan frases." Lo decía porque era escritor. Y