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a policía debe asumir un papel fundamental en escenarios consolidados, y aportar al proceso de construcción de paz, con énfasis en los procesos de mediación y resolución de conflictos, para garantizar la paz en las regiones y ambientes locales, y controlar la comisión de delitos y contravenciones
Tipo: Apuntes
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Doctor en Ciencias Políticas E-mail: gonzajar@orfila.mir.es
RESUMEN
Desde un enfoque más próximo a lo histórico-político que a la tradicional visión jurídica que se ha venido utilizando en los todavía escasos estudios que sobre la Policía se han realizado en España, se pretende delimitar, a partir de un breve recorrido por lo que ha sido la evolución his- tórica de la misma, el papel que a dicha institución le puede corresponder en la sociedad del siglo XXI.
Hablar de Policía significa remontarse a los orígenes de la constitución de los primeros núcleos de población organizada, como representación evidente de la autoridad ejercida por los que, en cada momento, detentaban el poder. Se puede decir, sin temor a equivocarse, que el servicio de policía es una actividad que, de una u otra manera, afecta a todos los ciudadanos en algún momento de su vida; de ahí que nadie ponga en duda la necesidad de su existencia, pues a todo Estado se le exige, por encima de cualquier otra consideración, que sea capaz de asegurar la tranquilidad del conjunto de los ciudadanos. Aunque son muchas las definiciones que en torno al concepto policía cir- culan entre los estudiosos del tema, con el fin de no perderse en debates teóri- cos y lograr un mínimo acuerdo sobre la cuestión objeto de análisis, parece
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adecuado echar mano de la definición que la Grand Enciclopédie (1910) reco- ge: «No se conoce apenas sociedad un poco organizada sin que exista un poder de policía que asegure a sus miembros la seguridad interior, que reprima y prevenga los delitos contra las personas y propiedades y, por otra parte, asegure la obediencia a los representantes del Estado y la aplicación de las disposiciones dictadas por los jefes.» Si existe un acuerdo muy generalizado respecto del relevante papel que la Policía desempeña dentro de su respectivo sistema sociopolítico, como institu- ción encargada de determinar los límites de la libertad —rasgo esencial de garantía de dicho sistema que, para Bayley (1985), constituye la «quintaesencia de la función gubernamental» —, llama la atención la escasez de estudios dedica- dos a tales cuestiones, si se compara con los dedicados a instituciones como el Parlamento, el Ejército, el Gobierno o la Administración en general. Para dicho autor, tres serían las razones de tal abandono. La primera, no haber considerado a la Policía como actor decisivo en los eventos históricos más trascendentales de la historia, al estimar los científicos sociales que se esta- ba ante actividades profesionales rutinarias de escaso prestigio, a diferencia de la imagen heroica con que se representaba a los militares; en ese sentido, el mismo Bayley justifica esa situación tanto en el sistema de reclutamiento de los policías entre las clases más bajas de la sociedad como en el uso de la violencia en conflictos internos, lo que le confiere un carácter más bien sórdido y poco honorable. Las otras dos serían: una larga tradición de secreto en sus actuaciones —Lapierre (1973: 18) afirma que «la Policía está más dispuesta a recoger infor- maciones sobre otros grupos que a darlas sobre ella misma» —, considerada como una imprescindible necesidad funcional, y, por último, los juicios y reacciones que la misma genera ante la comunidad científica. Respecto a esta última cues- tión hay que decir que los mismos suelen ser contradictorios, al estar condicio- nados tanto por sentimientos de afecto, más o menos sinceros o interesados, como por prejuicios ideológicos o partidistas, lo que provoca enfoques ya sean apologéticos o descalificadores, lo que, en uno y otro caso, impide la necesaria neutralidad que debe exigirse a todo análisis que se precie de riguroso. Si bien es cierto que el trabajo de los investigadores suele generar en los policías sospechas de intenciones perversas e incluso subversivas, aquéllos rece- lan por sistema de las informaciones que éstos les facilitan, ya que, en el caso de asumir los presupuestos oficiales, podrían ser considerados como cómplices de las estructuras de poder. Por todo ello, pronunciarse y, en mayor medida, dedicarse de manera específica a cuestiones relacionadas con la Policía resulta no sólo incómodo, sino de dudosa rentabilidad dentro de los ámbitos institu- cionales públicos, llegando todavía a provocar un no indisimulado malestar en la mayoría de círculos universitarios. El enfoque utilizado aquí será el histórico-político, en la medida que se tratará de analizar la vinculación que, a lo largo de la no muy dilatada historia de la Policía —entendida en el sentido moderno del término—, se ha produci-
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sobre la moderna idea policial de prevención del delito y captura del delin- cuente. La concepción ilustrada (siglo xvm) supuso, respecto al pasado, un salto cualitativamente importante, pues entendía el progreso como el avance de la conciencia y la práctica de la libertad, al que, en una concepción más econo- micista, se identificaba con el desarrollo de la ciencia y de la técnica aplicadas, planteamientos que no tenían por qué ser excluyentes, en la medida que el desarrollo económico posibilitaba a menudo mayores espacios de libertad, sin que nunca pudiese primar la vertiente económica sobre la de la libertad. En esa época en España, los incipientes Cuerpos de seguridad se dedican preferentemente a finalidades represoras de desórdenes públicos, dejando en un segundo plano la labor investigadora de la delincuencia común o la asistencial, mientras el Ejército sigue siendo el elemento básico del modelo de seguridad. Una variante de este modelo —la denominada doctrina Mansfield — estuvo vigente a lo largo de ese siglo en el área anglosajona, basada en la utilización extraordinaria del Ejército en el mantenimiento del orden público, siempre sometido a las órdenes de la autoridad civil que solicitase la intervención, y la creación de unas fuerzas civiles locales para el desarrollo de funciones policiales. En relación con esta última cuestión se constata cómo, desde la aparición en Europa de los modernos Estados, a diferencia de lo que ocurriría en Inglate- rra, tradicionalmente los diferentes gobiernos no permitieron desarrollar modelos de Policía de ámbito local. A lo largo de este período, y debido a la ausencia de objetivos claros, no existe planificación alguna y sí una constante indefinición de funciones. A falta de una verdadera profesionalización, la Poli- cía se ve convertida casi en exclusiva en un aparato de represión. Cuando la Revolución francesa consagra el principio fundamental de que la ley es la garantía de los derechos del ciudadano se pone fin al despotismo, incluida su variante más moderna de despotismo ilustrado, y, al menos en Francia, en palabras de Ballbé (1983: 40), se consagra el «acta de defunción del Antiguo Régimen». En el artículo 12 de la Declaración de Derechos del Hom- bre y del Ciudadano se establece que: «La garantía de los derechos del hombre y del ciudadano necesita de una fuerza pública. Esta fuerza se instituye, por tanto, para beneficio de todos y no para la utilidad de aquellos que la tienen a su cargo». El profesor Loubet reflexiona en torno a cómo, en el momento en que se percibe la necesidad de crear esa fuerza pública que ampare al nuevo poder político, se plantean una serie de cuestiones que han seguido manteniéndose hasta la actualidad y que constituyen la esencia de la misma: ¿En qué consiste? ¿A quién pertenece? ¿Quién la dirige? ¿Cuándo debe emplearse? ¿Con qué pro- cedimientos? ¿Qué tipo de controles se establecerán? El liberalismo imperante a lo largo de todo el siglo XIX servirá para con- frontar los dos modelos más importantes de Policía: el anglosajón (inglés) y el continental (francés). El primero, también denominado por Loubet (1992: 25) Policía del Pueblo, surge de demandas fruto de una autorregulación social, y el segundo, Policía del Príncipe, en el que priman consideraciones políticas para
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la construcción del Estado. Dicho autor establece con los dos modelos una relación entre legitimidad del sistema político y recurso a la coacción, de tal manera que si al centralizado, militarizado y alejado de la sociedad le corres- ponde un menor nivel de apoyos y legitimidad y más empleo de la fuerza físi- ca, al descentralizado, civil y próximo al ciudadano se le atribuye un mayor nivel de apoyos y legitimidad y menor recurso a la coacción. El modelo continental europeo se caracterizaba por estructuras organizati- vas militarizadas, despliegue en forma de tela de araña a lo ancho de todo el territorio, fuerte centralización con un sistema de información a nivel nacional y distante de la sociedad a la que tenía que controlar, cuyo paradigma será el creador de la Policía francesa, Fouché, expandida a todo el territorio y estatali- zada, a partir de 1880, con los omnipresentes comisarios generales a la cabeza. Es en base a esos presupuestos cómo, en palabras de López Garrido (1987: 41), «la policía deviene puro medio de gobierno». En el caso español —variante de este último—, a la hora de optar entre autoridad y libertad, se decantó indiscutiblemente por la primera; de ahí que Ballbé (1983: 49) lo considere como un «liberalismo de corte militarista». La Constitución de 1812 contiene dos rasgos básicos y característicos del mismo: ausencia de una amplia declaración de derechos y libertades y especial regula- ción del orden público, de la Administración encargada de mantenerlo y de su relación con el Derecho militar. Frente a ese modelo, el anglosajón establece, en base a una larga tradición inglesa anterior incluso al siglo XVII contraria a la aplicación del Derecho mili- tar a los civiles, una tajante separación entre Ejército y Policía y vinculación al poder local. En 1829, R. Peel funda el Cuerpo de Policía Civil (Policía Metro- politana de Londres), que consagra el apartamiento definitivo de la fuerza militar en el orden interno; además, se trataba de huir del modelo francés, al considerar que, desde la época Fouché, la Policía en ese país venía jugando un papel político determinante. Ante los buenos resultados de la administración policial instaurada, se hace extensiva a todo el país a través de la Ley de Corpo- raciones Municipales (1835) y, posteriormente, con la Ley de Policía de los Condados (1839), en las que se exige mantener una fuerza policial retribuida, con agentes sin armas (sólo una porra) y principalmente en funciones de pre- vención. La Policía no se modelaba como un cuerpo separado de la sociedad, sino que se instauraba sobre una base de cuerpo local, actuando la Administración central a través de la Policía local, que recibe las órdenes de las autoridades locales, más conocedoras del entorno y de sus especiales características. A lo largo de todo ese siglo, el empleo de militares en la resolución de conflictos internos se hace cada vez menos importante. La excepción a esa tendencia se produce en 1880, cuando, para combatir el terrorismo irlandés y anarquista, el Gobierno británico se ve obligado a crear una Policía de investigación, la Spe- cial Branch.
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militar y policial —sobre todo en el frecuente trasvase de personal militar hacia los puestos de mando y dirección—, permite asegurar una mayor lealtad al sistema político. En ese sentido, las instalaciones donde llegan a convivir agentes y familias, si bien permite evitar que se vean sometidos a presiones que puedan comprometer su independencia, con lo que el sistema político consi- gue al mismo tiempo que la Policía le siga manteniendo su apoyo, genera un aislamiento social poco grato a los principios democráticos y a la idea del poli- cía-ciudadano. Tal planteamiento no parece ser el más adecuado para llevar a cabo las clásicas funciones de investigación o de seguridad pública. Esa situación de partida es la que dificulta enormemente el paso de un modelo de Policía en un sistema autoritario a otro democrático, razón por la que es conveniente someterse al paso previo de una transición, a cuyo fin lo pri- mero que debe producirse es una transformación paralela entre sistema político- constitucional y sistema policial. La actuación de éste no puede ser considerada de forma aislada, sino dentro de un proceso mucho más amplio en el que parti- cipen múltiples y diversas instituciones, con objeto de que las soluciones tengan vocación de permanencia y no sean el resultado de intereses coyunturales. Si bien el modelo militar de organización servía para garantizar la lealtad política de la Policía, no era el más adecuado para garantizar el libre y pacífico ejercicio de derechos y libertades, por lo cual se hace necesario crear un clima general de orden, tolerancia y paz que convierta a la Policía en un elemento básico del conjunto homogéneo en el que sea posible conseguir mayores cotas de eficiencia con un menor riesgo para las libertades. Para Barletta (1992: 163), la imagen tradicional de la Policía había sido, durante mucho tiempo, la de «brazo armado del poder político, ejecutora y reali- zadora de todas las opresiones y represiones», cuyos miembros —gente ruda, sin preparación y mal pagada— vivían de espaldas a la sociedad, imagen que, al menos en Europa occidental y debido a la evolución sociopolítica, se relaciona- ba cada vez más con el pasado. Para él, ese cambio se debía fundamentalmente a dos importantes hechos culturales: la toma de conciencia por parte de los propios policías del cumplimiento de sus derechos y obligaciones, y de la comunidad y opinión pública que les atribuyen un nuevo rol en la organiza- ción del Estado y de la sociedad. Si se concuerda con Szabo (1982) en que «es la sociedad La que modela a la policía y no al revés; sólo una sociedad civilizada puede tener el derecho y el privi- legio de una policía civilizada», tendrá razón Martín cuando advierte que, si se produce la transición de un sistema autoritario a otro democrático sin introdu- cir cambios profundos en el aparato policial, pueden surgir graves contradic- ciones y los costes pueden ser elevados. Hay que tener en cuenta que, en estos procesos, las actitudes largamente arraigadas no se modifican por la sola publi- cación de nuevas normas; en ese sentido, puede decirse que «aunque cambien las formas, la filosofía permanece». Al final, pues, si de lo que se trata es de cambiar la filosofía, parece imprescin- dible concentrar todos los esfuerzos en conseguir la transición deseada por medio
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de la transmisión de las ideas que permitan llevar a buen término el proceso. No es de extrañar, entonces, que los analistas coincidan en atribuir una importancia capital al tema de la formación —nótese que esto no resulta tan fácil ya que, sobre todo en épocas de crisis económica, es uno de los capítulos que primero se reducen—, teniendo en cuenta que los agentes más veteranos son los que peor se adaptan al cambio, al dudar de que el sistema democrático les permita disfrutar del teórico prestigio y autoridad que tenían en el régimen autoritario. Como no existe nada más pedagógico que la descripción de la realidad, parece oportuno echar mano de la experiencia que H. U. Herzberg (1994), policía de la RFA que se hizo cargo del proceso de transformación de la Policía del Estado de Sajonia (en la extinta RDA) tras la caída del muro de Berlín, algo que considera mucho más fácil de decir que de poner en práctica. Su pri- mera constatación fue que las estructuras existentes en la antigua Policía popu- lar no respondían de ninguna manera a las exigencias de una Policía democrá- tica, toda vez que su imagen estaba caracterizada por su relación con el Estado de partido único socialista, en la medida que era el brazo armado más visible del sistema, con una fuerte orientación militar y que aparentaba un gran poder e influencia, pero que, en todo caso, sus actuaciones dependían siempre de las decisiones que se tomaban en el partido gobernante. Como es lógico suponer, su formación estaba fuertemente ideologizada y con altas dosis de especialización, al permanecer de por vida en un tipo concre- to de tarea, frente a una visión más generalista del policía occidental. Mientras en una democracia la imagen ideal del policía se caracteriza por ser un funcio- nario orientado hacia la justicia y la ley, que actúa bajo su propia responsabili- dad, en la RDA sólo actuaba bajo instrucciones de sus superiores, sin ninguna responsabilidad sobre las consecuencias que se pudiesen derivar de sus decisio- nes. En el caso de la Stasi —agencia de seguridad estatal— no se cuestionaban conceptos como justicia y ley, constituyendo una estructura de información interna y externa que llegó a ser vista como «un Estado dentro del Estado». Al tratar de cumplir con su tarea de garantizar la «tranquilidady el orden» satis- facía los intereses de una parte de la población pero, al mismo tiempo, transmitía una imagen negativa entre los ciudadanos con ansias de libertad. En 1989, coinci- diendo con los últimos estertores del régimen, la Policía se ve obligada a intervenir con extrema dureza para reprimir a la muchedumbre insatisfecha que todos los lunes se congregaba en manifestaciones multitudinarias para pedir la caída del régi- men, lo que provocaría una reacción de desprecio y odio en el momento de la reu- nificación y que los agentes se viesen sometidos a múltiples acosos. Uno de los problemas que condicionaron el ritmo de la transición era que en el momento de la reunificación se produce un notable incremento de las tasas de delincuencia, al mismo tiempo que los agentes se sentían especialmen- te preocupados por la seguridad en que habían quedado, abandonados y sin directrices concretas de actuación, ya que ni siquiera el personal directivo tenía muy claro lo que debía hacer. La realidad era que «nadie les había preparado para su tarea, función o lugar en un Estado democrático». Esas eran algunas de
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Todo esto exige, como ya se dijo anteriormente, la puesta en marcha de urgentes procesos de formación, ya que el conocimiento y aplicación de la nueva normativa legal exigía inmediatos reciclajes de los antiguos agentes, ape- nas motivados y con escaso sentido de la responsabilidad. Para ello, se llevaron a cabo intercambios con otros Estados federales, lo que supuso un inevitable esfuerzo, en la medida que significaba detraer numerosos efectivos de los que tenían que prestar servicio en la calle, conseguir un mayor rendimiento de los presentes, así como una cierta comprensión de la sociedad. De esta manera, se elevó notablemente el nivel cultural y profesional de los agentes. Como medida complementaria de las anteriores, no quedaba más remedio que establecer métodos de selección que permitiesen incorporar un abanico de agentes que fuese representativo de la nueva sociedad, así como modalidades de dirección adaptadas a la cultura institucional que se estaba implantando, todo ello con el fin de conseguir mejores niveles de eficiencia en la investigación de delitos, sobre todo en algunas modalidades hasta entonces inéditas en la RDA —narcotráfico y delincuencia organizada—, algunas de tanta relevancia política como los actos de violencia provenientes de la extrema derecha, en la medida que existían sospechas de cierta connivencia institucional con la misma. Retomando el análisis teórico sobre lo que supone, desde el punto de vista de la institución policial, pasar de la dictadura a la democracia, convendría detenerse en torno a la confrontación de los conceptos orden público y seguridad ciudadana, ya que tal debate puede ser suficientemente esclarecedor de cara al objeto que aquí se analiza. La primera constatación es que se trata de dos con- cepciones bien diferentes a la hora de entender la función policial, pues si el primero lo que persigue es garantizar el orden previamente establecido desde los órganos de poder —implica certeza, represión y distanciamiento—, con el segundo enfoque se busca garantizar los derechos y libertades de los ciudadanos y su convivencia pacífica, dentro de un marco de incertidumbre, prevención y proximidad. En cualquier caso, hay que reconocer que existe una larga tradición histórica basada más en el primero de los enfoques que en el segundo, que no dejará de tener influencia incluso cuando se funciona dentro de éste. López Garrido (1987: 7) sitúa el origen de la noción jurídica de orden público en el Código Civil napoleónico, cuyo objetivo era impedir que los pactos entre particulares atentasen contra los principios esenciales del nuevo orden político-social. El orden público era fundamento de poderes explícitos e implícitos y, en definitiva, la «cláusula de cierre» última del sistema autoritario. Para dicho autor, los Cuerpos de Policía, fuertemente militarizados, han sido los administradores de esa idea de orden público, hasta el punto de llegar a identificarse terminológicamente. Al referirse a la crisis de dicho concepto echa mano de Volpi, para quien el mantenimiento a ultranza del orden social vigen- te y del statu quo deja de ser un bien supremo cuya defensa pueda justificar el sacrificio de las libertades fundamentales, pues éstas deben ser siempre «elpri- mer valor a proteger». En la misma línea, Loubet (1996) estima que mientras el primero prima la
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protección del orden político, el segundo pone más el acento en la asistencia prestada a la comunidad, lo que no impide que, en muchos casos, coincidan ambas finalidades. Para él, los conceptos de orden público o mantenimiento del orden son típicamente europeos, más en concreto franceses, pero con menor trascendencia en los del área anglosajona, razón por la que éstos no lle- gan a entender demasiado bien la existencia de unidades específicas dedicadas a estas tareas. Si los sucesos más importantes de la historia de un país suelen estar condi- cionados por los correspondientes problemas de mantenimiento del orden, en la medida que «detrás del orden público lo que está es el conjunto del orden políti- co-social», parece claro que el análisis de los modos de intervención, basados en el empleo mínimo de la fuerza, vinculan esta evolución con los cambios socio- políticos más profundos, como la democratización de las sociedades occidenta- les y la tendencia a largo plazo de la pacificación de las relaciones sociales. Evoca cómo en Francia, entre 1900-10, se produjeron 30 muertos en con- flictos de orden público a causa de la intervención del Ejército, lo que obligaría a replantearse el modelo tradicional existente hasta entonces. Relevantes fue- ron los tumultos vitivinícolas del Sur (1907), en los que los soldados del regi- miento encargado de enfrentarse a los alborotadores se negaron a intervenir, dado que la mayoría eran originarios de dicha región. En realidad, el verdadero problema era que ni la Gendarmería ni las Policías urbanas disponían de medios para hacer frente a ese tipo de misiones; de ahí la necesidad de dispo- ner de fuerzas móviles —que evitasen solidaridades locales—, profesionales y especializadas. En 1918, tras la I Guerra Mundial y para hacer frente a numerosos tumul- tos, se ve claro que el Ejército, que durante cuatro años ha encarnado la idea de unidad nacional, no debe seguir asumiendo dicha función, razón por la que, en 1921, se procederá a la creación de los primeros Pelotones de Gendar- mería Móvil y, en 1926, a la de la Guardia Republicana Móvil. Posterior sería la constitución de las Compañías Republicanas de Seguridad (CRS), en 1944, dentro de la Policía Nacional, que se había fundado en 1941. Con tales decisiones se pretendía permitir las denominadas situaciones de «desorden legítimo», en las que los ciudadanos puedan expresar sus discrepancias con el sistema sin que peligre su integridad y que el resto de la ciudadanía pueda seguir ejerciendo sus derechos y libertades. Además, con el empleo de unidades ajenas al lugar de actuación se evitaba comprometer a los agentes des- tinados en el mismo. A modo de ejercicio teórico-comparativo, podría ser inte- resante establecer un paralelismo entre este proceso y el español, toda vez que, hasta 1978, dichos modelos de Policía eran muy semejantes. En todo caso, y como resumen de esta primera parte del análisis, cabría concluir afirmando que el paso de uno a otro concepto implica una visión diferente de la propia Policía, pues frente a la consideración de subditos que se otorga en una dictadura, en la democracia se goza de la de ciudadanos, en la medida que es necesario subordi- nar los intereses del aparato policial, y sus agentes, al interés general.
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Lo que sí es cierto es que la información de la que dispone la Policía es un elemento que hay que tener siempre presente, pues los riesgos que se derivan del concepto Estado policía no son exclusivos de los regímenes autoritarios, aunque en ellos sean, evidentemente, mayores. En los años cincuenta, la filoso- fía crítica ya advertía sobre los riesgos de que las sociedades modernas llegasen a ser totalmente administradas y dirigidas a través de la tecnología, lo que está planteando una cierta contradicción, pues si, por un lado, los ciudadanos son cada vez más libres desde el punto de vista legal, en la práctica se ven someti- dos a mayores controles de todo tipo, en especial los que se derivan de la utili- zación de medios informáticos y que lleva a algunos a hablar de totalitarismo cibernético, razón por la que todos los países democráticos promulgan leyes que limitan y controlan su empleo. Existe una teoría según la cual la democracia lleva consigo un incremento notable de los niveles de delincuencia, tanto en volumen como en gravedad, en tanto que en los regímenes autoritarios ocurriría lo contrario, al ser mayor el temor a la represión. Hay que denunciar la falsedad de tal planteamiento, toda vez que está demostrado que son múltiples los factores que influyen, ya sean de orden estructural —transformaciones institucionales y de sistemas de vida social— o coyuntural, debido a los desajustes que se produzcan en dicho siste- ma, tales como desempleo, falta de equipamientos, etc.; por cierto, son mucho más difíciles de atacar las consecuencias que se derivan de los primeros que las de estos últimos. Cuando esas acusaciones provienen del ámbito policial, suele tratarse de un pretexto para encubrir las carencias y falta de eficiencia de los Cuerpos de Seguridad para hacer frente a sus propias responsabilidades. En todo caso, tal y como planteaba E. Larraya {El País, 6-IV-84), la demo- cracia no tiene por qué generar un debilitamiento del principio de autoridad y, en consecuencia, un incremento de la inseguridad, básicamente por dos razo- nes: la primera tendría que ver con la necesidad ya apuntada de tomar en con- sideración los elementos estructurales y coyunturales a la hora de analizar las estadísticas y, en segundo lugar, porque gobierno democrático no es sinónimo de crisis de autoridad, sino todo lo contrario, en la medida que goza de mayor legitimidad y, en consecuencia, del apoyo popular. Para dicho autor, la insegu- ridad se vincula más con el cambio social que con el político, razón por la que, para resolver dicho problema, habría que incidir en mayor medida en aspectos sociológicos.
Dicho lo anterior, parece llegado el momento de cerrar este análisis con la descripción de lo que ocurre con la Policía en los sistemas democráticos, en los que, curiosamente, se da una coincidencia a la hora de considerar todas las cuestiones relacionadas con la seguridad como las más prioritarias para los ciu- dadanos. En ese sentido, Oliva considera que la Policía constituye en las socie-
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dades modernas un aparato institucional de indudable importancia no sólo en cuanto instrumento de poder, sino también como mecanismo que coopera a la siempre difícil tarea de consolidar la democracia. En ese sentido, se puede decir que debe entenderse como parte del conjunto del sistema penal, estar al servicio de la comunidad y, sobre todo, ser un servicio democrático, tanto en su estructura como en su funcionamiento. La diferencia fundamental con las dictaduras es que, aquí, el Estado, y por tanto sus fuerzas de seguridad, han de limitar todas sus actuaciones al imperio de la ley, quedando sometidos uno y otras a múltiples y diversos tipos de con- troles. La finalidad de éstos es la de evitar la corrupción y comportamientos ilegales, para lo cual es necesario contar con comisiones de control externas a la institución, independientes y permanentes, con capacidad de investigar y proponer la adopción de las medidas correctoras necesarias, algo realmente difícil si se tiene en cuenta que la propia subcultura policial tiende a exaltar la lealtad del grupo por encima de la integridad. La grandeza de la democracia para la Policía es que dispone de toda la legitimidad y apoyos sociales e institu- cionales para llevar a cabo su labor. Atribuir excesivas facultades a la Policía, sin tener que someterse a los habi- tuales controles en un sistema democrático, puede conducir a una potencia- ción de los rasgos característicos de lo que se ha venido en denominar Estado policía, en el que todos los ciudadanos son sospechosos por sistema para el poder y los jueces ven limitadas sus facultades de control, en favor de una mayor discrecionalidad administrativa, a la hora de interpretar el alcance de los derechos individuales de los ciudadanos. La primera pregunta que cabría hacer es si la democracia dispone de un modelo único de Policía capaz de dar soluciones a las demandas de sus ciuda- danos, cuestión de difícil respuesta si se tiene en cuenta que, desde el punto de vista organizativo y funcional, no existe ese modelo, toda vez que, como asegu- ra Oliva (1994: 153), éstos no son más que algo «esquemáticos, y en cierto modo intemporales», cuando lo que se requiere es que sean «modelos prácticos» ubica- dos en contextos singulares de tiempo y espacio, acomodados a la cultura e idiosincrasia de la comunidad a la que sirven. Si, como ya es universalmente aceptado, es la sociedad la que siempre modela al aparato policial que la sirve, y no al contrario, como durante mucho tiempo se pensó, parece evidente, entonces, que en un sistema democrático y plural la Policía no pueda cumplir de manera satisfactoria las funciones que se le confían si no dispone del apoyo y colaboración de la sociedad. Como afirma Vignola (1983: 145), «la Policía, antes que ser el brazo secular de los tribunales o actuar en nombre de una autoridad gubernativa dirigista y represiva, debe perma- necer al servicio de la comunidad y tener como misión esencial la de garantizar la evolución normal de la misma». En base a lo expuesto, parece oportuno hablar no de un número restringi- do de sistemas policiales, sino de grandes rasgos definitorios de los mismos, como lo demuestra el hecho de que, ni siquiera dentro de Europa, se encuen-
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ra más nítida los niveles de relación entre ambos colectivos, parecería oportuno integrar dentro de los planes de estudio de las carreras judicial y fiscal sesiones dedicadas a impartir conocimientos sobre la realidad del aparato policial que se va a poner bajo sus órdenes. Otros aspectos a considerar serían, por una parte, la crisis en que ha entra- do la tradicional figura del agente generalista —capaz de enfrentarse o resolver cualquier tipo de situación— en favor del especialista, mejor dispuesto a adap- tarse a los rápidos cambios sociales y tecnológicos que se producen. Por otra, en un análisis de esta naturaleza no puede pasarse por alto las consecuencias que se han derivado de la introducción del sindicalismo en la Policía, en la medida que conseguir ese derecho ha sido un proceso largo y conflictivo, de tal manera que todavía hoy existen múltiples problemas en los distintos países —incluso en los democráticos— a la hora de dar respuesta a las demandas de los agentes. Más novedosa resulta la incorporación de la mujer, pues su entrada ha supuesto no sólo mejorar las posibilidades de conseguir mejores niveles de efi- ciencia en el servicio —sobre todo para hacer frente a ciertas tipologías de delitos o recabar información en determinados ambientes—, sino facilitar la compren- sión por parte del sector femenino de la población del papel de la misma en una sociedad democrática e igualitaria, al tiempo que abre una nueva época institu- cional en la que los tradicionales valores masculinos van a ser puestos en cuestión por el cada vez más importante número de mujeres que acceden a la profesión. La prolongación del ciclo vital de la población, con un porcentaje muy estimable de personas que requieren atenciones específicas; una nueva cultura del ocio, que genera permanentes flujos de población de unas zonas o países a otros; la siempre permanente revolución tecnológica, con la exigencia de una puesta al día del personal encargado de utilizar esos nuevos medios, son sólo algunas de las cuestiones más visibles del cambio. Es interesante, respecto al cada vez mayor trato que se tiene con personas pertenecientes a minorías étni- cas, la tendencia observada ya en muchas Policías a reclutar nuevos agentes entre miembros de las mismas. Loubet (1992: 42) descubre en los regímenes democráticos un predominio de las motivaciones societales sobre las políticas, por lo que el papel de la información es mucho menor que en los regímenes autoritarios, al poder expresarse libremente todas las demandas societales; en tanto Martín (1990:
EL PAPEL DE LA POLICÍA EN UNA SOCIEDAD DEMOCRÁTICA
—está sometida a Derecho en todas sus actuaciones— y que no se le permite cualquier medio para conseguir los fines, por muy justos que sean. La Policía se convierte, así, en un servicio público de protección, próximo a los ciudadanos, cuyos objetivos generales comparte y que coopera en la formulación de sus políti- cas y en el control de sus actividades, basada en el principio de que los derechos y libertades de los ciudadanos son intocables, en la medida que constituyen el fin último de la política, y que nada justifica su eliminación o cercenamiento. La experiencia demuestra que la actividad de la Policía se mueve, en gene- ral, por debajo de los estándares de legalidad en materia de libertades y garan- tías; sin embargo, es necesario recordar que las decisiones que avalan ese tipo de comportamientos suelen tomarse en centros de poder político no corporati- vos y por intereses a veces bien distintos de los que inspiran las actuaciones profesionales de los policías. Si es cierto que existe una mayor predisposición de los agentes hacia las tareas represivas que hacia las preventivas, la progresiva implantación de modelos de Policía de proximidad lo que viene, entre otras cosas, es a poner en cuestión esa tradición histórica. En un sistema democrático, el mantenimiento del orden debe entenderse como un equilibrio entre las diferentes fuerzas sociales y el establecimiento de cauces de resolución de los conflictos inherentes a toda sociedad compleja, lo que implica enfrentarse a problemas en situaciones de permanente conflictividad y la prevención de los mismos. Es por eso que Martín (1990: 180) considera que el policía, sobre todo en situaciones de crisis, es un profesional que está en buena disposición para reducir o evitar las consecuencias de la desintegración social, para lo cual ha de usar de todos los medios a su alcance de cara a generar en esa misma sociedad el civismo necesario para su normal funcionamiento. Ese es el planteamiento de A. Reiss (1983: 194) cuando afirma que el tra- bajo de la Policía es problema de todos los ciudadanos, ya que es «el único ser- vicio de nuestras comunidades para las ocasiones críticas», cuestión, por cierto, nada superflua si se tiene en cuenta que lleva directamente al debate de hasta dónde debe llegar la actuación de la Policía. Al mismo tiempo, se pone de manifiesto la necesidad de que los miembros de estas instituciones compren- dan que su trabajo tiene generalmente como marco la incertidumbre, el delito y la crisis, pues, parafraseando a M. Duverger, «cuando las gentes no creen ya en sistemas de valores, la sociedad no se mantiene más que por la policía». En el Estado moderno, ese rol de la Policía se manifiesta al participar tanto en las tareas de prevención general y especial y cooperar con las demás fuerzas productivas en la consecución de fines esenciales para el mismo, como en la más específica de lucha contra la criminalidad, faceta ésta en la que hay que tener en cuenta hoy en día no sólo el factor humano —eslabón de transmisión insustituible a la hora de explotar nuevas y complicadas tecnologías—, sino la colaboración entre Estados, de cara a promover actuaciones globales contra una delincuencia cada vez más universalizada. A la tradicional idea de represión viene a sumarse, en la actualidad, la de prevención, lo que no es más que el comienzo de una verdadera profesionaliza-
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Hasta épocas bien recientes, el policía no valoraba suficientemente que eran los ciudadanos los que le permitían desarrollar su trabajo, sino que prefe- ría que éstos permaneciesen al margen de sus actividades, lo que generaba un enfrentamiento de posiciones en el que eran las dos partes las que salían perju- dicadas. En efecto, mientras la Policía juzgaba a la sociedad en función de las potenciales ayudas que pudiese recibir a la hora de resolver sus investigaciones, los ciudadanos trazaban una imagen de aquélla en base a la experiencia extraí- da de sus relaciones con la misma, bien fuese de manera directa o a través de terceras personas o de la que transmitiesen los medios de comunicación. De la importancia que para la Policía tiene su imagen es esclarecedora la, en ese sentido premonitoria, afirmación de Fouché recogida por Loubet (1992: 84), cuando, al referirse a la misma, insistía en que se «administraba más por el imperio de las representaciones y de la aprehensión que por la comprensión y empleo de medios coercitivos». A la hora de hablar de imagen y prestigio de la Policía existe una contradicción entre la presunta falta de prestigio y mala ima- gen de la profesión y lo que resulta de las encuestas que periódicamente se efectúan, como se pone de manifiesto a continuación.
Valoración de instituciones y organizaciones (Medias: escala 1, muy mal; 10, muy bien)
Instituciones Febrero 92 Diciembre 93 Abril 96
Parlamento 5,1 5,4 5, Iglesia católica 5,3 5,7 5, Ejército 4,9 5,4 5, Partidos políticos 4,1 4,1 4, Prensa (mes) 6,4 5,9 6, Fuerzas de Seguridad del Estado 6,3 6,2 6, Sindicatos 5,1 4,9 5, Empresarios 4,8 * 5, Administración de Justicia 4,5 4,7 4, Gobierno nación 4,9 4,5 * Gobierno Comunidad Autónoma 5,0 4,9 * Ayuntamiento de su ciudad 5,4 5,2 *
FUENTE: CIS. Series: 09601 a 09602.
De la observación del cuadro, en el que se recoge la valoración de doce ins- tituciones suficientemente representativas, se desprende que, a lo largo del período analizado, las Fuerzas de Seguridad del Estado ocupan el primer lugar, salvo en 1992, que se ven sobrepasadas ligeramente por los medios de comuni- cación, con los que comparten prácticamente resultados y a una diferencia
GONZALO JAR COUSELO
considerable del resto, lo que indica no sólo su alta consideración ante la opi- nión pública, sino la permanencia de la misma en el tiempo. Nótese, además, que por detrás se sitúan otras instituciones que, teóricamente, gozan de mayor valoración social pero que la terca realidad no reconoce, lo que desmiente la pretendida marginalidad de los policías. Si de lo que se trata es de determinar el grado de simpatía hacia los grupos profesionales, los resultados siguen en general pautas similares a las referidas a las instituciones a las que pertenecen, como se desprende de los datos recogi- dos en el cuadro adjunto.
Escala de simpatía hacia grupos profesionales (Medias: escala 1, «Ninguna simpatía»; 10, «Mucha simpatía»)
Grupos profesionales Diciembre 93 Diciembre 94
Médicos 6, Funcionarios 5, Periodistas 5, Empresarios 5, Banqueros 4, Pequeños comerciantes 7, Abogados 5, Jueces 5, Policías 6, Sindicalistas 4, Maestros 7, Políticos 4, Militares 5, Constructores 5,
6, 5, 6, 5, 4, 7, 5, 5, 6, 4, 7, 3, 4, 5,
FUENTE: CIS. T/14. Series: 14201 hasta 14214.
De nuevo, policías y periodistas son valorados de manera casi idéntica, si bien en este caso son superados por otros profesionales cuya dedicación se vin- cula tradicionalmente más con valores vocacionales que ocupacionales, como es el caso de médicos y maestros, llamando la atención la elevada simpatía que suscita la actividad de los pequeños comerciantes, sobre todo si se compara con empresarios, banqueros o constructores. Resaltar, asimismo, cómo la actividad policial, tan estrechamente relacionada con la Administración de Justicia y los jueces, resulta siempre mejor valorada que la de éstos, lo que viene a desmentir determinados planteamientos que tienen que ver más con posiciones de deter- minadas élites que con la realidad social que ponen de manifiesto las encuestas. En este campo de la comunicación, una de las cuestiones más sensibles es, sin duda, la que se refiere a las relaciones entre Policía y medios de comunica- ción, sobre todo cuando éstos ejercen su función de control informal de las instituciones, del poder en general y de la Policía en particular. A pesar de que