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El Imperialismo a Fines del Siglo XIX: Expansión Económica, Territorial e Interpretaciones, Diapositivas de Historia

Un análisis exhaustivo del imperialismo a fines del siglo xix, explorando sus causas económicas y sociales, su expansión territorial y las diversas interpretaciones históricas del fenómeno. Se examinan las transformaciones industriales, la emergencia de la empresa moderna, la mundialización del capitalismo y el surgimiento de las ciencias sociales en este contexto. el texto destaca la competencia imperialista entre las potencias europeas y la explotación de recursos en las colonias, ofreciendo una visión crítica de las diferentes perspectivas teóricas sobre el imperialismo.

Tipo: Diapositivas

2024/2025

A la venta desde 29/04/2025

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¡¡¡Y el mundo será mío!!!
Notas sobre el fenómeno imperialista
Joaquín Perren
Fernando Casullo
Juan Quintar
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¡¡¡Y el mundo será mío!!!

Notas sobre el fenómeno imperialista

Joaquín Perren

Fernando Casullo

Juan Quintar

“Al principio llegaron pacíficamente, con palabras tiernas y suaves. Venimos a comerciar, decían, a reformar las creencias de los hombres, a echar de aquí la opresión y el robo, a vencer y barrer la corrupción. No todos adivinamos sus intenciones. Y ahora aquí estamos. Somos sus inferiores” Poema anónimo africano (1875) “Las analogías entre los negros y los monos son más grandes que entre los monos y los europeos. El negro es inferior, intelectualmente, al hombre europeo. El negro sólo puede ser humanizado y civilizado por los europeos" Junt (1863) El presente capítulo trata de dar cuenta del complejo mundo que se estructura al calor de las transformaciones económicas de la segunda mitad del siglo XIX. El texto comienza con un repaso general de los procesos económicos y sociales que hacen posible la expansión imperialista de fines del siglo XIX, para continuar con la descripción de esa expansión territorial y finalizar con una somera recorrida por las distintas interpretaciones que el fenómeno imperialista ha suscitado. Claro está que, como lo expone cualquier periódico de nuestros días, no se trata de un fenómeno que haya quedado en las trincheras de la primera gran guerra europea. Allí, lo que efectivamente se enterró fue un imperialismo de viejo cuño, que se ahogó en sus propias contradicciones en la medida en que los imperios turco, ruso y austro-húngaro estaban imposibilitados de seguir el ritmo de desarrollo que habían iniciado las naciones que encabezaban el proceso industrial de occidente. El imperialismo, sediento de materias primas, recursos energéticos y mercados, continuará su evolución y refinamiento hasta la forma en que actualmente lo vemos actuar en las guerras petroleras^1 ; pero ése es tema de un desarrollo posterior. Alcanza, por el momento, con señalar – de manera introductoria- que el texto que sigue es sólo una aproximación a la comprensión de una etapa del imperialismo contemporáneo, ciertamente muy compleja. (^1) guerras petroleras : “Guerra del Golfo” y la actual “guerra de Irak”, ambas iniciadas por EE.UU (bajo excusas diversas, normalmente el terrorismo o la falta de democracia) al invadir territorios de los países de mayor producción de petróleo en el planeta.

patrón energético que desplazó al vapor y en torno al cual giraría la economía del siglo XX. Pero, retomando el corazón de nuestras preocupaciones, a fines del siglo XIX, la transformación tecnológica tuvo niveles asombrosos de repercusión en la vida cotidiana, en la medida en que el teléfono y la telegrafía sin hilos, el fonógrafo y el cine, la bicicleta o

  • por ejemplo- la aspirina, comenzaron a expandir sus bondades. Se trataba de un proceso de transformación técnica que reforzaba e imprimía una nueva velocidad al proceso industrial iniciado en Inglaterra en las últimas décadas del siglo anterior. En segundo lugar, esas transformaciones en el plano tecnológico impusieron nuevas formas organizativas del trabajo y de la empresa misma, lo que en otra parte del presente texto hemos calificado como la “emergencia de la empresa moderna”. Dejando atrás ese capitalismo de libre competencia propio de las primeras etapas del desarrollo industrial (en el que predominaba la pequeña empresa que conservaba un formato familiar, tanto en su estructura de propiedad como en su funcionamiento), comenzaba a dar sus pasos un capitalismo diferente, en el que la mayor acumulación y – sobre todo- la concentración hacia la oligopolización y constitución de grandes trusts empezó a ser la nota sobresaliente. Esa “gran empresa moderna”, a su vez, implicó transformaciones en la composición estructural de la mano de obra. En efecto, esas grandes empresas, de producción o distribución, implicaron un aumento considerable de trabajadores administrativos y de servicios. En Inglaterra – la economía que articulaba ese desarrollo, aunque había países que ya lo sobrepasaban-, el personal dedicado a tareas comerciales se quintuplicó entre 1850 y 1910. Si a ello sumamos el incremento vertiginoso de los trabajadores administrativos en el empleo público y en la empresa privada, el sector servicios tomó, en esos tiempos, un volumen inusitado. En tercer lugar, si pensamos en las implicancias del salto cualitativo y cuantitativo de los transportes o de la creación de grandes empresas, una consecuencia lógica de esas transformaciones fue la mundialización del capitalismo. Como bien lo señala Hobsbawm, se hacía lugar a una economía más “plural” en su geografía. Pensemos, en principio, que otros países europeos se incorporaron al proceso de industrialización, como Rusia, Suecia y los Países Bajos. Y, fuera de Europa, la industrialización se estaba extendiendo en Estados Unidos y en Japón. Pero, además, la llamada “revolución de los transportes” posibilitó que el mercado de materias primas se expandiera vertiginosamente. Entre 1880 y 1913, se triplicó el comercio de ese tipo de productos, lo que impulsó el desarrollo de la periferia del mundo industrial y su integración a la economía capitalista como regiones proveedoras de materia prima. Esa

incorporación de la periferia venía a resolver algunos problemas de la economía europea, que comenzaba a tener algunas dificultades ya que, si bien no hubo una crisis de la estructura agraria, los factores productivos no estaban apostando a ella, es decir, los hombres van a buscar trabajo a las ciudades (por mejores salarios y mayores servicios) y la inversión se va volcando hacia la industria, etc. El campo sólo queda para la producción de materia prima destinada a la industria, sin alcanzar a cubrir del todo esa demanda y, por lo tanto, hay poca producción de alimentos. Pero todo este fenómeno múltiple va a permitir, a las sociedades que hoy forman el grupo de poderosos de la Tierra, explotar nuevas áreas del globo, con el fin de resolver los problemas que implicaba su crecimiento industrial con una considerable y creciente demanda de materia prima y alimentos. Las transformaciones en los medios de producción posibilitan superar estas limitaciones, incorporando recursos naturales de otras regiones del mundo. Ello provoca un traslado masivo de recursos productivos, tanto de capitales como de personas, de la economía europea hacia la periferia: América Latina, Asia y África. La caracterización de una economía más plural no termina en lo comentado hasta aquí. Parecía, además, que – por lo menos para principios del siglo XX- había quedado atrás la etapa de una economía con eje en Gran Bretaña. Pensemos que, considerando la producción industrial, minera y de la construcción mundiales, EE.UU aportaba el 46% del total de la producción; Alemania el 23,5; el Reino Unido, el 19,5% y Francia el 11%. Por otro lado, era también un mundo más plural y más complejo en cuanto a las relaciones entre el centro industrializado y el resto del mundo. Tengamos en cuenta que, hacia 1860, la mitad de las exportaciones de África, Asia y América Latina tenían un mismo destino, Inglaterra; pero hacia el 1900, ese porcentaje había disminuido al 25% y comenzaron a ser más importantes las exportaciones de esos continentes hacia otros países de Europa continental. No obstante, ese “pluralismo” escondía mal el todavía importante predominio británico en algunas esferas de la vida económica internacional como, por ejemplo, la actividad financiera, la comercial y la naviera. En efecto, la economía mundial giraba en torno a una moneda, la libra esterlina, y en el mercado internacional de capitales, Inglaterra tenía un predominio notable, lo que hacía de Londres - hacia comienzos del siglo XX- el centro financiero del mundo. De esta manera, los servicios comerciales y financieros le permitían, a Gran Bretaña, compensar ciertos déficits que llegó a acumular en su balanza comercial de la época. Hobsbawm, que sabe exhibir datos significativos, señala que Francia, Alemania, EEUU, Suiza y los demás países europeos representaban, en conjunto, el 56% de las inversiones

expansionista fue la “conciencia de la misión” según la cual una raza, “la blanca”, un pueblo o una determinada comunidad supranacional^2 (paneslavismo^3 , pangermanismo^4 , etc.) está llamada a cumplir una función dirigente o hegemónica con respecto a otras razas o pueblos. El imperialismo, entonces, sostenido por los ejércitos y diplomacias acordes, propagó por el mundo los supuestos de la civilización occidental (costumbres, concepciones filosóficas, modas, ideas, etc.); desarrolló las infraestructuras de la periferia según sus intereses (el ferrocarril, administración, los sistemas portuarios, etc.); transformó la base económica de los territorios coloniales (plantaciones, ciclos económicos y sus respectivos desequilibrios regionales, etc.); explotó o exterminó a los colonizados o puso en tela de juicio – cuando no destruyó- sus tradiciones culturales. En los pueblos colonizados, como contrapartida, fue creciendo la conciencia de la dominación imperialista y, por tanto, las ansias de libertad, que llevará posteriormente al “despertar de las naciones de color”, a movimientos internos de renovación, al descubrimiento de la propia historia, a la aparición de pensamientos políticos divergentes del que emergía de ese centro epistemológico que era Europa y, sobre todo, a la lucha por la emancipación. Pero habrá que esperar a la finalización de la segunda gran guerra del siglo XX para que estas reacciones ocurran. Finalmente, no es un dato menor – especialmente para quienes están estudiando en las universidades-, que el surgimiento de las Ciencias Sociales se produjera en este contexto de desarrollo económico de la segunda mitad del siglo XIX, y que su escenario estuviese constituido básicamente por cinco países: Gran Bretaña, Francia, las Alemanias, las Italias y Estados Unidos. De allí el fuerte eurocentrismo^5 que inunda, desde que nació, a la ciencia social; lo que, por otro lado, tiene cierta lógica ya que las Ciencias Sociales modernas surgieron como respuesta a los problemas del crecimiento y la expansión de esos países. Como bien lo señala Wallerstein, “ era inevitable que la elección de sus temas de estudio, su teorización, su metodología y su epistemología^6 reflejaran las condiciones del crisol en que se formulaban”. Habrá que esperar el proceso de descolonización de Asia y África, luego de 1945, para que ese eurocentrismo comenzara a sufrir cierto grado de crítica. No obstante, está claro que esa crítica ha sido (^2) supranacional: que abarca más de una nación. (^3) paneslavismo: tendencia política que aspira a la confederación de todos los pueblos de origen eslavo. (^4) pangermanismo: doctrina que propugna la unión de todas las naciones y regiones de estirpe germana. (^5) eurocentrismo : tendencia a concebir la cultura o la sociedad europea como patrón universal, como referencia para observar e interpretar a todas las demás. (^6) epistemología : se entiende aquí como el análisis de la forma de conocimiento, en sentido amplio, y no disciplinar.

más que insuficiente y débil, por lo cual, este aspecto de la cultura académica sigue siendo uno de los que más sólidamente se mantiene desde que la ciencia social ha comenzado a caminar en estas tierras de la periferia.

La periferia como botín: la expansión territorial en tiempos de

imperialismo

En la segunda mitad del siglo XIX, apareció una nueva forma de imperio. Hasta allí, las potencias europeas habían cedido la iniciativa a colonizadores particulares o bien a las grandes compañías coloniales. Todas estas experiencias, desde los grandes imperios hispánicos hasta las plantaciones británicas, tenían un punto en común: el comercio siempre precedía a la bandera nacional. La intervención oficial en estos espacios se dio en cuentagotas, reduciéndose a un precario sistema fiscal y militar. El imperio español en América, durante los Habsburgo^7 , quizás sea el mejor ejemplo de esta forma de dominación: la influencia estatal resultaba tan tenue que las colonias eran reinos autónomos y su economía funcionaba de espaldas a la metrópoli. No es casual que muchos americanos hayan considerado las reformas borbónicas del siglo XVIII^8 como una invasión que rompía con dos siglos de independencia (Lynch, 2001). La primera mitad del siglo XIX, pese a las profundas transformaciones sociales y políticas que la atravesaron, no trajo consigo cambios en el formato colonial. Si bien la supremacía económica de las potencias industriales era incuestionable, ese dominio no se tradujo en la conquista, anexión y administración de espacios periféricos (Hobsbawm, 1999: 66). Muy poco de ese escenario quedó en pie luego de 1870. La crisis de beneficios iniciada en esa fecha demostraba que el libre juego de la oferta y la demanda podía poner en aprietos a la burguesía de los países centrales. La confianza ciega en el mercado, que había caracterizado al capitalismo clásico, viró hacia una mayor intervención del Estado. Las implicancias en la política internacional de esta situación se manifestaron de inmediato. Apoderadas de una fiebre nacionalista, las potencias europeas - a las cuales luego se sumaron EEUU y Japón- se lanzaron a una (^7) Habsburgo: dinastía de príncipes de Alemania que gobernaron distintas regiones de Europa entre 1211 y 1918, una de ella fue España. (^8) Los borbones iniciaron, en la segunda mitad del S.XVIII, una serie de reformas que – en conjunto- tendían a reforzar la dependencia de América Latina, con un mayor control sobre su economía y administración.

americana no impresionaba a nadie en el mundo desarrollado (Hobsbawm, 1999: 67). Quizás porque, detrás de inestables instituciones liberales, se ocultaba una enorme dependencia en materia económica: muchas de las materias primas de la región alimentaban la maquinaria industrial y eran sus alimentos los que nutrían a una cada vez más urbana población europea. Este reparto del mundo, excepción hecha de América, nos avisa de un fenómeno completamente nuevo. Puede que algunos números nos ayuden a comprender la repentina aceleración de la expansión colonial. En las tres últimas décadas del siglo XIX, un cuarto de la superficie del planeta fue distribuida entre una decena de países. Gran Bretaña llevó la delantera con la incorporación de 10 millones de kilómetros cuadrados a su imperio global. Muy cerca en el ranking se encontraba Francia, que sumó a sus territorios 9 millones de kilómetros cuadrados. Bastante más atrás, con 2, millones, se ubicaba un país de industrialización tardía como Alemania. En la misma línea, se hallaban Bélgica, con su avance sobre el corazón africano, y Holanda, con su rentable colonia en las Indias Orientales (actualmente Indonesia). Las economías de mayor crecimiento en las últimas décadas del siglo XIX, Estados Unidos y Japón, hicieron anexiones mucho más modestas. El primero sólo administró directamente áreas que juzgaba estratégicas en su economía (sobre todo, el área del canal de Panamá), mientras que el segundo creció a expensas de sus vecinos inmediatos (Corea, Taiwán y Rusia). Los países escandinavos, por último, se retiraron del mercado colonial: Suecia cedió a los Estados Unidos su única posesión caribeña y Dinamarca conservó sus históricos territorios insulares (Islandia y Groenlandia). Para encontrar los inicios de esta evolución, debemos remontarnos a comienzos de la década de 1880. En 1881, Francia sumaba a Túnez, un espacio fundamental en el tráfico mediterráneo, y dos años más tarde incorporaba Indochina, el Congo y Somalia. Poco tiempo después, el hombre fuerte de Alemania, Otto von Bismark, se lanzaba sobre los territorios africanos del sudeste, del sudoeste, Togo y Camerún. En el Pacifico, las aspiraciones germánicas de controlar las Filipinas chocaron con el avance estadounidense. Así, el país europeo debió conformarse con las islas Carolina y parte de Samoa, mucho menos pobladas y de escaso peso económico. Las expectativas teutonas fueron colmadas en otra de las grandes regiones abiertas al colonialismo: el Extremo Oriente. Con el arriendo forzoso de la rica zona de Tsingtao, se escribía el primer capítulo del asalto occidental sobre el otrora poderoso Imperio Chino. A partir de allí, las bases comerciales y las concesiones marcaron el ritmo de una región que había

perdido su autonomía: Rusia tomó Port Arthur, Francia se apoderó de Hainan e Inglaterra y de Wei-Haiwei (Mommsen, 2000:151). Mucho más importantes fueron las anexiones del Imperio Británico: a la ocu- pación de Egipto - que aseguraba su control sobre el canal de Suez- siguió, a comienzos de la década de 1890, la anexión de Uganda, en la cuenca del río Nilo. La política de ampliación del Empire^10 , que involucró tanto a gobiernos liberales como conservadores, continuó con la incorporación de territorios de futura importancia estratégica o económica, ya sea apoderándose directamente de ellos o bien mediante acuerdos con las restantes potencias. Buena muestra de esto fue el avance sobre Sudán - fundamental para estabilizar la dominación en Egipto- y sobre la estrecha franja de territorio al Norte del lago Tanganica, que permitía consolidar el eje El Cairo-Ciudad del Cabo. Desde el sur del continente, y luego de una prolongada guerra contra los antiguos colonos holandeses, sumaba el Transvaal y Orange, dos áreas – sobre todo la primera- cuya riqueza minera asombraba a los contemporáneos. En Asia, Gran Bretaña amplió y redondeó su extenso sistema colonial: incorporó a Birmania e incrementó su influencia sobre el Tíbet, Persia y el Golfo Pérsico (Hobsbawm, 1998: 67). Sin introducirnos todavía en los arduos debates en torno a la interpretación del imperialismo, un aspecto parece estar fuera de discusión: existía una evidente conexión entre el estado de las economías centrales y el avance sobre la periferia. Ante todo, el creciente interés occidental sobre los territorios de ultramar^11 no podría explicarse sin tomar en consideración la revolución de los transportes. En ese sentido, las décadas centrales del siglo XIX sirvieron para montar una red global de comunicaciones que (^10) Empire: imperio. (^11) ultramar: más allá del mar (del océano).

terratenientes de los países centrales.^14 Las mejoras en el transporte y la conservación permitieron sumar al consumo productos que, aunque conocidos, eran hasta allí exóticos^15. El extraordinario crecimiento de la producción de té, café, cacao, frutas tropicales y azúcar mostraba una economía que mundializaba los intercambios, así como también los gustos. Ahora bien, la creciente incidencia de la periferia no explica por qué los países avanzados comenzaron una competencia cuyo botín eran las últimas franjas “libres” del planeta. Para hallar una respuesta a este interrogante, debemos evitar algunos lugares comunes. De todos ellos, como señala Hobsbawm, el menos defendible es aquel que imaginaba al imperialismo sólo como resultado de la presión del capital para encontrar inversiones más lucrativas, a salvo de la competencia y de los bajos rendimientos del mercado interno. Nadie podría negar que las ganancias llegadas del exterior eran fundamentales para saldar la balanza de pagos, el problema residía en que era pequeño el porcentaje de las inversiones que se dirigían a estos nuevos enclaves coloniales. La experiencia británica fue el mejor ejemplo de esto: la mayor parte de sus exportaciones de capital se dirigieron a regiones de antigua colonización (como Australia, Nueva Zelanda o Sudáfrica) o bien a países que tenían estrechos lazos económicos con el Reino Unido – como Argentina o Uruguay-. El factor fundamental de esta nueva etapa del capitalismo, menos librecambista, se relaciona con una serie de economías desarrolladas que experimentaban, de forma simultánea, una misma necesidad de encontrar mercados. De un sistema donde Inglaterra ocupaba un papel hegemónico, se pasó a otro con una gran cantidad de potencias industriales, todas en disputa por el primer lugar. Parece más adecuado, entonces, considerar que la carrera colonial fue resultado de una búsqueda de consumidores en el marco de una economía mundial crecientemente competitiva. Conquistar la periferia era una idea que poblaba las mentes de la época: tanto en la de un empresario colonizador como Cecil Rhodes - monopolista de los diamantes sudafricanos-, como en la de Phileas Fogg, el flemático personaje de Julio Verne^16 , quien no por casualidad se embarcó en su vuelta al mundo en ochenta días. (^14) Vale aquí recordar la polémica acerca de la abolición de las leyes de granos en Gran Bretaña. (^15) exóticos : extraños o raros, poco conocidos porque provienen de países extranjeros, no son originarios de propio lugar. (^16) Julio Verne (1828-1908) : Extraordinario escritor francés que en sus mas de ochenta textos predijo el desarrollo y avance de la ciencia.

El proceso imperialista y sus interpretaciones

Todos los procesos que intentamos resumir en el apartado anterior, desde el avance territorial hasta el cambio en los consumos, acapararon la atención de los contemporáneos. Quienes habitaban ese cambiante mundo, también se preguntaban sobre la naturaleza de las modificaciones que les había cambiado su vida cotidiana. En ese marco, la llegada a la Primera Guerra Mundial no causó sorpresa, aunque nadie se imaginó lo inusual y profundo de la violencia que desató. Muchas claves explicativas pulularon en esos años, tanto en ámbitos académicos como en la conversación profana, resaltando al imperialismo como entidad nueva y poderosa que determinaría gran parte del devenir internacional. Es intención de esta última parte del capítulo repasar ese clima de ideas en los que se gestó y maduró aquel concepto. No hay que olvidar que muchas de las claves interpretativas nacidas en este tiempo marcaron a la ciencia social y a la política del siglo XX.^17 Según Marcela Lippi, las teorías sobre el Imperialismo pueden dividirse en tres líneas principales. En primer lugar, destaca lo que denomina “teorías socialdemócratas”; en segundo lugar, las explicaciones marxistas y, finalmente, las interpretaciones no estrictamente económicas. Incluye, en esta última, los análisis sobre la base de la teoría de la razón de Estado, el nacionalismo y la raza. (Lippi, 2002: 123). Las dos primeras, socialdemocracia y marxismo, basaban sus planteos en criterios mayormente económicos. La gran diferencia entre ambas estaba en considerar al imperialismo como un problema con solución o un fenómeno estructural de la economía capitalista. Contraste, por otro lado, que resulta fundamental para entender la diferencia entre el pensamiento reformista^18 y el revolucionario^19 , tan en boga en el clima de ideas para las últimas décadas de la centuria, y en el marco de la II Internacional Socialista. (Cole 1958). Las teorías socialdemócratas pensaban al imperialismo como un fenómeno coyuntural^20 ; especialmente como una respuesta a la baja de la tasa de beneficios debido al estrechamiento de los mercados europeos. El rechazo al pensamiento marxista, que (^17) Para una síntesis sobre el recorrido explicativo del concepto de ‘imperialismo’ en el siglo XX y su uso en la actualidad véase la polémica entre Antonio Negri y Michel Hardt con Atilio Borón. [Hardt, Negri 2002; Borón 2001]. (^18) pensamiento reformista: hace referencia a argumentaciones que promueven transformaciones dentro del sistema imperante y en forma gradual. (^19) pensamiento revolucionario: hace referencia a argumentaciones que propugnan la transformación de todo el sistema, y en forma abrupta. (^20) coyuntural: del momento.

hombre se combinaba con el dominio de unos países sobre otros. En definitiva, en tanto no se lograra la total emancipación del hombre, ninguna reforma cambiaría este status quo. Dentro de este grupo, brilló con luz propia Vladimir Illich Uliánov, Lenin, líder de la Revolución Rusa y referente de la izquierda revolucionaria del siglo XX. Lenin utilizó con espíritu crítico la obra de Hobson y, al escribir el libro El imperialismo, fase superior del capitalismo , indicaba que aquél había visto con acierto algunos rasgos del capitalismo monopolista, en particular su parasitismo. Pero tampoco se privaba de señalar las carencias de una concepción en la que el imperialismo era el resultado de una política desnaturalizada, de un insuficiente consumo. (Borísov-Zhamin-Makárova 1975). En cambio, Lenin explicaba el imperialismo como el resultado de la fase monopolista del capitalismo: una importante concentración de las empresas para apropiarse de los recursos del mundo, exportación de capitales y no solamente de mercancías; parasitismo de las burguesías; explotación de las naciones oprimidas. (Houtart, 2004) Para él, la competencia entre capitalistas generaba una baja en la tasa de ganancias, que colocaba al capitalismo en una fase donde el control de la política por la economía - mediante los monopolios- era central. ‘ Así el capital financiero resultante de la fusión entre el capital bancario y el capital industrial trata de controlar el acceso a las materias primas y a los mercados mundiales ’ (citado en Lippi 2002: 120). Resumía en su libro la tesis del imperialismo como fase superior del capitalismo en los siguientes puntos: la concentración de la producción y los monopolios, los bancos y su nuevo papel, el capital financiero y oligarquía financiera , y el reparto del mundo entre las grandes potencias. Desde ya que existieron otras posiciones relevantes dentro del marxismo. Sin hacer un recorrido exhaustivo, deberíamos mencionar la importancia de Rudolf Hilferding, quien fue uno de los primeros que profundizó sobre este problema. De hecho, en su obra, Lenin retomó muchas de las propuestas de Hilferding. De todas ellas, quizás la más importante fue aquella idea sobre cómo el mundo central necesitaba a las periferias para su subsistencia. Más adelante, esa protagonista fundamental que fue Rosa de Luxemburgo, consolidó esta posición al afirmar que el funcionamiento del capital tenía al mundo colonial como condición necesaria para la extracción del excedente. Esto le valió una encendida polémica con Lenin, quien prefería ver a la dominación imperial más como “manotazo de ahogado” que como un aspecto

sistemático. Allí donde una veía un elemento propio del fenómeno, el otro visualizaba una fase transitoria y agónica. Finalmente, para el último cuerpo de teorías, aquéllas alejadas de las explicaciones económicas, bien vale detenerse en las consideraciones que sobre ellas hizo Hobsbawm. Según el veterano historiador, las posturas no económicas negaban la conexión específica entre el imperialismo de finales del siglo XIX y del siglo XX, con el capitalismo en general y con la fase concreta de fines del XIX. Afirmaban que el imperialismo no era positivo en lo económico para los países imperialistas y tampoco la explotación de las zonas atrasadas era fundamental para el capitalismo. Se concentraban, entonces, en los aspectos psicológicos, ideológicos, culturales y políticos para dar sentido a la expansión colonial. (Hobsbawm 1998: 70). Estas teorías anti-económicas, más que un cuerpo común constituían las caras de un conjunto de principios típicos de una época, pletórica de nacionalismo imperialista. Siguiendo a Mornis, podemos afirmar que la explicación debía encontrarse en cuestiones bastante genéricas de fines del siglo XIX, como el nacionalismo, el positivismo y la presencia del darwinismo social. “ El mentado positivismo, como visión del mundo y de la cultura burguesa hegemónica, había construido las justificaciones del racismo, de las guerras y del imperialismo (a partir del darwinismo biológico - fundamentalmente-, que derivó en el darwinismo social). ” (Mollis 1993). Pero, más allá de ese sentido común nacionalista en el que se montaban esas explicaciones, su peor error fue negar algo obvio: el hombre, que atravesaba el cambio de siglo, tenía a la economía como condicionante fundamental de su propia historia.