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Este documento narra la historia de megan maxwell y duncan mcrae, dos personajes que se enamoran y se ven envueltos en una trama de amor y venganza en la aldea de eilean donan. La historia se desarrolla a través de una serie de deseos concedidos, en los que megan y duncan se enfrentan a diversos obstáculos para poder estar juntos. La trama incluye elementos de misterio, intriga y romance, y se desarrolla en un ambiente histórico y mágico.
Tipo: Resúmenes
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Dunhar (Inglaterra), Año 1308
Lady Megan Philiphs no podía creer lo que estaba oyendo. Escondida tras la arcada de roble macizo escuchaba a su tía Margaret hablar con Bernard Le Cross, el obispo que tan poco le había gustado en vida , a su madre. —Ilustrísima. Es de extrema importancia que oficiéis las bodas aun sin las amonestaciones pertinentes —dijo Margaret con su atípica voz ronca. —Lady Margaret —asintió el obispo—, para mí será un placer ocuparme de esa doble boda. —Tengo que decir, en favor de los caballeros, que ambos conocen a las doncellas desde pequeñas y están satisfechos con la idea de desposarse con ellas y enseñarles los modales y la clase que les falta —rio con malicia—. Además, ya cuentan con veinte y dieciocho años. —La entiendo, lady Margaret —murmuró el rollizo obispo tomando una nueva torta de semillas de anís. —Será un acuerdo beneficioso para todos. Además, no se han podido negar — rio sir Albert Lynch, mando de Margaret y tío de las muchachas—. Entre los favores que me deben los caballeros y el pensar en someterlas en sus camas se han animado con rapidez. —No veo el momento en que esas salvajes desaparezcan de mi vista —escupió sin escrúpulos Margaret, mientras entregaba al sacerdote más pastas. ¡Cuánto odiaba a aquellos tres mestizos! En especial, a las muchachas. Siempre habían sido la vergüenza de la familia. Ella misma había sufrido las consecuencias de que su hermano se casara con una salvaje escocesa. Cuando todo el mundo se enteró de aquella boda, Margaret y Albert dejaron de ser invitados a los bailes y actos sociales de la época. Pero ahora que su hermano George y la salvaje de su cuñada habían muerto, ella se ocuparía del futuro de aquellos mestizos. Incrédula, Megan escuchaba los oscuros planes de su tía, apoyada sobre la bonita arcada que su padre mandó construir. Aquella casa, que tantos momentos bonitos había albergado en vida de sus padres, ahora se había transformado en un hogar siniestro a causa de la presencia de sus tíos. «Esta mujer está loca», pensó Megan, pálida como la cera. Al escuchar aquello, casi se le había paralizado el corazón. Pretendían que su hermana y ella se casaran con dos enemigos de su padre. Los hombres que siempre le repudiaron por el simple hecho de unirse en matrimonio con su madre, Deirdre. Aquellos que siempre las habían mirado con ojos llenos de lascivia.
—Me imagino que ambas desaparecerán de estas tierras —prosiguió el obispo con indiferencia, mientras se limpiaba las comisuras de su arrugada boca con una delicada servilleta de lino—. Con sinceridad, lady Margaret, quitaros de encima a esas dos molestias es lo mejor que podéis hacer. —Cada día es más difícil la convivencia —reprochó Albert—. Se niegan a ser sumisas y obedientes, y a comportarse como damas. Pero claro, ¡qué se iba a esperar de ellas, teniendo la madre que han tenido y la educación que les ofrecieron! —Se marcharán y desaparecerán de nuestras vidas —dijo tajante Margaret—. Sólo permanecerá en esta casa el pequeño Zac, bajo mi tutela. Es el heredero y, como tal, lo criaré. Eso sí, sin la influencia de esas dos salvajes. Le enseñaré a ser un buen inglés para que machaque a esos malditos highlanders. Megan no pudo escuchar más. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas dejando surcos a su paso. Necesitaba salir de allí. Con sumo cuidado, desapareció saliendo al patio trasero de la casa, junto a las preciosas flores que su madre plantó años atrás. Tomó varias bocanadas de aire mientras corría, y se internaba en el bosque. Necesitaba hablar con John de Lochman, el mejor amigo de sus padres, por lo que se internó bosque a través en busca de aquel que siempre les había dado consuelo, desde que sus progenitores desaparecieran. Agotada por la carrera, paró unos instantes a descansar. La angustia le hacía maldecir en voz alta convulsivamente. —¡Bruja! ¡Maldita bruja! —¿Qué te ocurre, Megan? —dijo una voz junto a ella asustándola. —¡Oh, Shelma! —exclamó al reconocer a su hermana—. Tenemos que encontrar con urgencia a John. —Está en las cuadras con Patrick. Pero ¿qué te pasa? —Shelma, tía Margaret pretende casarnos. A ti con sir Aston Nierter y a mí con sir Marcus Nomberg. —¡¿Qué?! —gritó incrédula. Odiaba a esos hombres, tanto como ellos a ellas—. Pero... pero si esos hombres nos desprecian. —¡Ojalá se pudran en el infierno! —vociferó Megan—. Pretenden quitarnos de en medio, para educar a Zac y quedarse con todas las propiedades de papá. ¡Ven, debemos encontrar a John! El corazón les latió con fuerza cuando comenzaron a correr por el florido bosque de álamos. —Pero John ¿qué va a hacer? —preguntó llorosa Shelma—. Él no puede ayudarnos. Le matarán. —No sé qué hará —respondió sin aire Megan—. Pero al morir papá, me pidió que, si alguna vez me veía en peligro, acudiera a él. Cogidas de la mano llegaron hasta las majestuosas caballerizas, donde uno de los hombres de John las saludó y les indicó dónde encontrarlo. Sorteando con celeridad a hombres y caballos, llegaron hasta el lateral de las caballerizas. Agotadas, vieron , John con las riendas de un precioso caballo en sus manos. —¡Cuánta belleza junta! —bramó John acercándose a ellas.
—Está bien —aceptó Megan sintiendo cómo un frío extraño le recorría la espalda—. ¿Cuándo salimos? Y, sobre todo, ¿cómo avisaremos a nuestro abuelo? —Mañana por la noche, cuando todos duerman, será un buen momento. —Estaremos preparadas con Zac —afirmó Megan, decidida. —Iremos a caballo, no podemos ayudarnos de ninguna carreta, por lo que coged lo justo. ¡Ah!, y llevad ropa de abrigo, en las Highlands la necesitaréis.
Aquella noche, en el saloncito azul, mientras esperaban a que terminaran de servir la cena junto a sus crueles tíos, ambas hermanas permanecían en silencio. —Estáis muy calladas hoy, niñas —reprochó su tía mirándolas con ojos de serpiente venenosa, mientras se metía una cucharada de caldo en su arrugada boca. —Hoy dimos un largo paseo por los alrededores de Dunhar —inventó Megan—. Creo que eso nos cansó en exceso, tía. —Y, como es lógico, habréis estado montando a caballo como un par de salvajes, ¿verdad? —preguntó la mujer sabiendo cómo las muchachas montaban sus caballos. —Hemos montado a caballo como nuestra madre nos enseñó —contestó Shelma mirándola desafiante. —¡Otra salvaje! —se mofó sir Albert Lynch, su tío. —No os permito que habléis así de nuestra madre —murmuró Megan dando un golpe en la mesa con la mano, mientras le miraba a través de sus ojos negros con odio y desprecio. —Y a mí no me gusta que me hables con ese descaro —respondió secamente Albert. —¡Tengo hambre! —protestó Shelma intentando tranquilizar a su hermana. —Tranquilo, Albert —carraspeó Margaret, limpiándose la boca con la servilleta de lino—. Esta situación durará poco tiempo. Relájate y disfruta. En ese momento apareció William, el criado de la casa. Mirando a las jóvenes con un gesto de complicidad, les guiñó un ojo y curvó su boca a modo de sonrisa. Odiaba a los Lynch. Nunca le gustó la manera en que aquellas personas se comportaban con las niñas. —Señores, han llegado sir Marcus Nomberg y sir Aston Nierter. Al escuchar aquellos nombres, a Shelma le dio un vuelco el corazón. Entre tanto, Megan, con una frialdad inusual en ella, contenía su rabia y rogaba tranquilidad a su hermana con la mirada. —Oh..., qué encantadora visita —rio como una serpiente Margaret, mientras se levantaba junto con su marido para atender a los invitados—. Tomad asiento. Cenaremos todos juntos. —Lady Margaret, sir Albert —saludó Marcus—. Pasábamos por aquí, pero no pretendemos molestar. —Vos nunca molestáis —sonrió la mujer con su falso gesto—. Para nosotros es un honor contar con vuestra agradable compañía.
—Por favor, caballeros —indicó sir Albert—. Estamos encantados con vuestra visita. Compartid nuestra cena. —Si insistís... —asintió de buen agrado sir Aston—. Yo estaré encantado. Sir Marcus, un hombre alto, despiadado y estirado, se atusó su ridículo bigote al sentarse junto a Megan. Mientras, sir Aston, entrado en carnes y con su característico olor a rancio, se acomodó al lado de Shelma. William cruzó una rápida mirada con Megan y salió del salón mientras ella le dedicaba una fría sonrisa a sir Marcus, a pesar del asco que le daba su cara marcada de viruela y sus ojos de ratón. —Lady Megan, esta noche estáis especialmente encantadora —dijo Marcus devorándola con la mirada. «No puedo decir lo mismo de vos», pensó ella mirando a su hermana. —Gracias, sir Marcus —respondió con una forzada sonrisa. Megan era una preciosa y joven muchacha que atraía las miradas de los hombres por su escandaloso pelo oscuro y sus ojos negros como la noche. —Lady Shelma, vos también estáis preciosa con ese vestido azul —señaló sir Aston rozando con su mano el cabello castaño de la joven, dejándola sin palabras. —¡Qué galantes sois, caballeros! —afirmó Margaret, mientras William volvía a entrar y con gesto serio indicaba a otro criado que les sirviera caldo. La cena fue una auténtica humillación. Tanto Megan como Shelma, en diferentes ocasiones, tuvieron que apartar y sujetar las lascivas manos que bajo la mesa, una y otra vez, se posaban sobre sus faldas con intenciones nada inocentes. Agotada por los disimulados forcejeos y con ganas de chillar, Megan se levantó. Tomando a su hermana de la mano, se disculpó con intención de marcharse. —No seáis antipáticas, niñas —las detuvo Margaret, que tenía muy claro su plan—. Seguro que nuestros invitados desearían dar un paseo por los alrededores. Con desgana y malhumorada, Megan anduvo hacia la puerta, pero una mano la atrapó por la cintura haciéndola frenar. —¿Tan cansada estáis? —escuchó la voz pastosa de sir Marcus, mientras notaba cómo los dedos de éste la agarraban con fuerza de la cintura. —Hoy hemos tenido un día agotador —se disculpó Shelma. Sujetando con firmeza a las jóvenes, sir Aston y sir Marcus salieron de la luminosa estancia del salón. Sin importarles los gestos contrariados de las doncellas, tras bajar los escalones de la entrada, se desviaron hacia un lateral de la casa. Un lugar oscuro y sombrío. Una vez allí, nada pudieron hacer para continuar juntas. Sir Aston tomó un camino diferente llevándose del brazo a Shelma, mientras Megan bullía de rabia. —¿A qué se debe ese gesto tan serio? —preguntó sir Marcus. —Considero que sería más apropiado que los cuatro permaneciéramos juntos —contestó Megan intentando corregir la dirección—. No me parece adecuado quedarnos a solas. No está bien visto. —Escocesa, existen tantas cosas que no están bien... —rio sir Marcus empujándola contra la pared de la casa y comenzando a manosearla.
«Sois lo peor», pensó Megan mirando a su tía. —Será un auténtico placer —gruñó sir Marcus, quien tras un saludo salió de la habitación seguido por sir Aston. —¡¿Unirnos a estos hombres?! ¿Cómo podéis permitir semejante osadía? — vociferó Megan mientras ayudaba a su hermana a levantarse del suelo. —He dispuesto con el obispo vuestros enlaces. No se hable más. —Mis padres no consentirían esta barbaridad —manifestó Megan, tocándose su dolorida mejilla. —Querida niña —rio con altivez Margaret—, no olvides que ellos ya no están aquí, y la que decide vuestro futuro soy yo. Casar a dos mestizas, en los tiempos que corren, no es nada fácil. —Vuestra sangre escocesa y salvaje —continuó Albert riendo como una hiena— será derrotada. —Sois... —balbuceó Megan a punto de abalanzarse sobre su tío. —Estamos cansadas —interrumpió Shelma obligando a su hermana a mirarla—
. Ahora, si nos disculpáis, deseamos retirarnos. Buenas noches. Sin detenerse, corrieron hacia sus habitaciones encontrándose por el camino con Edelmira, la mujer de William, quien sin pensarlo las abrazó, acunándolas como cientos de veces lo había hecho durante aquellos duros años.
—No podemos continuar aquí —sollozó Shelma. —Ay, niñas mías —susurró Edelmira—. ¿Qué podríamos hacer para ayudaros? —No te preocupes, Edel —la tranquilizó Megan abrazándola—. Algo se nos ocurrirá. Al día siguiente, la mañana amaneció soleada. El cielo era azul cálido, pero el humor de ambas era oscuro y desafiante. Shelma se asustó al ver la mejilla hinchada de Megan. Debían escapar. ¡Sus vidas corrían peligro! John, que no había dormido la noche anterior preparando el viaje, se horrorizó al verlas en aquella situación. Pero, tras tranquilizarse, les informó que había conseguido la ayuda de dos hombres, y que las esperarían de madrugada en la parte trasera de la casa, junto a la arboleda. Aquella noche, mientras cenaban con Margaret y Albert, se alegraron de que éstos no tuvieran ganas de charlar, por lo que pronto se retiraron a su habitación. En la quietud de la noche, Megan fue hasta el cuarto donde dormía su pequeño hermano Zac: un niño de apenas un año, rubio e inquieto. Lo cogió con delicadeza y, tras envolverlo en una capa de piel, salió con todo el cuidado que pudo para no despertarlo. Shelma esperaba en la puerta, vigilando que nadie les escuchase. Bajaron con cuidado las escaleras. Cuando atravesaban la cocina, de pronto una voz las paralizó. —Os hemos preparado algo para el camino —dijo William saliendo de las sombras junto a Edelmira—. Quiero que sepáis que nunca me olvidaré ni de vos ni de vuestros padres, y siento en el alma no poder ayudaros en nada más.
—¡William, por Dios, no digas nada! —pidió Megan hablando en susurros para no despertar a Zac. —Ay, niñas mías —sollozó Edelmira con tristeza mientras le daba a Shelma un paquete con queso, pan y leche para Zac—. Os echaré mucho de menos. —Y nosotras a ti —susurró Shelma acercándose para darle un beso—. Ahora, marchaos. Nadie tiene que saber que nos visteis. No queremos ocasionaros problemas. Alargando la mano, Megan tomó la de William, quien, con una triste sonrisa, asintió antes de soltarla. —Que la felicidad sea la dicha de vuestra futura vida —suspiró el anciano mayordomo. —Gracias, William —le agradeció Megan con una sonrisa en la boca mientras Edelmira la abrazaba. —Cuidaos, por favor —murmuró el hombre asiendo a su mujer antes de desaparecer entre las sombras. —¿Quién anda por ahí? —preguntó Margaret, que llevaba una vela encendida en las manos. Al descubrir a las jóvenes, preguntó—: ¿Qué hacéis, insensatas? Paralizadas con el pequeño Zac en brazos, no supieron qué hacer hasta que William y Edelmira, saliendo de las sombras sin pensárselo, empujaron a Margaret hacia un lado, con tan mala suerte que la vela que ésta llevaba en la mano cayó sobre el cesto de la ropa sucia, prendiendo todo con la rapidez de la pólvora. —No es momento de pararse a mirar —indicó William—. Corred. Corred y no miréis atrás. —Pero William... —gritó Megan viendo a Edelmira en el suelo junto a su tía. —Por favor, marchaos y buscad la felicidad —gritó empujándolas. La intranquilidad se apoderó de ellas desde el momento en que comenzaron a correr. Pero, a mitad de camino, un grito desgarrador procedente de la garganta de William hizo que Megan se parase en seco y mirase hacia atrás. El fuego se había apoderado de toda la cocina y comenzaba a subir hacia la planta de arriba. Con los ojos encharcados en lágrimas, las hermanas Phillips comprendieron el triste final de aquellos dos ancianos que las habían ayudado. Cuando las manos de John las agarraron y las llevaron hasta la arboleda sin perder tiempo, comenzaron un peligroso y agotador viaje, hasta el hogar de su abuelo, muy lejos de Dunhar.
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escoceses regresando a sus hogares, de los que marcharon sintiéndose hijos oprimidos de Inglaterra y a los que volvían siendo hombres libres de Escocia. En el castillo de Dunstaffnage, propiedad del clan McDougall, tras el regreso del valeroso laird Axel McDougall, se estaba preparando una boda. Para Axel no había sido fácil aquella guerra. Tuvo que luchar contra gente de su propio clan y, aunque por ocultos antecedentes familiares la sangre inglesa corriese por sus venas, si algo tenía claro es que era escocés. Nunca olvidaría el dolor en el pecho que sintió cuando vio los cuerpos de sus primos Lelah y Ewan despedazados en el campo de batalla. Pero, tras la amargura del combate, le aguardaban días de gloria y tranquilidad. Por ello, tras volver de Bannockburn, formalizó su boda con Alana McKenna, una jovencita que años atrás le había robado el corazón. El castillo de Dunstaffnage comenzaba a llenarse de guerreros venidos de otros clanes. Axel, desde las almenas de su castillo, observaba cómo un grupo de unos treinta hombres se acercaba a caballo. Sonrió al reconocer a su buen amigo Duncan McRae, un temible e inigualable guerrero, al que apodaban El Halcón por su intimidatoria mirada verde y su rictus de seriedad. Se decía que cuando El Halcón fijaba su mirada en ti, sólo era por dos razones: o porque ibas a morir, o para sonsacarte información. A su paso, las mujeres más osadas le miraban con deseo y ardor. Toda Escocia conocía su fama de mujeriego, compartida junto a su hermano Niall y su íntimo amigo Lolach. Duncan era un highlander de casi dos metros, de cabello castaño con reflejos dorados, cutis bronceado y ojos verdes como los prados de su amada Escocia. A sus treinta y un años poseía una envergadura musculosa e impresionante, gracias al entrenamiento diario y a las luchas vividas. Con Duncan cabalgaba su hermano Niall, un joven valiente, aunque de carácter distinto. Mientras que el primero era serio y reservado, el segundo frecuentaba la broma y lucía una perpetua sonrisa en la boca. Lolach McKenna, amigo de la infancia de los hermanos McRae, residía en el castillo de Urquhart, junto al lago Ness. El temperamento de Lolach resultaba agradable y conciliador, y, al igual que el resto, era un hombre de aspecto imponente, poseedor de unos ojos de un azul tan intenso que las mujeres caían rendidas a sus pies. —¿Quiénes son? —preguntó Gillian, una preciosidad rubia, mientras fruncía los ojos para distinguirles. —Duncan y Niall McRae, Lolach McKenna y sus guerreros. Les invité a mi boda —respondió Axel mirando con adoración a su hermana. —Oh... Nial McRae —suspiró mirando hacia los guerreros que entraban en ese momento por la arcada externa del castillo—. Deberías habernos avisado de que El Halcón y su hermano venían. —Tranquila, hermanita —sonrió al escucharla—. Son tan peligrosos para ti como lo soy yo. —Si tú lo dices... —sonrió al escuchar a su hermano.
Gillian estaba encantada de volver a tener a Axel a su lado. Atrás quedaron los tiempos en los que temía que cualquiera de su clan quisiera matarlo por no seguir al rey Eduardo II. —Axel, ¿crees que este vestido es lo suficientemente elegante para tu boda? — preguntó girando ante la mirada divertida de él. —Tu belleza lo eclipsa, Gillian. Creo que conseguirás que los hombres se desplomen a tu paso; por lo tanto, ten cuidado, no quiero tener que usar mi espada el día de mi boda. Desde que había cumplido dieciocho años, Gillian era consciente de la reacción que despertaba en los hombres y eso le producía un enorme placer. En ese instante, los cascos de los caballos retumbaron contra las piedras del suelo a la entrada del castillo. El poderío y la fuerza de esos guerreros hicieron que todos los allí presentes dejaran sus labores para mirarlos con admiración y temor. —Voy a recibir a mis invitados. Avisa a Alana, le gustará saludarles —dijo Axel besando a su hermana. En pocos instantes llegó hasta la gran arcada de entrada. Allí pudo ver una vez más cómo la gente bajaba la mirada al paso de Duncan, cosa que le provocó risa. Al ver a su amigo Axel, Duncan levantó la mano a modo de saludo y, dando un salto, bajó de su semental Dark y estrechó a su amigo en un fuerte y emotivo abrazo. —¡McDougall! —bramó Lolach McKenna con una amplia sonrisa—. Tus gentes parecen asustadas a nuestro paso. —En cuanto os tengan aquí un par de días, os perderán el miedo —respondió Axel. —Aquí nos tienes. Dispuestos a asistir a tu boda —sonrió Duncan al pelirrojo Axel—. ¿Dónde está esa futura señora de tu hogar? —Aquí —respondió Alana, que desde su ventana había visto llegar a los guerreros polvorientos, y corrió para saludarles. —¿Vos, milady? —observó Duncan a la extraordinaria mujer de ojos verdes, pelo claro y sonrisa tranquilizadora que se erguía ante él. —Te lo dije, Alana —murmuró Lolach besándole la mano—. Indiqué hace años que tu belleza sería un peligro para algún incauto. —Encantada de volver a verte, primo —saludó a Lolach. —¿Sois la pequeña Alana? —preguntó Niall acercándose al grupo. —Sí —sonrió la muchacha mirando a Axel, su prometido. —¿Ahora entiendes por qué quería formalizar rápidamente este enlace? — musitó asiéndola por la cintura. —¿No tendríais una hermana o una prima para presentarme? —se mofó Niall tras saludarla, mientras las criadas que se arremolinaban en la arcada les miraban con ojos libidinosos y risas atontadas. —¡Buenas tardes, caballeros! —saludó Gillian situándose junto a su hermano. Gillian era menuda comparada con Alana y otras mujeres, pero sus ojos azules, su cara de ángel y el vestido marrón que se ajustaba a su cuerpo lozano hicieron que todas las miradas se posaran en ella.
—Será mejor que calles —rio uno de sus hombres de confianza—, a Niall no le gusta que se mofen de él cuando una dama le ha pisado el cuello. Su hermano Duncan y Lolach se miraron y sonrieron. —Te dijimos que callaras, muchacho. Sólo tenías que haber mirado sus ojos para saber que lo que estabas diciendo no era de su agrado —murmuró Lolach tocando con su mano el hombro derecho del muchacho. Mientras en el patio todos los ojos seguían pendientes de la conversación entre Niall, Lolach y Axel, Duncan fijó su mirada en una mujer que acababa de salir y se había situado tras Axel y Alana. En un principio, cuando salió Alana, escuchó voces dentro del castillo, pero tras marcharse Gillian, malhumorada, su corazón se paralizó cuando vio aparecer a la mujer con los ojos negros más espectaculares que había visto nunca. Axel, con disimulo, miró hacia atrás y sonrió al entender la cara de su amigo Duncan. Mientras, la moza en cuestión no se percataba de nada. —Duncan —intervino Axel tomándole por sorpresa—. Te presento a Megan de Atholl McDougall. Megan, desconcertada, no sabía dónde mirar. —Perdonad —se disculpó atragantándose con la saliva, mientras situaba a su hermano tras ella y se alisaba la falda—. No estaba atenta a vuestras conversaciones. —Tranquila, Megan —dijo Alana tomándole la mano para darle un par de palmaditas—. Entendemos que Zac estaba llamando tu atención; por lo tanto, solucionemos primero una cosa y luego otra. Duncan, que no había podido apartar la mirada de aquella mujer, deseaba más que nada en el mundo conocer su sonrisa. ¡Debía de ser espectacular! Con fingida indiferencia, Duncan la miró. Era tan alta y estilizada como Alana. Su espectacular cabello rizado era tan negro que casi parecía azul. Sus retadores ojos le cautivaron en pocos instantes, pero su boca... «¡Por todos los santos, su boca!», pensó sintiendo un escalofrío. Cómo deseaba tomar aquellos labios y beberlos hasta hacerlos desaparecer. Por su parte, Megan no se había dado cuenta de cómo aquel guerrero la miraba. Estaba tan obsesionada con proteger a su hermano que no podía pensar en nada más. —Veamos —prosiguió Alana haciendo salir a Zac de las faldas de Megan—. ¿Qué es lo que te pasa? ¿Por qué has montado tanto jaleo? —Quiero ir a ver a los feriantes —respondió el niño—. Pero ella, como siempre, no me deja. —¿Por qué no le dejas? —preguntó Axel. Distraídamente, Megan se retiró el pelo de la cara, un gesto que encantó a Duncan, tanto como saber que aquel pillastre rubio no era hijo de la mujer. —Mi señor —comenzó a decir Megan olvidándose del resto de las personas—, le he dicho que no sea impaciente. Más tarde, le llevaré yo. —¡No es justo! Yo quiero ir con los otros chicos. No con una gruñona —gritó Zac intentando alejarse de su hermana, cosa que ella no le permitió. El crío le pisó el pie.
«Zac, te voy a machacar», le indicó Megan con la mirada, aguantando el dolor del pisotón, mientras Duncan les observaba divertido. —Megan... —sonrió Axel—, algún día deberás empezar a confiar en él. —Deberías prometer a tu hermana que te portarás bien —señaló Alana mirando al niño. —Este pillo —respondió Megan dándole una colleja que hizo sonreír a los hombres— es capaz de meterse en más de un problema a la vez. Recordadlo, lady Alana. —La verdad, Zac, es que tu hermana tiene razón —dijo Axel, que conocía bien al niño—. Por lo tanto, vas a esperar en tu casa hasta que alguno de tus familiares te pueda acompañar, y esto es una orden —ordenó levantando la voz para intimidarle. —Ve ahora mismo con Shelma —indicó Megan—, y no te muevas de allí hasta que yo llegue. El niño, tras sacarle la lengua a su hermana y ver cómo ésta apretaba los puños para no cogerle por el pescuezo, se alejó cabizbajo. —Está bien —sonrió Alana al ver la reacción del niño—. Pasemos dentro. Estoy convencida de que estos guerreros estarán muertos de sed y hambre. —Luego, volviéndose hacia Megan que veía alejarse a su hermano, dijo—: Dile a Frida y Marsha que necesitamos asado y cerveza en abundancia. —Ahora mismo —asintió Megan desapareciendo tras la arcada, seguida por Alana y Axel. —¡Halcón! —exclamó Lolach—. Lo que oigo es tu corazón desenfrenado por esa bonita muchacha. —¿Qué dices? —disimuló volviéndose hacia su amigo con seriedad—. Mi corazón sólo late desenfrenado cuando estoy combatiendo. No lo olvides. —Disculpa mi equivocación —palmeó reprimiendo una sonrisa, mientras se les unía Niall—. Sólo digo, y esto va por ambos, que veis a una bonita mujer y babeáis como bebés. —Déjate de tonterías —bufó Duncan sin querer escucharle más. —¡Eres un bocazas! —se carcajeó Niall dando un empujón a Lolach, al tiempo que todos entraban en el castillo.
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soportar a nadie. —Oh, oh —suspiró Gillian al ver a Shelma correr hacia el castillo—. Tu hermana viene hacia aquí y no trae muy buena cara. —¿Shelma? —preguntó Megan acercándose a la ventana. Al asomarse vio a su hermana llegar con cara de pocos amigos y pronto supo por qué. —¿Dónde está Zac? —preguntó Shelma a gritos mientras se retiraba el pelo castaño de la cara. Su hermano las iba a volver locas. —Le envié contigo hace un buen rato —contestó Megan resoplando—. No te muevas, bajaré enseguida y te juro que cuando lo encuentre le arrancaré las orejas. —Ese hermano tuyo... —indicó Gillian—. Es cabezón. —Pero más lo soy yo —aseguró Megan mirando a Alana—. Me tengo que ir. —No te preocupes, Megan —dijo Alana tomándola de la mano—, seguro que estará jugando por algún lado. —Te acompaño —señaló Gillian, que conocía bien las fechorías de Zac. Tras despedirse de Alana, abrieron la pesada arcada de madera y salieron al oscuro pasillo alumbrado por antorchas. Bajaron la escalera de piedra en forma de caracol hasta llegar a la sala principal, donde aún quedaban algunos hombres que las miraron boquiabiertos murmurando palabras en gaélico al verlas pasar. —Juro que lo mataré en cuanto lo tenga en mis manos —despotricó Megan sin percatarse de que los hombres las miraban y reían ante ese comentario. —Veamos en qué clase de fechoría anda metido ese mequetrefe —respondió Gillian agarrándose las faldas. Cruzaron el patio a toda prisa para llegar hasta Shelma, que al verlas gritó: —¡Te juro que lo mato, Megan! —Eso ya lo dijo tu hermana —sonrió Gillian para templar el ánimo de Shelma. —Dijo que quería ir con otros muchachos a ver a los feriantes —recordó Megan. —¡Lo sabía! —gritó Shelma. Las tres muchachas, andando a paso rápido, se dirigieron hacia la explanada donde los feriantes comenzaban a montar sus puestos. Una explanada algo húmeda por las lluvias, y con barro. —¡Allí está ese rufián! —indicó Megan. Pero las tres se quedaron sin palabras cuando vieron cómo el niño se acercaba con sigilo, junto a un par de chicos del clan, a uno de los puestos y, mientras el feriante colocaba unas telas, le quitaban cosas escondiéndolas bajo sus camisas. De pronto, unas vasijas de barro cayeron al suelo atrayendo la mirada del feriante. ¡Los habían pillado! Por lógica, el hombre cogió a Zac. Era el más pequeño. El niño comenzó a gritar al verse sujeto por unas manos que lo zarandeaban. Al ver aquello, a Megan se le subió el corazón a la boca y, echando a correr seguida por las otras dos, se detuvo a unos pasos del feriante, quien ya le había propinado un par de azotes a Zac. —Disculpad, señor. ¡Por favor! —susurró Megan sin aliento por la carrera—. ¿Seríais tan amable de soltar a mi hermano? Yo os pagaré lo que ha roto.
—¿Este sinvergüenza es tu hermano? —preguntó el hombre cogiéndole por el cuello mientras Zac lloraba. —Sí, señor —asintió Shelma plantándose junto a Megan—. Es nuestro hermano y os pedimos que le soltéis. —¡Yo no hice nada! —mintió Zac intentando zafarse del hombre. —¡Zac, cállate! —reprochó Gillian, enfadada, notando cómo sus pies se hundían en el barro. —¡¿Que no hiciste nada?! —bramó el hombre dándole un bofetón que dolió más a las muchachas que al niño—. Me estabas robando y me has roto algunas jarras. ¡¿Eso es no hacer nada?! En ese momento salió de su carro la mujer del feriante, y Megan puso los ojos en blanco al reconocer a Fiona, que se llevó las manos a la cabeza al ver los destrozos. —¡Malditas y apestosas sassenachs! —escupió la mujer al verlas. —¡Cállate! —gritó enfurecida Gillian. Aquella maldita palabra había causado mucho dolor a sus amigas y a su propia familia. —No queremos tener líos, Fiona —advirtió Shelma mirándola con recelo. Fiona era una antigua vecina del pueblo. Durante los años que vivió allí, primero su madre y luego ella siempre las trataron con tono despectivo. Las odiaba por su sangre inglesa. Incluso en varias ocasiones, Megan y ella habían llegado a las manos. —Entiendo vuestro disgusto, señor —prosiguió Megan mirando al feriante—. Por eso os repito que pagaré lo que mi hermano... —¡Estate quieto, ladronzuelo! —gritó el hombre dando otra bofetada a Zac, lo que hizo que su hermana mayor perdiera la paciencia. —¡Escuchad, señor! —vociferó Megan, enfurecida—. Si volvéis a darle un bofetón más, os lo voy a tener que devolver yo a vos. —¡Que tú me vas a dar un bofetón a mí! —se carcajeó el feriante, indignado. Gillian y Shelma se miraron. Megan era capaz de eso y de mucho más. —Pero ¿quién te has creído tú para hablar así a mi hombre? —ladró Fiona plantándose ante Megan con los brazos en jarras. —Soy Megan. ¿Te parece poco? —aclaró mirándola con desprecio. Volviéndose hacia el hombre, escupió—: Soltad a mi hermano. ¡Ya! —Este sassenach —gritó con desprecio el feriante— es un futuro delincuente, y como tal debería ser tratado. «Se acabaron las contemplaciones, Fiona», pensó Megan mientras se retiraba el pelo de la cara. Aquella rolliza muchacha había hecho mucho daño a su abuelo con sus terribles comentarios y estaba harta. —Yo no soy sassenach —aulló Zac, que a su corta edad aún no llegaba a comprender por qué a veces la gente se empeñaba en insultarle de aquella manera. —No lo puedes negar, mocoso —escupió Fiona—. Tú y tus hermanas oléis a distancia a la podredumbre de los sassenachs. «Oh, Dios..., te mataría con mis propias manos», pensó furiosa Megan al