




























































































Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity
Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium
Prepara tus exámenes
Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity
Prepara tus exámenes con los documentos que comparten otros estudiantes como tú en Docsity
Los mejores documentos en venta realizados por estudiantes que han terminado sus estudios
Estudia con lecciones y exámenes resueltos basados en los programas académicos de las mejores universidades
Responde a preguntas de exámenes reales y pon a prueba tu preparación
Consigue puntos base para descargar
Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium
Comunidad
Pide ayuda a la comunidad y resuelve tus dudas de estudio
Descubre las mejores universidades de tu país según los usuarios de Docsity
Ebooks gratuitos
Descarga nuestras guías gratuitas sobre técnicas de estudio, métodos para controlar la ansiedad y consejos para la tesis preparadas por los tutores de Docsity
El cuaderno de noah es una novela romántica que cuenta la historia de noah, un sureño que vuelve a casa después de la segunda guerra mundial. Allie, su antiguo amor, está comprometida pero la pasión que sintió por noah no ha disminuido. La novela narra el reencuentro de la pareja y cómo intentan recuperar el tiempo perdido a pesar de los obstáculos que se interponen en su camino. Con una trama llena de emociones y momentos íntimos, la obra explora temas como el amor, la lealtad, la superación de las adversidades y la importancia de seguir los sueños. La descripción detallada de los personajes y los paisajes, así como el lenguaje poético utilizado, hacen de el cuaderno de noah una lectura cautivadora que cautiva al lector desde el principio hasta el final.
Tipo: Apuntes
1 / 115
Esta página no es visible en la vista previa
¡No te pierdas las partes importantes!
Libro proporcionado por el equipo
Le Libros
Visite nuestro sitio y descarga esto y otros miles de libros
http://LeLibros.org/
Descargar Libros Gratis , Libros PDF , Libros Online
Nicholas Sparks
El cuaderno de Noah
Dedico este libro, con amor, a Cathy, mi esposa y amiga.
Camino sobre las baldosas blancas salpicadas de gris. Como mi pelo y como el de la may oría de los que viven aquí, aunque esta mañana soy el único en el vestíbulo. Están en sus habitaciones, con la sola compañía de la televisión, pero ellos, como y o, están acostumbrados. Con el tiempo, uno se acostumbra a cualquier cosa. Oigo un llanto ahogado a lo lejos y sé perfectamente de dónde procede. Las enfermeras me ven; nos sonreímos y nos saludamos. Son amigas mías y charlamos a menudo, aunque estoy seguro de que especulan sobre mí y sobre las cosas que hago cada día. Oigo que murmuran a mi paso: —Ahí va otra vez —dicen—. Ojalá hoy salga bien. Pero no me dicen nada en la cara. Estoy convencido de que piensan que me molestaría hablar de ello a una hora tan temprana y, conociéndome, quizá tengan razón. Un minuto después llego a la habitación. Como de costumbre, han dejado la puerta abierta. Hay otras dos enfermeras dentro y también me sonríen. —Buenos días —saludan alegremente, y dedico un minuto a preguntarles por los niños, el colegio y las vacaciones que se aproximan. Durante otro minuto hablamos del llanto. Al parecer, no lo han notado. Ya no les afecta; y debo confesar que a mí me pasa otro tanto. Me siento en el sillón, que ha adquirido la forma de mi cuerpo. Casi han terminado; ella está vestida, pero sigue llorando. Sé que callará en cuanto se vay an. El ajetreo de la mañana siempre la perturba y hoy no es una excepción. Finalmente, las enfermeras retiran el biombo y se marchan. Las dos me tocan y me sonríen al pasar por mi lado. Me pregunto qué significan esos gestos. Un segundo después la miro, pero ella no me devuelve la mirada. Lo entiendo, porque no me reconoce. Para ella soy un extraño. Me doy vuelta, inclino la cabeza y rezo en silencio, pidiendo la fuerza que sé que voy a necesitar. Siempre he sido un firme crey ente en Dios y en el poder de la oración, aunque, para ser sincero, mi fe me ha llevado a plantearme una lista de interrogantes para los que exigiré respuestas después de la muerte. Ya estoy preparado. Me pongo los anteojos y saco una lupa del bolsillo. La dejo un instante en la mesa mientras abro el cuaderno. Tengo que chuparme el dedo dos veces para abrir la gastada tapa. Pongo la lupa en posición. Antes de empezar a leer, siempre hay un momento de vacilación en que me pregunto: ¿pasará hoy? No lo sé; nunca lo sé de antemano, y en el fondo me es igual. Es la esperanza lo que me impulsa a seguir; no hay garantías, como si se tratara de una apuesta. Pueden llamarme soñador, ingenuo, o cualquier cosa por el estilo, pero estoy convencido de que todo es posible. Sé que las probabilidades y la ciencia están en mi contra. Pero también sé que la ciencia no es infalible; la experiencia me lo ha demostrado. Por eso creo que los milagros, por inexplicables o increíbles que parezcan, existen y pueden contradecir el orden natural de las cosas. De modo que una vez más, como todos
los días, empiezo a leer el cuaderno en voz alta para que ella me oiga, con la esperanza de que el milagro que ha llegado a dominar mi vida vuelva a triunfar. Y quizá, sólo quizá, lo haga.
Comenzó a hacer cuentas mentalmente, pero enseguida se detuvo. Sabía que había gastado casi todos sus ahorros en la casa y que pronto tendría que buscar un empleo, pero apartó ese pensamiento de su mente y decidió disfrutar de los meses que faltaban para terminar la restauración sin preocuparse por eso. Las cosas saldrían bien; lo sabía, siempre era así. Además, pensar en el dinero lo aburría. Había aprendido a disfrutar de las pequeñas cosas, de las cosas que no pueden comprarse, y le costaba entender a la gente que veía la vida de otro modo. Otra cualidad que había heredado de su padre. Clem, su perra de caza, se acercó, le olfateó la mano y se tendió a sus pies. —Hola, chica, ¿cómo estás? — le preguntó dándole una palmada en la cabeza, y la perra gimió suavemente, mirándolo con sus ojos redondos y tiernos. Había perdido una pata en un accidente, pero todavía se movía bastante bien y le hacía compañía en las noches tranquilas como aquella. Noah tenía treinta y un años, no demasiados, pero los suficientes para sentirse solo. No había salido con nadie desde su llegada allí, pues no había conocido a ninguna chica que lo atrajera en lo más mínimo. Algo se interponía entre él y las mujeres que se le acercaban, algo que no estaba seguro de poder cambiar aunque quisiera. Y a veces, poco antes de dormirse, se preguntaba si estaría condenado a vivir solo hasta el final de sus días. La tarde pasó, cálida, agradable. Atento al canto de los grillos y al rumor de las hojas, Noah pensó que los sonidos de la naturaleza eran más reales y despertaban más emociones que los de los coches o los aviones. La naturaleza da más de lo que quita, y sus sonidos evocan la esencia del ser humano. Durante la guerra, sobre todo después de un combate, había pensado muchas veces en aquellos sonidos simples. « Evitarán que te vuelvas loco» , le había dicho su padre el día que embarcó. « Es la música de Dios, y te devolverá a casa». Terminó el té, entró en la casa, tomó un libro y encendió la luz del porche antes de volver a salir. Se sentó otra vez y miró el libro viejo, con la cubierta rota y las páginas manchadas de barro y agua. Era Hojas de hierba, de Walt Whitman, y se lo había llevado con él a la guerra. En una ocasión, incluso interceptó una bala. Sacudió la cubierta para quitarle el polvo. Luego abrió el libro en una página al azar y ley ó:
Esta es tu hora, oh alma, tu libre vuelo hacia lo inefable, Lejos de los libros, lejos del arte, abolido el día, concluida la lección, Emerges, silenciosa, contemplativa, a meditar en los temas que más amas, La noche, el sueño, la muerte y las estrellas.
Sonrió para sí. Por alguna razón, Whitman siempre le recordaba New Bern, y se alegraba de haber regresado. Aunque había estado fuera catorce años, New Bern seguía siendo su hogar, y allí conocía a mucha gente, a casi todos de sus épocas de adolescente. No era de extrañar. Como en tantos pueblos del sur, los habitantes de New Bern no cambiaban, simplemtente envejecían. En la actualidad, su mejor amigo era Gus, un negro de setenta años que vivía al final de la calle. Se habían conocido un par de semanas después que Noah comprara la casa, cuando Gus se presentó con una botella de licor casero y un estofado, y pasaron su primera tarde juntos emborrachándose e intercambiando anécdotas. Ahora Gus lo visitaba un par de noches a la semana, casi siempre a eso de las ocho. Con cuatro hijos y doce nietos en casa, necesitaba escapar de vez en cuando, y Noah lo entendía. Gus solía llevar su armónica consigo, y después de charlar un rato, interpretaban algunas canciones juntos. A veces tocaban durante horas. Había llegado a considerar a Gus como un miembro de la familia. En realidad, tras la muerte de su padre, ocurrida un año antes, estaba solo en el mundo. Era hijo único; su madre había muerto de gripe cuando él tenía dos años, y él nunca se había casado, aunque en una ocasión quiso hacerlo. Una vez había estado enamorado; de eso estaba seguro. Sólo una vez, una única vez, mucho tiempo atrás. Y aquella experiencia lo marcó para siempre. El amor perfecto deja huella, y el suy o había sido perfecto. Las nubes de la costa comenzaron a desplazarse lentamente por el cielo del atardecer, tiñéndose de plata con el reflejo de la Luna. Mientras se cerraban sobre él, Noah echó la cabeza hacia atrás y la apoy ó sobre el respaldo de la mecedora. Sus piernas se movían mecánicamente, manteniendo un ritmo constante, y como tantas otras veces, evocó un cálido atardecer como ése, catorce años antes. Todo había empezado en 1932, poco después de su graduación, la primera noche del festival de Neuse River. El pueblo entero estaba en la calle, disfrutando de la barbacoa y los juegos de azar. Era una noche húmeda; por alguna razón, recordaba claramente ese detalle. Había llegado solo, y mientras se abría paso entre la multitud, buscando a algún conocido, vio a Fin y a Sarah, dos amigos de la infancia, charlando con una desconocida. Recordó que la chica le había parecido bonita, y que cuando finalmente se unió al grupo, lo había mirado con unos ojos brumosos que todavía lo obsesionaban. —Hola —dijo simplemente y le tendió la mano—. Finley me ha hablado mucho de ti. Un comienzo vulgar que sin duda habría olvidado si se hubiera tratado de cualquier otra persona. Pero cuando le estrechó la mano y vio esos impresionantes ojos color esmeralda, supo de inmediato que podría pasarse el
Lo que no sabía era qué. Pensó en las palabras de Gus. Tenía razón, desde luego. Para Noah, New Bern era un pueblo encantado. Encantado por el fantasma de su recuerdo. Cada vez que pasaba por Fort Totten Park, el lugar que habían recorrido tantas veces juntos, la veía allí. Sentada en un banco o de pie junto a las rejas de la entrada, siempre sonriendo, con el cabello rubio sobre los hombros y los ojos del color de las esmeraldas. Por las noches, cuando se sentaba a tocar la guitarra en el porche, la imaginaba a su lado, escuchando en silencio las canciones de la infancia. La misma sensación lo invadía cada vez que iba al negocio de Gastón, o al Masonic Theatre, o simplemente cuando caminaba por el centro del pueblo. Dondequiera que mirara, veía su imagen o veía cosas que la devolvían a la vida. Sabía que era extraño. Noah se había criado en New Bern. Había pasado sus primeros diecisiete años allí. Pero cuando pensaba en el pueblo, sólo parecía capaz de recordar el último verano, el verano que habían compartido. Los demás recuerdos eran sólo fragmentos, retazos inconexos de su infancia, y pocos, si alguno, evocaban sentimientos. Una noche se lo contó a Gus, y su amigo no sólo lo había entendido, sino que fue el primero en explicarle el porqué. Sencillamente había dicho: —Mi padre decía que el primer amor te cambia la vida para siempre, y por mucho que te empeñes, el sentimiento nunca muere del todo. La chica de la que hablas fue tu primer amor. Y hagas lo que hicieres, te acompañará siempre. Noah sacudió la cabeza, y cuando la imagen de su antiguo amor empezó a desvanecerse, volvió a Whitman. Ley ó durante una hora, alzando la vista de vez en cuando para mirar a los mapaches o a las zarigüey as que correteaban a orillas del río. A las nueve y media cerró el libro, subió al dormitorio y apuntó en su diario algunas observaciones personales y un recuento del trabajo hecho en la casa. Cuarenta minutos después, dormía. Clem subió la escalera, olfateó el cuerpo dormido de Noah y dio unas cuantas vueltas alrededor antes de acurrucarse a los pies de la cama. Esa misma noche, poco antes, y a ciento cincuenta kilómetros de distancia, ella se sentó sola, con una pierna cruzada debajo del muslo, en el columpio del porche de la casa de sus padres. El asiento estaba ligeramente húmedo; acababa de caer un fuerte chaparrón de gotas punzantes, pero las nubes se alejaban y miró más allá de ellas, a las estrellas, preguntándose si su decisión sería acertada. Había dudado durante días —y seguía dudando esa noche—, pero sabía que si dejaba escapar esa oportunidad, jamás podría perdonárselo. Lon ignoraba la auténtica razón del viaje previsto para el día siguiente. Hacía una semana, ella había insinuado que quería ir a echar un vistazo en algunos negocios de antigüedades cerca de la costa. —Sólo estaré fuera un par de días —había dicho—. Necesito tomarme un
descanso de los preparativos de la boda. No le gustaba mentirle, pero sabía que no podía decirle la verdad. Su escapada no tenía nada que ver con él, y no hubiera sido justo pedirle que la entendiera. El viaje desde Raleigh fue tranquilo, duró algo más de dos horas, y llegó poco antes de las once. Se inscribió en un pequeño hotel del centro, subió a su habitación y deshizo la valija. Colgó los vestidos en el armario y puso todo lo demás en los cajones. Almorzó rápidamente, pidió información a la camarera sobre los negocios de antigüedades más cercanos y dedicó las horas siguientes a las compras. A las cuatro y media regresó a su habitación. Se sentó en el borde de la cama y telefoneó a Lon. Él no tenía mucho tiempo para hablar, pues debía estar en los tribunales a las cuatro, pero antes de despedirse, ella le dio el número del hotel y prometió llamarlo al día siguiente. Perfecto, pensó mientras colgaba el auricular. Una conversación de rutina, nada fuera de lo corriente. Nada que despertara sospechas. Lo conocía desde hacía cuatro años; se habían visto por primera vez en 1942, cuando el mundo estaba en guerra y los Estados Unidos llevaban un año en la contienda. Todos contribuían a su manera, y ella trabajaba como voluntaria en un hospital del centro. Allí la necesitaban y la apreciaban, pero las cosas resultaron más complicadas de lo que había esperado. Las primeras cuadrillas de jóvenes soldados heridos volvían a casa, y ella pasaba los días con hombres destrozados y cuerpos mutilados. Cuando Lon, con su natural encanto, se presentó a sí mismo durante una fiesta de Navidad, le pareció justo lo que necesitaba: alguien con fe en el futuro y un sentido del humor capaz de ahuy entar todos sus temores. Era atractivo, inteligente y decidido, un próspero abogado ocho años may or que ella, cuy a pasión por el trabajo lo llevaba a ganar muchos juicios y a hacerse un nombre en la profesión. Ella comprendía su obsesión por el éxito, pues tanto su padre como la may oría de los hombres de su círculo social la compartían. Lon tenía una educación idéntica, y en la sociedad clasista del sur, los apellidos y los logros eran la condición más importante para el matrimonio. En muchos casos, eran la única condición. Aunque ella se rebelaba secretamente contra esa norma desde la infancia, y había salido con varios hombres que, en el mejor de los casos, podían ser calificados de advenedizos, se sentía atraída por el carácter afable de Lon y poco a poco había llegado a quererlo. A pesar de las muchas horas que dedicaba al trabajo, era bueno con ella. Era un caballero, maduro y responsable, y durante los momentos más difíciles de la guerra, cuando ella necesitaba a alguien que la abrazara, Lon nunca le falló. Con él se sentía segura y amada, y por eso había aceptado su proposición de matrimonio. Esos recuerdos la hicieron sentir culpable por estar allí, y comprendió que debería hacer la valija y marcharse de inmediato, antes que cambiara de idea.
Cuando hubo terminado, retrocedió unos pasos y se examinó. Estaba bien, ni demasiado arreglada ni demasiado informal. No quería excederse. Al fin y al cabo, no sabía con qué se iba a encontrar. Había pasado mucho tiempo —quizá demasiado— y podían haber ocurrido muchas cosas, incluso algunas en las que prefería no pensar. Bajó la vista, comprobó que le temblaban las manos y se rió de sí misma. Era curioso; nunca se ponía tan nerviosa. Al igual que Lon, siempre se mostraba como una persona segura, incluso de pequeña. Recordaba que ocasionalmente esa actitud le había causado problemas, sobre todo cuando salía con chicos, porque intimidaba a la may oría de los jóvenes de su edad. Tomó el bolso, las llaves del coche y finalmente la de la habitación. La giró en la mano un par de veces, pensando. Si has sido capaz de llegar hasta aquí, no te rindas ahora. Se dirigió a la puerta, pero antes de llegar retrocedió y volvió a sentarse en la cama. Miró el reloj. Sabía que debía marcharse pronto —quería llegar antes que oscureciera—, pero necesitaba un poco más de tiempo. —¡Maldita sea! — murmuró—, ¿qué hago aquí? No debería haber venido. No hay ninguna razón. — Pero una vez que lo dijo, supo que no era así. Tenía sus motivos. Al menos encontraría la respuesta que buscaba. Revolvió en el bolso hasta que encontró un recorte de diario doblado. Lo sacó despacio, casi con reverencia, con cuidado de no rasgar el papel. Lo desplegó y lo miró fijamente unos instantes. —Es por esto —dijo por fin—, esta es la razón. Noah se levantó a las cinco y, fiel a su costumbre, dio un paseo en canoa por el río. Cuando volvió, se puso la ropa de trabajo, calentó unas galletas del día anterior, agregó un par de manzanas y acompañó el desay uno con dos tazas de café. Trabajó otra vez en la valla, reparando la may oría de las estacas que lo necesitaban. La temperatura —más de veintiséis grados— era insólita para la época, y a mediodía estaba tan acalorado y cansado, que se alegró de poder tomarse un descanso. Decidió comer a orillas del río porque los salmonetes estaban saltando. Le gustaba verlos saltar tres o cuatro veces y flotar en el aire antes de desaparecer en el agua salobre. Por alguna razón, siempre se alegraba de que el instinto de los peces hubiera permanecido inmutable durante miles, quizá cientos de miles, de años. A veces se preguntaba si los instintos del ser humano habían cambiado en ese tiempo, y siempre llegaba a la conclusión de que no. Por lo menos en los aspectos más básicos y primitivos. Le constaba que el hombre siempre había sido agresivo, ansioso por dominar, por controlar el mundo y todo lo que se encontraba en él. Las guerras en Europa y en Japón daban fe de ello. Dio por concluida la jornada de trabajo poco después de las tres y caminó
hasta un pequeño cobertizo situado cerca del desembarcadero. Entró, sacó la caña de pescar, un par de cebos y unos cuantos grillos vivos que siempre tenía a mano, luego salió al desembarcadero, enganchó el cebo al anzuelo y lanzó el sedal. Siempre que salía a pescar, acababa reflexionando sobre su vida, y esa vez no fue una excepción. Recordó que tras la muerte de su madre había vivido en una docena de casas diferentes. En ese entonces tartamudeaba ostensiblemente y los demás niños se burlaban de él. En consecuencia, comenzó a hablar cada vez menos hasta que, a la edad de cinco años, se negó rotundamente a hacerlo. Cuando empezó a ir a la escuela, los maestros lo tomaron por retrasado y recomendaron a su padre que lo retirara de allí. Sin embargo, su padre decidió tomar cartas en el asunto. Se ocupó de que siguiera y endo a clase, y todas las tardes, al terminar la jornada escolar, lo llevaba al aserradero para que lo ay udara a levantar y apilar la madera. —Es bueno que pasemos tiempo juntos —decía mientras trabajaban codo con codo—, como hacíamos mi padre y y o. Durante esas horas, su padre le hablaba de pájaros y animales, o le contaba ley endas típicas de Carolina del Norte. Unos meses después, Noah comenzó a hablar otra vez, aunque no muy bien, y su padre decidió enseñarle a leer con libros de poesía. —Aprende a leer esto en voz alta y serás capaz de decir todo lo que se te ocurra. Una vez más, su padre tenía razón, y al cabo de un año, Noah había dejado de tartamudear. Pero continuó y endo al aserradero todos los días, sencillamente porque su padre estaba allí, y por las noches leía la obra de Whitman y Tenny son en voz alta mientras su padre se hamacaba en la mecedora. Desde entonces, nunca dejaba de leer poesía. Cuando fue algo may or, pasaba la may oría de los fines de semana y las vacaciones a solas. Exploró Croatan Forest en su primera canoa, remontando el río Brices, y treinta kilómetros más arriba, cuando le fue imposible seguir, recorrió andando los kilómetros que quedaban hasta la costa. Acampar y explorar se convirtieron en su pasión, y pasaba horas en el bosque, sentado a la sombra de un roble, silbando quedamente y tocando la guitarra para un público de castores, gansos y garzas salvajes. Los poetas sabían que la soledad en la naturaleza, lejos de la gente y los objetos creados por el hombre, era buena para el alma, y Noah siempre se había identificado con los poetas. Aunque era de temperamento tranquilo, su larga experiencia cargando pesos en el aserradero le ay udó a destacarse en los deportes, y sus logros deportivos le dieron popularidad. Disfrutaba con los partidos de fútbol y las competiciones de atletismo, pero aunque la may oría de sus compañeros de equipo pasaban juntos también el tiempo libre, Noah rara vez se reunía con ellos. Algunos de sus amigos
Seguía pensando en Allie, sobre todo por las noches. Le escribía una vez al mes, pero nunca recibió respuesta. Por fin envió la última carta y se obligó a aceptar el hecho de que jamás compartirían nada más que aquel verano juntos. No obstante, ella seguía presente. Tres años después de la última carta, viajó a Winston—Salem con la esperanza de encontrarla. Fue a su casa, descubrió que se había mudado, y después de consultar a los vecinos, telefoneó a JRJ. La empleada que atendió el teléfono era nueva y no reconoció el apellido, pero echó un vistazo a los ficheros de personal. Averiguó que el padre de Allie había abandonado la empresa y que en su ficha no figuraba ninguna dirección. Aquella fue la primera y única vez que Noah la buscó. Continuó trabajando para Goldman durante los ocho años siguientes. Al principio, era uno más de los doce empleados, pero con el tiempo la empresa prosperó y consiguió un ascenso. En 1940 dominaba el negocio y estaba al mando de todas las operaciones, desde el control de las transacciones a la supervisión de un equipo de treinta personas. La chatarrería se había convertido en el may or negocio de compra y venta de metales de la Costa Este. En aquellos tiempos salió con varias mujeres. Tuvo una relación seria con una de ellas, una camarera del restaurante local de intensos ojos azules y sedoso cabello negro. Aunque el noviazgo duró dos años, nunca llegó a sentir por ella lo mismo que por Allie. Pero tampoco la olvidó. La chica era unos años may or que él, y le había enseñado las maneras de complacer a una mujer, los sitios donde tocar y besar, los puntos donde demorarse, las palabras que debía susurrar. A veces se pasaban el día entero en la cama, abrazados, haciendo el amor de la forma más satisfactoria para ambos. Ella sabía que no estarían juntos para siempre. Hacia el final de la relación, se lo había dicho: —Ojalá pudiera darte lo que buscas, pero no sé qué es. Ocultas una parte de ti a todo el mundo, incluso a mí. Es como si no estuvieras conmigo. Tu mente está con otra. — Noah quiso negarlo, pero ella no le crey ó—. Soy una mujer, sé mucho de estas cosas. A veces, cuando me miras, sé que ves a otra persona. Es como si esperaras que ella apareciera por arte de magia y te llevara lejos de todo esto… Un mes después, la chica fue a verlo al trabajo y le dijo que había conocido a otro. Noah lo entendió. Se separaron como amigos, y al año siguiente ella le envió una postal diciéndole que se había casado. No volvió a saber de ella desde entonces. Mientras estuvo en Nueva Jersey, visitaba a su padre una vez al año, para Navidad. Pescaban, charlaban y de vez en cuando hacían una escapada a la costa y acampaban en las Outer Banks, cerca de Ocracoke. En diciembre de 1941, cuando tenía veintiséis años, estalló la guerra, tal como
había predicho Goldman. Un mes después, Noah entró en su despacho e informó a Goldman de sus intenciones de alistarse, y luego volvió a New Bern a despedirse de su padre. Cinco semanas más tarde estaba en el campo de entrenamiento de reclutas. Allí recibió una carta de Goldman dándole las gracias por su trabajo, y adjuntando un documento que le daba derecho a un pequeño porcentaje de la chatarrería en caso de que ésta se vendiera alguna vez. « No podría haberlo conseguido sin ti» , decía la carta. « A pesar de no ser judío, eres el mejor empleado que he tenido». Pasó los tres años siguientes en el tercer regimiento de Patton, recorriendo los desiertos del norte de África y los bosques europeos con quince kilos a la espalda; su unidad de infantería siempre estaba cerca de la acción. Vio morir a sus amigos y asistió al entierro de varios de ellos a miles de kilómetros de la patria. En una ocasión, cuando estaba oculto en una trinchera en las cercanías del Rin, le pareció ver a Allie velando por él. Recordó el final de la guerra en Europa y, unos meses más tarde, en Japón. Poco antes de que lo licenciaran, recibió una carta de un abogado de Nueva Jersey que representaba a Morris Goldman. Cuando se reunió con el abogado, descubrió que Goldman había muerto un año antes y que sus bienes habían sido liquidados. El negocio se había vendido, y Noah recibió un cheque por casi setenta mil dólares. Inexplicablemente, el hecho no lo conmovió. Una semana después regresó a New Bern y compró la casa. Recordaba que más tarde había llevado a su padre a verla contándole sus planes y señalando las reformas que se proponía hacer. Su padre estaba débil, tosía y respiraba agitadamente. Noah se inquietó, pero el anciano le aseguró que no debía preocuparse, que sólo tenía gripe. Antes que transcurriera un mes, murió de neumonía y fue enterrado junto a su esposa en el cementerio local. Noah le llevaba flores con regularidad y de vez en cuando le dejaba una nota. Todas las noches dedicaba un momento a recordarlo y luego rezaba una oración por el hombre que le había enseñado todo lo importante de la vida. Después de enrollar el sedal, guardó los aparejos de pesca y volvió a la casa. Su vecina, Martha Shaw, estaba allí para darle las gracias. Le llevaba unas galletas y tres hogazas de pan casero en reconocimiento por su ay uda. Su marido había muerto en la guerra, dejándola con tres hijos y una ruinosa casa donde criarlos. Se acercaba el invierno, y la semana anterior Noah había pasado varios días en casa de Martha, reparando el techo, cambiando los vidrios rotos de las ventanas, sellando los demás y arreglando la cocina de leña. Con suerte, sería suficiente para que salieran adelante. Cuando Martha se marchó, Noah subió a su desvencijada camioneta Dodge y fue a ver a Gus. Siempre pasaba por allí cuando iba al negocio, porque la familia de Gus no tenía coche. Una de las hijas subió a la camioneta e hicieron compras