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La naturaleza de los nombres: Sócrates y Cratilo - Prof. Gutierrez, Monografías, Ensayos de Filosofía

Una discusión entre sócrates y cratilo sobre la naturaleza de los nombres y su relación con la realidad. Cratilo sostiene que cada cosa tiene un nombre natural, mientras que sócrates argumenta que los nombres son producto de la ley y el uso. La discusión aborda temas como la propiedad del nombre, la imitación del nombre y la relación entre los nombres y la realidad.

Tipo: Monografías, Ensayos

2023/2024

Subido el 10/03/2024

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CRATILO
O DE LA EXACTITUD DE LOS
NOMBRES
Platón
Edición electrónica de
www.philosophia.cl / Escuela de
Filosofía Universidad ARCIS.
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C RATILO

O DE LA EXACTITUD DE LOS

NOMBRES

Platón

Edición electrónica de

www.philosophia.cl / Escuela de

Filosofía Universidad ARCIS.

C RATILO O DE LA EXACTITUD DE LOS NOMBRES

HERMÓGENES .— C RATILO.— S ÓCRATES

HERMÓGENES. — Aquí tenemos a Sócrates, ¿Quieres que le admitamos como tercero, dándole parte en nues- tra discusión? C RATILO. — Como gustes. HERMÓGENES. — Ve aquí, mi querido Sócrates, a Cratilo, que pre- tende que cada cosa tiene un nombre, que le es naturalmente propio; que no es un nombre aquél de que se valen algunos, después de haberse puesto de acuerdo, para servirse de él; y que un nombre de tales condiciones sólo consiste en una cierta articulación de la voz; sosteniendo, por lo tanto, que la naturaleza ha atribuido a los nom- bres un sentido propio, el mismo para los helenos que para los bárbaros. En- tonces yo le he preguntado, si Cratilo es verdaderamente su nombre o no lo es. El confiesa que tal es su nombre. — ¿Y el de Sócrates? le dije. — Sócra- tes, me respondió. Y respecto de to- dos los demás hombres, el nombre con que los designamos, ¿es el de ca- da uno de ellos? — No, dijo; tu nom- bre propio no es Hermógenes, aunque todos los hombres te llaman así. Y aunque yo le interrogo con el vivo de- seo de comprender lo que quiere de- cir, no me responde nada que sea cla- ro, y se burla de mí. Finge pensar en

sí mismo cosas, que si las hiciera conocer claramente, me obligarían sin duda a ser de su opinión, y a hablar como él habla. Por lo tanto, si pudie- ses, Sócrates, explicarme el secreto de Cratilo, te escucharía con mucho gus- to; pero tendré mucho más placer aun en saber de tus labios, si consientes en ello, qué es lo que piensas acerca de la propiedad de los nombres. S ÓCRATES. — ¡Oh, Hermógenes, hijo de Hipónico! dice un antiguo proverbio, que las cosas bellas son difíciles de saber;^1 y ciertamente, la ciencia de los nombres no es un traba- jo ligero. ¡Ah! si yo hubiera oído en casa de Pródico la demostración, a cincuenta dracmas por cabeza, que nada deja que desear sobre esta cues- tión, como lo dice él mismo, no ten- dría ninguna dificultad en hacerte co- nocer acto continuo la verdad sobre la propiedad de los nombres; pero yo no le oí a este precio, pues sólo recibí la lección de un dracma. Por consiguien- te, no puedo saber sobre los nombres lo que es cierto y lo que no lo es. Sin embargo; estoy dispuesto a unir mis esfuerzos a los tuyos y a los de Cra-

(^1) Son difíciles las cosas bellas; proverbio que Platón cita, también en La República.

HERMÓGENES .— Sin duda. S ÓCRATES.— ¿El discurso, que dice las cosas como son, es verdadero; y el que las dice como no son, es fal- so? HERMÓGENES .— Sí. S ÓCRATES.— ¿Luego es posible decir, mediante el discurso, lo que es y lo que no es?^4 HERMÓGENES .— Ciertamente. S ÓCRATES.— El discurso verda- dero, ¿es verdadero por entero, mien- tras que sus partes no son verdade- ras? HERMÓGENES .— No; sus partes son verdaderas igualmente. S ÓCRATES.— ¿Sus grandes par- tes son verdaderas, mientras que las pequeñas no lo son; o bien lo son todas? HERMÓGENES .— Creo que to- das. S ÓCRATES.— ¿Y crees tú, que haya en el discurso alguna otra parte más pequeña que el nombre? HERMÓGENES .— Ninguna es más pequeña. S ÓCRATES.— Pero el nombre, ¿no es parte de un discurso verdade- ro? HERMÓGENES .— Sí. S ÓCRATES.— ¿Luego esta parte es verdadera por lo que tú dices? HERMÓGENES .— Sí. S ÓCRATES.— Pero la parte de un discurso falso, ¿no es falsa? HERMÓGENES .— Conforme.

(^4) Véase el Eutidemo, en el que se desenvuelve este sofisma de los sofistas.

S ÓCRATES.— Luego puede de- cirse del nombre, que es falso o verda- dero; puesto que puede decirse esto mismo del discurso. HERMÓGENES .— Es evidente. S ÓCRATES.— Pero desde que al- guno da un nombre a una cosa, ¿es verdaderamente el nombre de esta cosa? HERMÓGENES .— Sí. S ÓCRATES.— ¿Luego cada cosa tendrá tantos nombres como se la asignen, y sólo por el tiempo que se le asignen? HERMÓGENES .— Mi querido Só- crates, yo no reconozco en los nom- bres otra propiedad que la siguiente: puedo llamar cada cosa con el nom- bre que yo le he asignado; y tú con tal otro nombre, que también le has dado a tu vez. Así es que veo que en dife- rentes ciudades las mismas cosas tie- nen nombre distintos, variedad que se observa lo mismo comparando hele- nos con helenos, que helenos con bár- baros. S ÓCRATES.— Y bien, querido Hermógenes; ¿te parece que los seres son de tal naturaleza, que la esencia de cada uno de ellos sea relativa a ca- da uno de nosotros, según la proposi- ción de Protágoras, que afirma que el hombre es la medida de todas las co- sas; de manera que tales como me pa- recen los objetos, tales son para mí; y que tales como te parecen a ti, tales son para ti? O más bien, ¿crees que las cosas tienen una esencia estable y per- manente?

HERMÓGENES .— En otro tiem- po, Sócrates, no sabiendo qué pensar, llegué hasta adoptar la proposición de Protágoras; pero no creo que las cosas pasen completamente 5 como él dice. S ÓCRATES.— ¡Pero qué! ¿Has llegado alguna vez a pensar, que nin- gún hombre es completamente malo? HERMÓGENES .— No. ¡Por Zeus! Me he encontrado muchas veces en situaciones que me han hecho creer, que hay hombres completamente ma- los, y en gran número. S ÓCRATES.— ¡Y qué! ¿No te parece igualmente que existen hom- bres completamente buenos? HERMÓGENES .— Son bien raros. S ÓCRATES.— Pero, sin embargo, ¿los hay? HERMÓGENES .— Sí. S ÓCRATES.— ¿Cómo lo expli- cas? ¿No es que los hombres comple- tamente buenos, son completamente sabios; y que los hombres completa- mente malos, son completamente in- sensatos? HERMÓGENES .— Eso es precisa- mente lo que yo pienso. S ÓCRATES.— Pero si Protágoras dice verdad, si es la verdad misma la proposición de que tales como nos pa- recen las cosas, tales son; ¿es posible que unos hombres sean sabios, y los otros insensatos? HERMÓGENES .— No, ciertamen- te.

(^5) Toda la página que sigue, es la refutación de esta expresión, completamente; propia de los espíritus tímidos y sin doctrina fija, que pro- curan no decidirse para no comprometerse.

S ÓCRATES.— Luego, a mi pare- cer, estás completamente persuadido de que, puesto que existe una sabidu- ría y una insensatez, es completamen- te imposible que Protágoras tenga ra- zón. En efecto, un hombre no podría nunca ser más sabio que otro, si la verdad no fuera para cada uno más que lo que le parece. HERMÓGENES .— Conforme. S ÓCRATES.— Pero tú tampoco admites con Eutidemo, 6 que todas las cosas son las mismas a la vez y siem- pre para todo el mundo. En efecto; se- ría imposible que unos fuesen buenos y otros malos, sí la virtud y el vicio se encontrasen igualmente y siempre en todos los hombres. HERMÓGENES .— Dices verdad. S ÓCRATES.— Luego, si todas las cosas no son para todos de la misma manera a la vez y siempre; y si cada objeto no es tampoco propiamente lo que parece a cada uno, no cabe la me- nor duda de que los seres tienen en sí mismos, una esencia fija y estable; no existen con relación a nosotros, no de- penden de nosotros, no varían a pla- cer de nuestra manera de ver, sino que existen en sí mismos, según la esencia que les es natural. HERMÓGENES .— Me parece bien, Sócrates; tienes razón. S ÓCRATES.— Ahora bien; sien- do los seres así, ¿pueden ser sus accio-

(^6) Este Eutidemo es el del diálogo de su nom- bre, hermano de Dionisodoro. Sostenía, que todas las cosas son las mismas para todo el mundo; doctrina, que es justamente la opues- ta a la de Protágoras.

ciso para tejer; y el que quiere hora- dar, de lo que es preciso para hora- dar? HERMÓGENES .— Sin duda. S ÓCRATES.— Y el que quiere nombrar, ¿tiene necesidad de lo que es preciso para nombrar? HERMÓGENES .— Es cierto. S ÓCRATES.— ¿Qué es lo que sir- ve para horadar? HERMÓGENES .— Un barreno. S ÓCRATES.— ¿Y para tejer? HERMÓGENES .— Una lanzade- ra. S ÓCRATES.— ¿Y para nombrar? HERMÓGENES .— Un nombre. S ÓCRATES.— Perfectamente. Luego el nombre es también un ins- trumento. HERMÓGENES .— Sin duda. S ÓCRATES.— Y Si yo te pregun- tare: ¿Qué instrumento es la lanzade- ra? Aquél con que se teje, dirías; ¿no es así? HERMÓGENES .— Sí. S ÓCRATES.— Pero al tejer, ¿qué se hace? ¿No se separa la trama de la urdimbre que estaban confundidas? HERMÓGENES .— Sí. S ÓCRATES.— Lo mismo me di- rás con respecto al barreno, y a todos los demás instrumentos. HERMÓGENES .— Absolutamen- te lo mismo. S ÓCRATES.— ¿Y no puedes de- cirme otro tanto con respecto al nom- bre? Puesto que nombre es un instru- mento, ¿cuando nombramos, qué ha- cemos? HERMÓGENES .— Eso es lo que

yo no puedo explicar. S ÓCRATES.— ¿No nos enseña- mos algo los unos a los otros, y no distinguimos, por medio de ellos, las maneras de ser los objetos? HERMÓGENES .— Es cierto. S ÓCRATES.— Luego el nombre es un instrumento propio para ense- ñar y distinguir los seres, como la lan- zadera es propia para distinguir los hilos del tejido. HERMÓGENES .— Sí. S ÓCRATES.— La lanzadera, ¿es un instrumento del arte de tejer? HERMÓGENES .— ¿Cómo negar- lo? S ÓCRATES.— El tejedor hábil se servirá bien de la lanzadera, quiero decir, como tejedor. Y el maestro hábil se servirá bien del nombre, quiero decir, como maestro. HERMÓGENES .— Sí. S ÓCRATES.— Cuando el tejedor emplea la lanzadera, ¿a quién debe esta lanzadera? HERMÓGENES .— Al carpintero. S ÓCRATES.— ¿Es todo hombre carpintero, o lo es sólo el que posee este arte? HERMÓGENES .— El que posee este arte. S ÓCRATES.— El que barrena la madera, ¿a qué artesano debe el ba- rreno de que se sirve? HERMÓGENES .— Al herrero. S ÓCRATES.— ¿Y son todos he- rreros, o sólo el que posee este arte? HERMÓGENES .— Sólo el que posee este arte. S ÓCRATES.— Perfectamente. Y

cuando se sirve del nombre el maes- tro, ¿de quién es la obra que emplea? HERMÓGENES .— Eso es lo que yo no puedo decir. S ÓCRATES.— ¿No puedes decir quién nos suministra los nombres de que nos servimos? HERMÓGENES .— No, en verdad. S ÓCRATES.— ¿No te parece que es la ley la que nos los suministra? HERMÓGENES .— Es probable. S ÓCRATES.— Luego de la obra del legislador se sirve el maestro, cuando se sirve del nombre. HERMÓGENES .— Así lo creo. S ÓCRATES.— ¿Y crees tú que todo hombre es legislador, o que lo es sólo el que posee este arte? HERMÓGENES .— Es sólo el que posee este arte. S ÓCRATES.— Luego no es árbi- tro todo el mundo, mi querido Her- mógenes, de imponer nombres, sino que lo es sólo el verdadero obrero de nombres; y éste es, al parecer, el legis- lador, que es de todos los artesanos el que más escasea entre los hombres. HERMÓGENES. — Es probable. S ÓCRATES.— Pues bien; exami- na ahora qué es lo que el legislador debe tener en cuenta para designar los nombres. Para este examen, ten presente lo que antes dijimos. ¿Qué es lo que el carpintero tiene en cuenta para hacer la lanzadera? ¿No es la operación de tejer, y no atiende a la naturaleza de esta operación? HERMÓGENES .— Es evidente. S ÓCRATES.— Pero si la lanzade- ra se rompe en manos del obrero,

¿construirá otra esforzándose en co- piar la anterior, o bien se guiará por la idea que sirvió de base a su primer tra- bajo? HERMÓGENES .— A mi juicio, se atendrá a esta idea. S ÓCRATES.— Y esta idea, ¿no es justo y exacto llamarla la lanzadera en sí? HERMÓGENES .— Así me lo pa- rece. S ÓCRATES.— Puesto que toda tela, fina o basta, de hilo o de lana, o de cualquiera otra materia, no puede fabricarse sino con una lanzadera, es preciso que el obrero haga todas las lanzaderas según la idea de la lanza- dera; pero dando a cada una la forma que la haga más propia para cada género de tejido. HERMÓGENES .— Sí. S ÓCRATES.— Y lo mismo sucede con todos los demás instrumentos. Después de haber encontrado el ins- trumento, naturalmente propio para cada género de trabajo, el obrero debe echar mano de los materiales que se presten a ello, no según su capricho, sino según lo ordena la naturaleza. Por ejemplo; es preciso saber forjar con hierro el barreno propio para ca- da operación. HERMÓGENES .— Ciertamente. S ÓCRATES.— Y en cuanto a la lanzadera, propia naturalmente para cada género de trabajo, debe saber componerla con la madera que corres- ponda. HERMÓGENES .— Es cierto.

HERMÓGENES .— Es justo. S ÓCRATES.— Y el legislador en la designación de los nombres, ¿no es indispensable que tome por maestro a un dialéctico, si quiere designarlos convenientemente? HERMÓGENES .— Es cierto. S ÓCRATES.— No es éste, mi querido Hermógenes, un negocio sen- cillo; porque la institución de nom- bres no es tarea para un cualquiera, ni para gente sin talento. Y Cratilo habla bien cuando dice que hay nombres que son naturales a las cosas, y que no es dado a todo el mundo ser artífice de nombres; y que sólo es competente el que sabe qué nombre es natural- mente propio a cada cosa, y acierta a reproducir la idea mediante las letras y las sílabas. HERMÓGENES .— Nada tengo que oponer, Sócrates, a lo que acabas de decir. Sin embargo, es difícil darse por convencido desde luego; y creo que me convencerías mejor si me ex- plicases cuál es esta propiedad de los nombres, fundada, según tu opinión, en la naturaleza. Sócrates.— Yo, excelente Her- mógenes, no me atrevo a tanto; y olvi- das lo que decía antes: que ignorante de estas cosas, estaba pronto a exami- narlas contigo. Pero el resultado de nuestras comunes indagaciones es que, al contrario de lo que creíamos al principio, nos parece ahora que el nombre tiene una cierta propiedad natural; que todo hombre no es apto para dar a las cosas nombres conve- nientes. ¿No es cierto?

HERMÓGENES .— Perfectamente. S ÓCRATES.— Sentado esto, de- bemos indagar, puesto que deseas saberlo, en qué consiste la propiedad del nombre. HERMÓGENES .— En efecto, deseo saberlo. S ÓCRATES.— Pues bien; examí- nalo. HERMÓGENES .— Sí; ¿pero cómo es preciso examinarlo? S ÓCRATES.— El medio más pro- pio para llegar a este resultado, mi querido amigo, es el siguiente: diri- girse a los hombres hábiles, pagarles bien, y además de la paga, darles las gracias. Los hombres hábiles son los sofistas. Tu hermano Callias, que les ha dado gruesas sumas, pasa por sa- bio. Y puesto que tú no posees parte alguna del patrimonio de tu familia, es preciso que halagues a tu hermano, y le supliques que te haga conocer esta propiedad de los nombres, que le enseñó Protágoras. HERMÓGENES .— Sería de mi parte una extraña súplica, Sócrates, si después de haber rechazado absoluta- mente la Verdad de Protágoras, 7 diese yo algún valor a las consecuencias de esta Verdad. S ÓCRATES.— ¿No te agrada este medio? Pues vamos en busca de Ho- mero y de los demás poetas.

(^7) La verdad de Protágoras es a la vez el título de una de sus obras y una indicación de su siste- ma, según el cual la sensación es la medida de todas las cosas, y la verdad tiene sólo un valor individual.

HERMÓGENES .— ¿Y qué dice Homero de la propiedad de los nom- bres, y en qué pasaje? S ÓCRATES.— En muchos. Los más extensos y bellos son aquéllos en los que distingue, respecto de un mis- mo objeto, el nombre que le dan los hombres, y el que le dan los dioses. ¿No crees, que Homero en estos pasa- jes nos dice cosas notables y admira- bles sobre la propiedad de los nom- bres? Porque es evidente, que los dio- ses emplean los nombres en su senti- do propio, tal como le ha hecho la naturaleza. ¿No es ésta tu opinión? HERMÓGENES .— Creo que si los dioses nombran ciertas cosas, las nombran con propiedad; ¿pero de qué cosas quieres hablar? S ÓCRATES.— Ese río, que bajo los muros de Troya, tiene un combate singular con Hefaisto, ¿no sabes que Homero dice,^8 que los dioses le lla- man Janto, y los hombres Escaman- drio? Hermógenes.— Lo Sé. Sócrates.— Pues bien; ¿no crees que importa saber por qué a este río se le llama con más propiedad Janto, que Escamandrio? O si quieres, fíjate en ese pájaro del que dice el poeta: 9 los dioses le llaman Calcis, y los hombres Cimindis. ¿Crees tú que no sea intere- sante saber por qué se le llama Calcis con más propiedad que Cimindis? Y lo mismo sucede con la colina Batieia,

(^8) Ilíada, XX, 74. (^9) Ilíada, XIV, 291.

llamada también Mirine; 10 y con otros mil ejemplos, tanto de este poeta co- mo de otros. Pero quizá éstas son difi- cultades que ni tú ni yo podemos re- solver. Mas los nombres de Escaman- drio y de Astianax, que, según Home- ro, son los del hijo de Héctor, están más a nuestro alcance; y es más fácil descubrir la propiedad que les atribu- ye. ¿Conoces los versos, donde están los nombres de que hablo? 11 HERMÓGENES .— Perfectamente. S ÓCRATES.— ¿Cuál de estos dos nombres te parece que Homero juzgó más propio para el joven Astianax o Escamandrio? HERMÓGENES .— No puedo decirlo. S ÓCRATES.— Razonemos de es- ta manera. Si se te preguntare: ¿Son los más sabios, los que dan los nom- bres con más propiedad; o son los menos sabios? HERMÓGENES .— Evidentemen- te los más sabios, respondería yo. S ÓCRATES.— Hablando en ge- neral, ¿son las mujeres las que te pare- cen más sabias en las ciudades, o los hombres? HERMÓGENES .— Los hombres. S ÓCRATES.— Pero sabes que Homero dice, que el joven hijo de Héctor era llamado Astianax por los troyanos; y es claro, que era llamado Escamandrio por las mujeres, puesto que los hombres le llamaban Astia- nax.

(^10) Ilíada, XI, 813. (^11) Ilíada, XXII, 505, 507.

prueba, que el vástago de un rey debe de ser llamado rey, Por lo demás, que una cosa sea expresada por tales o cuales sílabas, poco importa; ni tam- poco que se añada o se quite una le- tra. Basta que la esencia de la cosa do- mine en el nombre, y que se mani- fieste en él. HERMÓGENES .— ¿Qué quieres decir con eso? S ÓCRATES.— Una cosa muy sencilla. Sabes que designamos las le- tras por los nombres, y no por sí mis- mas; excepto cuatro ε, υ, ο, ω. En cuanto a las demás, vocales o conso- nantes, sabes que añadimos a ellas otras letras, para formar sus nombres; y si hacemos predominar en cada nombre la letra que designa, se le puede llamar con razón el nombre propio de esta letra. Por ejemplo, la βῆτα (beta), ya ves que la adición de la η y de la τ y de la α, no impide que la palabra entera exprese claramente la letra, que el legislador ha querido de- signar. Hasta este punto ha sobre- salido en el arte de nombrar las letras. HERMÓGENES .— Me parece que dices verdad. S ÓCRATES.— ¿Y no deberemos razonar del mismo modo respecto al rey? De un rey nacerá un rey; de un hombre bueno, un hombre bueno; de un hombre hermoso, un hombre her- moso; y así de lo demás. De cada raza nacerá un ser de la misma raza, salvo los monstruos; y por lo tanto será pre-

ciso emplear los mismos nombres.^15 Pero como es posible variar las síla- bas, puede suceder que el ignorante tome, como diferentes, nombres se- mejantes. Así como medicamentos distintos por el color o por el olor, nos parecen diferentes, aunque sean se- mejantes; mientras que el médico, que sólo considera la virtud de estos me- dicamentos, los juzga semejantes, sin dejarse engañar por circunstancias ac- cesorias. Lo mismo sucede al que po- see la ciencia de los nombres; conside- ra su virtud y no se turba, porque se, añada, o se quite, o se trasponga algu- na letra; y aunque se exprese la virtud del nombre por letras completamente diferentes. Por ejemplo; los dos nom- bres de que hemos hablado antes, As‐ tianax y Héctor no tienen ninguna letra común, y sin embargo, significan la misma cosa. ¿Y qué relación hay en cuanto a las letras entre estos nom- bres y el de Arquépolis (jefe de la ciu- dad)? Y sin embargo, tiene el mismo sentido. ¡Cuántos nombres no hay que significan igualmente un rey; cuántos que significan un general como Agis (jefe); Polemarco (jefe de guerra), Eupolemo (buen guerrero); otros designan un médico Iatrocles (médico célebre), Acesimbrote (curan- dero de hombres). Otros muchos po- dríamos nombrar, que, con sílabas y letras diferentes, expresan por su vir- tud la misma cosa. ¿Eres tú de esta opinión?

(^15) Para designar el que es causa del nacimien- to y el que nace.

HERMÓGENES .— Lo soy com- pletamente. S ÓCRATES.— Los seres que na- cen según la naturaleza 16 deber ser lla- mados con los mismos nombres^17 HERMÓGENES .— Sin duda algu- na. S ÓCRATES.— Pero si nace algún ser contra naturaleza, que pertenece a la especie de los monstruos; si de un hombre bueno y piadoso nace un im- pío, como en el caso precedente, en el que un caballo produce lo propio de un buey; ¿no es cierto que será indis- pensable darle el nombre, no del que le ha engendrado, sino del género a que pertenece? HERMÓGENES .— Es cierto. S ÓCRATES.— Luego si de un hombre piadoso nace un impío, será preciso darle el nombre de su género. HERMÓGENES .— Evidentemen- te. S ÓCRATES.— No se le llamará ni Teófilo (amigo de Dios), ni Mnesiteo (que se acuerda de Dios) , ni ninguna otra cosa análoga; sino que se le dará un nombre, que signifique todo lo contrario, si se ha de atender a la pro- piedad de los términos. HERMÓGENES .— Nada más cierto, Sócrates. Sócrates.— Así, Orestes, mi querido Hermógenes, me parece una palabra bien aplicada, ya sea la casua- lidad, o ya sea algún poeta el autor de

(^16) Es decir, que no son monstruos, sino que se parecen a sus progenitores. Es un resumen de lo que precede. (^17) Que aquéllos de quienes proceden.

ella; porque expresa el carácter bravío y salvaje de este personaje, y todo lo que tiene de montaraz, ορεινόν (orei‐ non). HERMÓGENES .— Así me lo pa- rece, Sócrates. S ÓCRATES.— El nombre que se dio a su padre, es también perfecta- mente natural. HERMÓGENES .— Es cierto. S ÓCRATES.— En efecto. Agame- mnón tiene el aire de un hombre duro para el trabajo y la fatiga, una vez re- suelto a ello, y capaz de llevar a cabo sus proyectos a fuerza de virtud. La prueba de esta indomable firmeza es- tá en su larga estancia delante de Tro- ya, a la cabeza de tan numeroso ejér- cito. Era un hombre admirable por su perseverancia, ὰγαστός κατὰ τὴν επι- μονήν. (agastos kata teen epimoneen); he aquí lo que expresa el nombre de Aga‐ memnón. Quizá el nombre de Atreo no es menos exacto. La muerte de Crisi- po; 18 y su crueldad con Tiestes, son cosas funestas y ultrajantes para la virtud, άτηρά πρὸς ὰρετήν (ateera pros areteen). Este nombre, sin embargo, tiene un sentido un poco inverso y co- mo oculto, lo que hace que no descu- bre a todo el mundo el carácter del personaje; pero los que saben inter- pretar los nombres, conocen bien lo que quiere decir Atreo. En efecto; ya se le haga derivar de ατειρὲς (ateires, inflexible), o de ατρεστον (atreston, intrépido), o de ατερόν (ateron, ultra- jante), en todo caso este nombre es

(^18) Era el hijo mayor de Pélope.

nombre de (ouranos), le ha sido dado con mucha propiedad. Si recordase la genealogía de Hesíodo, y los antepa- sados de los dioses que acabo de citar, no me cansaría de hacer ver que sus nombres son perfectamente propios; y seguiría hasta hacer la prueba del punto a que podría llegar esta sabidu- ría, que me ha venido de repente, sin saber por dónde, y que no sé si debo darla o no por concluida. HERMÓGENES .— Verdadera- mente, Sócrates, se me figura que pro- nuncias oráculos a manera de los ins- pirados. S ÓCRATES.— Creo con razón, mi querido Hermógenes, que seme- jante virtud me ha venido de la boca de Eutifrón de Prospalte. Desde esta mañana no le he abandonado prestán- dole un oído atento; y es muy posible que, en su entusiasmo, no se haya contentado con llenar mis oídos con su divina sabiduría, y que se haya apoderado también de mi espíritu. He aquí, a mi parecer, el mejor partido que debemos tomar. Usemos de esta sabiduría por hoy, y prosigamos hasta el fin nuestro examen sobre los nom- bres. Mañana, si en ello convenimos, procederemos a las expiaciones, y nos purificaremos, si encontramos alguno que nos ayude, sea sacerdote o sofista. HERMÓGENES .— Apruebo vues- tra proposición, y con mucho gusto oiré lo que falta por decir sobre los nombres. Sócrates.— A la obra, pues. ¿Pero por dónde quieres que comen- cemos nuestra indagación, ya que he-

mos adoptado un cierto método para saber si los nombres prueban por sí mismos, que no son producto de la casualidad, sino que tienen alguna propiedad natural? Los nombres de los héroes y, de los hombres podrían inducirnos a error. Muchos, en efecto, son tomados de sus antepasados, y ninguna relación tienen con los que los reciben, como dijimos ya al prin- cipio; y otros son la expresión de un voto, por ejemplo, Eutiquides (afortu- nado) Socia (salvado), Teófilo (amado de los dioses), y muchos más. Creo que debe dejarse aparte esta clase de nombres. Es muy probable que los verdaderamente propios se encuen- tran entre los que se refieren a las cosas eternas y al orden de la natura- leza. Porque en la formación de estos nombres ha debido ponerse mayor cuidado; y no es imposible que algu- nos hayan sido formados por un po- der, más divino que el de los hom- bres. HERMÓGENES .— No es posible hablar mejor, Sócrates. S ÓCRATES.— ¿No es oportuno comenzar por los dioses, e indagar por qué razón se les ha podido dar con propiedad el nombre de (theoi)? HERMÓGENES .— Muy bien. S ÓCRATES.— He aquí lo que sospecho. Los primeros hombres, que habitaron la Hélade, no reconocieron, a mi parecer, otros dioses que los que hoy día admiten la mayor parte de los bárbaros, que son el sol, la luna, la tie- rra, los astros y el cielo. Como los ve- ían en un movimiento continuo y

siempre corriendo, (théonta), a causa de esta propiedad de correr (theín), los llamaron (theoí). Con el tiempo las nuevas divinidades que concibieron, fueron designadas con el mismo nom- bre. ¿Te parece que esto que digo se aproxima a la verdad? HERMÓGENES .— Me parece que sí. S ÓCRATES.— ¿Qué deberemos examinar ahora? Evidentemente los demonios, los héroes y los hombres. HERMÓGENES .— Veamos los demonios. S ÓCRATES.— Verdaderamente, Hermógenes, ¿qué puede significar este nombre, los demonios? Mira si lo que pienso te parece acertado. HERMÓGENES .— Habla. S ÓCRATES.— ¿Sabes a quiénes llama Hesíodo demonios? HERMÓGENES .— No me acuer- do. S ÓCRATES.— ¿Tampoco te acuerdas que dice que la primera raza de hombres era de oro? HERMÓGENES .— De eso sí me acuerdo. S ÓCRATES.— El poeta se explica de esta manera: 21

“Desde que la muerte ha extinguido esta raza de hombres, Se les llama demonios, habitantes sa- grados de la tierra, Bienhechores, tutores y guardianes de los hombres mortales”.

(^21) Hesíodo, Los trabajos y los días , 220, 222.

HERMÓGENES .— Y bien; ¿qué significa eso? S ÓCRATES.— ¿Qué? Que no creo que Hesíodo quiera decir que la raza de oro estuviese formada con oro, sino que era buena y excelente; y lo prueba que a nosotros nos llama raza de hierro. HERMÓGENES .— Es cierto. S ÓCRATES.— ¿Crees que si entre los hombres de hoy se encontrase uno bueno, Hesíodo le colocaría en la raza de oro? HERMÓGENES .— Probablemen- te. S ÓCRATES.— Y los buenos, ¿son otra cosa que los sabios? HERMÓGENES .— Son los sabios. S ÓCRATES.— Esto basta, en mi juicio, para dar razón del nombre de demonios. Si Hesíodo los llamó de- monios, fue porque eran sabios y hábi‐ les, (daeemones), palabra que pertenece a nuestra antigua lengua. Lo mismo Hesíodo que todos los demás poetas tienen mucha razón para decir que, en el instante de la muerte, el hombre, verdaderamente bueno, alcanza un al- to y glorioso destino, y recibiendo su nombre de su sabiduría, se convierte en demonio. Y yo afirmo a mi vez que todo el que es (daeemon), es decir, hombre de bien, es verdaderamente demonio durante su vida y después de la muerte, y que este nombre le conviene propiamente. HERMÓGENES .— No puedo me- nos de alabar lo que dices, Sócrates. Pero ¿qué son los héroes?

razón de ella. El hombre es el único, entre los animales, a quien puede lla- marse con propiedad (anthroopos), es decir, contemplador de lo que ha vis- to, (anathroon a opoope). HERMÓGENES .— Y bien, ¿quie- res ahora que yo te pregunte acerca de los nombres que quisiera conocer? S ÓCRATES.— Con mucho gusto. HERMÓGENES .— He aquí una cosa, que parece resultado de lo que acaba de decirse. Hay, en efecto, en el hombre lo que llamamos alma, ψυχή (psujee) y el cuerpo, (sooma). S ÓCRATES.— Sin duda. HERMÓGENES .— Tratemos de explicar estas palabras, como hemos hecho con las demás. S ÓCRATES.— ¿Quieres que exa- minemos cómo el alma ha merecido que se la llame ψυχή y que en seguida veamos lo relativo al cuerpo? HERMÓGENES .— Sí. S ÓCRATES.— A juzgar por lo que a primera vista me parece, he aquí cuál pudo ser el pensamiento de los que han creado el nombre de alma (psujee). Mientras el alma habita en el cuerpo, es causa de la vida de éste; es el principio que le da la facultad de respirar, y que le refresca, (anapsujon); y tan pronto como este principio refri‐ gerante la abandona, el cuerpo se des- truye y muere. He aquí, en mi opi- nión, por qué ellos lo han llamado (psujee). Pero aguarda un poco. Me parece entrever una explicación, que habrá de parecer más aceptable a los amigos de Eutifrón. Con respecto a la que acabo de dar, temo que la despre-

cien y la juzguen demasiado grosera. Mira ahora si ésta será de tu gusto. HERMÓGENES .— Habla. S ÓCRATES.— ¿Qué es lo que a tu parecer mantiene la naturaleza de nuestro cuerpo, y le transporta hasta el punto de hacerle vivir y andar? ¿No es el alma? HERMÓGENES .— Es el alma. S ÓCRATES.— Y qué; ¿crees, con Anaxágoras, que la naturaleza en ge- neral está gobernada y sostenida por una inteligencia y un alma? HERMÓGENES .— Así lo pienso. S ÓCRATES.— No se podía dar a este poder, que transporta y mantiene la naturaleza (fusin ojei kai ejei) otro nom- bre mejor que (fuseje). Y bien puede decirse con más elegancia (psujee). HERMÓGENES .— Perfectamente; esta nueva interpretación me parece más ingeniosa que la otra. S ÓCRATES.— Lo es en verdad; pero la palabra, tal como ha sido for- mada al principio, parece ridícula. HERMÓGENES .— Ahora, ¿cómo explicaremos la palabra que sigue? S ÓCRATES.— ¿La palabra (soo‐ ma)? HERMÓGENES .— Sí. S ÓCRATES.— Puede hacerse de muchas maneras; ya modificándola un tanto, ya tomándola como es. Al- gunos dicen, que el cuerpo es la tum‐ ba, (seema) del alma, y que está allí co- mo sepultada durante esta vida. Se dice también, que por medio del cuer- po, el alma expresa todo lo que expresa, (seemainei a an seemainee); y que a cau- sa de esto, se le llama justamente (see‐

ma). Pero, si no me engaño, los par- tidarios de Orfeo aplican esta palabra a la expiación de las faltas que el alma ha cometido. Ella está encerrada en el recinto del cuerpo, como en una pri- sión, en que está guardada, (soodsee‐ tai). El cuerpo, como lo indica la pala- bra, es para el alma, hasta que ésta ha pagado su deuda, el guardador, (soo‐ ma), sin que haya necesidad de alterar una letra. HERMÓGENES .— Estos puntos están suficientemente aclarados. Pero respecto de los nombres de los dioses, ¿no podríamos, como hicimos antes con el de Zeus, examinar en igual for- ma, cuál puede ser su propiedad? S ÓCRATES.— ¡Por Zeus! mi que- rido Hermógenes; la mejor manera de examinar, si fuéramos prudentes, se- ría confesar que nosotros nada sabe- mos, ni de la naturaleza de los dioses, ni de los nombres con que se llaman a sí mismos, nombres que, sin dudar, son la exacta expresión de la verdad. Después de esta confesión, el partido más razonable es llamar a los dioses, como la ley quiere que se les llame en las preces, y darles nombres que les sean agradables, reconociendo que nada más sabemos. En mi opinión, es- to es lo más sensato que podemos ha- cer. Entreguémonos, pues, si quieres, al examen en cuestión; pero comen- zando por protestar ante los dioses, que no indagaremos su naturaleza, para lo cual nos reconocernos incapa- ces; y que sólo nos ocuparemos en la opinión que los hombres han formado de los dioses, y en cuya virtud les han

dado esos nombres. En esta indaga- ción nada hay que pueda provocar su cólera. HERMÓGENES .— No puede ha- blarse con más cordura, Sócrates; ha- gámoslo así. S ÓCRATES.— ¿Comenzaremos por Ἐστία (Estia, Vesta), según es la ley? 22 HERMÓGENES .— Es justo. S ÓCRATES.— ¿Cuál podía ser el pensamiento del que la nombró (Es‐ tia)? HERMÓGENES .— ¡Por Zeus! no es fácil adivinarlo. S ÓCRATES.— Me parece, mi querido Hermógenes, que los prime- ros que instituyeron los nombres, no eran espíritus despreciables, sino an- tes bien, espíritus sublimes y de una gran penetración. HERMÓGENES .— ¿Por qué? S ÓCRATES.— Porque la institu- ción de los nombres sólo puede ser obra de hombres de recta condición. Que se tome cualquiera el trabajo de considerar también los nombres ex- tranjeros,^23 y verá que no hay nada de que no pueda darse explicación: Así, lo que llamamos nosotros οὐσία (ou‐ sia), otros lo llaman ἑσία (esia), y otros ὠσία (oosia). Por lo pronto, se ha po- dido muy bien, en vista del segundo de estos términos, llamar la esencia de las cosas έστία (estia); y si designamos

(^22) La ley de los sacrificios, según la que Vesta era invocada antes que los demás dioses. (^23) No se trata de nombres extraños a la lengua griega, sino sólo del dialecto ático, como lo prueba lo que sigue.