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ES UN CUENTO DE LA COMUNIDAD DE CHULUCANAS
Tipo: Apuntes
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¡No te pierdas las partes importantes!
Había una vez una señora muy bondadosa llamada Martha. Ella vivía en un pequeño caserío cerca del río, rodeado de árboles, plantas y aves. Su vida era sencilla pero feliz. Cada día se levantaba muy temprano, preparaba su desayuno con cariño y se alistaba para ir a trabajar en su chacra, donde cultivaba mangos, plátanos, camotes y otras frutas y verduras. Siempre la acompañaba su fiel perrita Escay, una perrita juguetona, de orejas paradas y mirada brillante, que nunca se apartaba de su lado. Escay conocía todos los caminos, cada planta, y sabía dónde estaba cada fruto maduro. Juntas recorrían los senderos con alegría, escuchando los cantos de los gallos y el murmullo del río. Cada vez que llegaba a su chacra, doña Martha se detenía frente a la planta de mango más antigua. Se quitaba el sombrero, juntaba las manos y decía una pequeña oración: —“Gracias, Señor, por otro día más. Que este día sea de provecho y bendición. Cuida mis manos, mis plantas, y a mi Escay.” Luego comenzaba su labor: recogía los mangos más maduros, revisaba las ramas, limpiaba las hojas secas, regaba con agua del río, y cuidaba con mucho amor cada rincón de su campo. Sabía que la tierra devolvía todo lo que se le daba con cariño. Pero un día, algo muy extraño ocurrió. Mientras revisaba una de las plantas de mango—una que en años anteriores no había dado frutos— notó algo diferente. Debajo de esa planta, entre las raíces y las hojas caídas, algo brillaba. Se agachó, apartó con cuidado la tierra y descubrió un tesoro brillante, cubierto de barro, pero reluciente bajo el sol. —¡Escay, ven! ¡Mira esto! —exclamó emocionada. Era un pequeño cofre de madera con bordes dorados. Temblando de emoción, lo abrió, y dentro encontró monedas antiguas, piedras preciosas y un anillo con una piedra verde que parecía esmeralda. Doña Martha no podía creer lo que veía. Las lágrimas comenzaron a rodar por su rostro arrugado. —Gracias, Dios mío... ¡gracias! dijo arrodillándose. Este tesoro es una bendición. Tú sabes que yo no tengo mucho, pero ahora podré ayudar. Ese día no cosechó mangos. Guardó cuidadosamente el tesoro, abrazó a su perrita y se fue corriendo al pueblo. Al llegar, todos los vecinos se acercaron curiosos al verla tan emocionada.
—¡Doña Martha! ¿Qué le pasa? —preguntó don Elvis, el panadero. —¡Encontré algo muy especial bajo una de mis plantas! —respondió entre risas y lágrimas. La gente se fue reuniendo a la plaza. Doña Martha les mostró el tesoro. Todos quedaron asombrados. Nadie en el pueblo había visto algo así. Todos empezaron a preguntarse: