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Días de lectura y la función de la lectura, Apuntes de Derecho Civil

Libro muy interesante relacionado con la lectura y la capacidad para formarse como lector.

Tipo: Apuntes

2022/2023

Subido el 18/05/2023

jose-manuel-martinez-adame
jose-manuel-martinez-adame 🇲🇽

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En estos inspiradores ensayos sobre por qué leemos, Proust explora todos los placeres y padecimientos que ofrecen los libros, y explica además la belleza de Ruskin y su obra y el goce que supone perderse como niños en la literatura.

Título original: Días de Lectura (Extractos de Contre Sainte-Beuve , Pastiches et mélanges y Essais et articles Marcel Proust, 2013 Traducción: Alicia Martorell & Núria Petit Fontserè

Editor digital: Trips Corrección de erratas: Trips ePub base r1.

John Ruskin

Como las «Musas abandonando a su padre Apolo para ir a iluminar el mundo»[1], una a una las ideas de Ruskin habían ido abandonando la cabeza divina que les había dado cobijo y, encarnadas en libros vivos, habían marchado a enseñar a los pueblos. Ruskin se había retirado a la soledad en la que suelen acabar las existencias proféticas, hasta que Dios se digna llamar a su vera al cenobita o al asceta cuya tarea sobrehumana ha concluido. Y sólo pudimos adivinar, a través del velo tendido por piadosas manos, el misterio que estaba teniendo lugar, la lenta destrucción de un cerebro perecedero que había albergado una posteridad inmortal. Hoy la muerte ha hecho entrar a la humanidad en posesión de la herencia inmensa que Ruskin le había legado. Porque el hombre de genio sólo puede engendrar obras que no morirán si las crea, no a la imagen del ser mortal que es, sino del ejemplar de humanidad que lleva en su sino. Sus pensamientos son en cierta forma un préstamo que recibe durante su vida, a la que van escoltando. Tras su muerte, retornan a la humanidad y la muestran, como aquella morada augusta y familiar de la calle de La Rochefoucauld que se llamó casa de Gustave Moreau mientras él vivió y que, tras su muerte, se llama museo Gustave Moreau. Hace tiempo que existe un museo John Ruskin[2]. Su catálogo parece un compendio de todas las artes y todas las ciencias. Fotografías de obras maestras de la pintura conviven con colecciones de minerales, como en la casa de Goethe. Como el museo Ruskin, la obra de Ruskin es universal. Buscó la verdad, encontró la belleza hasta en las tablas cronológicas y las leyes sociales, pero como los maestros de la lógica han dado a las «Bellas Artes» una definición que excluye tanto la mineralogía como la economía

geológica tiene sus rasgos esenciales exclusivos, unas líneas determinadas de fractura que producen formas constantes en las tierras y las rocas, sus vegetales específicos, entre los que apuntan diferencias más concretas debidas a la elevación y la temperatura. El pintor observa en la planta todos sus caracteres de forma y color […], capta las líneas de la rigidez o el reposo […], observa sus hábitos locales, su inclinación o su repugnancia hacia una exposición determinada, las condiciones que le permiten vivir o la hacen perecer. La asocia […] a todos los rasgos de los lugares que habita […]. Debe trazar la fina fisura y la curva descendente y la sombra ondulada del suelo que se desintegra y hacerlo con una mano tan ligera como las pinceladas de la lluvia. Un cuadro es admirable en función del número y de la importancia de los datos que nos ofrece sobre las realidades»[4]. Sin embargo, también se dijo que socavaba las ciencias al dejar demasiado espacio para la imaginación. De hecho, no podemos dejar de pensar en el ingenuo finalismo de Bernardin de Saint-Pierre, cuando decía que Dios dividió los melones en rajas para que el hombre los pudiera comer más fácilmente, al leer páginas como ésta: «Dios empleó el color en su creación como un acompañamiento de todo lo que es puro y precioso, mientras que reservó a las cosas de utilidad meramente material o a las cosas perjudiciales los tonos anodinos. Contemplemos el buche de una paloma, comparado con el dorso gris de una víbora. El cocodrilo es gris, mientras que el lagarto inocente luce un verde espléndido». Si bien se dijo que reducía el arte a una condición subordinada a la ciencia y que llevó la teoría de la obra de arte considerada como información sobre la naturaleza de las cosas hasta el punto de declarar que «un Turner nos descubre más cosas sobre la naturaleza de las rocas de las que sabrá nunca descubrir una academia» y que «un Tintoretto sólo tiene que dejarse llevar por su mano para revelar en el trabajo de los músculos más verdades de las que podrían descubrir todos los anatomistas de la tierra», también se dijo que humillaba a la ciencia ante el arte. Finalmente, se dijo que era un esteticista puro y que su única religión era la de la Belleza, porque efectivamente la amó durante toda su vida.

En cambio, se dijo que ni siquiera era un artista, porque en su valoración de la belleza intervenían consideraciones quizá superiores, pero totalmente ajenas a la estética. El primer capítulo de The Seven Lamps of Architecture preconiza al arquitecto el uso de los materiales más preciosos y más duraderos y hace depender este deber de sacrificio de Jesús y de las condiciones permanentes del sacrificio agradable a los ojos de Dios, condiciones en las que no cabe modificación, ya que Dios no nos ha indicado expresamente que hayan existido. Y en Modern Painters , para dirimir el conflicto entre los partidarios del color y los adeptos del claroscuro, aquí tenemos uno de sus argumentos: «Mirad el conjunto de la naturaleza y comparad asimismo los arcoíris, los amaneceres, el rocío, las violetas, las mariposas, las aves, los peces rojos, los rubíes, los ópalos, los corales, con los cocodrilos, los hipopótamos, los tiburones, las babosas, las osamentas, el moho, la niebla y la masa de cosas que corrompen, pican, destruyen, para ver cómo se plantea el conflicto entre los coloristas y los claroscuristas, los que tienen la naturaleza y la vida de su lado, los que tienen el pecado y la muerte». Y como se han dicho de Ruskin tantas cosas contrarias, se ha llegado a la conclusión de que era contradictorio. De tantos aspectos de la fisionomía de Ruskin, el que nos resulta más familiar, porque es del que poseemos, si puede decirse así, el retrato más estudiado y más adecuado, el más impactante y más extendido[5], es el Ruskin que no conoció en toda su vida más que una religión: la de la Belleza. Que la adoración de la Belleza haya sido, efectivamente, una constante en la vida de Ruskin puede ser literalmente cierto, pero considero que el objetivo de esta vida, su intención profunda, secreta y constante era otra, y si lo digo no es para llevar la contraria a De La Sizeranne, sino para impedir que se le rebaje en la mente de los lectores por una interpretación falsa, aunque tan natural como inevitable. No sólo la religión principal de Ruskin fue la religión sin más (y volveré sobre este punto más adelante, pues es fundamental y característico de su estética), sino que, limitándonos en este momento a la «Religión de la

Ruskin. En primer lugar, es comprensible que los años en los que entra en contacto con una nueva escuela de arquitectura y pintura hayan podido ser las fechas clave de su vida moral. Podrá hablar de los años en los que el gótico se le apareció con la misma gravedad, la misma reminiscencia conmovida, la misma serenidad con la que un cristiano habla del día en que la verdad le fue revelada. Los hechos de su vida son intelectuales y las fechas importantes son aquellas en las que se imbuye de una nueva forma de arte, el año en que comprende Abbeville, el año en que comprende Rouen, el año en que la pintura de Tiziano y las sombras en la pintura de Tiziano se le aparecen como más nobles que la pintura de Rubens, que las sombras en la pintura de Rubens. También es comprensible que, siendo el poeta para Ruskin, como para Carlyle, un escriba que transcribe al dictado de la naturaleza una parte más o menos importante de su secreto, el primer deber del artista sea no añadir nada de su cosecha a este mensaje divino. Desde esta altura veréis desvanecerse, como la bruma que se arrastra a ras de tierra, los reproches de realismo y de intelectualismo dirigidos a Ruskin. Si estas objeciones no tienen sentido es porque no apuntan lo bastante alto. En estas críticas hay un error de altitud. La realidad que el artista debe registrar es a un tiempo material e intelectual. La materia es real porque es una expresión del espíritu. En cuanto a la simple apariencia, nadie se ha burlado tanto como Ruskin de los que ven en su imitación el objetivo del arte. «No importa que el artista —dice— haya pintado al héroe o a su caballo; nuestro placer, en la medida en que está causado por la perfección de las apariencias, es exactamente el mismo. Sólo lo sentimos cuando olvidamos al héroe y a su montura para considerar exclusivamente la habilidad del artista. Podemos ver en las lágrimas el efecto de un artificio o de un dolor, cualquiera de los dos, a nuestro albedrío, pero nunca ambos al mismo tiempo; si nos dejan maravillados como una obra maestra de la réplica, no pueden afectarnos como un signo de sufrimiento». Si considera tan importante el aspecto de las cosas es porque es lo único que revela su naturaleza profunda. De La Sizeranne ha traducido de forma admirable una página en la que Ruskin muestra que las líneas maestras de un árbol nos hacen ver qué árboles

nefastos lo han arrinconado, qué vientos lo han atormentado, etc. La configuración de una cosa no es sólo la imagen de su naturaleza, es la clave de su destino y el trazado de su historia. Otra consecuencia de esta concepción del arte es la siguiente: si la realidad es una y si el hombre de genio es el que la ve, ¿qué importa la materia en la que la representa, ya sean cuadros, estatuas, sinfonías, leyes, documentos? En sus Héroes , Carlyle no distingue entre Shakespeare y Cromwell, entre Mahoma y Burns. Emerson cuenta entre sus Hombres representativos de la humanidad tanto a Swedenborg como a Montaigne. El exceso del sistema está, a causa de la unidad de la realidad traducida, en que no diferencia con suficiente profundidad las diferentes modalidades de traducción. Carlyle dice que era inevitable que Boccaccio y Petrarca fueran buenos diplomáticos, porque eran buenos poetas. Ruskin comete el mismo error cuando dice que «una pintura es bella en la medida en que las ideas que traduce en imágenes son independientes del idioma de las imágenes». Me parece que, si el sistema de Ruskin cojea por algún sitio, es por éste. Porque la pintura sólo puede alcanzar la realidad única de las cosas, y rivalizar así con la literatura, con la condición de no ser literaria. Si Ruskin ha promulgado el deber para el artista de obedecer escrupulosamente a estas «voces» del genio que le dicen lo que es real y lo que debe ser transcrito, es porque él mismo ha sentido lo que hay de verdadero en la inspiración, lo que hay de infalible en el entusiasmo, lo que hay de fecundo en el respeto. Sin embargo, aunque lo que enciende el entusiasmo, lo que gobierna el respeto, lo que provoca la inspiración sea diferente para cada uno de nosotros, todos acabamos atribuyéndole un carácter más particularmente sagrado. Se puede decir que para Ruskin esta revelación, esta guía, fue la Biblia. Vamos a detenernos aquí como en un punto fijo, en el centro de gravedad de la estética ruskiniana. Así es como su sentimiento religioso gobernó su sentimiento estético. En primer lugar, a los que podrían creer que le alteró, que combinó con la apreciación artística de los monumentos, de las estatuas, de los cuadros, consideraciones religiosas que no tienen nada que hacer aquí, respondamos que fue todo lo contrario. El toque de

sobre la catedral de Amiens. Podríamos concluir que es la catedral que más amaba o que conocía mejor. Sin embargo, en Seven Lamps of Architecture , donde cita la catedral de Rouen cuarenta veces como ejemplo y nueve veces la de Bayeux, Amiens sólo se cita una vez. En Val d’Arno nos confiesa que la iglesia que le provocó la embriaguez más profunda del gótico es Saint- Urbain de Troyes. Ahora bien, ni en Seven Lamps , ni en The Bible of Amiens se habla ni una sola vez de Saint-Urbain[6]. En cuanto a la ausencia de referencias a Amiens en Seven Lamps , quizá piensen ustedes que no conoció Amiens hasta el final de su vida. No es así. En 1859, en una conferencia que tuvo lugar en Kensington, compara detalladamente la Virgen dorada de Amiens con las estatuas de un arte menos hábil, pero de un sentimiento más profundo, que parecen sostener el porche occidental de Chartres. Ahora bien, en The Bible of Amiens , donde podríamos creer que reunió todo lo que había pensado sobre Amiens, ni una sola vez, en las páginas en las que habla de la Virgen dorada , alude a las estatuas de Chartres. Tal es la riqueza infinita de su amor, de su sabiduría. Habitualmente, un escritor vuelve una y otra vez a ciertos ejemplos preferidos, o incluso repite ciertos argumentos, para recordarnos que nos enfrentamos con un hombre que tuvo una vida determinada, unos conocimientos determinados que ocupan el lugar de otros diferentes, una experiencia limitada de la que saca todo el provecho que puede. Sólo consultando los índices de las diferentes obras de Ruskin, la novedad perpetua de las obras citadas, más todavía, el desdén por un conocimiento que ya ha utilizado una vez y, en muchos casos, su abandono para siempre, nos hacen pensar en algo mucho más que humano, o más bien nos dan la impresión de que cada libro es de un hombre nuevo, que tiene unos conocimientos diferentes, no tiene la misma experiencia, tiene una vida diferente. Ejercitando de forma deslumbrante su riqueza inagotable, extraía de los estuches maravillosos de su memoria tesoros siempre nuevos: un día, el rocío precioso de Amiens; un día, el encaje dorado del porche de Abbeville, para combinarlos con las joyas fascinantes de Italia.

Efectivamente, podía pasar de un país a otro, pues la misma alma que había adorado en las piedras de Pisa era la que había dado a las piedras de Chartres su forma inmortal. La unidad del arte cristiano en la Edad Media, de las orillas del Somme a las del Arno, nadie la sintió como él: hizo realidad en nuestros corazones el gran sueño de los papas de la Edad Media: la «Europa cristiana». Si, como se ha dicho, su nombre debe quedar unido al prerrafaelismo, no debería ser el posterior a Turner, sino el anterior a Rafael. Podemos olvidar los servicios que prestó a Hunt, a Rossetti, a Millais, pero lo que hizo por Giotto, por Carpaccio, por Bellini no lo podemos olvidar. Su obra divina no fue la de engendrar vivos, sino la de resucitar muertos. Esta unidad del arte cristiano de la Edad Media aparece quizá en todo momento desde la perspectiva de estas páginas en las que su imaginación ilumina aquí y allá las piedras de Francia con los reflejos mágicos de Italia. Podemos ver en Pleasures of England cómo compara la Caridad de Amiens con la de Giotto. Podemos ver en Nature of Gothic cómo compara la forma en que se tratan las llamas en el gótico italiano y en el gótico francés, tomando como ejemplo el pórtico de Saint-Maclou de Rouen. Y en Seven Lamps of Architecture , a propósito de este mismo pórtico, vemos cómo tornasola sus piedras grises con un poco de los colores de Italia.

Los bajorrelieves del tímpano del pórtico de Saint-Maclou, en Rouen, representan el Juicio Final, y la parte del Infierno se trata con una fuerza a un tiempo terrible y grotesca, que tendría que definir como una mezcla de los espíritus de Orcagna y de Hogarth. Los demonios quizá sean más terroríficos que los de Orcagna; en algunas expresiones de la humanidad degradada, en su suprema desesperación, se equipara casi con el pintor inglés. No menos osada es la imaginación que expresa el furor y el temor, incluso en la forma de colocar las figuras. Un ángel caído, balanceándose sobre su ala, conduce las tropas de condenados fuera de la sede del Juicio Final. Los empuja tan furiosamente que llegan, no sólo al extremo límite de esta escena que el escultor encerró en el interior del

parecido entre estos símbolos del pórtico de Chartres y los frescos de Pisa debía afectarle necesariamente como prueba de la originalidad típica del alma que animaba a los artistas, de la misma forma que sus diferencias se le manifestarían como un testimonio de su variedad. En cualquier otro, las sensaciones estéticas hubieran podido enfriarse a través del razonamiento, pero para él todo era amor y la iconografía, tal y como la entendía, podría haberse llamado iconolatría. En este punto, la crítica de arte deja paso a algo quizá más grande, utiliza casi los procedimientos de la ciencia, contribuye a la historia. La aparición de un nuevo atributo en los pórticos de las catedrales nos advierte de cambios al menos tan profundos en la historia, no sólo del arte, sino de la civilización, como los que anuncian a los geólogos la aparición de una nueva especie sobre la Tierra. La piedra esculpida por la naturaleza no es más instructiva que la piedra esculpida por el artista y no obtendremos un beneficio más grande de la que nos conserva un antiguo monstruo que de la que nos muestra un nuevo dios. Los dibujos que acompañan a los escritos de Ruskin son muy significativos desde este punto de vista. En una misma plancha podremos ver un mismo motivo arquitectónico tratado en Lisieux, Bayeux, Verona y Padua como si se tratara de variedades de una misma especie de mariposa bajo diferentes cielos. Sin embargo, estas piedras que tanto amó nunca son para él ejemplos abstractos. Bajo cada piedra, vemos el matiz de la hora unida al color de los siglos. «Correr a Saint-Wulfran de Abbeville —nos dice—, antes de que el sol haya abandonado las torres , fue siempre para mí una de esas alegrías por las que hay que amar el pasado hasta el final». Llegó incluso más lejos; no separó las catedrales de este fondo de ríos y valles en el que aparecen ante el viajero que se acerca a ellas, como en los cuadros de los primitivos. Uno de los dibujos más instructivos a este respecto es el que reproduce el segundo grabado de Our Fathers Have Told Us, que se titula Amiens, le jour des Trépassés. En estas ciudades de Amiens, Abbeville, Beauvais, Rouen, consagradas por el tiempo que Ruskin pasó en ellas, pasaba los días dibujando, tanto en las iglesias («sin ser molestado por sacristán») como al aire libre. Qué encantadora colonia pasajera debieron ser para estas ciudades la bandada de dibujantes,

grabadores, que llevaba con él, como Platón nos muestra a los sofistas, siguiendo a Protágoras de ciudad en ciudad, semejantes a las golondrinas, deteniéndose como ellas preferiblemente en los tejados viejos, en las torres antiguas de las catedrales. Quizá podríamos ver todavía a algunos de estos discípulos de Ruskin que le acompañaban a orillas de este río Somme evangelizado de nuevo, como si hubieran vuelto los tiempos de San Fermín y de San Salvio, que mientras hablaba el nuevo apóstol, mientras explicaba Amiens como una Biblia, tomaban, en lugar de notas, bosquejos, anotaciones ágiles que se encuentran sin duda en la sala de un museo inglés y en las que, me imagino, la realidad debe estar ligeramente modificada, siguiendo el estilo de Viollet-le-Duc. El grabado Amiens, le jour des Trépassés parece mentir un poco por su belleza. ¿Es sólo la perspectiva lo que nos acerca, desde las orillas ensanchadas del río Somme, la catedral y la iglesia de Saint-Leu? Es verdad que Ruskin podría responder asumiendo las palabras de Turner que citó en Eagle’s Nest , que tradujo De La Sizeranne: «Turner, en el primer periodo de su vida, estaba a veces de buen humor y mostraba a la gente lo que hacía. Un día estaba dibujando el puerto de Plymouth y algunos barcos, a una milla o dos de distancia, vistos a contraluz. Tras mostrar el dibujo a un oficial de marina, este observó sorprendido y objetó, con indignación comprensible, que los navíos de línea no tenían cañoneras. “No —dijo Turner—, ciertamente, no. Si sube al monte Edgecumbe y contempla los barcos a contraluz, con el sol poniente, no puede ver las cañoneras”. “Bien —dijo el oficial, indignado—, pero ¿sabe que las cañoneras están ahí?”. “Sí —dijo Turner—, claro que lo sé, pero yo tengo que dibujar lo que veo, no lo que sé”». Si, en Amiens, caminamos hacia el matadero, la vista que aparece no es diferente de la del grabado. Veremos cómo la distancia dispone, con el arte mentiroso y feliz de un artista, los monumentos, que recuperan al acercarse su posición primitiva, muy diferente. Por ejemplo, veremos cómo se recorta contra la fachada de la catedral la imagen de una de las máquinas de agua de la ciudad y cómo la geometría del espacio se convierte en geometría plana. Si encontramos este paisaje, compuesto con gusto por la perspectiva, un tanto diferente del que relata el dibujo de Ruskin, podremos achacarlo a

realidad la belleza, que fue el privilegio de las eras marcadas por la fe, su creencia en la bondad de la fe debía sentirse fortalecida. Cada volumen de su última obra, Our Fathers Have Told Us (sólo llegó a escribir el primero) debía incluir cuatro capítulos, el último de los cuales estaría consagrado a la obra maestra en la que se plasmaba la fe, objeto de los tres primeros capítulos. Por ejemplo, el cristianismo, que había acunado los sentimientos estéticos de Ruskin, obtenía una consagración suprema. Y tras haberse burlado, en el momento de llevarla ante la estatua de La Madonna , de su lectora protestante «que debía entender que el culto a una Dama no podía ser en modo alguno pernicioso para la humanidad» o, ante la estatua de San Honorato , tras haber deplorado que se hablara tan poco de este santo «en el barrio de París que lleva su nombre» (Saint-Honoré), hubiera podido decir, como al final de Val d’Arno :

Si queremos tener claro lo que exige de la vida humana el que la dio —«te ha mostrado, hombre, lo que está bien y ¿qué te pide el Señor, si no es actuar con justicia, amar la piedad, caminar humildemente junto con tu Dios?»— encontraremos que esta obediencia siempre viene recompensada con una bendición. Si llevamos nuestro pensamiento a la situación de las muchedumbres olvidadas que trabajaron en silencio y adoraron humildemente, como las nieves de la cristiandad traían el recuerdo del nacimiento de Cristo, o como el sol de la primavera nos recordaba su resurrección, sabremos que la promesa de los ángeles de Belén se ha hecho literalmente realidad y oraremos para que la campiña inglesa, felizmente, como las orillas del Arno, pueda dedicar sus lirios puros a Santa María de las Flores.

Finalmente, los estudios medievales de Ruskin confirmaron, junto con su creencia en la bondad de la fe, su creencia en la necesidad del trabajo libre, jubiloso y personal, sin intervención del maquinismo. Para comprobarlo, lo mejor es transcribir aquí una página muy característica de Ruskin. Habla de

una pequeña imagen de pocos centímetros, perdida en medio de centenares de figuras minúsculas, en el pórtico de los Libreros de la catedral de Rouen.

El artesano malicioso está molesto y preocupado y su mano se apoya con fuerza en el hueso de su pómulo y la carne de las mejillas se arruga debajo del ojo por la presión. Todo puede parecer tremendamente rudimentario si lo comparamos con delicados grabados, pero considerándolo como algo que debe rellenar simplemente un intersticio del exterior de una puerta de catedral y como una cualquiera de las trescientas o más imágenes similares, es testimonio de la más noble vitalidad en el arte de la época. Hay un trabajo que debemos hacer para ganarnos el pan y debemos hacerlo con ardor; en cambio, otro trabajo nos espera para nuestro júbilo y éste debe hacerse con el corazón. Ni uno ni otro deben hacerse a medias o tergiversando, sino con voluntad y lo que no es digno de este esfuerzo no debe ser hecho en modo alguno. Quizá todo lo que tenemos que hacer aquí abajo no tiene más objeto que ejercitar el corazón y la voluntad, y es en sí mismo inútil, pero en cualquier caso, por poco que sea, podemos desdeñarlo si no es digno de que le consagremos nuestras manos y nuestro corazón. No es apropiado para nuestra inmortalidad recurrir a expedientes que se contrapongan a su autoridad, ni sufrir que un instrumento que no necesita se interponga entre ella y las cosas que gobierna. Ya hay suficientes estafadores, suficiente tosquedad y sensualidad en la existencia humana sin que sea necesario transformar en mecanismo sus momentos más brillantes. Y ya que nuestra vida —en el mejor de los casos— no debe ser sino un vapor que aparece durante un tiempo y luego se desvanece, dejemos que al menos aparezca como una nube en las alturas del cielo, y no como la densa oscuridad que se amontona alrededor del aliento del horno y las revoluciones de la rueda.