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Democracia en Venezuela, Apuntes de Teorías de la Democracia

Apuntes sobre el análisis de la democracia en Venezuela

Tipo: Apuntes

2024/2025

Subido el 13/04/2025

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EL CONTRATO SOCIAL es el meta-relato sobre el que se asienta la
moderna obligación política. Una obligación compleja y contradic-
toria por cuanto establecida entre hombres libres y con el propósi-
to, al menos en Rousseau, de maximizar, y no de minimizar, la
libertad. El contrato social encierra, por lo tanto, una tensión dia-
léctica entre regulación social y emancipación social, tensión que se
mantiene merced a la constante polarización entre voluntad indivi-
dual y voluntad general, entre interés particular y bien común. El
Estado nación, el derecho y la educación cívica son los garantes del
discurrir pacífico y democrático de esa polarización en el seno del
ámbito social que ha venido en llamarse sociedad civil. El procedi-
miento lógico del que nace el carácter innovador de la sociedad civil
radica, como es sabido, en la contraposición entre sociedad civil y
estado de naturaleza o estado natural. De ahí que las conocidas dife-
rencias en las concepciones del contrato social de Hobbes, Locke y
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E L CONTRATO SOCIAL es el meta-relato sobre el que se asienta la moderna obligación política. Una obligación compleja y contradic- toria por cuanto establecida entre hombres libres y con el propósi- to, al menos en Rousseau, de maximizar, y no de minimizar, la libertad. El contrato social encierra, por lo tanto, una tensión dia- léctica entre regulación social y emancipación social, tensión que se mantiene merced a la constante polarización entre voluntad indivi- dual y voluntad general, entre interés particular y bien común. El Estado nación, el derecho y la educación cívica son los garantes del discurrir pacífico y democrático de esa polarización en el seno del ámbito social que ha venido en llamarse sociedad civil. El procedi- miento lógico del que nace el carácter innovador de la sociedad civil radica, como es sabido, en la contraposición entre sociedad civil y estado de naturaleza o estado natural. De ahí que las conocidas dife- rencias en las concepciones del contrato social de Hobbes, Locke y

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EL CONTRATO SOCIAL DE LA MODERNIDAD

Rousseau tengan su reflejo en distintas concepciones del estado de naturaleza^1 : cuanto más violento y anárquico sea éste mayores serán los poderes atribuidos al Estado resultante del contrato social. Las diferencias entre Hobbes, por un lado, y Locke y Rousseau, por otro, son, en este sentido, enormes. Comparten todos ellos, sin embargo, la idea de que el abandono del estado de naturaleza para constituir la sociedad civil y el Estado modernos representa una opción de carácter radical e irreversible. Según ellos, la modernidad es intrínsecamente problemática y rebosa de unas antinomias -entre la coerción y el consentimiento, la igualdad y la libertad, el sobera- no y el ciudadano o el derecho natural y el civil- que sólo puede resolver con sus propios medios. No puede echar mano de recursos pre- o anti-modernos.

El contrato social se basa, como todo contrato, en unos criterios de inclusión a los que, por lógica, se corresponden unos criterios de exclusión. De entre estos últimos destacan tres. El primero se sigue del hecho de que el contrato social sólo incluye a los individuos y a sus asociaciones; la naturaleza queda excluida: todo aquello que pre- cede o permanece fuera del contrato social se ve relegado a ese ámbi- to significativamente llamado “estado de naturaleza”. La única natu- raleza relevante para el contrato social es la humana, aunque se trate, en definitiva, de domesticarla con las leyes del Estado y las normas de convivencia de la sociedad civil. Cualquier otra naturaleza o constituye una amenaza o representa un recurso. El segundo crite- rio es el de la ciudadanía territorialmente fundada. Sólo los ciuda- danos son partes del contrato social. Todos los demás -ya sean muje- res, extranjeros, inmigrantes, minorías (y a veces mayorías) étnicas- quedan excluidos; viven en el estado de naturaleza por mucho que

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1 Para un análisis pormenorizado de las distintas concepciones del contrato social véase Santos, 1995, pp. 63-71.

tual: un régimen general de valores, un sistema común de medidas y un espacio-tiempo privilegiado. El régimen general de valores se asienta sobre las ideas del bien común y de la voluntad general en cuanto principios agregadores de sociabilidad que permiten desig- nar como ‘sociedad’ las interacciones autónomas y contractuales entre sujetos libres e iguales.

El sistema común de medidas se basa en una concepción que con- vierte el espacio y el tiempo en unos criterios homogéneos, neutros y lineares con los que, a modo de mínimo común denominador, se definen las diferencias relevantes. La técnica de la perspectiva intro- ducida por la pintura renacentista es la primera manifestación moderna de esta concepción. Igualmente importante fue, en este sentido, el perfeccionamiento de la técnica de las escalas y de las proyecciones en la cartografía moderna iniciada por Mercator. Con esta concepción se consigue, por un lado, distinguir la naturaleza de la sociedad y, por otro, establecer un término de comparación cuantitativo entre las interacciones sociales de carácter generalizado y diferenciable. Las diferencias cualitativas entre las interacciones o se ignoran o quedan reducidas a indicadores cuantitativos que dan aproximada cuenta de las mismas. El dinero y la mercancía son las concreciones más puras del sistema común de medidas: facilitan la medición y comparación del trabajo, del salario, de los riesgos y de los daños. Pero el sistema común de medidas va más allá del dine- ro y de las mercancías. La perspectiva y la escala, combinadas con el sistema general de valores, permiten, por ejemplo, evaluar la gra- vedad de los delitos y de las penas: a una determinada graduación de las escalas en la gravedad del delito corresponde una determina- da graduación de las escalas en la privación de libertad. La perspec- tiva y la escala aplicadas al principio de la soberanía popular per- miten la democracia representativa: a un número x de habitantes corresponde un número y de representantes. El sistema común de

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medidas permite incluso, con las homogeneidades que crea, esta- blecer correspondencias entre valores antinómicos. Así, por ejem- plo, entre la libertad y la igualdad pueden definirse criterios de jus- ticia social, de redistribución y de solidaridad. El presupuesto es que las medidas sean comunes y procedan por correspondencia y homogeneidad. De ahí que la única solidaridad posible sea la que se da entre iguales: su concreción más cabal está en la solidaridad entre trabajadores.

El espacio-tiempo privilegiado es el espacio-tiempo estatal nacio- nal. En este espacio-tiempo se consigue la máxima agregación de intereses y se definen las escalas y perspectivas con las que se obser- van y miden las interacciones no estatales y no nacionales (de ahí, por ejemplo, que el gobierno municipal se denomine gobierno local). La economía alcanza su máximo nivel de agregación, inte- gración y gestión en el espacio-tiempo nacional y estatal que es tam- bién el ámbito en el que las familias organizan su vida y establecen el horizonte de sus expectativas, o de la falta de las mismas. La obli- gación política de los ciudadanos ante el Estado y de éste ante aqué- llos se define dentro de ese espacio-tiempo que sirve también de escala a las organizaciones y a las luchas políticas, a la violencia legí- tima y a la promoción del bienestar general. Pero el espacio-tiempo nacional estatal no es sólo perspectiva y escala, también es un ritmo, una duración, una temporalidad; también es el espacio-tiempo de la deliberación del proceso judicial y, en general, de la acción buro- crática del Estado, cuya correspondencia más isomórfica está en el espacio-tiempo de la producción en masa.

Por último, el espacio-tiempo nacional y estatal es el espacio seña- lado de la cultura en cuanto conjunto de dispositivos identitarios que fijan un régimen de pertenencia y legitiman la normatividad que sirve de referencia a todas las relaciones sociales que se desenvuelven

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común siempre fueron luchas por definiciones alternativas de ese bien. Luchas que se fueron cristalizando con contractualizaciones parciales que modificaban los mínimos hasta entonces acordados y que se traducían en una materialidad de instituciones encargadas de asegurar el respeto a, y la continuidad de, lo acordado.

De esta prosecución contradictoria de los bienes públicos, con sus consiguientes contractualizaciones, resultaron tres grandes cons- telaciones institucionales, todas ellas asentadas en el espacio-tiempo nacional y estatal: la socialización de la economía, la politización del Estado y la nacionalización de la identidad. La socialización de la economía vino del progresivo reconocimiento de la lucha de clases como instrumento, no de superación, sino de transformación del capitalismo. La regulación de la jornada laboral y de las condiciones de trabajo y salariales, la creación de seguros sociales obligatorios y de la seguridad social, el reconocimiento del derecho de huelga, de los sindicatos, de la negociación o de la contratación colectivas son algunos de los hitos en el largo camino histórico de la socialización de la economía. Camino en el que se fue reconociendo que la eco- nomía capitalista no sólo estaba constituida por el capital, el mer- cado y los factores de producción sino que también participan de ella trabajadores, personas y clases con unas necesidades básicas, unos intereses legítimos y, en definitiva, con unos derechos ciuda- danos. Los sindicatos desempeñaron en este proceso una función destacada: la de reducir la competencia entre trabajadores, principal causa de la sobre-explotación a las que estaban inicialmente sujetos.

La materialidad normativa e institucional resultante de la socializa- ción de la economía quedó en manos de un Estado encargado de regu- lar la economía, mediar en los conflictos y reprimir a los trabajadores, anulando incluso consensos represivos. Esta centralidad del Estado en la socialización de la economía influyó decididamente en la configu-

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ración de la segunda constelación: la politización del Estado , proceso asentado sobre el desarrollo de su capacidad reguladora.

El desarrollo de esta capacidad asumió, en las sociedades capita- listas, principalmente, dos formas: el Estado de bienestar en el cen- tro del sistema mundial y el Estado desarrollista en la periferia y semiperiferia del sistema mundial. A medida que fue estatalizando la regulación, el Estado la convirtió en campo para la lucha políti- ca, razón por lo cual acabó politizándose. Del mismo modo que la ciudadanía se configuró desde el trabajo, la democracia estuvo desde el principio ligada a la socialización de la economía. La ten- sión entre capitalismo y democracia es, en este sentido, constituti- va del Estado moderno, y la legitimidad de este Estado siempre estuvo vinculada al modo, más o menos equilibrado, en que resol- vió esa tensión. El grado cero de legitimidad del Estado moderno es el fascismo: la completa rendición de la democracia ante las necesi- dades de acumulación del capitalismo. Su grado máximo de legiti- midad resulta de la conversión, siempre problemática, de la tensión entre democracia y capitalismo en un círculo virtuoso en el que cada uno prospera aparentemente en la medida en que ambos pros- peran conjuntamente. En las sociedades capitalistas este grado máximo de legitimidad se alcanzó en los Estados de bienestar de Europa del norte y de Canadá.

Por último, la nacionalización de la identidad cultural es el pro- ceso mediante el cual las, cambiantes y parciales, identidades de los distintos grupos sociales quedan territorializadas y temporalizadas dentro del espacio-tiempo nacional. La nacionalización de la iden- tidad cultural refuerza los criterios de inclusión/exclusión que sub- yacen a la socialización de la economía y a la politización del Estado, confiriéndoles mayor vigencia histórica y mayor estabilidad.

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post-compromisos; la economía se socializó sólo en pequeñas islas de inclusión situadas en medio de vastos archipiélagos de exclusión; la politización del Estado cedió a menudo ante la privatización del Estado y la patrimonialización de la dominación política; y la iden- tidad cultural nacionalizó a menudo poco más que su propia cari- catura. Incluso en los países centrales la contractualización varió notablemente: por ejemplo, entre los países con fuerte tradición contractualista, caso de Alemania o Suecia, y aquellos de tradición subcontractualista como el Reino Unido o los Estados Unidos de América.

L A CRISIS DEL CONTRATO SOCIAL

Con todas estas variaciones, el contrato social ha presidido, con sus criterios de inclusión y exclusión y sus principios metacontractuales, la organización de la sociabilidad económica, política y cultural de las sociedades modernas. Este paradigma social, político y cultural viene, sin embargo, atravesando desde hace más de una década una gran turbulencia que afecta no ya sólo a sus dispositivos operativos sino a sus presupuestos; una turbulencia tan profunda que parece estar apuntado a un cambio de época, a una transición paradigmática.

En lo que a los presupuestos se refiere, el régimen general de valo- res no parece poder resistir la creciente fragmentación de una socie- dad dividida en múltiples apartheids y polarizada en torno a ejes eco- nómicos, sociales, políticos y culturales. En este contexto, no sólo pierde sentido la lucha por el bien común, también parece ir per- diéndolo la lucha por las definiciones alternativas de ese bien. La voluntad general parece haberse convertido en un enunciado absur- do. Algunos autores hablan incluso del fin de la sociedad. Lo cierto es que cabe decir que nos encontramos en un mundo post-foucaul- tiano (lo cual revela, retrospectivamente, lo muy organizado que era

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ese mundo anarquista de Foucault). Según él, dos son los grandes modos de ejercicio del poder que, de modo complejo, coexisten: el dominante poder disciplinario, basado en las ciencias, y el declinan- te poder jurídico, centrado en el Estado y el derecho. Hoy en día, estos poderes no sólo se encuentran fragmentados y desorganizados sino que coexisten con muchos otros poderes. El poder disciplinario resulta ser cada vez más un poder indisciplinario a medida que las ciencias van perdiendo seguridad epistemológica y se ven obligadas a dividir el campo del saber entre conocimientos rivales capaces de generar distintas formas de poder. Por otro lado, el Estado pierde centralidad y el derecho oficial se desorganiza al coexistir con un derecho no oficial dictado por múltiples legisladores fácticos que, gracias a su poder económico, acaban transformando lo fáctico en norma, disputándole al Estado el monopolio de la violencia y del derecho. La caótica proliferación de poderes dificulta la identifica- ción de los enemigos y, en ocasiones, incluso la de las víctimas.

Los valores de la modernidad -libertad, igualdad, autonomía, subjetividad, justicia, solidaridad- y las antinomias entre ellos per- viven pero están sometidos a una creciente sobrecarga simbólica: vienen a significar cosas cada vez más dispares para los distintos gru- pos y personas, al punto que el exceso de sentido paraliza la eficacia de estos valores y, por tanto, los neutraliza.

La turbulencia de nuestros días resulta especialmente patente en el sistema común de medidas. Si el tiempo y el espacio neutros, lineares y homogéneos desaparecieron hace ya tiempo de las cien- cias, esa desaparición empieza ahora a hacerse notar en la vida coti- diana y en las relaciones sociales. Me he referido en otro lugar (Santos, 1998a) a la turbulencia por la que atraviesan las escalas con las que hemos venido identificando los fenómenos, los conflictos y las reacciones. Como cada fenómeno es el producto de las escalas con las que lo observamos, la turbulencia en las escalas genera extra-

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Por último, el espacio-tiempo nacional y estatal está perdiendo su primacía ante la creciente competencia de los espacios-tiempo globales y locales y se está desestructurando ante los cambios en sus ritmos, duraciones y temporalidades. El espacio-tiempo nacional estatal se configura con ritmos y temporalidades distintos pero compatibles y articulables: la temporalidad electoral, la de la con- tratación colectiva, la temporalidad judicial, la de la seguridad social, la de la memoria histórica nacional, etc. La coherencia entre estas temporalidades confiere al espacio-tiempo nacional estatal su configuración específica. Pero esta coherencia resulta hoy en día cada vez más problemática en la medida en que varia el impacto que sobre las distintas temporalidades tienen los espacios-tiempo global y local.

Aumenta la importancia de determinados ritmos y temporalida- des completamente incompatibles con la temporalidad estatal nacional en su conjunto. Merecen especial referencia dos fenóme- nos: el tiempo instantáneo del ciberespacio, por un lado, y el tiem- po glacial de la degradación ecológica, de la cuestión indígena o de la biodiversidad, por otro. Ambas temporalidades chocan frontal- mente con la temporalidad política y burocrática del Estado. El tiempo instantáneo de los mercados financieros hace inviable cual- quier deliberación o regulación por parte del Estado. El freno a esta temporalidad instantánea sólo puede lograrse actuando desde la misma escala en que opera, la global, es decir, con una acción inter- nacional. El tiempo glacial, por su parte, es demasiado lento para compatibilizarse adecuadamente con cualquiera de las temporalida- des nacional-estatales. De hecho, las recientes aproximaciones entre los tiempos estatal y glacial se han traducido en poco más que en intentos por parte del primero de canibalizar y desnaturalizar al segundo. Basta recordar el trato que ha merecido en muchos países la cuestión indígena o, también, la reciente tendencia a aprobar

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leyes nacionales sobre la propiedad intelectual e industrial que inci- den sobre la biodiversidad.

Como el espacio-tempo nacional y estatal ha venido siendo el hegemónico ha conformado no ya sólo la acción del Estado sino las prácticas sociales en general de modo que también en estas últimas incide la presencia del tiempo instantáneo y del glacial. Al igual que ocurre con las turbulencias en las escalas, estos dos tiempos consi- guen, por distintas vías, reducir las alternativas, generar impotencia y fomentar la pasividad. El tiempo instantáneo colapsa las secuen- cias en un presente infinito que trivializa las alternativas multipli- cándolas tecnolúdicamente, fundiéndolas en variaciones de sí mis- mas. El tiempo glacial crea, a su vez, tal distancia entre las alterna- tivas que éstas dejan de ser conmensurables y contrastables y se ven condenadas a deambular por entre sistemas de referencias incomu- nicables entre sí. De ahí que resulte cada vez más difícil proyectar, y optar entre, modelos alternativos de desarrollo.

Pero donde las señales de crisis del paradigma resultan más patentes es en los dispositivos funcionales de la contractualización social. A primera vista, la actual situación, lejos de asemejarse a una crisis del contractualismo social, parece caracterizarse por la defini- tiva consagración del mismo. Nunca se ha hablado tanto de con- tractualización de las relaciones sociales, de las relaciones de traba- jo o de las relaciones políticas entre el Estado y las organizaciones sociales. Pero lo cierto es que esta nueva contractualización poco tiene que ver con la idea moderna del contrato social. Se trata, en primer lugar, de una contractualización liberal individualista, basa- da en la idea del contrato de derecho civil celebrado entre indivi- duos y no en la idea de contrato social como agregación colectiva de intereses sociales divergentes. El Estado, a diferencia de lo que ocurre con el contrato social, tiene respecto a estos contratos de derecho civil una intervención mínima: asegurar su cumplimiento

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sión. Estos últimos aún perviven, incluso bajo formas avanzadas que combinan virtuosamente los valores de la modernidad, pero se van confinando a unos grupos cada vez más restringidos que imponen a grupos muchos más amplios formas abismales de exclusión. El pre- dominio de los procesos de exclusión se presenta bajo dos formas en apariencia opuestas: el post-contractualismo y el pre-contractualis- mo. El post-contractualismo es el proceso mediante el cual grupos e intereses sociales hasta ahora incluidos en el contrato social quedan excluidos del mismo, sin perspectivas de poder regresar a su seno. Los derechos de ciudadanía, antes considerados inalienables, son confiscados. Sin estos derechos, el excluido deja de ser un ciudada- no para convertirse en una suerte de siervo. El pre-contractualismo consiste, por su parte, en impedir el acceso a la ciudadanía a grupos sociales anteriormente considerados candidatos a la ciudadanía y que tenían expectativas fundadas de poder acceder a ella.

La diferencia estructural entre el post-contractualismo y el pre- contractualismo es clara. También son distintos los procesos políti- cos que uno y otro promueven, aunque suelan confundirse, tanto en el discurso político dominante como en las experiencias y percep- ciones personales de los grupos perjudicados. En lo que al discurso político se refiere, a menudo se presenta como post-contractualismo lo que no es sino precontractualismo. Se habla, por ejemplo, de pac- tos sociales y de compromisos adquiridos que ya no pueden seguir cumpliéndose cuando en realidad nunca fueron otra cosa que con- tratos-promesa o compromisos previos que nunca llegaron a confir- marse. Se pasa así del pre- al post-contractualismo sin transitar por el contractualismo. Esto es lo que ha ocurrido en los casi-Estados- de bienestar de muchos países semiperiféricos o de desarrollo inter- medio. En lo que a las vivencias y percepciones de las personas y de los grupos sociales se refiere, suele ocurrir que, ante la súbita pérdi- da de una estabilidad mínima en sus expectativas, las personas

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adviertan que hasta entonces habían sido, en definitiva, ciudadanos sin haber tenido conciencia de, ni haber ejercido, los derechos de los que eran titulares. En este caso, el pre-contractualismo se vive sub- jetivamente como una experiencia post-contractualista.

Las exclusiones generadas por el pre- y el post-contractualismo tienen un carácter radical e ineludible, hasta el extremo en que los que las padecen se ven de hecho excluidos de la sociedad civil y expulsados al estado de naturaleza, aunque sigan siendo formal- mente ciudadanos. En nuestra sociedad posmoderna, el estado de naturaleza está en la ansiedad permanente respecto al presente y al futuro, en el inminente desgobierno de las expectativas, en el caos permanente en los actos más simples de la supervivencia o de la convivencia.

Tanto el post-contractualismo como el pre-contractualismo nacen de las profundas transformaciones por las que atraviesan los tres dispositivos operativos del contrato social antes referidos: la socialización de la economía, la politización del Estado y la naciona- lización de la identidad cultural. Las transformaciones en cada uno de estos dispositivos son distintas pero todas, directa o indirecta- mente, vienen provocadas por lo que podemos denominar el con- senso liberal, un consenso en el que convergen cuatro consensos básicos.

El primero es el consenso económico neoliberal , también cono- cido como consenso de Washington (Santos, 1995: 276, 316, 356). Este consenso se refiere a la organización de la economía global (con su sistema de producción, sus mercados de productos y ser- vicio y sus mercados financieros) y promueve la liberalización de los mercados, la desregulación, la privatización, el minimalismo estatal, el control de la inflación, la primacía de las exportaciones, el recorte del gasto social, la reducción del déficit público y la

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tó justificar tanto la soberanía del poder estatal, en cuanto capaci- dad reguladora y coercitiva, como los límites del poder del Estado, el consenso democrático liberal descuida la soberanía del poder estatal, sobre todo en la periferia y semiperiferia del sistema mun- dial, y percibe las funciones reguladoras del Estado más como inca- pacidades que como capacidades.

Por último, el consenso liberal incluye, en consonancia con el modelo de desarrollo promovido por los tres anteriores consensos, el de la primacía del derecho y de los tribunales. Ese modelo confiere absoluta prioridad a la propiedad privada, a las relaciones mercan- tiles y a un sector privado cuya funcionalidad depende de transac- ciones seguras y previsibles protegidas contra los riesgos de incum- plimientos unilaterales. Todo esto exige un nuevo marco jurídico y la atribución a los tribunales de una nueva función, mucho más relevante, como garantes del comercio jurídico e instancias para la resolución de litigios: el marco político de la contractualización social debe ir cediendo su sitio al marco jurídico y judicial de la contractualización individual. Es ésta una de las principales dimen- siones de la actual judicialización de la política.

El consenso liberal en sus varias vertientes incide profundamente sobre los tres dispositivos operativos del contrato social. La incidencia más decisiva es la de la desocialización de la economía, su reducción a la instrumentalidad del mercado y de las transacciones: campo propi- cio al pre-contractualismo y al post-contractualismo. Como se ha dicho, el trabajo fue, en la contractualización social de la modernidad capitalista, la vía de acceso a la ciudadanía, ya fuera por la extensión a los trabajadores de los derechos civiles y políticos, o por la conquista de nuevos derechos propios, o tendencialmente propios, del colectivo de trabajadores, como el derecho al trabajo o los derechos económicos y sociales. La creciente erosión de estos derechos, combinada con el aumento del desempleo estructural lleva a los trabajadores a transitar

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desde el estatuto de ciudadanía al de lumpen-ciudadanía. Para la gran mayoría de los trabajadores se trata de un tránsito, sin retorno, desde el contractualismo al post-contractualismo.

Pero, como indiqué antes, el estatuto de ciudadanía del que par- tían estos trabajadores ya era precario y estrecho de modo que, en muchos casos, el paso es del pre- al post-contractualismo; sólo la visión retrospectiva de las expectativas permite creer que se partía del contractualismo. Por otro lado, en un contexto de mercados glo- bales liberalizados, de generalizado control de la inflación, de con- tención del crecimiento económico^2 y de unas nuevas tecnologías que generan riqueza sin crear puestos de trabajo, el aumento del nivel de ocupación de un país sólo se consigue a costa de una reduc- ción en el nivel de empleo de otro país: de ahí la creciente compe- tencia internacional entre trabajadores. La reducción de la compe- tencia entre trabajadores en el ámbito nacional constituyó en su día el gran logro del movimiento sindical. Pero quizá ese logro se ha convertido ahora en un obstáculo que impide a los sindicatos alcan- zar mayor resolución en el control de la competencia internacional entre trabajadores. Este control exigiría, por un lado, la internacio- nalización del movimiento sindical y, por otro, la creación de auto- ridades políticas supranacionales capaces de imponer el cumpli- mento de los nuevos contratos sociales de alcance global. En ausen- cia de ambos extremos, la competencia internacional entre trabaja- dores seguirá aumentando, y con ella la lógica de la exclusión que le pertenece. En muchos países, la mayoría de los trabajadores que se adentra por primera vez en el mercado de trabajo lo hace sin dere- chos: queda incluida siguiendo una lógica de la exclusión. La falta de expectativas respecto a una futura mejora de su situación impide

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2 Como señala Jean-Paul Fitoussi (Fitoussi, 1997: 102-3), el afán, propio de los mercados financieros, de controlar la inflación impide la estabilización del crecimiento.