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Cuentos de plan lector 2025 guía
Tipo: Guías, Proyectos, Investigaciones
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Mg. José Alberto Silva Siesquén Dra. Alicia Magaly Samamé Núñez Dra. Juana de la Cruz Ramírez Dávila Mg. Fredy George Olivos Romero Dr. Juan Carlos Chero Zurita 1 Millón de ideas (14 de agosto 2024). Organizador de libros [Imagen adjunta] [Publicación de estado]. Facebook. https://www.facebook.com/share/1687fsHKTp/
En el camino se entretuvo repasando mentalmente los párrafos de su lección. Durante la noche anterior no había podido evitar un temblorcito de gozo cuando, para designar a Luis XVI, había descubierto el epíteto de Hidra. El epíteto pertenecía al siglo XIX y había caído un poco en desuso, pero Matías, por su porte y sus lecturas, seguía perteneciendo al siglo XIX y su inteligencia, por donde se la mirara, era una inteligencia en desuso. Desde hacía doce años, cuando por dos veces consecutivas fue aplazado en el examen de bachillerato, no había vuelto a hojear un solo libro de estudios ni a someterse una sola cogitación al apetito un poco lánguido de su espíritu. Él siempre achacó sus fracasos académicos a la malevolencia del jurado y a esa especie de amnesia repentina que lo asaltaba sin remisión cada vez que tenía que poner en evidencia sus conocimientos. Pero si no había podido optar al título de abogado, había elegido la prosa y el corbatín del notario: si no por ciencia, al menos por apariencia, quedaba siempre dentro de los límites de la profesión. Cuando llegó ante la fachada del colegio, se sobreparó en seco y quedó un poco perplejo. El gran reloj del frontis le indicó que llevaba un adelanto de diez minutos. Ser demasiado puntual le pareció poco elegante y resolvió que bien valía la pena caminar hasta la esquina. Al cruzar delante de la verja escolar, divisó un portero de semblante hosco, que vigilaba la calzada, las manos cruzadas a la espalda. En la esquina del parque se detuvo, sacó un pañuelo y se enjugó la frente. Hacía un poco de calor. Un pino y una palmera, confundiendo sus sombras, le recordaron un verso, cuyo autor trató en vano de identificar. Se disponía a regresar – el reloj del Municipio acababa de dar las once – cuando detrás de la vidriera de una tienda de discos distinguió a un hombre pálido que lo espiaba. Con sorpresa constató que ese hombre no era otra cosa que su propio reflejo. Observándose con disimulo, hizo un guiño, como para disipar esa expresión un poco lóbrega que la mala noche de estudio y de café había grabado en sus facciones. Pero la expresión, lejos de desaparecer, desplegó nuevos signos y Matías comprobó que su calva convalecía tristemente entre los mechones de las sienes y que su bigote caía sobre sus labios con un gesto de absoluto vencimiento. Un poco mortificado por la observación, se retiró con ímpetu de la vidriera. Una sofocación de mañana estival hizo que aflojara su corbatín de raso. Pero cuando llegó ante la fachada del colegio, sin que en apariencia nada lo provocara, una duda tremenda le asaltó: en ese momento no podía precisar si la Hidra era un animal marino, un monstruo mitológico o una invención de ese doctor Valencia, quien empleaba figuras semejantes, para demoler sus enemigos del Parlamento. Confundido, abrió su maletín para revisar sus apuntes, cuando se percató que el portero no le quitaba el ojo de encima. Esta mirada, viniendo de un hombre uniformado, despertó en su conciencia de pequeño contribuyente tenebrosas asociaciones y, sin poder evitarlo, prosiguió su marcha hasta la esquina opuesta. Allí se detuvo resollando. Ya el problema de Hidra no le interesaba: esta duda había arrastrado otras muchísimo más urgentes. Ahora en su cabeza todo se confundía. Hacía de Colbert un ministro inglés, la joroba de Marat la colocaba sobre los hombros de Robespierre y por un artificio de su imaginación, los finos alejandrinos de Chenier iban a parar a los labios del verdugo Sansón. Aterrado por tal deslizamiento de ideas, giró los ojos locamente en busca de una pulpería. Una sed impostergable lo abrasaba. Durante un cuarto de hora recorrió inútilmente las calles adyacentes. En ese barrio residencial sólo se encontraban salones de peinado. Luego de infinitas vueltas se dio de bruces
con la tienda de discos y su imagen volvió a surgir del fondo de la vidriera. Esta vez Matías lo examinó: alrededor de los ojos habían aparecido dos anillos negros que describían sutilmente un círculo que no podía ser otro que el círculo del terror. Desconcertado, se volvió y quedó contemplando el panorama del parque. El corazón le cabeceaba como un pájaro enjaulado. A pesar de que las agujas del reloj continuaban girando, Matías se mantuvo rígido, testarudamente ocupado en cosas insignificantes, como en contar las ramas de un árbol, y luego en descifrar las letras de un aviso comercial perdido en el follaje. Un campanazo parroquial lo hizo volver en sí. Matías se dio cuenta de que aún estaba en la hora. Echando mano a todas sus virtudes, incluso a aquellas virtudes equívocas como la terquedad, logró componer algo que podría ser una convicción y, ofuscado por tanto tiempo perdido, se lanzó al colegio. Con el movimiento aumentó el coraje. Al divisar la verja asumió el aire profundo y atareado de un hombre de negocios. Se disponía a cruzarla cuando, al levantar la vista, distinguió al lado del portero a un cónclave de hombres canosos y ensotanados que lo espiaban, inquietos. Esta inesperada composición – que le recordó a los jurados de su infancia
chiquero, Pascual recibe cualquier cosa y tiene predilección por las verduras ligeramente descompuestas. La pequeña lata de cada uno se va llenando de tomates podridos, pedazos de sebo, extrañas salsas que no figuran en ningún manual de cocina. No es raro, sin embargo, hacer un hallazgo valioso. Un día Efraín encontró unos tirantes con los que fabricó una honda. Otra vez una pera casi buena que devoró en el acto. Enrique, en cambio, tiene suerte para las cajitas de remedios, los pomos brillantes, las escobillas de dientes usadas y otras cosas semejantes que colecciona con avidez. Después de una rigurosa selección regresan la basura al cubo y se lanzan sobre el próximo. No conviene demorarse mucho porque el enemigo siempre está al acecho. A veces son sorprendidos por las sirvientas y tienen que huir dejando regado su botín. Pero, con más frecuencia, es el carro de la Baja Policía el que aparece y entonces la jornada está perdida. Cuando el sol asoma sobre las lomas, la hora celeste llega a su fin. La niebla se ha disuelto, las beatas están sumidas en éxtasis, los noctámbulos duermen, los canillitas han repartido los diarios, los obreros trepan a los andamios. La luz desvanece el mundo mágico del alba. Los gallinazos sin plumas han regresado a su nido. Santos los esperaba con el café preparado.
sintieron un olor nauseabundo que penetró hasta sus pulmones. Los pies se les hundían en un alto de plumas, de excrementos, de materias descompuestas o quemadas. Enterrando las manos comenzaron la exploración. A veces, bajo un periódico amarillento, descubrían una carroña devorada a medias. En los acantilados próximos los gallinazos espiaban impacientes y algunos se acercaban saltando de piedra en piedra, como si quisieran acorralarlos. Efraín gritaba para intimidarlos y sus gritos resonaban en el desfiladero y hacían desprenderse guijarros que rodaban hacía el mar. Después de una hora de trabajo regresaron al corralón con los cubos llenos.
perdido su expresión humana. Por las noches, cuando la luna se levantaba, cogía a Pedro entre sus brazos y lo aplastaba tiernamente hasta hacerlo gemir. A esa hora el cerdo comenzaba a gruñir y el abuelo se quejaba como si lo estuvieran ahorcando. A veces se ceñía la pierna de palo y salía al corralón. A la luz de la luna Enrique lo veía ir diez veces del chiquero a la huerta, levantando los puños, atropellando lo que encontraba en su camino. Por último reingresaba en su cuarto y se quedaba mirándolos fijamente, como si quisiera hacerlos responsables del hambre de Pascual. La última noche de luna llena nadie pudo dormir. Pascual lanzaba verdaderos rugidos. Enrique había oído decir que los cerdos, cuando tenían hambre, se volvían locos como los hombres. El abuelo permaneció en vela, sin apagar siquiera el farol. Esta vez no salió al corralón ni maldijo entre dientes. Hundido en su colchón miraba fijamente la puerta. Parecía amasar dentro de sí una cólera muy vieja, jugar con ella, aprestarse a dispararla. Cuando el cielo comenzó a desteñirse sobre las lomas, abrió la boca, mantuvo su oscura oquedad vuelta hacia sus nietos y lanzó un rugido: ¡Arriba, arriba, arriba! – los golpes comenzaron a llover–. ¡A levantarse haraganes! ¿Hasta cuándo vamos a estar así? ¡Esto se acabó! ¡De pie!… Efraín se echó a llorar, Enrique se levantó, aplastándose contra la pared. Los ojos del abuelo parecían fascinarlo hasta volverlo insensible a los golpes. Veía la vara alzarse y abatirse sobre su cabeza como si fuera una vara de cartón. Al fin pudo reaccionar.
corría hacia el cuarto le pareció que lo llamaba por su nombre, con un tono de ternura que él nunca había escuchado. ¡A mí, Enrique, a mí!…
Cuento 3: El banquete Julio Ramón Ribeyro Con dos meses de anticipación, don Fernando Pasamano había preparado los pormenores de este magno suceso. En primer término, su residencia hubo de sufrir una transformación general. Como se trataba de un caserón antiguo, fue necesario echar abajo algunos muros, agrandar las ventanas, cambiar la madera de los pisos y pintar de nuevo todas las paredes. Esta reforma trajo consigo otras y (como esas personas que cuando se compran un par de zapatos juzgan que es necesario estrenarlos con calcetines nuevos y luego con una camisa nueva y luego con un terno nuevo y así sucesivamente hasta llegar al calzoncillo nuevo) don Fernando se vio obligado a renovar todo el mobiliario, desde las consolas del salón hasta el último banco de la repostería. Luego vinieron las alfombras, las lámparas, las cortinas y los cuadros para cubrir esas paredes que desde que estaban limpias parecían más grandes. Finalmente, como dentro del programa estaba previsto un concierto en el jardín, fue necesario construir un jardín. En quince días, una cuadrilla de jardineros japoneses edificó, en lo que antes era una especie de huerta salvaje, un maravilloso jardín rococó donde había cipreses tallados, caminitos sin salida, una laguna de peces rojos, una gruta para las divinidades y un puente rústico de madera, que cruzaba sobre un torrente imaginario. Lo más grande, sin embargo, fue la confección del menú. Don Fernando y su mujer, como la mayoría de la gente proveniente del interior, sólo habían asistido en su vida a comilonas provinciales en las cuales se mezcla la chicha con el whisky y se termina devorando los cuyes con la mano. Por esta razón sus ideas acerca de lo que debía servirse en un banquete al presidente, eran confusas. La parentela, convocada a un consejo especial, no hizo sino aumentar el desconcierto. Al fin, don Fernando decidió hacer una encuesta en los principales hoteles y restaurantes de la ciudad y así pudo enterarse de que existían manjares presidenciales y vinos preciosos que fue necesario encargar por avión a las viñas del mediodía. Cuando todos estos detalles quedaron ultimados, don Fernando constató con cierta angustia que en ese banquete, al cual asistirían ciento cincuenta personas, cuarenta mozos de servicio, dos orquestas, un cuerpo de ballet y un operador de cine, había invertido toda su fortuna. Pero, al fin de cuentas, todo dispendio le parecía pequeño para los enormes beneficios que obtendría de esta recepción.
pesar de haberse sentado, contra las reglas del protocolo, a la izquierda del agasajado, no encontraba el instante propicio para hacer un aparte. Para colmo, terminado el servicio, los comensales se levantaron para formar grupos amodorrados y digestónicos y él, en su papel de anfitrión, se vio obligado a correr de grupos en grupo para reanimarlos con copas de mentas, palmaditas, puros y paradojas. Al fin, cerca de medianoche, cuando ya el ministro de gobierno, ebrio, se había visto forzado a una aparatosa retirada, don Fernando logró conducir al presidente a la salida de música y allí, sentados en uno de esos canapés, que en la corte de Versalles servían para declararse a una princesa o para desbaratar una coalición, le deslizó al oído su modesta.
Cuento 4: Paco Yunque César Vallejo Cuando Paco Yunque y su madre llegaron a la puerta del colegio, los niños estaban jugando en el patio. La madre le dejó y se fue. Paco, paso a paso, fue adelantándose al centro del patio, con su libro primero, su cuaderno y su lápiz. Paco estaba con miedo, porque era la primera vez que veía a un colegio; nunca había visto a tantos niños juntos. Varios alumnos, pequeños como él, se le acercaron y Paco, cada vez más tímido, se pegó a la pared, y se puso colorado. ¡Qué listos eran todos esos chicos! ¡Qué desenvueltos! Como si estuviesen en su casa. Gritaban. Corrían. Reían hasta reventar. Saltaban. Se daban de puñetazos. Eso era un enredo. Paco estaba también atolondrado porque en el campo no oyó nunca sonar tantas voces de personas a la vez. En el campo hablaba primero uno, después otro, después otro y después otro. A veces, oyó hablar hasta cuatro o cinco personas juntas. Era su padre, su madre, don José, el cojo Anselmo y la Tomasa. Eso no era ya voz de personas sino otro ruido. Muy diferente. Y ahora sí que esto del colegio era una bulla fuerte, de muchos. Paco estaba asordado. Un niño rubio y gordo, vestido de blanco, le estaba hablando. Otro niño más chico, medio ronco y con blusa azul, también le hablaba. De diversos grupos se separaban los alumnos y venían a ver a Paco, haciéndole muchas preguntas. Pero Paco no podía oír nada por la gritería de los demás. Un niño trigueño, cara redonda y con una chaqueta verde muy ceñida en la cintura agarró a Paco por un brazo y quiso arrastrarlo. Pero Paco no se dejó. El trigueño volvió a agarrarlo con más fuerza y lo jaló. Paco se pegó más a la pared y se puso más colorado. En ese momento sonó la campana, y todos entraron a los salones de clase. Dos niños – los hermanos Zuñiga– tomaron de una y otra mano a Paco y le condujeron a la sala de primer año. Paco no quiso seguirlos al principio, pero luego obedeció, porque vio que todos hacían lo mismo. Al entrar al salón se puso pálido. Todo quedó repentinamente en silencio y este silencio le dio miedo a Paco. Los Zuñiga le estaban jalando, el uno para un lado y el otro para el otro lado, cuando de pronto le soltaron y lo dejaron solo. El profesor entró. Todos los niños estaban de pie, con la mano derecha levantada a la altura de la sien, saludando en silencio y muy erguidos. Paco sin soltar su libro, su cuaderno y su lápiz, se había quedado parado en medio del salón, entre las primeras carpetas de los alumnos y el pupitre del profesor. Un remolino se le hacía en la cabeza. Niños. Paredes amarillas. Grupos de niños. Vocerío. Silencio. Una tracalada de sillas. El profesor. Ahí, solo, parado, en el colegio. Quería llorar. El profesor le tomó de la mano y lo llevó a instalar en una de las carpetas delanteras junto a un niño de su mismo tamaño. El profesor le preguntó:
—Ven a mi carpeta conmigo. Paco Fariña le dijo a Humberto Grieve: —No. Porque el señor lo ha puesto aquí. —¿Y a ti qué te importa? – le increpó Grieve violentamente, arrastrando a Yunque por un brazo a su carpeta. —¡Señor! – gritó entonces Fariña–, Grieve se está llevando a Paco Yunque a su carpeta. El profesor cesó de escribir y preguntó con voz enérgica: —¡Vamos a ver! ¡Silencio! ¿Qué pasa ahí? Fariña volvió a decir: —Grieve se ha llevado a su carpeta a Paco Yunque. Humberto Grieve, instalado ya en su carpeta con paco Yunque, le dijo al profesor: —Sí, señor. Porque Paco Yunque es mi muchacho. Por eso. El profesor lo sabía esto perfectamente y le dijo a Humberto Grieve: —Muy bien. Pero yo lo he colocado con Paco Fariña, para que atienda mejor las explicaciones. Déjelo que vuelva a su sitio. Todos los alumnos miraban en silencio al profesor, a Humberto Grieve y a Paco Yunque. Fariña fue y tomó a Paco Yunque por la mano y quiso volverlo a traer a su carpeta, pero Grieve tomó a Paco Yunque por el otro brazo y no lo dejó moverse. El profesor le dijo otra vez a Grieve: —¡Grieve! ¿Qué es esto? Humberto Grieve, colorado de cólera, dijo: —No, señor. Yo quiero que Yunque se quede conmigo. —Déjelo, le he dicho. —No, señor. —¿Cómo? —No. El profesor estaba indignado y repetía, amenazador: —¡Grieve! ¡Grieve! Humberto Grieve tenía bajo los ojos y sujetaba fuertemente por el brazo a Paco Yunque, el cual estaba aturdido y se dejaba jalar como un trapo por Fariña y por Grieve. Paco yunque tenía ahora más miedo a Humberto Grieve que al profesor, que a todos los demás niños y que al colegio entero. ¿Por qué Paco Yunque le tenía miedo a Humberto Grieve? ¿Por qué este Humberto Grieve solía pegarle a Paco Yunque? El profesor se acercó a Paco Yunque, le tomó por el brazo y le condujo a la carpeta de Fariña. Grieve se puso a llorar, pataleando furiosamente su banco. De nuevo se oyeron pasos en el patio y otro alumno, Antonio Gesdres, – hijo de un albañil–, apareció a la puerta del salón. El profesor le dijo: —¿Por qué llega usted tarde? —Porque fui a comprar pan para el desayuno. —¿Y por qué no fue usted más temprano? —Porque estuve alzando a mi hermanito y mamá está enferma y papá se fue al trabajo. —Bueno – dijo el profesor, muy serio–. Párese ahí… Y, además, tiene usted una hora de reclusión. Le señaló un rincón, cerca de la pizarra de ejercicios. Paco Fariña, se levantó entonces y dijo: —Grieve también ha llegado tarde, señor. —Miente, señor – respondió rápidamente Humberto Grieve–. No he llegado tarde. Todos los alumnos dijeron en coro:
—¡Sí, señor! ¡Sí, señor! ¡Grieve ha llegado tarde! —¡Psch! ¡Silencio! – dijo malhumorado el profesor y todos los niños se callaron. El profesor se paseaba pensativo. Fariña le decía a Yunque en secreto: —Grieve ha llegado tarde y no lo castigan. Porque su papá tiene plata. Todos los días llega tarde. ¿Tú vives en su casa? ¿Cierto que eres su muchacho? Yunque respondió: —Yo vivo con mi mamá. —¿En la casa de Humberto Grieve? —Es una casa muy bonita. Ahí está la patrona y el patrón. Ahí está mi mamá. Yo estoy con mi mamá. Humberto Grieve, desde su banco del otro lado del salón, miraba con cólera a Paco Yunque y le enseñaba los puños, porque se dejó llevar a la carpeta de Paco Fariña. Paco Yunque no sabía qué hacer. Le pegaría otra vez el niño Humberto, porque no se quedó con él, en su carpeta. Cuando saldrían del colegio, el niño Humberto le daría un empujón en el pecho y una patada en la pierna. El niño Humberto era malo y pegaba pronto, a cada rato. En la calle. En el corredor también. Y en la escalera. Y también en la cocina, delante de su mamá y delante de la patrona. Ahora le va a pegar, porque le estaba enseñando los puñetes y le miraba con ojos blancos. Yunque le dijo a Fariña: —Me voy a la carpeta del niño Humberto. Y Paco Fariña le decía: —No vayas. No seas zonzo. El señor te va a castigar. Fariña volteó a ver a Grieve y este Grieve le enseñó también a él los puños, refunfuñando no sé qué cosas, a escondidas del profesor. —¡Señor! – gritó Fariña– Ahí, ese Grieve me está enseñando los puñetes. El profesor dijo: —¡Psc! ¡Psc! ¡Silencio!… ¡Vamos a ver!… Vamos a hablar hoy de los peces, y después, vamos a hacer todo un ejercicio escrito en una hoja de los cuadernos, y después me los dan para verlos. Quiero ver quién hace mejor ejercicio, para que su nombre sea escrito en el Cuaderno de Honor del Colegio, como el mejor alumno del primer año. ¿Me han oído bien? Vamos a hacer lo mismo que hicimos la semana pasada. Exactamente lo mismo. Hay que atender bien a la clase. Hay que copiar bien el ejercicio que voy a escribir después en la pizarra. ¿Me han entendido bien? Los alumnos respondieron en coro: —Sí señor. —Muy bien – dijo el profesor–. Vamos a ver. Vamos a hablar ahora de los peces. Varios niños quisieron hablar. El profesor le dijo a uno de los Zumiga que hablase. —Señor – dijo Zumiga–: Había en la playa mucha arena. Un día nos metimos entre la arena y encontramos un pez medio vivo y lo llevamos a mi casa. Pero se murió en el camino… Humberto Grieve dijo: —Señor: yo he cogido muchos peces y los he llevado a mi casa y los he soltado en mi salón y no se mueren nunca. El profesor preguntó: —Pero… ¿los deja usted en alguna vasija con agua? —No señor. Están sueltos, entre los muebles. Todos los niños se echaron a reír. Un chico, flacucho y pálido, dijo: —Mentira, señor. Porque el pez se muere pronto, cuando lo sacan del agua.