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CUENTO : LOS DIAS DE CARBON, Resúmenes de Comunicación

ES UN CUENTO, LITERATIURA INFANTIL, PUBICADO EN 1966

Tipo: Resúmenes

2024/2025

Subido el 25/06/2025

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rosa-ramos-42 🇵🇪

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LOS DIAS DE CARBON

Carbón es negro como la noche. Me lo trajo mi padre una tarde de lluvia bajo el poncho y me lo echó a los pies como si me tirara un copo de lana negra, tibia y esponjosa, mientras mi madre calentaba la comida y el agua resbalaba en los tejados. Apenas cabía en la palma de mi mano. No se movió, estaba aterido. Solo su hociquito húmedo, ansioso de comida, cambió de sitio. Afuera tronaban los rayos y parecían meterse dentro de la casa. Lo escondí entre los pliegues de mi falda después de que tomó su sopa, y ambos nos quedamos dormidos junto al fuego. Me parece que en sueños le puse el nombre de Carbón. ¿Qué otro nombre podía quedarle más a tono con su tamaño, su forma y la noche oscura en que llegó? Carbón es un cachorro como pocos. Más que su pura sangre está en él el sello con que vino. Llévate el mejor para tus hijos, le había dicho a mi padre un amigo de la infancia. Mi padre eligió a Carbón. La presencia de Carbón entre nosotros acerca la visión de aquel amigo. Aunque Pedro y yo no lo conocemos; y é1, Carbón, ha de mantenemos unidos para siempre. — ¡Esto es tan grato! Mi madre dice siempre: "La infancia es el mejor momento para encontrar amigos”. Yo tengo mis dudas. No sé si Teresa. Lucha, Juanina o Carmen y los chicos que juegan con Pedro han de durarnos toda la vida, si a cada instante peleamos por tantita cosa. —Así es la infancia. Y esa es la clase de amistad que nos dura toda la vida — dice mama, abrazándome —. La que crece con nosotros nos acompaña siempre y no tiene precio. Carbón es dueño del campo y nadie se lo ha dicho. Trepa los muros y olfatea a todos los animales que tenemos, parece estar descubriendo el mundo y sus rarezas. Es juguetón, hace levantar del nido a las gallinas por creerlas perezosas y arma un escándalo infernal de cacareos y protestas, se entrecruza entre las piernas de la vaca por el olor a leche, husmea todos los rincones del sendero; y, después, cansado, bebe el agua del río como si tuviera una sed enorme reunida desde el día en que nació. Parece que quisiera secar el río para encontrar la lengua del otro perro que asoma desde el fondo amenazante. — ¡Qué tonto eres, Carbón! Es tu sombra, tu propia sombra, la que asoma dentro del agua.

mismo que cuando los gavilanes en vuelo cruzan el cielo del corral. Las dos gallinas esponjadas y bravas cacarearon y toda la asamblea protestó contra el intruso: los pavos y los patos fueron los que más escándalo metieron. Lo reprendió severamente por haberlos levantado del nido tantas veces, como se reprende a los chicos malos pan que no vuelvan a cometer diabluras. —Mira —le dijo—. Debiera castigarte como mereces; pero como a la primera vez solo es una advertencia. No vuelvas a estorbar a las gallinas. Carbón, con las orejas gachas y el hocico bajo, como rumiando un dolor muy grande, fue a meterse debajo de mi cama como un pollito desvalido y no apareció hasta después del almuerzo, cuando fuimos por encargo de papá a buscarlo. Carbón ha quebrado ochenta cañas de maíz persiguiendo un zorrillo —dijo Justino, bajando la carga de sus hombros y poniéndola en tierra. Mis padres castigaron a Carbón, sentimos su aullido lastimero pidiendo protección. Saltamos de la cama como movidos por un terremoto. Desde la puerta, Pedro y yo miramos el drama. Nos dolía en el alma verlo castigado otra vez, tal vez sin culpa. — ¿Qué puede saber él de la importancia del maíz? ¡Tan chico! ¿Quién ha podido descubrirle el secreto que encierra el maíz para el hombre? Ni siquiera sabrá que se llama maíz y que se come. Carbón recibió el castigo con los ojos extrañamente largos, la mirada perdida entre nosotros y el plato de leche espumosa que hoy no le apetece. Mami dice: — Hoy mismo hay que hacerlo desaparecer antes de que los niños se levanten. — ¡Pobre Carbón! — grité, interponiéndome entre mi madre y Justino, que bien comprenden mi dolor. — Que no lo hagan desaparecer —dice Pedro. Echándose a los brazos de mi padre. — Tal vez piensa que no lo queremos, que está de más entre nosotros; pero no es cierto Pedro y yo lo queremos de verdad— agregó. Pobrecito, es mucho lo que sufre. Trato de acariciar al perro, mi madre me riñe. Justino nos consuela diciendo: — Es perrito chico, niños. Entiende todo, solo le falta hablar. Se le castiga para que aprenda. Me quejo. — Si hablara nos diría que todos somos unos malos, que extraña la casa de donde vino. Me mandan a la cama otra vez. Carbón hoy no jugará con nosotros. Será un día negro. Pero a nuestros ruegos se quedará en casa. Eso es lo que interesa. Desde mi exilio escribo una carta a mi maestra, llena de protestas. — ¡Qué raro! Me contesta lo mismo que dijo Justino. Maruja: — Me apena que estés castigada sin poder venir a la escuela. Pero debes saber que los perros son como los niños, les vamos enseñando a vivir poco a poco. Cuando grande, ya verás cómo Carbón es un hermoso Carbón respetable.

Tus padres tienen razón. ¡Tú sabes lo que valen ochenta cañas de maíz deshechas que no volverán a crecer? Es una gran pérdida para ellos y sobre todo para ti. ¿Has pensado en esto, hija mía? Es una gran pérdida para ti. En cambio, Carbón sigue vivo con su lección delante. El castigo que ha recibido es junto y no lo daña físicamente. ¿Está sin orejas? ¿Le falta la cola o un ojo? Ojalá, ambos, tú y Carbón, y el pequeño Pedro, hayan aprendido la lección. Espero verlos llegar mañana muy temprano. Pídeles perdona a tus padres. Cariñosamente. Tú maestra Margarita. Los sábados por la tarde vamos con Pedro al catecismo del pueblo. El señor cura es un anciano venerable, parece un santo que baja del altar para hablarnos. Nos reúne a todos los chicos como si reuniera y acallara vientos: ¡Pasen, pasen, pajaritos del Señor! Entramos como un torrente para ganar sitio en las tres únicas bancas de la iglesia. El resultado sería infernal si él no empezara solemnemente sus preguntas: — Chicos, ¿dónde está Dios?... ¡Silencio! Todo el coro repite: — Dios está en el cielo. En la Tierra y en todo lugar. — ¿Podemos ver a Dios?... Tú, más junto al otro chico; tú pasa aquí; y este en otro lugar. — No podemos ver a Dios porque es espíritu purísimo. — ¿Dios lo ve todo? ¡Arrímate! ¿No me has escuchado? — Si, Dios lo ve todo, aun nuestros propios pensamientos. Con este diálogo repetido dos veces, la clase queda muda escuchando al padre, en cuyas manos sarmentosas el rosario parece tardar mucho en llegar al cielo. — Dios nos está mirando. Te voy a colocar delante —dice cada vez que alguien se descompone, empuja o pellizca y to pone de golpe, solo, de rodillas delante del altar para que sea mirado más; intensamente por el Señor. Este castigo es terrible. Nos encarruja el alma. Pero cada tarde hay por lo menos tres chicos castigados. Al final salimos cantando para no romper la disciplina. Con un caramelo en la mano y la verdad del catecismo alumbrando nuestras almas. En el altar de en medio está la Virgencita del Pilar. La Mama Linda, como le dice el pueblo. La gente dice que está viva, que ha hablado con los pobres muchas veces y que gasta zapatos en las noches caminando los rastrojos de las granjas y las chacras. Lo sabe el santo cura, lo sabe el zapatero, que por devoción le compone los zapatos, y doña Paula, que asegura haber sentido sus manitas tibias al momento de ponerle ropa nueva para su fiesta. En el altar. Tiene siempre bajo sus plantas flores silvestres y velas encendidas. Ella nos mira con sus ojazos negros y su boca sonrosada, como sonriéndonos. Pero Carbón no entiende de estas cosas. Se trepó al altar en un descuido mientras el señor cura predicaba acerca del infierno y ¡zas! echó por tierra velas y floreros.

Justino encendió la hojarasca y gritó: — ¿Niños, no se muevan de allí! Pedro empezó a llorar y tenía nauseas del susto. No podíamos bajar. Mi mama nos mantenía vigilados a distancia con mil promesas y mil súplicas: — ¡No se muevan, por favor! ¡Solo un ratito! Cuida a tu hermano. Han de quemar las ramas... Carbón, como siempre, se metió de novelero y salió de allí hecho un asco: el pelaje chamuscado, oliendo a quemado y con una cara de susto que daba risa. Después del humo y del incendio, Justino vino a rescatarnos. — Eran serpientes, culebras. La culebra es el diablo qué engañó a nuestra madre Eva en el paraíso. Las hemos quemado a todas. Mamá nos hace señas para no replicarle. Es cierto —dijo, cuando estuvimos a su lado—. Justino aprendió esto de niño y esa verdad guía su vida. ¿No es así, Justino? — Así es, mamita —contestó el hombre satisfecho de ver que entre las cenizas estaban calcinadas las culebras. Más tarde, al llevarnos a casa, Pedro abrazado del cuello de mamá, decía: —¡Ya no hay Más diablos, mamá? ¿Ya los han quemado a todos? — Así es —le contestó, y volteada hacia nosotros dijo—: Claro que siguen ardiendo en el infierno. Nos reímos. Ya se fueron las lluvias y más bien se siente un frío intenso. El agua esta heladita y el estanque de los patos amanece como una fantasía de espejos con la escarcha. ¡Cómo ha cambiado el tiempo! Con este frío, Justino y mi padre frecuentan el campo más temprano para ganar al sol y riegan más tarde cuando el sol se ha puesto. Me da pena ver a mi padre con los labios partidos y la bufanda al cuello, las manos enrojecidas y deformes a causa del frío, arrastrando el agua con su lampa. Mi mamá le dice siempre: — ¡Pero, Pedro, por Dios! Si tienes a quien mandar. ¿Por qué no dices a los muchachos que lo hagan? Para eso se les paga. Mi padre le responde dulcemente: El campo es nuestro, no lo olvides, Teresa. El campo es nuestro y debemos tratarlo como cosa nuestra. Es un hombre como pocos, el patrón —oigo decir de mi padre cuando paso. Todos le guardan un gran respeto a causa de su rectitud, justicia y humano proceder. Cuando le piden algo, nunca lo niega si se trata de una causa justa o digna. Mi madre es también muy laboriosa. Nos ha tejido chompas gruesas para el frío y ha puesto en las camas más frazadas. También Carbón tiene una manta más. Hay más leña amontonada en la cocina y todo el día el humo de la chimenea nos hace saber que la casa está tibia, que dentro está mamá esperándonos. Alimentando no sólo

con leña el fuego del hogar sino, y sobre todo, con ese amor infinito que nos hace sentir felices al estar junto a ella. Cuando mi padre invita después del almuerzo: "Pedro, Maruja, vamos al molino", Carbón se coloca junto a Pedro y camina a su lado como si fuera una sola persona; hasta parecen hermanos, por los cabellos. Pedro los tiene tan negros y sedosos como los de mi padre. En cambio dicen que yo me parezco a mi mamá por los cabellos y los ojos claros, la naricilla respingada y su sonrisa. Un día de fiestas patrias, cuando marchaba junto a la bandera en el desfile, oí decir: "Ahí va doña Teresa, marchando en los pies y el tamaño de esa niña". Yo feliz de parecerme a mi mamá. Y papá feliz de que Pedro se le parezca. Carbón, ¿a quién te pareces tú, a tu papá o a tu mamá? Carbón ha cumplido tres meses con nosotros y ya sabe sus deberes: — Se levanta temprano y viene a saludamos. — Come toda su comida. — Cuida a las gallinas desde lejos, ya no las levanta del nido. Y cuando encuentra huevos de perdices o gallinas, los lleva en la boca y se los entrega a mamá. — Cuando sale con nosotros siempre lleva algo en la boca, la canasta de compras, la soga, los libros y cuadernos, con ese aire de superioridad con que camina: el cuerpo erguido, de movimientos armoniosos, la cabeza en alto, las orejas pegadas hacia atrás y el hocico custodiando algo. — Recoge los periódicos y el correo. — Ya no se mete dentro del maizal a perseguir zorrillos; los mira, ladrando, cruzar el campo. Se acuerda de que perdería. No tiene miedo al agua fría. Cuando lo bañamos tirita, se encoge, pero no nos muerde; le gusta estar fachoso, bien peinado. Los domingos le ponemos un collar de flores en el cuello. — Sabe sentarse junto a la silla de mi padre con las patitas delanteras levantadas mientras almorzamos. Mi padre dice, frotándole el lomo: "Carbón, has progresado mucho, mereces un premio". ROSA CERNA GUARDIA