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Crisis epocal de problemáticas del desarrollo humano, Apuntes de Gestión del Conocimiento

Crisis epocal del desarrollo humano

Tipo: Apuntes

2024/2025

Subido el 15/04/2025

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34 | Crisis Epocal y Republicanismo Popular
Hay tres relaciones que poseen carácter tensional y que debe
considerar un pensamiento republicano y popular en la
época presente: la relación entre el Estado central y el terri-
torio; entre el Estado y la sociedad civil; entre el Estado y el
mercado. Es menester atender a ellas pues, a la vez que son
fundamentales para una configuración política en la cual el
poder esté dividido y el pueblo integrado consigo mismo y
con el territorio, ellas se hallan actualmente en crisis27.
1. Tensión Estado central-territorio:
Regionalismo político
El ser humano se despliega en el espacio y esa espacialidad,
en su caso, es terrestre (se dirige al aire y a navegar, pero
desde tierra firme). La consideración del territorio en sus
sentidos fundamentales, esto es, como asiento estable, como
fuente nutricia y como un todo vital estético o paisaje, es
una tarea eminente de la política. De las maneras en las
que se organice el territorio dependen las posibilidades del
pueblo y los individuos que lo conforman de desplegarse o
frustrarse: si en ciudades hacinadas, estrechas, segregadas o
si en ciudades integradas al paisaje y con espacios amplios
y a escala humana; si según un centralismo exacerbado que
abandona a las regiones o si con una institucionalidad que
dote de poder y recursos a los territorios.
III. Tres áreas de recomposición
de la República
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| Crisis Epocal y Republicanismo Popular

Hay tres relaciones que poseen carácter tensional y que debe considerar un pensamiento republicano y popular en la época presente: la relación entre el Estado central y el terri- torio; entre el Estado y la sociedad civil; entre el Estado y el mercado. Es menester atender a ellas pues, a la vez que son fundamentales para una configuración política en la cual el poder esté dividido y el pueblo integrado consigo mismo y con el territorio, ellas se hallan actualmente en crisis^27.

1. Tensión E!ado central-territorio:

Regionalismo político

El ser humano se despliega en el espacio y esa espacialidad, en su caso, es terrestre (se dirige al aire y a navegar, pero desde tierra firme). La consideración del territorio en sus sentidos fundamentales, esto es, como asiento estable, como fuente nutricia y como un todo vital estético o paisaje, es una tarea eminente de la política. De las maneras en las que se organice el territorio dependen las posibilidades del pueblo y los individuos que lo conforman de desplegarse o frustrarse: si en ciudades hacinadas, estrechas, segregadas o si en ciudades integradas al paisaje y con espacios amplios y a escala humana; si según un centralismo exacerbado que abandona a las regiones o si con una institucionalidad que dote de poder y recursos a los territorios.

III. Tres áreas de recomposición

de la República

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El territorio le brinda al grupo humano y al Estado base firme, recursos naturales y orientación; el Estado, de su lado, le otorga al territorio conformación y una cierta fijeza. Efec- tuada la toma de la tierra, son distintas las maneras en las cuales ella admite ser tratada. Ya instalado el grupo humano y constituida la organización política, el Estado puede tender a someter la tierra, a abandonarla o considerar, en cambio, su significado y atender a las articulaciones que van surgiendo de la relación del pueblo con el paisaje. Puesto que de esas articulaciones pende también la plenitud o frustración de la vida humana, el Estado queda puesto ante la exigencia de favorecer articulaciones adecuadas a esa plenitud.

El actual centralismo nacional introduce una despropor- ción severa en la relación del pueblo con el territorio y es fuente de graves males que están, junto a otros problemas, en la base de la crisis por la que atravesamos. Fue el Me- tro de Santiago el atacado sin piedad y sin que alguien lo defendiese; fueron el Parque Bustamante, la Plaza Baque- dano, la Plaza Ñuñoa los ocupados. Tras esas acciones late también un motivo territorial. Aquellos males se refieren, como hemos visto, eminentemente al hacinamiento, la ar- tificialidad y la segregación de la vida en la capital desbor- dada, así como al abandono de las regiones, que acumulan problemas sin solución a la vista.

Se hace necesario volver a pensar al territorio y la institu- cionalidad territorial: la relación del Estado central con la geografía del país.

Territorios y Estado central pueden, a la vez, frenarse y apoyarse recíprocamente. Ellos deben ser considerados

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| Hugo Herrera

estatal, de diversas maneras. La relación con la tierra incidió decisivamente en la historia nacional, brindándole al país impulsos colosales; piénsese, por ejemplo, en la importan- cia de la minería en el norte y la de la agricultura en el valle central. Diversos autores han reparado en la influencia del paisaje en la mentalidad popular^28. El despliegue armonioso del elemento humano por el territorio elimina o reduce los graves males a los que conduce el centralismo, tanto en la capital nacional, hacinada y segregada, cuanto en las pre- teridas provincias. Ese despliegue favorece un desenvolvi- miento social, cultural y económico del país en su conjun- to, más espaciado y proporcionado. Un pueblo integrado al paisaje, dotado de espacios suficientes y estéticamente sig- nificativos, en los cuales estar y encontrarse habitualmente con los otros, permite a sus miembros vivir sus vidas con mayor naturalidad y éstas volverse más plenas. Además, es esperable que allí los ciudadanos sean más colaborativos, en el sentido de mejor habituados y dispuestos a un trato cordial con los demás.

La integración al paisaje y una vida con espacios adecua- dos favorecen una sociedad civil vigorosa. En la época del avance de las redes virtuales –de una dimensión, muchas veces, de disputas entre interlocutores sin rostro, un mun- do de jugadas en series diseñadas con anterioridad por los programadores, una esfera de relaciones veloces y leves– el contacto con la tierra y el paisaje, así como las posibili- dades de encuentro inmediato con el otro, que facilitan espacios amplios y amigables, son maneras de compensar eficazmente los efectos de la mediatización de las redes. Las políticas de la tierra y el regionalismo político son significa- tivos para el fortalecimiento de los vínculos comunitarios.

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La tierra, especialmente los ámbitos de encuentro no sujetos a racionalidades como la laboral o la deliberativa –parques, plazas, vecindarios, costaneras, playas, centros deportivos– son campos privilegiados de experiencias de sentido. De su vitalidad sería esperable incluso una sociedad civil renova- da: redes reales de caminantes, lectores, amigos-ciudadanos, amigos-vecinos, que habitualmente se encontrasen en esos espacios comunes. Las organizaciones vecinales y comu- nitarias requieren contar con los lugares de instalación y del estar en común suficientes. La existencia de barrios am- plios, de contextos espaciados para la cultura y el deporte, de ámbitos de encuentro paisano y habitual entre los con- ciudadanos, dependen, a su vez, en una medida fundamen- tal, de una institucionalidad que lleve adelante políticas del territorio y fomente un desenvolvimiento proporcionado del pueblo por el paisaje.

Ese desenvolvimiento proporcionado facilita también el despliegue más adecuado de la actividad económica. La cercanía y conexión vital con los elementos influye en su correcto uso. En la medida en que el regionalismo políti- co favorece la integración de pueblo y paisaje, él posibilita un trato cotidiano del grupo humano con sus recursos, así como la imaginación y la proyección, dotadas de un saber concreto, de nuevas formas de aprovechamiento producti- vo de ellos, más comprometidas, además, con el entorno en el que habitan quienes las conciben.

Se hace necesario avanzar hacia un regionalismo político , que opere en varios sentidos. Deben conformarse macro-re- giones (cuatro, cinco), dotadas de competencias políticas, con gobernadores elegidos y un cuerpo regulador regional.

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aisladas , especialmente en el sur austral, y abrir esas zonas así conectadas a la colonización. Además, se vuelve urgente la instauración de un sistema nacional de irrigación , que provea al país de agua suficiente, acabe con la sequía del Valle Cen- tral y el Norte Chico, y permita regar y hacer producir al desierto e incorporarlo efectivamente a la vida del territorio.

Se hace exigible considerar aquí, también, una política inte- gral referida a los espacios de encuentro no laborales ni de decisión política, los que cabe llamar espacios públicos no deli- berativos , y que incluyen, como hemos visto: playas, parques, vecindarios, plazas, costaneras, centros deportivos; además: sistemas de transporte colectivo como el Metro y el tren; lugares culturales como teatros y cines, bibliotecas y museos; hipódromos, estadios, veredas, lagunas, piscinas. La lista es meramente enunciativa: esos espacios son tan variados como pueden serlo las maneras del estar juntos de los huma- nos fuera del domicilio, de los espacios racionalizados del trabajo y de la asamblea política. Puede tratarse de ámbitos cuya propiedad sea privada, incluso de acceso pagado. Un circo, un estadio, una reserva natural, un parque al cuidado de privados son espacios públicos no deliberativos. Basta que la entrada sea abierta a todos en igualdad de condiciones y, cuando haya precio, que éste resulte fácilmente pagable.

Este tipo de espacialidad es muy significativa para la vida social. Su consideración conjunta debe ser asunto fundamen- tal de colaboraciones público-privadas y de la política. Esa espacialidad vuelve posible el concurrir con otros, hallarse uno paisanamente con ellos y de manera habitual, sin que exista, empero, la presión laboral del rendimiento o la exi- gencia política de la justificación. Estos espacios no inducen

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a la división. Tampoco cansan, pues no ponen presión, de modo que la estadía en ellos puede prolongarse. Permiten un estar juntos que simplemente reúne de manera espacial, reúne dando espacio; que acostumbra, de ese modo, a la confianza, a la colaboración, a tomar parte en actividades y modos de interacción que propenden al despliegue de algún aspecto de la vida humana o de varios. Dado, además, que muchas de estas conformaciones adquieren carácter simbó- lico (piénsese en el papel del tren durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX, o en el de las celebra- ciones de la religiosidad popular), ellas logran captar masi- vamente voluntades y dejar con facilidad trazos colectivos en los ánimos, de tal suerte que pueden volverse factor de unidad regional o nacional. Condición fundamental de la eficacia de esta espacialidad es su amplitud. Cuando se trata de eventos de pocos días –fiestas, procesiones, desfiles, etc.–, se necesitan grandes explanadas o rutas anchas o estadios de tribunas suficientes, todo eso sin perjuicio de que la aglo- meración es inevitable y, al revés, inherente al evento. En cambio, en el caso de actividades cotidianas o de largas ex- tensiones de tiempo, se requiere que los espacios no se vuel- van opresivos, estreñidos, congestionados, campo de em- pujones, transpiración, aglomeración y sofocamiento. Han de ser capaces de romper el hacinamiento: plazas grandes de árboles altos y frondosos; avenidas y costaneras anchas; playas de fáciles accesos, que faciliten un esparcimiento por ellas; sistemas de transporte que, además de eficaces, sean razonablemente holgados.

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De manera parecida a como el Estado y el territorio están en relaciones mutuas, el Estado y la sociedad civil también están vinculados uno con otra. Ellos, por un lado, pueden limitarse respectivamente. Una sociedad civil vital es más consciente de sus prerrogativas y lúcida respecto de los abu- sos del poder político. Debe añadirse que una sociedad civil vital es, asimismo, un factor decisivo de control del mer- cado y los excesos de los económicamente poderosos. Las organizaciones sindicales, de consumidores, de vecinos, las iglesias, los partidos políticos, son capaces –si están dotados de vigor– de operar como contención formidable frente a los eventuales atropellos del poder. A su vez, el Estado puede contribuir a ordenar el desenvolvimiento de las organizacio- nes de la sociedad civil, regulando los eventuales abusos en el interior de ellas (sobre mujeres, niños, ancianos, personas con capacidades diferentes, miembros de minorías); también los abusos de las agrupaciones más grandes o poderosas res- pecto de las más pequeñas o frágiles.

Estado y sociedad civil se vinculan además en la medida en que pueden fortalecerse recíprocamente. Aunque de la ac- ción del Estado no depende el surgimiento mismo de la vida social y cultural de un pueblo, esa acción sí influye en las condiciones que la favorecen: en la producción de los con- textos jurídicos y la provisión de los recursos propicios para el despliegue de las comunidades. La historia nacional es muestra elocuente de la fecundidad que puede alcanzar esta colaboración. La fundación de institutos educativos escola- res y superiores fue, a lo largo de los siglos XIX y XX, uno de los factores generadores de elementos sociales instruidos y pilar del despliegue cultural, político y económico del país^30.

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Por su parte, de la vitalidad y excelencia de la sociedad civil depende la vitalidad y excelencia del Estado. El estar con otros en los cuales se confía, en la medida en que se com- parte habitualmente con ellos en contextos comunitarios, es fuente de experiencias intensas de sentido. La cercanía comunitaria entre los individuos propicia las vivencias afec- tivas y de pertenencia, así como de despliegue intelectual y estético, lo que redunda en ciudadanos emocional, estética e intelectualmente dotados. La cercanía con el otro se vuel- ve especialmente significativa –tal como la cercanía con el paisaje– en la época de la racionalización y mediatización crecientes de la vida. El estar junto a otros, junto a otras interioridades, en vínculos comunitarios, aumenta, además, la seguridad y el poder de los individuos ante los poderes del mundo. El Estado depende, también, de la vida comu- nitaria que ocurre en las agrupaciones intermedias porque es esa vida la que produce formas estables de pensar y sentir sobre las cuales descansa cualquier esfuerzo nacional a gran escala, sea cultural, social, defensivo o productivo^31.

Se ha de fomentar la solidaridad nacional : que la acción política, respetando su esfera respectiva de autonomía, es- timule y fortalezca las diversas agrupaciones de la sociedad civil, especialmente las que favorecen vínculos de afecto, integración y pertenencia, como los vecindarios, las fami- lias (y los roles equitativos de las parejas), las iglesias, los sindicatos, las escuelas^32. Esta labor del Estado incluye el cuidado jurídico de las agrupaciones, de tal manera que puedan conformarse adecuadamente. Asimismo, el respal- do y una política general de fomento a los espacios públicos no deliberativos, que los considere conjunta y no disgrega- damente. Estamos aquí ante una totalidad que trasciende

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alcance productivo, como la educación, la investigación, el fomento de la producción, en las cuales la colaboración entre ambos centros de poder social es del mayor signifi- cado. El crecimiento económico es relevante para mejorar el bienestar de la totalidad. Si bien él no asegura por sí solo la caída de la desigualdad, es una condición necesaria para que la desigualdad pueda disminuir en un ambiente de estabilidad institucional. Por lo tanto, el Estado debe preocuparse de asegurar la sostenibilidad del crecimiento a largo plazo, al mismo tiempo que debe estructurar el gasto social de manera de fomentar la salida de la pobreza. Sin asumir necesariamente la ejecución de las labores producti- vas, el Estado ha de tomar sobre sí, cuanto menos, las tareas de fomento de la producción y apoyo a la educación y a la investigación aplicada.

Estado y mercado se hallan en crisis. Esa crisis es tanto de eficacia como de legitimidad. La crisis de legitimidad del Estado consiste en su incapacidad de producir reconoci- miento político y, antes que eso, de brindar cauce institucio- nal de expresión y despliegue a las capacidades, tendencias y anhelos populares. A esa crisis contribuyen, como se ha dicho, discursos estreñidos y élites devenidas oligárquicas, pero también un Estado que viene careciendo de la confor- mación y las fuerzas requeridas para cumplir con eficacia sus funciones. Consta una falta de competencias suficientes en los cuadros de algunas reparticiones y la ausencia de una carrera funcionaria que las favorezca decisivamente; una or- ganización que en varios aspectos es vetusta; procedimien- tos obsoletos; un rigorismo centralista exacerbado.

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El mercado pasa también por una crisis de legitimidad, la cual cabe radicar, en parte, en los casos de abusos conocidos y reiterados, la falta de capacidad comprensiva suficiente en algunas dirigencias empresariales, el predominio de formas anónimas o concentradas de la propiedad, la ausencia de trabajadores en el gobierno de las empresas y de formas colaborativas de propiedad (cooperativismo^33 ). En la crisis incide también y de manera relevante un estancamiento de largo aliento de la productividad de la economía nacional, el cual compromete masivamente las expectativas de bienes- tar material de todos.

Hemos notado que, en un contexto de alto desarrollo tec- nológico, la división del poder entre el Estado y el mercado, a la vez que la división del poder al interior del Estado y al interior del mercado, son condición de la libertad social e individual. La existencia de una esfera civil fuerte apoyada en el poder económico mercantil permite un campo de re- cursos a resguardo del poder estatal, evitar la concentración del poder económico y el político en manos del Estado, y el riesgo de esa concentración para la libertad. Por su par- te, un Estado fuerte limita el poder de los económicamente poderosos y sus posibles abusos. Él es necesario, asimismo, para erradicar la violencia privada: el narcotráfico, el crimen organizado. Ese Estado fuerte es condición, además, de un sistema político dotado del poder requerido para conducir los destinos del país como conjunto o unidad, también para incidir en la conformación de su economía y en las maneras en las que se redistribuye la riqueza y apoya a los más po- bres. El equilibrio de poderes entre el Estado y el mercado permite suspender las dinámicas eventualmente dañinas u opresivas que imponen sus respectivas racionalidades sobre

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a coordinar esos dos centros de poder social en las tareas mayores de la educación y el fomento productivo. Todo esto exige, entre otras iniciativas: una reforma al Estado, que establezca una burocracia profesional dotada de una ca- rrera funcionaria clara e igualitaria, que asegure dotaciones aptas e imparciales, provistas de un ethos funcionario robus- to; una redefinición general de funciones y poderes de los organismos públicos dirigida a flexibilizar y fortalecer sus capacidades operativas; un regionalismo político que acer- que los territorios y las autoridades con el poder suficiente.

Asimismo, tal republicanismo colaborativo debe impulsar una reforma al mercado, que avance en el fortalecimiento de la competencia, en la prevención y persecución de los abusos (los “delitos de cuello y corbata”), en la igualación de mujeres y hombres, en el control de los monopolios y oligopolios. El funcionamiento del mercado, como factor de división del poder social y modo de organización eficaz de la producción, exige reglas simples, claras y aplicables a todos. Esas reglas son requeridas para que él se transforme en un coordinador adecuado de la actividad económica y eficiente asignador de recursos. Esas condiciones han de definirse desde una perspectiva política , para hacer del mer- cado un espacio de interacción que contribuya al despliegue social y no un lugar donde se favorezca la concentración del poder en desmedro de la libertad. Un mercado con re- glas simples y entendidas por todos hace además visibles las malas prácticas, facilitando el control social y penal de ellas.

Es menester, además, generar mecanismos que favorezcan las colaboraciones público-privadas que se han de desenca- denar para modificar decisivamente el estancamiento de la

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productividad de largo aliento que se aprecia en el país. Las grandes tareas de irrigación en las zonas central y norte, de conectividad en las zonas sur y austral, de redefinición de la institucionalidad territorial, y que son, a su vez, condi- ciones de un despliegue productivo nacional, exigen coope- raciones de ambos ámbitos de poder^34.

Ellas también son requeridas por una reforma que eleve los niveles de nuestro sistema escolar y reduzca las graves desigualdades que se constatan en él.

De la acción conjunta del mercado y el Estado depende, además, una política nacional dirigida a la ampliación y fortalecimiento de los ámbitos públicos no deliberativos, los espacios comunes necesarios para volver efectivo el en- cuentro habitual y paisano entre los ciudadanos, entre ellos y su entorno natural, el ambiente donde nacen los vínculos comunitarios y la confianza^35.