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Este documento ofrece una visión general de la evolución del Derecho Constitucional en España, desde su concepción histórica hasta la concepción normativa. El texto explica cómo el Derecho Constitucional ha sido una disciplina debatida y evolutiva en nuestra historia, desde su primeros inicios hasta convertirse en una ciencia fundamentalmente jurídica. El documento también aborda la importancia de la Constitución normativa en el marco del Estado Constitucional, y cómo las normas constitucionales se relacionan con otras ramas del Derecho.
Qué aprenderás
Tipo: Apuntes
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I. Planteamiento (conjunto normativo y saber jurídico) II. Breve recorrido histórico III. Situación actual: el objeto del Derecho Constitucional como saber jurídico (su especificidad). El Derecho Constitucional como parte del Derecho Público. IV. Derecho Constitucional y Estado Constitucional V. Derecho Constitucional y Constitución V.1.Concepción histórica V.2.Concepción sociológica V.3.Concepción jurídico-material V.4.La concepción normativa I. PLANTEAMIENTO (CONJUNTO NORMATIVO Y SABER JURÍDICO) Con la expresión Derecho Constitucional puede aludirse, al igual que ocurre con cualquier otra rama del Derecho, tanto a un conjunto normativo (que constituiría el ordenamiento jurídico constitucional), como a un saber, la ciencia o disciplina del Derecho Constitucional, que tiene como objeto de estudio precisamente esa parte del ordenamiento jurídico. No cabe duda de que ambas dimensiones están estrechamente vinculadas y que la comprensión de lo que sea el Derecho Constitucional como rama del ordenamiento condiciona de forma clara lo que deba entenderse por Derecho Constitucional como saber científico. En este sentido, el Derecho Constitucional se considera hoy, por supuesto, una disciplina jurídica, pero en España esto es sólo así, con toda claridad, desde la entrada en vigor de la Constitución de 1978. Hasta ese momento, el Derecho Constitucional ha tenido entre nosotros una trayectoria endeble, azarosa, reflejo de los avatares de nuestra propia historia constitucional: El Estado Constitucional, como forma jurídica de organización de la convivencia social, cuya razón de ser es la salvaguarda de la libertad individual, surge como experiencia histórica en la Europa continental a finales del siglo XVIII y evoluciona desde entonces hasta convertirse en lo que es hoy (el Estado Social y democrático de Derecho). Pues bien, en España, el Estado Constitucional, durante todo el siglo XIX y buena parte del XX, arraiga mal (peor, en todo caso, que en otros países de nuestro entorno) y sufre incluso largos paréntesis en los que es rechazado y sustituido por otras formas, autoritarias, de concebir y ejercer el poder político. La manifestación más elocuente de la inestabilidad a la que se alude es la profusión de Constituciones, sustituidas a golpe de pronunciamientos militares (nuestro siglo XIX se resume en la fórmula «cada partido una Constitución y un general para imponerla»). No es este el momento de analizar en profundidad las causas del fracaso (o del pobre balance) del constitucionalismo como proyecto de racionalización y limitación del poder político entre nosotros. Baste sólo con recordar, como causa primera, la ausencia de una verdadera revolución burguesa y las dificultades con las que, como consecuencia de ello, se encontró la ideología liberal, ilustrada, para echar firmes raíces en la sociedad española. El caso es que estas peculiares condiciones históricas no favorecieron precisamente la consolidación científica de lo que llamamos Derecho Constitucional. I I. BREVE RECORRIDO HISTÓRICO El Derecho Constitucional nace en España con la Constitución de Cádiz de 1812, vinculado, pues, como en otros países, al movimiento liberal. Este texto constitucional fue uno de los primeros y más relevantes e influyentes del mundo en su momento: bajo la influencia francesa –pero con aportaciones propias– se
diseñaba un régimen constitucional que establecía la limitación de los poderes del Rey y la afirmación de la soberanía nacional. Fue un comienzo prometedor. Un artículo de esa Constitución, el 368, establecía el «deber de explicar la Constitución política de la Monarquía en todas las Universidades y Centros donde se enseñasen ciencias eclesiásticas y políticas». En algunas Universidades (Valencia y Madrid) se pone en marcha el proceso para la creación de Cátedras de Derecho Político y Constitucional, pero se trataba más de una enseñanza de moral pública, de «catequesis política», que de una auténtica ciencia de Derecho Constitucional. Con el regreso de Fernando VII, se echa por tierra la Constitución de Cádiz (y con ello nuestro incipiente Estado Constitucional), reimplantándose el absolutismo monárquico. Durante el Trienio Liberal, el plan de estudios de 1821 introdujo la asignatura de «Derecho Público Constitucional» en las Facultades de Jurisprudencia. De ese año es la primera publicación académica, las Lecciones de Ramón de Salas, profesor de la Universidad de Salamanca. Con el regreso definitivo de Fernando VII, en 1824, se proscribe el estudio de las doctrinas constitucionales, a las que se considera subversivas, y se empuja al exilio a algunos de sus cultivadores. A partir de entonces, la expresión «Derecho Constitucional» se pierde. Se reemplaza, primero, por la de «Derecho público» (a partir de 1835, se enseña con tal denominación en las Universidades), y desde 1857 se generalizará la expresión Derecho Político, que se presenta como una teoría abstracta, especulativa, sobre el Estado y las formas de organización política en general. Se configura más como un saber filosófico e histórico que como ciencia jurídica, porque a las Constituciones no se les reconocía entonces (ni en España, ni en el resto de Europa) valor normativo: se las consideraba declaraciones políticas solemnes, programáticas, sin verdadera fuerza jurídica de obligar. En esta época (siglo XIX, primera parte del XX) el Derecho Público por antonomasia era el Derecho Administrativo, mucho más estable (de ahí la conocida afirmación de Otto Mayer: «el Derecho Constitucional pasa, el Derecho Administrativo permanece»). En el siglo XX, asistimos en España, durante la II República, a un intento de recuperación y actualización histórica del Estado Constitucional, que vendrá de la mano de la primera Constitución normativa de nuestra Historia, la de 1931, pero que fue un intento efímero, tan fugaz y accidentado que no permitió la consolidación de una doctrina o ciencia moderna del Derecho Constitucional. El régimen franquista, impuesto por las armas tras la Guerra Civil, era completamente opuesto a la filosofía del Estado Constitucional: ausencia de libertades, concentración del poder en la figura del Jefe del Estado, y carencia, por supuesto, de una verdadera Constitución (que, como norma, sólo tiene sentido para asegurar la soberanía del pueblo y la limitación del poder político). Se confirmará entonces la concepción del Derecho Político como una disciplina no propiamente jurídica, que estudia la realidad política desde perspectivas muy diversas (sociológicas, filosóficas, históricas, comparada...), una especie de cajón de sastre sin una identidad científica definida (y que evita, desde luego, por razones obvias, el estudio crítico de la organización política vigente).
medida en que nuestra Constitución se inserta además en un sistema transnacional de categorías comunes). Otra especificidad de las normas constitucionales radica en el hecho de que nacen directamente en la realidad política y se proyectan luego sobre ella, lo que implica que este tipo de normas no plantean sólo problemas de validez (de corrección técnica), sino también de legitimidad, esto es, de justificación conforme a principios o valores políticos en el sentido amplio del término. Como ha dicho A. Garrorena, las otras ramas del Derecho apoyan todavía su espalda en la previa consistencia de una Constitución más o menos estable, y la Constitución, en cambio, reposa directamente sobre esa realidad que fluye. Esta politicidad inevitable de las normas constitucionales explica también la necesidad de utilizar métodos de análisis distintos del estrictamente jurídico. El Derecho Constitucional no se agota en lo descriptivo, está abierto a la crítica. Ahora bien, no debemos perder de vista en ningún momento que estamos ante una disciplina jurídica. Geoffrey Marshall, un constitucionalista británico, dijo que «... el jurista (el constitucionalista) suele verse en la necesidad de cruzar, pero no de difuminar, la frontera entre el Derecho y la política». El Derecho Constitucional como parte del Derecho público. Aun teniendo en cuenta la unidad básica del ‘ordenamiento jurídico’ (como conjunto de normas vigentes en una determinada entidad territorial y en un momento dado, articuladas conforme a unos principios y criterios que rigen su aplicación), ha sido habitual clasificar las distintas disciplinas jurídicas, atendiendo a su contenido, en dos grandes grupos: de Derecho público y de Derecho privado. Se han propuesto muchas caracterizaciones diferenciales, desde aquella que hiciera el jurista romano Ulpiano: ‘Derecho público es el que atañe al gobierno de la República, privado el que vela por los intereses particulares, pues hay cosas de utilidad pública y otras de interés privado’. Aquí nos bastaría con considerar que las normas de Derecho público son las que regulan la actividad de los poderes del Estado, lo que incluye las relaciones de estos poderes entre sí y con los ciudadanos (Derecho Administrativo, Penal, Procesal, Fiscal...); y las de Derecho privado las que regulan las relaciones entre ciudadanos, cuando actúan como tales, esgrimiendo intereses particulares (Derecho Civil, Mercantil, Laboral...). La diferencia más relevante entre ambos sectores normativos es que en el primer caso estaremos, normalmente, en presencia de normas de ius cogens , de contenido obligatorio (que no dejan a sus destinatarios la posibilidad de aplicarlas o no), mientras que en el segundo lo característico son las normas dispositivas ( ius dispositivum ), que permiten a sus destinatarios acordar el contenido concreto de sus relaciones jurídicas conforme al principio de autonomía de la voluntad. Dicho esto, es evidente que el Derecho Constitucional (que regula la actividad de los órganos constitucionales y los derechos fundamentales de los ciudadanos) forma parte del Derecho Público.
Así es, una vez afirmada la plena condición normativa de la Constitución, algo que en Europa sólo se generalizará después de la II Guerra Mundial. A partir de ese momento, ya no podrá decirse que mientras “el Derecho Constitucional pasa, el Derecho Administrativo permanece” (conocida frase de Otto Mayer, un administrativista alemán nacido a mediados del S. XIX). Además, cabe indicar que el Derecho Constitucional se sitúa a la cabeza del Derecho público en cuanto contiene reglas y principios que afectan a las demás ramas jurídicas que pertenecen al mismo. Un radio de acción que se extiende incluso a todos los sectores del Ordenamiento, pues la Constitución no se limita a recoger un estatuto del Poder (y de las relaciones entre éste y los ciudadanos), sino que se pronuncia como norma sobre las grandes ideas de ordenación de la vida social, por lo que incide también sobre el Derecho privado (nuestro Derecho civil, por ejemplo, no se puede construir y entender al margen de las normas constitucionales sobre propiedad privada o sobre la familia o sobre el principio de igualdad...). Se ha dicho, en este sentido, que en la Constitución se hallan los principios generales de todas las ramas del derecho, además de los principios generales relativos a la formación del derecho mismo (el ‘sistema de fuentes’)
El Estado Constitucional es el marco en el que el Derecho Constitucional se desenvuelve. Es, como se ha anticipado, una forma jurídica de organización de la convivencia social cuyo objetivo, cuya razón de ser, es la salvaguarda de la libertad individual. Toda forma de Estado se sirve del Derecho para regular la convivencia, pero no todo Estado tiene por finalidad la garantía de la libertad. Esta es, pues, su seña de identidad. ¿Y qué entendemos por libertad en Derecho Constitucional? Nosotros partimos de una idea convencional de la libertad, entendida como la capacidad del ciudadano para autodeterminarse. Y los diferentes ámbitos o esferas en que esa capacidad se despliega, los derechos fundamentales, nos indican cuál es la libertad, las libertades, relevantes para el Derecho Constitucional y para la forma de Estado que se articula instrumentalmente en torno a ellas. Para el Derecho Constitucional, la libertad interesa no tanto como libre arbitrio, sino como «libertad civil» (J.S. Mill), esto es, «la lucha entre la libertad y la autoridad» o, en otras palabras, del mismo autor (en su conocido libro Sobre la libertad –1859–), interesa sobre todo «la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítimamente la sociedad sobre el individuo». El Estado Constitucional es un producto histórico. Nace con las revoluciones burguesas y evoluciona hasta nuestros días. Si su seña de identidad se mantiene, y es lo que le confiere continuidad, ¿en qué ha consistido entonces esa evolución?: precisamente, en cómo ha ido entendiendo el Estado, el poder político organizado, su actitud hacia la libertad individual, su compromiso con ella. Simplificando, podemos distinguir en este sentido tres momentos sucesivos. (1) Tendremos ocasión de ver cómo en una primera fase del Estado Constitucional, la que coincide con el auge del liberalismo (finales del siglo XVIII, primera mitad del XIX), se considera que la libertad habría de salvaguardarse, fundamentalmente, limitando la acción del poder sobre la conducta de los
«real», de Constitución política o de Constitución normativa, de Constitución material o de Constitución formal… Caben, en definitiva, muchas tipologías. A nosotros nos interesa sobre todo, como es obvio, partir de una concepción de Constitución que resulte útil para entender la Constitución española vigente, que es la Constitución de un Estado Constitucional. Esa concepción es la concepción «normativa» (se la podría llamar de muchas otras maneras: racional-normativa, formal, garantista…). Antes de analizarla, vamos a pasar brevemente revista a otras formas de entender la Constitución que podemos agrupar bajo la rúbrica genérica de «conceptos materiales» de Constitución, esto es, nociones que prescinden de la identidad formal de la Constitución como norma y persiguen la caracterización de un determinado régimen político con base en su contenido. De este tenor son las concepciones histórica y sociológica de Constitución que hicieron fortuna en Europa, sobre todo durante la segunda mitad del siglo XIX. V.1. CONCEPCIÓN HISTÓRICA Surgió en el contexto de la reacción conservadora frente al liberalismo político que se produjo en Europa después de las primeras oleadas revolucionarias. La Constitución se identificaría con las instituciones tradicionales de un determinado país, en la convicción de que sólo la Historia es capaz de legitimar una determinada estructura de poder. Y la Constitución como documento debería limitarse a reflejar esa estructura. Algunos muy relevantes autores y políticos españoles –Donoso, Pidal, Cánovas…– acogieron esta idea de la Constitución histórica también llamada «interna» para identificar a las instituciones históricamente consolidadas en un país: en España, las Cortes y el Rey (en ellos residía la verdadera Constitución). V.2. CONCEPCIÓN SOCIOLÓGICA Surgió como reacción antiliberal, pero en el ámbito de la izquierda política: la verdadera Constitución reside en los factores reales y efectivos de poder que rigen en un momento dado en un determinado país. Si la Constitución como documento no es expresión fiel de la estructura política real de un pueblo, se convierte en una mera hoja de papel (tesis defendida por Ferdinand de Lassalle en su famosa conferencia dictada en Berlín en 1862). Ambos conceptos relativizan al máximo el valor jurídico, normativo de la Constitución. V.3. CONCEPCIÓN JURÍDICO-MATERIAL A diferencia de las anteriores, sí presupone que la Constitución es Derecho: ésta se identificaría con las normas más importantes de un Estado, se encuentren donde se encuentren, es decir, con independencia de su rango formal En la actualidad, este criterio resulta operativo en aquellos Estados Constitucionales –como, paradigmáticamente, el británico– que carecen de Constitución normativa. El Derecho Constitucional está allí integrado por leyes (normas aprobadas por el Parlamento inglés, que éste puede modificar en cualquier momento) y por costumbres constitucionales, las «más importantes»: las que inciden en la organización del poder y en el reconocimiento de derechos… Un contenido inevitablemente impreciso.
Conviene puntualizar que la concepción jurídico-material de la Constitución también se emplea en los Estados Constitucionales con Constitución normativa, con un carácter complementario, para seleccionar aquellas normas que, sin estar en la Constitución, sin poseer su rango formal, se considera que deben ser objeto del Derecho Constitucional por ser desarrollo directo de aquella (ya nos hemos referido a estas normas infraconstitucionales: leyes sobre derechos, normas sobre el funcionamiento de los órganos constitucionales y las que completan el diseño del modelo territorial) porque tiene este valor (materialmente constitucional) aunque su rango no sea el de las normas consagradas en la Constitución. V.4. LA CONCEPCIÓN NORMATIVA Caracterización: Concibe a la Constitución como ‘una norma o un complejo normativo, establecido de una sola vez y por escrito, en el que se regulan sistemáticamente, y con una cierta pretensión de exhaustividad, los valores y principios del orden social de convivencia, los derechos de los ciudadanos y los órganos del Estado’. Suele diferenciarse entre una parte dogmática (valores, principios y derechos) y otra orgánica (órganos, atendiendo en cada caso a un determinado diseño territorial) de la Constitución. Rasgos distintivos: (1) Es una concepción de origen liberal. Es la concepción que acompaña el nacimiento mismo –bajo la vigencia del liberalismo político– del Estado Constitucional, en Europa continental y en EE.UU., a finales del siglo XVIII (aunque sólo en Estados Unidos se asume desde el principio con todas sus consecuencias; mientras que en Europa se diluye en buena medida su significado durante el siglo XIX y parte del XX). En ella está claramente presente la huella del pensamiento ilustrado: se cree en la posibilidad de planificar la vida política con arreglo a la razón. El carácter escrito de la Constitución —que hoy nos puede parecer un requisito elemental— tenía entonces un significado relevante: sólo el Derecho escrito (frente a los simples pactos y costumbres) ofrece suficiente seguridad como para permitir contrastar con rigor la licitud de los actos del poder. (2) Por ello mismo, es desde el principio una concepción de la Constitución para el Estado Constitucional. Esto es, la concepción de una Constitución no es políticamente neutra o neutral (no vale cualquier complejo normativo que organice de cualquier modo el poder del Estado), sino ideada y articulada como una norma jurídica al servicio de la libertad individual. La libertad, que está presente (a) en la génesis y (b) en el contenido de la Constitución. a) La génesis de la Constitución se halla en el pacto social, en el consentimiento de los ciudadanos. En este sentido, la Constitución sería la expresión por antonomasia de la autodeterminación política de los ciudadanos (los cuales disponen de su libertad originaria, aceptando limitarla en alguna medida para protegerla mejor). Al proceso que conduce a la aprobación de esta norma tan singular se le conoce como proceso constituyente (porque se «constituye» –o reconstituye– el Estado: donde se aprecia con mayor claridad es en EE.UU., porque allí nace el Estado, al tiempo que lo hace como Estado Constitucional y a
irreformable empujaría a las nuevas generaciones a la ruptura, aunque hay Constituciones que ponen alguna puerta a ese campo transgeneracional: son las llamadas «cláusulas de intangibilidad»). Pero, en segundo lugar, la rigidez, siendo necesaria, no es suficiente para garantizar la supremacía normativa de la Constitución. Aunque la Constitución establezca un procedimiento especial para su reforma, siempre cabrá la posibilidad de que el Legislador apruebe (deliberadamente o no) leyes que entren en conflicto con lo previsto en aquella. Si esas leyes entran en vigor y se aplican normalmente será, en la práctica, como si se hubiera modificado la Constitución, pero por una mayoría legislativa ordinaria, esto es, sin seguir el procedimiento constitucionalmente establecido. La Constitución habrá resultado infringida. Por lo tanto, hace falta algo más: hace falta encomendar a alguien la misión de impedir que puedan surtir efectos jurídicos las decisiones de los poderes constituidos (en particular, las leyes) que vulneren la Constitución. ¿Quién debe ejercer esa función de control?: la experiencia histórica aconseja que sean los jueces los que la asuman, en su condición de sujetos independientes y teniendo en cuenta que la actividad de control consistirá en contrastar jurídicamente la Constitución con la ley (o con la norma o decisión de otro Poder que la haya podido lesionar). De modo que la garantía de la supremacía normativa de la Constitución se completará con el «control judicial de constitucionalidad», que no deja de plantear también sus problemas, porque se ha hecho referencia a la apertura y a la politicidad de las normas constitucionales: aunque el control de constitucionalidad se plantee como un control jurídico, no se puede ignorar que pone en manos de quienes lo ejercen un poderoso instrumento que, además, se aplica eventualmente para enmendar la plana a los representantes ordinarios de la voluntad popular; es una vieja y recurrente polémica, la del «gobierno de los jueces» y la conveniencia de su «autocontrol». Recapitulando : Estado Constitucional con o sin Constitución normativa. Hemos dicho que la Constitución normativa nace con y para el Estado Constitucional, pero también se ha dado a entender que hay Estados Constitucionales sin Constitución. Ya podemos tratar de precisar algo más las relaciones entre ambas categorías, Estado Constitucional y Constitución. Lo vamos a hacer sirviéndonos de tres interrogantes:
1. ¿Puede haber Estado Constitucional sin Constitución normativa? Sí. Para que un Estado se organice (de un modo mínimamente satisfactorio) en torno al valor libertad individual no es indispensable que lo haga sobra la base de una norma jurídica, llamada Constitución, de mayor rango a todas las demás. Como hemos indicado (y tendremos ocasión de constatar más adelante), el Estado Constitucional europeo vive sin Constitución normativa durante todo el s. XIX y parte del XX, y aún hoy hay Estados Constitucionales –como el Reino Unido– que carecen de ella. Desde el principio el Estado Constitucional se estructurará de acuerdo con el principio de división de poderes y reconocerá derechos de libertad frente al poder a los ciudadanos –y después incorporará los derechos políticos, y luego los sociales– esto es, los instrumentos jurídicos de la libertad. No lo hizo desde un comienzo, ni lo hace siempre ahora, a partir de la afirmación de la supremacía normativa de la Constitución. Estaríamos abocados, eso sí, a utilizar
entonces, para este Estado Constitucional sin Constitución, el concepto jurídico- material de la misma.
2. Entonces este primer interrogante nos lleva a otro: ¿qué ha aportado la Constitución normativa al Estado Constitucional? La Constitución normativa ha permitido y permite limitar más eficazmente la acción de los poderes constituidos y, en particular, la del Poder Legislativo, la del Parlamento, que en ausencia de Constitución no estaría jurídicamente constreñido por nada, ni por nadie. Y lo cierto es que el Parlamento, aunque sea democrático, puede lesionar, conscientemente o no, los derechos de los ciudadanos o la distribución de competencias entre los poderes el Estado, por ejemplo.Si en Inglaterra no han llegado a percibir la necesidad de imponer limitaciones jurídicas a su Parlamento (aunque tuvieron que asumir las derivadas de su pertenencia a la Unión y el rechazo a las mismas no es obviamente ajeno al proceso del Brexit) ha sido porque, por razones históricas, siempre han confiado, suficientemente, en él. En los demás países europeos, la trayectoria del Estado Constitucional ha sido más accidentada, conociéndose incluso episodios de mayorías (de origen democrático) despóticas. Ha habido razones de sobra para desconfiar del poder y, por tanto, para asegurar el disfrute de la libertad. La Constitución normativa viene a satisfacer en buena medida esta pretensión. 3. Y, finalmente, nos preguntamos: ¿puede haber Constitución normativa sin Estado Constitucional? No. Si hemos dicho reiteradamente que la función más destacada de la Constitución es la de limitar jurídicamente el poder (al tiempo que lo legitima como expresión de la voluntad popular) para garantizar la libertad, es evidente que la Constitución no tiene sentido fuera del Estado Constitucional. De hecho, la experiencia histórica muestra que la Constitución en los llamados modelos alternativos al Estado Constitucional (las autocracias, en sus diversas versiones: Estado Socialista, Estado autoritario …) no ha pasado de ser un documento programático, nunca una norma que efectivamente haya limitado al poder establecido.