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La Guerra Civil de Roma y los primeros emperadores, Apuntes de Lengua y Literatura

Este documento analiza la guerra civil de roma y los primeros emperadores, desde la llegada de octaviano hasta la muerte de cómodo. Se abordan temas como la política de octaviano, la construcción de nicópolis y la dinastía de los emperadores romanos.

Tipo: Apuntes

2023/2024

Subido el 17/04/2024

lucia-belen-zayas
lucia-belen-zayas 🇦🇷

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CAPÍTULO 9
LAS TRANSFORMACIONES DE AUGUSTO
EL HEREDERO DE CÉSAR
Es muy posible que Cicerón estuviera sentado en el Senado en los
idus de marzo de 44 a. C. cuando César fue asesinado, y que fuera testigo
presencial del caótico y chapucero homicidio. Una banda de unos veinte
senadores se arremolinó en torno a César con el pretexto de entregarle una
petición. Un senador sin cargo dio la señal para el ataque arrodillándose a los
pies del dictador y tirando de su toga. Los asesinos no fueron muy precisos en
su objetivo, o quizá estaban aterrorizados hasta la torpeza. Uno de los primeros
golpes con la daga falló por completo y le dio a César la oportunidad de
defenderse con la única arma que tenía a mano: su afilada pluma. Según el
relato más antiguo que se conserva, el de Nicolás de Damasco, un historiador
griego de Siria que escribió cincuenta años después pero inspirándose en
descripciones de testigos presenciales, algunos asesinos quedaron atrapados
bajo «el fuego amigo»: Cayo Casio Longino arremetió contra César pero
terminó apuñalando a Bruto; otro golpe falló el blanco y aterrizó en el muslo de
un camarada.
Mientras caía, César gritó en griego a Bruto: «Tú también, hijo», que
bien podía ser una amenaza («¡Te pillaré, muchacho!») o un conmovedor
lamento por la deslealtad de un joven amigo («¿Tú también, hijo mío?»), o
incluso, como algunos contemporáneos sospecharon, una revelación final de
que Bruto era, de hecho, el hijo natural de la víctima y que aquello no era un
simple asesinato sino un parricidio. La famosa frase latina «¿Et tu, Brute?»
(«¿Tú también, Bruto?») es un invento de Shakespeare.
Los senadores que contemplaron la escena pusieron pies en
polvorosa; si Cicerón estaba allí, no fue más valiente que los demás. No
obstante, cualquier huida precipitada se vio interceptada por una multitud de
miles de personas que en aquel momento salían del teatro de Pompeyo que
estaba al lado, tras asistir a un espectáculo de gladiadores. Cuando se enteraron
de lo que había ocurrido, también quisieron refugiarse en la seguridad de sus
casas lo más rápido posible, a pesar de los intentos de Bruto clamando
tranquilidad y diciendo que no tenían de qué preocuparse, que era una buena
noticia, no mala. La confusión empeoró aún más cuando Marco Emilio Lépido,
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CAPÍTULO 9

LAS TRANSFORMACIONES DE AUGUSTO

EL HEREDERO DE CÉSAR

Es muy posible que Cicerón estuviera sentado en el Senado en los idus de marzo de 44 a. C. cuando César fue asesinado, y que fuera testigo presencial del caótico y chapucero homicidio. Una banda de unos veinte senadores se arremolinó en torno a César con el pretexto de entregarle una petición. Un senador sin cargo dio la señal para el ataque arrodillándose a los pies del dictador y tirando de su toga. Los asesinos no fueron muy precisos en su objetivo, o quizá estaban aterrorizados hasta la torpeza. Uno de los primeros golpes con la daga falló por completo y le dio a César la oportunidad de defenderse con la única arma que tenía a mano: su afilada pluma. Según el relato más antiguo que se conserva, el de Nicolás de Damasco, un historiador griego de Siria que escribió cincuenta años después pero inspirándose en descripciones de testigos presenciales, algunos asesinos quedaron atrapados bajo «el fuego amigo»: Cayo Casio Longino arremetió contra César pero terminó apuñalando a Bruto; otro golpe falló el blanco y aterrizó en el muslo de un camarada. Mientras caía, César gritó en griego a Bruto: «Tú también, hijo», que bien podía ser una amenaza («¡Te pillaré, muchacho!») o un conmovedor lamento por la deslealtad de un joven amigo («¿Tú también, hijo mío?»), o incluso, como algunos contemporáneos sospecharon, una revelación final de que Bruto era, de hecho, el hijo natural de la víctima y que aquello no era un simple asesinato sino un parricidio. La famosa frase latina «¿Et tu, Brute?» («¿Tú también, Bruto?») es un invento de Shakespeare. Los senadores que contemplaron la escena pusieron pies en polvorosa; si Cicerón estaba allí, no fue más valiente que los demás. No obstante, cualquier huida precipitada se vio interceptada por una multitud de miles de personas que en aquel momento salían del teatro de Pompeyo que estaba al lado, tras asistir a un espectáculo de gladiadores. Cuando se enteraron de lo que había ocurrido, también quisieron refugiarse en la seguridad de sus casas lo más rápido posible, a pesar de los intentos de Bruto clamando tranquilidad y diciendo que no tenían de qué preocuparse, que era una buena noticia, no mala. La confusión empeoró aún más cuando Marco Emilio Lépido,

uno de los colegas más íntimos de César, abandonó el foro para reunir a algunos soldados acantonados justo fuera de la ciudad, casi chocando con un grupo de asesinos que venían del otro lado para anunciar su victoriosa hazaña, seguidos de cerca por tres esclavos que transportaban por turnos el cuerpo de César en una litera a su casa. Era una tarea complicada para solo tres personas y, según informes, los brazos heridos del dictador colgaban de forma estremecedora a ambos lados. Aquella noche Cicerón se reunió con Bruto y sus compinches «Libertadores» en la colina Capitolina, donde se habían instalado. Él no había formado parte del complot, pero algunos decían que Bruto había gritado el nombre de Cicerón mientras hundía su cuchillo en el cuerpo de César. En cualquier caso, como ilustre estadista, es probable que resultara conveniente reclutarlo en calidad de representante después de los hechos. El consejo de Cicerón fue claro: tenían que convocar inmediatamente una reunión del Senado en el Capitolino. Pero vacilaron y dejaron la iniciativa en manos de los partidarios de César, que enseguida sacaron partido del ánimo popular, que evidentemente no estaba a favor de los asesinos, a pesar de las fantasías posteriores de Cicerón de que la mayoría de los romanos al final pensaban que el tirano tenía que desaparecer. La gran mayoría prefería las reformas de César —el apoyo a los pobres, los asentamientos en ultramar y las ocasionales distribuciones de efectivo— a las altisonantes ideas de libertad, que no redundarían más que en una coartada para los intereses de la élite y la continuada explotación de las clases más desfavorecidas, como bien pudieron comprobar los que se vieron afectados en primera línea por las exacciones de Bruto en Chipre. Pocos días después, Marco Antonio escenificó un deslumbrante funeral para César, en el que se colgó un modelo de cera sobre el cadáver para que el público pudiera ver todas las heridas que había recibido y dónde. Estalló un disturbio que terminó con la cremación espontánea del cuerpo en el foro, cuya hoguera fue alimentada en parte por los bancos de madera que había en los tribunales cercanos, en parte por las ropas que los músicos se arrancaron y arrojaron a las llamas, y en parte por las joyas y las togas de sus hijos que las mujeres amontonaron encima. No hubo represalias, por lo menos al principio. Bruto y Casio pensaron que era más seguro abandonar la ciudad después de las manifestaciones acontecidas en el funeral, pero no fueron privados de sus cargos políticos (ambos eran pretores). A Bruto, como pretor, se le permitió incluso patrocinar una fiesta in absentia, pero los cesarianos enseguida sustituyeron la obra que había previsto representar —sobre el primer Bruto y la expulsión de los Tarquinos— por otra sobre un tema menos actual de la

astuto cambio de nombre. Sus primeras hazañas como Octaviano fueron una mezcla de sadismo, escándalo e ilegalidad. Se abrió camino en la política romana en el año 44 a. C., utilizando un ejército privado y tácticas que no estaban muy alejadas del golpe de Estado. Continuó su trayectoria haciéndose responsable de una horrible matanza según el modelo de las proscripciones de Sila y, si hay que creer en la tradición romana, manchándose, literalmente, las manos de sangre. Un escabroso relato asegura que él en persona le sacó los ojos a un alto funcionario del que sospechaba que conspiraba contra él. Solo un poco menos traumática para la sensibilidad romana era la historia que contaba que se había hecho pasar alegremente por el dios Apolo en un espléndido banquete y fiesta de disfraces, celebrados mientras el resto de la población estaba al borde de la inanición a causa de las privaciones provocadas por la guerra civil. Una cuestión que muchos observadores romanos se plantearon fue la de cómo pudo dejar atrás todo aquello para convertirse en el padre fundador de un nuevo régimen y, a los ojos de muchos, en el emperador modélico y el referente con el que a menudo se juzgaba a sus sucesores. Desde entonces, los historiadores, desconcertados, han discrepado sobre su transformación radical y la naturaleza del régimen que creó y sobre la base que sustentó su poder y autoridad. ¿Cómo lo hizo? EL ROSTRO DE LA GUERRA CIVIL A finales del año 43 a. C., en poco más de dieciocho meses después de la llegada de Octaviano a Italia, la política de Roma había experimentado un vuelco. A Bruto y a Casio les habían asignado provincias en Oriente y habían abandonado Italia. Octaviano y Marco Antonio se habían enfrentado en una serie de combates militares en el norte de Italia para después reconciliarse de nuevo formando con Lépido un «triunvirato para establecer un gobierno». Fue un acuerdo formal de cinco años que daba a cada uno de los tres hombres (triumviri) un poder igual al de los cónsules, la elección de las provincias que quisieran y el control sobre las elecciones. Roma estaba controlada por una junta militar. Y Cicerón estaba muerto. Había cometido el error de denunciar con demasiada contundencia a Marco Antonio, y en la siguiente ronda de asesinatos en masa que fue la mayor hazaña del triunvirato, su nombre figuraba entre el de otros cientos de senadores y caballeros en las temidas listas. En diciembre del año 43 a. C. le enviaron un escuadrón especial de asalto, que le cortó la cabeza cuando se alejaba en litera de una de sus propiedades en el campo en un inútil intento por esconderse (inútil en parte porque uno de los ex esclavos de la

familia había informado de su paradero). Fue otra apoteosis simbólica de la República romana, que se debatió durante siglos. De hecho, los últimos momentos de Cicerón se reprodujeron una y otra vez en las escuelas de oratoria de Roma, donde la cuestión de si debería haber suplicado clemencia a Marco Antonio o (todavía más complicado) haberse ofrecido a destruir todos sus escritos a cambio de su vida era el tema de debate favorito del programa. En realidad, la secuela fue mucho más sórdida. Su cabeza y mano derecha se enviaron a Roma y se clavaron en la rostra del foro. Fulvia, la esposa de Marco Antonio, que antes había estado casada con Clodio, el otro gran enemigo de Cicerón, acudió a contemplar el trofeo. La historia cuenta que, para su regodeo, cogió la cabeza, escupió en ella y estiró la lengua y la agujereó una y otra vez con los alfileres que llevaba en el pelo. Ahora, aquellas frágiles treguas se olvidaron. En octubre de 42 a. C., las fuerzas del triunvirato unidas derrotaron a Bruto y a Casio cerca de la ciudad de Filipos en el norte de Grecia (donde transcurre parte del Julio César de Shakespeare), y a continuación los victoriosos aliados se enfrentaron aún más sistemáticamente si cabe unos contra otros. En efecto, cuando Octaviano regresó a Italia procedente de Filipos para supervisar un programa masivo de confiscación de tierras, destinado a proporcionar lotes de asentamiento a miles de soldados retirados peligrosamente insatisfechos, tuvo que hacer frente a la oposición armada de Fulvia y del hermano de Marco Antonio, Lucio Antonio. Habían abrazado la causa de los terratenientes que habían sido desposeídos e incluso habían conseguido el control de la ciudad de Roma, aunque por poco tiempo. Octaviano no tardó en asediarlos en la ciudad de Perusia (la moderna Perugia). El hambre forzó su rendición a comienzos del año 40 a. C., pero ya se había preparado el escenario para una guerra que duraría más de una década, trufada de breves treguas, entre los diferentes bandos que aseguraban representar el legado de César. A menudo es difícil encontrarle un sentido coherente a las inconstantes coaliciones y a los objetivos cambiantes de los principales actores de los diferentes asaltos de este conflicto. Solo cabe conjeturar qué combinación de indecisión, realineación política e interés propio propició el cambio de bando dos veces en pocos meses del que fuera yerno de Cicerón, Dolabela, antes de tomar un mando contra los Libertadores en Oriente, engañando, torturando y ejecutando de camino al desgraciado gobernador de Asia, para encontrar la propia muerte en 43 a. C. mientras se enfrentaba sin éxito a Casio en Siria. «¿Habrá alguna vez alguien capaz de poner todo esto por escrito de manera que parezcan hechos, y no ficción?», preguntaba un autor romano posterior, esperando escuchar con claridad un «no» por respuesta. No obstante, por más

inscripciones: «Estás hambriento y haces ver que no», reza un mensaje lanzado a la ciudad, donde el hambre conducía finalmente a la rendición. Otras llevan mensajes descarnadamente obscenos que aluden a partes previsibles de la anatomía de sus diferentes objetivos, masculinos y femeninos: «Lucio Antonio, pelón, y tú también Fulvia, abre el culo»; «Voy a por el culo de la señora Octavio»; o «Voy a por el clítoris de Fulvia» (landica, es el primer uso documentado de este término en latín). La inquietante superposición de violencia militar y sexual, sumada a la habitual pulla romana relativa a la calvicie, es bastante típica de las obscenidades halladas en la primera línea de frente de los legionarios: una parte de fanfarronería, una parte de agresividad, una parte de misoginia y una parte de temor mal disimulado. Lucio Antonio y Fulvia admitieron la derrota a comienzos de 40 a. C. Resulta dudoso que ella compartiera el mando militar, puesto que una de las formas más fáciles de atacar a Lucio por parte del otro bando, como después hicieron con su hermano, era pretender que había estado compartiendo el mando con una simple mujer. En cualquier caso, Fulvia regresó con su marido Marco Antonio a Grecia y al poco tiempo murió. Durante una temporada, el triunvirato se recompuso y, como compromiso para el futuro, el viudo Marco Antonio se casó con Octavia, la hermana de Octaviano. Sin embargo, fue una promesa vacía, porque en aquellas fechas Marco Antonio ya estaba con la pareja que acabaría por definirle: estaba ya más o menos viviendo con la reina Cleopatra de Egipto, y ella acababa de dar a luz a sus dos gemelos. De todas formas, la coalición de tres pronto quedaría reducida a dos, cuando Lépido, que siempre había sido un protagonista secundario, fue excluido en el año 36 a. C. Cuando en 31 a. C. llegó la confrontación final, no había duda de qué era lo que estaba en juego. ¿Quién iba a gobernar el mundo romano? ¿Iba a ser Octaviano o Marco Antonio, con Cleopatra a su lado? Cleopatra estaba en Roma cuando asesinaron a César, alojada en una de las villas del dictador en las afueras de la ciudad. Aquello era lo mejor que le pudo proporcionar el dinero romano, aunque sin duda nada parecido al lujoso entorno de su hogar en Alejandría. Después de los idus de marzo de 44 a. C., hizo rápidamente las maletas y regresó a casa («La marcha de la reina no me preocupa», escribió Cicerón a Ático con un transparente eufemismo). No obstante, siguió metiendo mano en la política romana por razones urgentes y obvias: seguía necesitando apoyo exterior para apuntalar su posición como gobernante de Egipto, y tenía mucho efectivo y otros recursos para ofrecer a quien estuviera dispuesto a apoyarla. Primero se enamoró de Dolabela, el que una vez fuera yerno de Cicerón, pero tras su muerte se decantó por Marco Antonio. La relación entre ambos se ha descrito siempre desde el punto de vista

erótico, unas veces como una desesperada pasión por parte de Marco Antonio y otras como una de las más grandes historias de amor de la historia de Occidente. Puede que la pasión fuera un elemento presente, pero su relación se sustentaba en algo más prosaico: en las necesidades militares, políticas y económicas. En el año 40 a. C. Octaviano y Marco Antonio se habían repartido el Mediterráneo entre los dos, dejando solo una pequeña porción para Lépido. Por consiguiente, durante gran parte de la década de los años 30 a. C., Octaviano operó en Occidente, ocupándose de los enemigos romanos dispersos que aún le quedaban — entre ellos el hijo de Pompeyo Magno, el principal vínculo existente de las guerras civiles de comienzos de la década de los años 40 a. C.— y conquistando nuevos territorios al otro lado del Adriático. Entretanto, en Oriente, Marco Antonio organizó campañas militares de mayor envergadura, contra Partia y Armenia, pero con éxito variable, a pesar de los recursos de Cleopatra. Las noticias que llegaban a Roma exageraban el lujo en el que vivía la pareja en Alejandría. Circulaban historias fantásticas sobre sus decadentes banquetes y su famosa apuesta para ver quién era capaz de montar la cena más cara de todas. Un relato romano profundamente reprobatorio informa de que ganó Cleopatra, que organizó un festín por valor de diez millones de sestercios (casi lo que costaba la casa más lujosa de Cicerón), incluyendo el coste de una fabulosa perla que —en un acto de absoluta ostentación y soberbia sin sentido— disolvió en vinagre y se la bebió. Los tradicionalistas romanos estaban también preocupados ante la impresión de que Marco Antonio empezaba a tratar Alejandría como si fuera Roma, hasta el punto de celebrar allí la ceremonia de triunfo típicamente romana tras algunas victorias menores en Armenia. Un antiguo escritor plasmó las objeciones diciendo: «En beneficio de Cleopatra concedió a los egipcios las ceremonias honorables y solemnes de su propia tierra». Octaviano se aprovechó de estos temores en una teatral intervención en el año 32 a. C. Marco Antonio se había divorciado de Octavia hacía un año y Octaviano respondió apoderándose del testamento de aquel y leyendo en voz alta en el Senado una selección de fragmentos incriminatorios. Estos revelaron que Marco Antonio reconocía al joven Cesarión como hijo de Julio César, que planeaba dejar ingentes cantidades de dinero a los hijos que había tenido con Cleopatra y que quería ser enterrado junto a Cleopatra en Alejandría, incluso si moría en Roma. Los rumores que corrían por las calles romanas eran que a largo plazo tenía planeado abandonar la ciudad de Rómulo y trasladar la capital entera a Egipto.

En el triunfo de Octaviano celebrado en el verano del año 29 a. C. se exhibió una réplica a tamaño natural de la reina en el momento de su muerte, que, incluso de este modo, acaparó la atención de la muchedumbre. Un historiador posterior escribió: «Fue como si estuviera allí con los demás prisioneros». La procesión fue un espectáculo minuciosamente coreografiado que se prolongó durante tres días, presumiblemente para celebrar las victorias de Octaviano al otro lado del Adriático, en el Ilírico, y contra Cleopatra en Accio y en Egipto. No hubo mención explícita de Marco Antonio ni de ningún otro enemigo de las guerras civiles, ni tampoco se pasearon las sangrientas imágenes de la muerte de romanos que Julio César imprudentemente había desplegado en sus celebraciones quince años antes. Sin embargo, no podía haber ninguna duda acerca de quién había sido en realidad derrotado, ni de cuáles serían las consecuencias del éxito de Octaviano. Aquello fue un ritual de coronación tanto como un desfile de la victoria. PERDEDORES Y VENCEDORES En el relato de la guerra entre Octaviano y Marco Antonio hay más de lo que se ve a simple vista. Lo que se conserva es la versión oficial y de autojustificación escrita por los vencedores, Octaviano y sus amigos. No obstante, la viabilidad del suicidio por mordedura de serpiente es solo un aspecto de la historia de este período que debería levantar sospechas. También habría que poner un interrogante sobre el nivel de extravagancia e inmoralidad del estilo de vida de Cleopatra y Marco Antonio, y sobre su comportamiento antirromano. Los relatos que nos han llegado no son una completa invención. Una de las fuentes de la biografía de Marco Antonio escrita por Plutarco ciento cincuenta años después de la muerte de aquel y repleta de algunas de las más escabrosas anécdotas de su vida de lujo, fue un descendiente de un hombre que trabajó en las cocinas de Cleopatra; y es posible que conservase una visión del estilo culinario de su corte desde el nivel más bajo de la escala. Sin embargo, es más que evidente que, tanto entonces como aún más si cabe retrospectivamente, Augusto (como pronto se le conocería) le sacó partido a la idea de un enfrentamiento entre sus arraigadas tradiciones romanas occidentales y el exceso «oriental» que representaban Marco Antonio y Cleopatra. En la guerra de las palabras, y en posteriores justificaciones del acceso al poder de Augusto, se convirtió en una lucha entre las virtudes de Roma y los peligros y decadencia de Oriente. El lujo de la corte de Cleopatra se exageró sobremanera, y ciertos acontecimientos relativamente inocentes en Alejandría se retorcieron hasta ser

irreconocibles. Por ejemplo, a pesar de que Marco Antonio decidiera celebrar su victoria sobre los armenios en Alejandría, no hay testimonio alguno salvo las críticas romanas que indique que aquello se pareciese en absoluto a un triunfo romano (las escasas descripciones que se conservan sugieren que se trató más bien de algún ritual del dios Dionisio). Y las citas incriminatorias del testamento de Marco Antonio debieron de ser sin duda una selección perjudicial, si no una descarada invención. La batalla de Accio también desempeñó un papel clave en posteriores representaciones. Se la hizo pasar por un enfrentamiento mucho más impresionante de lo que en realidad fue y se engrandeció para convertirla en el momento fundacional del régimen augústeo, cuyo comienzo todavía se sitúa en el año 31 a. C. Un historiador posterior llegó incluso al extremo de sugerir que «el 2 de septiembre», la fecha exacta del combate, es una de las pocas fechas romanas que merecen recordarse. Se construyó una nueva ciudad llamada Nicópolis («Ciudad de la Victoria») cerca del lugar de la batalla y un inmenso monumento mirando al mar, decorado con los espolones de los barcos apresados y un friso que reproducía la procesión triunfal de 29 a. C. Roma se llenó también de recordatorios de aquel acontecimiento, desde esculturas monumentales hasta hermosos camafeos (véase lámina 19), y muchos soldados corrientes que habían luchado en el bando vencedor se impusieron a sí mismos con orgullo el nombre añadido de Acciaco, u «hombre de Accio». Es más, en la imaginación de los romanos la batalla se convirtió casi instantáneamente en un choque entre las tropas romanas sólidas y disciplinadas y las salvajes hordas orientales. A pesar de que Marco Antonio tuviera el apoyo a ultranza de varios cientos de senadores, se puso todo el acento en la chusma exótica, con «su riqueza bárbara y sus extrañas armas», como lo expresó Virgilio, y en Cleopatra que daba órdenes sacudiendo el sistro egipcio. Cleopatra fue un elemento crucial en todo este escenario. Igual que Fulvia, es discutible si en realidad desempeñó o no el papel protagonista en el mando militar, como aseguraron los escritores antiguos. Pero fue un blanco útil. Al centrar la atención en ella más que en Marco Antonio, Octaviano pudo presentar la guerra como un conflicto contra un enemigo extranjero y no contra los propios romanos, dirigido por una comandante no solo peligrosa, regia y seductora, sino también antinatural, desde el punto de vista romano, por asumir responsabilidades masculinas de guerra y mando. Marco Antonio parecía ser incluso una víctima, seducido y desviado del recto camino del deber romano por una reina extranjera. En la Eneida, escrita pocos años después de la victoria de Octaviano, encontramos algo más que un leve eco de Cleopatra cuando Virgilio imagina a la reina Dido «ardiendo de amor» en su reino

Es imposible siquiera adivinar cómo habría gobernado Marco Antonio el mundo romano si hubiera tenido la oportunidad. No obstante, había pocas dudas de que quienquiera que saliese victorioso tras las largas guerras civiles, el resultado no sería un retorno al tradicional modelo de poder compartido de Roma sino alguna forma de autocracia. En el año 43 a. C. incluso Bruto el Libertador estaba acuñando monedas con su propia efigie, indicativo claro de la dirección en la que se movía (Fig. 48). No estaba tan clara la forma de gobierno de un solo hombre que adoptaría ni cómo podría hacer que triunfase. No cabe duda de que Octaviano no regresó de Egipto a Italia con un plan autocrático maestro listo para ser aplicado. No obstante, a través de una larga serie de experimentos prácticos, improvisaciones, falsos comienzos, unos pocos fracasos y, muy pronto, un nuevo nombre con el propósito de relegar las asociaciones sangrientas de «Octaviano» al pasado, finalmente concibió un patrón de cómo ser un emperador romano que se prolongó con la mayoría de los detalles más significativos durante los doscientos años siguientes aproximadamente, y a grandes rasgos mucho más. Algunas de sus innovaciones todavía se dan por sentadas como parte integrante de nuestros mecanismos de poder político. Sin embargo, para el padre fundador de todos los emperadores romanos siempre fue difícil consolidarlo. De hecho, el nombre de «Augusto», que adoptó inmediatamente después de su regreso de Egipto (y que utilizaré a partir de ahora), plasma perfectamente lo resbaladizo del término. Es una palabra que evocaba ideas de autoridad (auctoritas) y correcta observancia religiosa, con ecos del título de uno de los principales grupos de sacerdotes romanos, llamado los augures. Sonaba impresionante y no tenía ninguna de las desafortunadas asociaciones fratricidas o regias de «Rómulo», otro posible nombre que según dicen rechazó. Nadie antes se había llamado así, aunque en ocasiones se había utilizado como adjetivo altisonante con un significado similar al de «sagrado». Todos los emperadores posteriores adoptaron «Augusto» como parte de su titulatura, pero la verdad es que en realidad no significaba nada. «El Reverenciado» capta más o menos el sentido. Incluso en el momento de su funeral, la gente seguía debatiendo en qué se había basado exactamente el régimen de Augusto. ¿Era una versión moderada de autocracia, basada en el respeto por el ciudadano, el imperio de la ley y el mecenazgo de las artes? ¿O no estaba muy alejado de la tiranía manchada de sangre, bajo un líder cruel que no había cambiado demasiado desde los años de guerra civil y con una serie de víctimas prominentes ejecutadas bien por conspirar contra él o por acostarse con su hija Julia?

Tanto si el pueblo lo quería o lo odiaba, en muchos aspectos fue un revolucionario desconcertante y contradictorio. Fue uno de los innovadores más radicales que jamás conoció Roma. Ejerció tanta influencia en las elecciones que el proceso democrático popular quedó destruido: el enorme edificio nuevo construido en 26 a. C. para albergar a las asambleas se utilizó con más frecuencia para espectáculos de gladiadores que para votaciones, y una de las primeras decisiones de su sucesor fue la de trasladar lo que quedaba de las elecciones al Senado, dejando al pueblo completamente al margen. Controlaba el ejército romano contratando y despidiendo a los comandantes de las legiones y erigiéndose en gobernador general de todas las provincias en las que hubiera presencia militar. Intentó controlar excesivamente la conducta de los ciudadanos de forma nueva e intrusiva, regulando desde la vida sexual de las clases altas, a las que se les podían aplicar sanciones políticas si no tenían suficientes hijos, hasta estipular el atuendo que habían de llevar en el foro: solo togas, ni túnicas, ni pantalones, ni bonitas capas de abrigo. Y, algo nunca visto antes, dirigió los mecanismos tradicionales de patrocinio literario hacia una campaña concertada y patrocinada desde la centralidad. Cicerón había buscado con desesperación algún poeta que celebrase sus distintos éxitos. Augusto, a todos los efectos, tenía escritores de la talla de Virgilio y Horacio en su nómina, y las obras que creaban ofrecen una imagen memorable y elocuente de una nueva edad de oro para Roma y su imperio, con Augusto en primer plano. «Les concedí un imperio sin fin» (imperium sine fine), profetiza Júpiter para los romanos en la Eneida de Virgilio, la épica nacional, un clásico instantáneo que fue a parar directamente al programa escolar de la Roma augústea. Todavía sigue presente (por poco) en la programación moderna occidental dos mil años después. No obstante, parece que Augusto no abolió nada. La clase dirigente siguió siendo la misma (no fue ninguna revolución en el sentido estricto de la palabra), los privilegios del Senado no se eliminaron, sino que mejoraron en muchos aspectos, y los viejos cargos estatales, consulados, pretores y demás, continuaron siendo puestos codiciados y ocupados. Gran parte de la legislación que normalmente se atribuye a Augusto fue formalmente introducida, o por lo menos liderada, por los funcionarios de siempre. Corría la broma típica de que los dos cónsules que propusieron «sus» leyes (de Augusto) promocionando el matrimonio eran ambos solteros. La mayoría de sus poderes formales fueron votados a su favor oficialmente por el Senado y depositados casi en su totalidad siguiendo el formato republicano tradicional. La única excepción importante fue su continuado uso del título de «hijo de un dios». No vivió en un gran palacio, sino en la clase de casa de la colina del Palatino donde uno podía

halagadora, una máscara de poder— y la diferencia entre aquella y el emperador de carne y hueso, el hombre que había detrás de la máscara, ha sido siempre, para la mayoría de la gente, imposible de salvar. No es de extrañar que varios observadores antiguos bien informados decidieran que la clave del asunto estaba en el enigma de Augusto. Casi cuatrocientos años después, a mediados del siglo IV d. C., el emperador Juliano escribió una astuta sátira sobre sus antepasados y se los imaginó a todos ellos acudiendo juntos a una gran fiesta con los dioses. Entran en tropel encarnando cada uno lo que por aquel entonces se había convertido ya en su particular caricatura. Julio César está tan ansioso de poder que parece capaz de destronar al rey de los dioses y anfitrión de la fiesta; Tiberio se muestra terriblemente irascible; Nerón no puede soportar que lo separen de su lira. Augusto entra como un camaleón imposible de definir, un viejo reptil taimado que cambia continuamente de color, del amarillo al rojo y al negro, ora serio y sombrío, ora haciendo gala de todos los encantos de la diosa del amor. Los invitados divinos no tienen más remedio que entregárselo a un filósofo para que lo convierta en un hombre sabio y moderado. Los escritores antiguos dieron a entender que Augusto disfrutaba con esta clase de bromas. ¿Por qué si no eligió como diseño para el grabado de su anillo, con el que autentificaba su correspondencia —el equivalente antiguo de una firma— la imagen de la criatura del enigma más famoso de la mitología grecorromana: la esfinge? Los disidentes romanos, con los que muchos historiadores modernos coinciden, llevaron el asunto aún más lejos y acusaron al régimen augústeo de basarse en la hipocresía y la falsedad, y de abusar del lenguaje y las formas tradicionales republicanas como capa con la que envolverse y ocultar una tiranía de línea dura. Sin duda hay algo de esto. La hipocresía es un arma común del poder. En muchas ocasiones puede que a Augusto le conviniese ser tal como Juliano lo pintó, enigmático, resbaladizo y evasivo, y decir una cosa mientras pensaba otra. No obstante, esto no podía ser todo. Tenía que haber cimientos más sólidos sobre los que basar el nuevo régimen que una serie de enigmas, doble lenguaje y fingimientos. Pero ¿cuáles eran aquellos cimientos? ¿Cómo pudo Augusto salirse con la suya? Este es el problema. Es casi imposible ver al régimen augústeo entre bastidores, a pesar de todas las evidencias que podamos tener. Es uno de los períodos de la historia romana mejor documentados. Hay volúmenes de poesía contemporánea, en su mayoría loas al emperador, aunque no siempre. La divertida parodia de Ovidio de cómo elegir pareja, que todavía se conserva con el título de Ars Amatoria (El

arte de amar), chocaba tanto con el programa moral de Augusto que fue una de las razones por las que el poeta acabó exiliado en el mar Negro; sus relaciones con Julia debieron de ser otra de ellas. Un gran número de historiadores de épocas posteriores consideraron que Augusto era un tema interesante, tanto si reflexionaban sobre su estilo imperial como si recogían chistes y buenas palabras. La ingeniosa conversación con los adiestradores de cuervos es solo un ejemplo de una pequeña antología de este tipo de charlas, que incluye algunas bromas paternales sobre el hábito de su hija de arrancarse los cabellos grises («Dime, ¿preferirías ser gris o calva…?»). Otro texto memorable es la biografía episódica y afectuosa escrita por Suetonio unos cien años después de la muerte del emperador: es una fuente de observaciones sobre su dentadura y su pelo, y ofrece muchas instantáneas y retazos de su vida unas veces fiables y otras no tanto, como su en ocasiones mala ortografía, su miedo a las tormentas y su costumbre de llevar cuatro túnicas y una camisa debajo de la toga en invierno. Sin embargo, entre todas estas cosas no hay casi ningún indicio, y por supuesto ninguno contemporáneo, que valga la pena sobre los entresijos, las disputas y la toma de decisiones que sustentaban la nueva política de Roma. Las pocas cartas privadas de Augusto de las que Suetonio nos ofrece extractos se seleccionaron por lo que dicen sobre su suerte en la mesa de juegos o sobre su menú habitual («un trozo de pan y algunos dátiles en mi carruaje»), no por su estrategia política. Los historiadores romanos se lamentaban exactamente del mismo problema al que se enfrenta el historiador moderno: cuando intentaban escribir la historia de este período, se encontraban con que gran parte de los asuntos de importancia se habían llevado a cabo en privado, en vez de hacerse públicamente en la sede del Senado o en el foro como antes había sido habitual, y por lo tanto resultaba difícil saber exactamente qué había sucedido, y no digamos ya cómo explicarlo. No obstante, lo que sí se ha conservado es el texto del currículum vitae de Augusto, un documento que él mismo escribió al final de su vida y en el que resumía sus logros (Res Gesta es el título en latín de la versión conservada, o «Hazañas del divino Augusto»). Se trata de una obra interesada, partidista y en ocasiones de color de rosa, que glosa con cautela o ignora por completo las ilegalidades asesinas de los inicios de su carrera. Es también un relato único, de apenas diez páginas de texto moderno, de lo que el viejo reptil quería que supiera la posteridad sobre sus largos años de princeps, de cómo definía aquel rol y cómo aseguraba haber cambiado Roma. Merece la pena ocuparse de sus palabras, a veces sorprendentes, antes de mirar qué hay detrás de ellas.

del cuerpo de ciudadanos romanos de cualquier período, en gran medida porque, al estar inscritos en piedra, no adolecen de los errores que los descuidados copistas de manuscritos cometen con facilidad. Aun así, todavía hay una áspera disputa sobre si las cifras incluyen solo a los hombres o también a las mujeres y a los niños; en otras palabras, si la población total de ciudadanos romanos se situaba en torno a los cinco millones, dejando un margen a posibles lagunas de registro, o si estaba por encima de los doce millones Sin embargo, nada de esto constituye la esencia principal de Augusto. Muchos otros aspectos también están ausentes. Nada se dice de su familia, aparte de una referencia a los honores rendidos a dos de sus hijos adoptivos que murieron jóvenes. Nada sobre su programa de legislación moral ni de sus intentos por aumentar el índice de nacimientos, aunque las cifras del censo seguramente tenían por objeto demostrar el éxito en este ámbito. Erróneamente sin duda, porque es muy probable que detrás del aumento de las cifras esté la creación de nuevos ciudadanos y un recuento más eficiente, más que la amonestación imperial a la clase alta por no tener suficientes hijos. Tan solo hay vagas alusiones a alguna ley concreta o a reformas políticas. En cambio, aproximadamente dos tercios del texto están dedicados solo a tres temas: las victorias y conquistas de Augusto, sus donaciones al pueblo romano y sus construcciones. Más de dos páginas del texto moderno de la Res Gestae catalogan los territorios que añadió a su imperio, los gobernantes extranjeros a los que sometió a Roma y las embajadas y peticionarios que acudían en masa para reconocer el poder del emperador. «Extendí el territorio de todas las provincias romanas, que tenían vecinos que no obedecían a nuestro gobierno», anuncia, con cierta exageración, antes de pasar a detallar lo que puede parecer una lista tediosa de sus éxitos imperiales y victorias militares en todo el mundo: Egipto quedó convertido en una posesión romana; los partos fueron obligados a devolver los estandartes militares romanos perdidos en el año 53 a. C.; un ejército romano llegó a la ciudad de Méroe al sur del Sahara y una flota penetró en el mar del Norte; llegaron delegaciones procedentes de lugares tan distantes como la India, por no mencionar un puñado variopinto de reyes renegados pidiendo clemencia, con nombres gratificantemente exóticos para el oído latino: «Artavasdes rey de los medos, Artajares de los adiabenos, Dumnobelano y Tincomaro de los britanos». Y esto no es más que una muestra. En esta descripción hay algo tradicional en su totalidad. El éxito militar había sido un pilar fundamental del poder político desde los albores de la historia de Roma. Augusto superó a todos los posibles rivales en este marcador, aportando más territorio al dominio romano que cualquier otro antes que él o después. No obstante, aquello era también una nueva clase de

imperialismo. Así reza el encabezamiento del texto inscrito, lo más parecido a un título original: «Así es como sometió al mundo al poder del pueblo de Roma». Pompeyo, más de medio siglo antes, había apuntado a este tipo de ambición. Augusto convirtió explícitamente la conquista global —y una visión territorial «compacta» de un imperio centrado en Roma, en vez del viejo mosaico de Estados obedientes— en la razón de su gobierno. Es imposible saber cómo llegó todo esto a la audiencia provincial de Ankyra. No obstante, es una idea reflejada en otros monumentos patrocinados por Augusto en la ciudad de Roma, sobre todo en el «mapa» del mundo que él y su colega Marco Agripa encargaron y expusieron públicamente. Nada de esto se ha conservado, y la conjetura más plausible es que fuera algo más parecido a un plano glosado de carreteras romanas que un mapa geográfico realista tal como lo entendemos hoy (véase lámina 21). Fuera cual fuese su aspecto exacto, encajaba en la visión de imperio que tenía Augusto. Como afirmó Plinio el Viejo en su enciclopedia, el propósito del mapa era hacer que «el mundo [orbis] fuera algo que la ciudad [urbs] pudiera ver», o presentar el mundo como territorio romano bajo el gobierno del emperador. La generosidad de Augusto para con las personas corrientes en Roma reclama tanto espacio en la Res Gestae como sus conquistas en el extranjero. Era rico a un nivel totalmente nuevo. La combinación de la herencia de César, las riquezas de Egipto saqueadas tras la derrota de Antonio y Cleopatra y la borrosa frontera entre los fondos del Estado y los suyos hicieron posible que su puja como benefactor popular fuera mayor que la de cualquier otro. Aquí detalla con precisión sus repetidas distribuciones de dinero: las fechas, los importes exactos que daba por cabeza (a menudo, el equivalente a la paga de varios meses de un obrero corriente) y el número de beneficiarios: «Estos donativos por mi parte nunca se asignaron a menos de 250 000 hombres», insiste. Cataloga también otros tipos de regalos y patrocinios. Eran sobre todo espectáculos de gladiadores, «exhibiciones atléticas», cacerías de fieras salvajes con animales especialmente importados de África (un escritor posterior menciona 420 leopardos en una única representación) y un simulacro de combate naval que se hizo legendario. Fue un enorme triunfo de ingeniería e ingenuidad, pues, como explica Augusto con orgullo, se representó en un lago artificial de más de 500 metros por 350, construido «al otro lado del Tíber» (en el moderno Trastevere), y se pusieron en escena treinta enormes barcos de guerra además de otras naves más pequeñas y tres mil combatientes, aparte de los remeros. Según sus propios cálculos, el pueblo romano podía contar más o menos cada año con un gran espectáculo a expensas del emperador. No era el baño de sangre diario del gusto popular que nos muestran las imágenes de las