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La relación entre los trastornos de ansiedad y los trastornos por consumo de sustancias es compleja. Por un lado, el consumo continuado de sustancias puede llevarnos a experimentar problemas de ansiedad. Por otro lado, algunos trastornos de ansiedad pueden provocar un mayor consumo de sustancias. Si queremos saber cómo tratar la ansiedad por consumo de sustancias antes debemos saber que, dependiendo de la naturaleza de la sustancia, puede cursar con crisis de ansiedad, fobias, obsesiones y/o compulsiones, tanto durante la propia intoxicación como en los periodos de abstinencia. Entre estas sustancias se encuentran: cafeína, nicotina, alcohol, cannabis, cocaína, heroína, éxtasis, etc.
Tipo: Guías, Proyectos, Investigaciones
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Título del original francés: PSYCHOANALYSE DE HITLER
1999 – Copyrigth www.el aleph .com Todos los Derechos Reservados
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Recientemente apareció en los Estados Unidos un libro que propor- ciona nuevos datos sobre Hitler. Su autor, G. M. Gilbert, es un psicólo- go de profesión y, como psicólogo, tuvo la suerte excepcional de ser elegido por el comandante de la prisión de Nüremberg como intérprete encargado de la observación de los dirigentes nazis. A toda hora del día tenía libre acceso ante los prisioneros y pudo cómodamente someterlos a tests , estudiar sus reacciones y conversar con ellos. Esa experiencia sensacional se prolongó por todo un año, durante el cual Gilbert tomó nota diariamente, y por lo menudo, de todas sus conversaciones con los ex ministros nazis. Tomó nota, se entiende, no en su presencia, porque ello hubiera disminuido la espontaneidad de sus respuestas, sino in- mediatamente después de salir de sus celdas. Hizo más: comprometió a algunos de ellos a escribir informes sobre su propia vida, sobre el mo- vimiento nazi o sobre Adolfo Hitler. Gilbert no ha revelado aún toda la masa de documentos que así acumuló. Publicó una parte en el Nüremberg Dairy. Acaba de divulgar otra parte en un libro aún desconocido del gran público internacional, con el título The Psychology of Dictatorship (The Ronald Press Com- pany). Pero conserva como pieza de primer orden un manuscrito de mil páginas sobre Adolfo Hitler. escrito por Hans Frank en la prisión de Nüremberg. A juzgar por los fragmentos que ofrece en The Psychology of Dictatorship, ese manuscrito tiene un interés extraordinario. Hans Frank, antes de adquirir siniestra nombradía como gobernador general de Polonia, fue, durante años, el abogado de Hitler, y antes de la con- quista del poder lo defendió en innumerables procesos por difamación contra ataques que a veces se referían al hombre político, pero más a menudo a su vida privada. Frank estaba, pues, mejor situado que nadie para conocer hechos sobre los que Hitler conservaba el silencio más obstinado, aun en presencia de sus íntimos.
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En su libro, Gilbert se apoya, para presentar el "caso Hitler'', en ese testimonio capital de Frank. También dispone de valiosas confidencias orales sobre la vida del Führer, confidencias que él suscitó, durante su año en Nüremberg, en los más antiguos compañeros de lucha de Hitler. Por fin, aprovecha otros testimonios ya conocidos, pero confirmados en forma impresionante por las informaciones inéditas, especialmente los de Greiner o de Otto Strasser. Greiner, como es sabido, fue un artista plástico, compañero de miseria de los años vieneses de Hitler, y Otto Strasser no es otro que el hermano de Gregor Strasser, rival infortu- nado del Führer en el partido nazi. Gregor fue eliminado durante la purga Roehm, pero Otto pudo escapar al extranjero y decir todo lo que su hermano le había comunicado, y todo lo que él mismo sabía sobre Adolfo Hitler. Abigarrado de informaciones, informaciones que él compara entre sí y critica, el análisis de Gilbert, trazado con una sobriedad convincente, no descuida factor alguno, público o privado, capaz de dilucidar ese singular destino. Una de las primeras impresiones que se deducen de ese estudio coincide con la que nos había dejado el bello libro de François-Poncet sobre su embajada en Berlín. Puede resumirse así: el destino de Adolfo Hitler fue la única cosa notable de un hombre que, por lo demás, ha sido absolutamente mediocre. Debemos desprender- nos, pues, del mito romántico de los ángeles negros, de los azotes de Dios y de los monstruos históricos más o menos sagrados: un hombre puede hundir al mundo en el fuego y la sangre, sin tener en sí nada de excepcional. Porque no se le puede atribuir un valor extraordinario a lo que fue -fenómeno baladí en psiquiatría- el secreto del hombre que se llamó Hitler: la trasmutación de sentimientos de inferioridad y frustra- ción en superioridad y en odios frenéticos extendidos a grupos enteros. La influencia recíproca del hombre y el medio es aquí evidente. Hi- tler no inventó nada. Alemania había vivido largo tiempo obsesionada por la glorificación de la raza, el odio a los grupos no-germanos, la manía de la persecución y el sueño grandioso de la ''misión histórica". Después de la derrota de 1918, la humillación la precipitó más que
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un frenesí de cólera y de lágrimas que multiplicaban su poder de choque y de contagio, y que explica así su éxito entre las masas, Esos temas que le había ofrecido Alemania, él se los devolvió, y al fin se los impu- so, imprimiéndoles una virulencia que no habían alcanzado hasta enton- ces. Porque esas ideas de poder y de odio que tantas generaciones de pedagogos alemanes habían desarrollado como sueños brumosos, com- placiéndose en ellos pero sin creer absolutamente en su realidad, eran para Hitler de una verdad literal. Creía en ellos con todo su ser, con todo su pasado; eran su carne y su sangre. Y los exponía con el roman- ticismo frenético y ciego de un hombre sin cultura, sin criterio, y ade- más petrificado en feroces prejuicios provinciales, animado de una es- túpida xenofobia, hinchado de nociones librescas de autodidacto. Pero, en realidad, esos defectos, y su propia mediocridad, le servían. Era necesario ser singularmente estrecho y limitado para elevar los eternos temas vengativos de las clases medias alemanas a la dignidad (y a la eficacia) de una religión revelada. Aquí se impone una comprobación que obliga a reflexionar: los te- mas paranoicos de odio y poderío en la conciencia histórica alemana eran temas enfermizos que ciertos hombres normales en general, pero sometidos a la angustia de la época, habían adoptado. Tales temas agre- sivos no alcanzaban, por cierto, la adhesión plena de esas conciencias normales. Por ejemplo, el odio al judío, en el alemán medio, era sobre todo una compensación imaginativa. Permitía al antiguo soldado de los cuerpos francos, al lansquenette sin trabajo, al zapatero sin clientela, a toda esa pobre gente arruinada, vencida, inferiorizada, creerse víctimas de una conjura mundial, y considerarse, a pesar de todo, inefablemente superiores al profesor judío bien pagado, y cuyas obras de ciencia se traducían a todas las lenguas. Pero ello no significaba, sin embargo, que esas conciencias pensaran seriamente en la destrucción física del judío. En la mayoría de los casos, el odio al judío permanecía en el estado casi lúcido de satisfacción íntima, de grata suficiencia, de satisfacción abs- tracta. Y allí, precisamente, puede afirmarse que la conciencia enferma del individuo Hitler actuó realmente sobre la historia. Captó un odio
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abstracto, latente en un pueblo, y con su lógica de paranoico lo impulsó a consecuencias que ese pueblo no quería realmente, y que, en conse- cuencia, se esforzó largamente para no ver, y que luego rechazó con horror al conocerlas. Y sin embargo ese pueblo, o, mejor, una fracción de sus élites, no era tampoco inocente. Los juegos rencorosos en que su imaginación se había deleitado durante siglos eran confusos y peligro- sos. Esas élites debían pensar que la historia es obra de los locos tanto como de los sabios, que en las épocas de trastornos se escucha prefe- rentemente a los locos, y que es, por consiguiente, una imprudencia fatal dejarlos jugar, en su infancia, con el odio. Así se comprende que la vida privada de Adolfo Hitler, al margen de todo interés sensacional o anecdótico, asume para el psicólogo y para el historiador una importancia singular. Si Alemania ha modelado a Hitler, Hitler, por su parte, ha modelado a Alemania, y de los incidentes más decisivos de su infancia y su juventud, se desprendió una actitud frente a la vida que tuvo para su país y para el mundo consecuencias in- calculables. En lo que concierne a la ascendencia inmediata de Hitler, el manus- crito inédito de Frank ofrece precisiones inquietantes sobre hechos hasta ahora oscuros o discutidos, El padre de Hitler, Alois, era hijo ile- gítimo de padre desconocido y, según la ley austríaca, recibió el apelli- do de su madre, María Schickelgruber. Esta se casó más tarde con un tal Hitler, y Alois tenia ya 39 años cuando su padrastro lo legitimó y le dio su nombre. El tardío reconocimiento parece excluir la hipótesis de que ese Hitler fuera realmente el padre de Alois, porque en ese caso no se comprendería por qué esperó tanto tiempo para legitimar a su hijo. En cambio, los diarios de la oposición antinazi revelaron, poco antes de la conquista del poder, que María Schickelgruber había estado, en el momento de nacer Alois, al servicio de una rica familia judía, y que ésta habíale pagado por su hijo, durante años, una pensión por alimentos. La conclusión era que María Schickelgruber, la abuela de Adolfo Hitler. había sido seducida por un miembro de esa familia judía, y que Adolfo Hitler, por consiguiente, tenía en sus venas sangre judía. En este punto
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una cantidad de pequeños oficios, llegó a ser finalmente un modesto empleado de aduana, se retiró a los 56 años y se entregó al alcohol. Su vida sentimental no había sido más feliz: su primera esposa obtuvo una separación por adulterio. Su segunda esposa lo abandonó al cabo de un año. Finalmente se casó, a los 49 años, con Klara Polzl, que tenía en- tonces 23 años: él había sido su tutor. Cinco niños, entre ellos Adolfo Hitler, nacieron de esa boda. Las condiciones materiales y morales en que vivía esa familia de siete personas eran desastrosas. La pro- miscuidad más completa: dos adultos y cinco niños apiñados en dos piezas. Los niños no sólo eran testigos de las disputas diarias, en los términos más crudos, entre el padre y la madre, sino también de las violencias sexuales que sobre la joven ejercía el viejo borracho; Adolfo, a los diez años, debía traer cada noche de una taberna "que hedía a tabaco" a un padre embrutecido por el alcohol, y que, por otra parte, lo castigaba frenéticamente con una brutalidad sádica. Tal es, en resumen, el paisaje de esa infancia miserable. La madre de Adolfo Hitler era joven, indulgente. Él era su hijo pre- ferido y ella tomaba siempre partido a favor de él. Adolfo, por su parte, le era profundamente adicto, y se comprenden perfectamente los sen- timientos de odio y repulsión que experimentaba por un padre brutal, alcohólico, que se conducía para con la madre del modo que hemos descripto. Hitler confesó más tarde a Frank que cuando iba a buscar a su padre a la taberna, vivía cada vez "la vergüenza más horrible de su vida", y que "el alcohol, por culpa de su padre, llegó a ser el más grande enemigo de su juventud". Pudo añadir también el tabaco; y, si hubiera sido más lúcido, explicar que la repulsión que le inspiraba su padre se extendía a todas las costumbres paternales. Es notable que Hitler, más tarde, no sólo no fumó jamás, lo que podía explicarse normalmente por el hecho de que no le gustara, sino que además prohibía que se fumara en su presencia: conducta social intolerante que revela el origen emoti- vo profundo de su repugnancia por el tabaco. Pero el joven Hitler tenía otros medios de satisfacer simbólicamente el odio que reservaba a su padre. Después de leer en un libro que los indios soportaban las peores
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torturas sin hablar, decidió no proferir una sola exclamación cuando su padre lo castigaba, y lo hizo. Su padre quería hacer de él lo que él mismo había sido: un empleado público. Adolfo resolvió no ser nunca un empleado público, y en conse- cuencia escogió el estado que le parecía más alejado de esa función: el de artista plástico. Valioso ejemplo, señalemos de paso, de vocación voluntaria, inauténtica, escogida no por necesidad interna sino contra alguien, y que debía, por lo tanto, conducir a un fracaso total. El padre de Hitler, por fin, deseaba que su hijo adquiriese una instrucción sólida, y en su presencia insistía a menudo sobre ese punto. Adolfo, que gracias a una memoria feliz había empezado bien en la escuela, dejó in- mediatamente de estudiar. Salvo en historia. Pero sólo porque la his- toria le enseñaba que la casa reinante de Austria había perseguido a los nobles héroes germanos. El profesor era elocuente, y Adolfo vertía lágrimas: como había sido el indio estoico que soporta sin pronunciar palabra los tormentos de un jefe malvado, convirtióse en el noble héroe alemán perseguido por una potencia soberana y odiosa, y que tal vez ni siquiera tenía sangre germánica... Para estar seguros de que Hitler había conocido desde su más corta edad las circunstancias del nacimiento de su padre, basta con recordar las reyertas y las "batallas" entre su padre y su madre, de las que dice en un pasaje autobiográfico velado de Mein Kampf que "eran de tal crude- za que no dejaban nada a la imaginación". No es improbable que su madre haya respondido a los golpes con injurias, que haya tratado al hombre de "bastardo" o de "bastardo judío"; y que, cuando él practica- ba en presencia de los niños sus agresiones sexuales, lo llamara "puerco judío" ( Saujude), palabra que, en circunstancias características, hallare- mos más adelante en labios de su hijo. Esto explicaría, sin duda, la ob- sesión maníaca, angustiada, de Hitler, que durante toda su vida imaginó el espectáculo de la pura mujer nórdica "profanada" por un judío repul- sivo. No es seguro que el joven Adolfo supiera con claridad que odiaba a su padre, y por qué lo odiaba. Hasta es probable que hiciera como to-
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para matar", y que, como no era su verdadero padre, él podía matar, en paz con su conciencia. Estas relaciones con su padre iluminan con viva luz un episodio muy interesante de la juventud de Hitler en Viena. Encontró en el estudio de su amigo el pintor Greiner una muchacha de diecisiete años que posaba para él. Tratábase de un afiche para una marca de ropa interior. La modelo tenía un hermoso tipo nórdico y Hitler se enamoró de ella. Procuró hacerle la corte en todas las formas posibles, pero siempre fue rechazado. Se obstinó, y un día, hallándose solo con ella en el estudio de Greiner mientras se desvestía, lanzóse sobre ella. Ese empleo de la violencia recordaba en forma impresionante el estilo paternal, pero Hitler no tenía probablemente el vigor de su padre, y la muchacha con- siguió zafarse. En ese momento llegó Greiner. La muchacha salió de la escaramuza con algunos moretones y mordiscos, y Greiner la disuadió de presentar una denuncia. Era el primer amor de Hitler. El fracaso fue quemante, la herida profunda. Desgraciadamente, lo que siguió a ese episodio agravó aún el mal. Al poco tiempo la muchacha tenía novio, y Hitler supo que el no- vio, aunque bautizado, era medio judío. De dolor y de rabia se puso fuera de sí. Declaró a Greiner que estrangularía a ese "puerco judío" (Saujude) que osaba profanar su belleza aria, y escribió al joven una carta de amenazas y de insultos en la que decía que la muchacha era "de él", y que no aceptaría nunca que un Saujude se la quitara. Más tarde, al encontrarse con la pareja en la calle le hizo una escena violenta, y excitó a la multitud para que hiciera un escarmiento con los judíos que sedu- cían "a nuestras mujeres alemanas". Hizo una nueva tentativa de escán- dalo en la ceremonia de la boda, pero dos policías sin uniforme, lleva- dos allá con ese fin, lo expulsaron. Si tratamos de comprender lo que había tras esas manifestaciones de demencia, veremos que Hitler había tratado de sustituir simbólicamente al padre en la conquista, por la violencia, de la "pura muchacha nórdica"; que esa conquista había fra- casado; y que de pronto su padre había reaparecido para quitarle "su mujer alemana", con los rasgos de un Saujude repulsivo y victorioso.
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He aquí, pues, que el padre simbólico le robaba y le profanaba a "su novia", como el padre real le había robado y profanado a su madre. No puede asombrar, después de esto, que el episodio haya desencadenado en él una sensación de fracaso angustioso e insostenible, al que no podía escapar sino hundiéndose más en el odio frenético al judío y los sueños paranoicos de destrucción en masa. Véase también la incidencia de la profesión del novio judío en el antisemitismo de Hitler: es característico que Hitler, en sus discursos ulteriores, haya empleado constantemente la palabra "ju-dío" como sinónimo de la palabra "rique-za", cuando en Viena, sobre todo, donde se apiñaban todos los refugiados de los ghe- ttos de Polonia, el porcentaje de los judíos prósperos era ínfimo en relación con la población judía de la ciudad. El complejo de Edipo es, sin duda, menos universal de lo que pensa- ron ciertos freudianos, pero es difícil no admitir su existencia en este caso individual. De hecho, abundan las pruebas para demostrar qué determinó en Hitler, en su infancia y juventud, conflictos psicosexuales de excepcional violencia. En ese sentido, y a la luz de lo que sabemos de las consecuencias, sobre las inclinaciones sexuales, de un complejo de Edipo mal resuelto, se plantea evidentemente la cuestión de la homo- sexualidad de Hitler. No parece, según Gilbert, quien pudo interrogar sobre ese punto a sus íntimos, que las historias sensacionales puestas en circulación por los antinazis alemanes se hayan fundado en algo serio. Sin embargo, ciertos indicios provocan una impresión ambigua. A Greiner, que en Viena se alarmaba de verle frecuentar a homose- xuales, Hitler le respondió: "No te hagas mala sangre. Soy demasiado tuberculoso para gustar a las mujeres o a los hombres". La respuesta es interesante y "rica". Visiblemente, elude la pregunta. La respuesta nor- mal era: "No me atraen los hombres". Es significativo que Hitler no la dijera, y que en vez de responder sobre sus gustos sexuales hablara de su poder de seducción. Su respuesta, en limpio, puede resumirse así: "He renunciado a toda actividad sexual porque soy incapaz, en mi esta- do de salud, de gustar a los hombres o a las mujeres". Pero el estado de salud era una excusa falaz, porque Hitler no estaba tuberculoso, y la ex-
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de honor. Lo que explica el hecho de que, más tarde, ubicó a los homo- sexuales entre los enemigos del Estado nazi, y los enviara, marcados de un triángulo rosado, a los campos de exterminio. Vemos así cómo fun- cionaba su espíritu, y según qué lógica demente: dado que odiaba a su padre y que un medio judío le había "quitado" la mujer que amaba, todos los judíos debían perecer; y como Roehm, que lo había traiciona- do, era homosexual, todos los homosexuales debían ir a pudrirse en los campos de concentración. Los amores de Hitler y de Eva Braun no contradicen este análisis. Su doble y dramático suicidio en el Bunker de Berlín, ha impresionado, por su carácter sensacional, la imaginación de las masas e inclinado los espíritus a atribuir más importancia a esos amores de la que realmente tuvieron. Ese carácter sensacional ha sido sin duda voluntario en el Führer, hábil director de escena, y es evidente que se sirvió, en este último acto, de Eva Braun, para introducir en su suicidio una nota idíli- ca, en poderoso contraste con la sangre y los horrores del "crepúsculo de los dioses". En realidad, según los testimonios de los íntimos de Hitler, y sobre todo por Baldur von Schirach, cuya esposa estaba vin- culada estrechamente a Eva Braun, ésta no tenía en la vida del Führer el ascendiente que parece concederle ese desenlace teatral. La impresión de von Schirach y su esposa, en ese sentido, es que era más bien una muñeca decorativa, a la que Hitler usaba para imprimir un aspecto nor- mal a su vida privada, y que, por otra parte, las relaciones de la pareja no eran precisamente "normales". Más interesante es aún, en mi criterio, la profesión que ejercía Eva Braun cuando Hitler dio con ella: era mo- delo, como la muchacha de Viena. Podemos pensar que no fue una simple coincidencia, sino que esa circunstancia ha sido, por el contrario, decisiva en la elección que Hitler hizo de ella; gracias a la identidad de profesiones, él se anotaba un desquite simbólico sobre su fracaso vie- nés. Las relaciones de Hitler con su joven sobrina son menos conocidas que sus amores con Eva, pero tienen un interés mayor, y concluyen notablemente el retrato del hombre privado que aquí se procura trazar.
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Poco antes de asumir el poder, Hitler vivía en casa de una media her- mana y la hija de ésta, Geli Raubal. Según el testimonio de Otto Stras- ser, Hitler habría asediado a su sobrina, o más exactamente, le habría hecho proposiciones de un carácter especial. Geli confesó a Otto Stras- ser que su tío se irritó locamente un día, y la encerró con llave en su cuarto porque ella rehusaba someterse a "prácticas increíbles". Poco después, un tal Padre Semple vendió al tesorero del partido nazi una carta que no dejaba dudas sobre este episodio. Además, un periodista llamado Gehrlich había "olido" el asunto, metió la nariz y consiguió reunir ciertas informaciones. El 18 de setiembre de 1931 la hermosa Geli fue hallada muerta de un balazo, y según Otto Strasser, Hitler había confesado a su hermano, Gregor Strasser, que había matado a la muchacha. Estaba fuera de sí de pena y de desesperación, y a Gregor le costó trabajo impedirle que se matara. Sin embargo, el juez encontró que se trataba de un "suicidio por accidente", y Geli fue sepultada en la iglesia. Es difícil llegar a la certeza sobre este punto, pero una circuns- tancia invita a reflexionar. El Padre Semple, Gehrlich y Gregor Strasser, fueron los tres liquidados poco después, con motivo del asunto Roehm, en el que, evidentemente, no tenían nada que ver. Es probable que Otto Strasser habría sido también asesinado si Hitler hubiera sabido que él había recibido las confidencias de Gregor. Otto, en todo caso, se sintió en peligro y se refugió en el extranjero. Los diarios de la oposición antinazi se apoderaron del asunto Geli, y sin acusar a Hitler de haberla matado, publicaron que Geli se había suicidado ante las "proposiciones infames'' de su tío. Gilbert interrogó a Goering, en la prisión de Nürem- berg, sobre esa muerte misteriosa, y la respuesta de Goering es intere- sante: aseguró que el suicidio había sido puramente accidental. Geli, que debía salir esa noche, había tomado el revólver de Hitler y la bala salió por casualidad. Goering repitió varias veces que el suicidio fue accidental y que podía jurarlo, porque llegó al lugar a los pocos minu- tos. Gilbert indica con razón que esa versión hace las cosas aún más sospechosas, porque confirma que el tiro había sido disparado con el revólver de Hitler, y que Goering llegó inmediatamente. Es posible que
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Es interesante recordar, a propósito de la actitud de Hitler para con su sobrina, a la que llevaba veinte años, que su padre habíase casado con una ahijada que era, también, veinte años menor que él. En ambos casos vemos a un hombre de más de cuarenta años abusar de la familia- ridad que le conceden, ante una muchacha, los vínculos de parentesco. Y podemos pensar que aquí, como en la violación frustrada de la mo- delo vienesa, la imitación del padre, el deseo de rivalizar con él, actua- ron en Hitler más o menos conscientemente. Pero la imitación no se refería solamente, como en Viena, a la forma de acercamiento sexual - violenta, lo hemos visto, tanto con Geli como con la modelo- sino, en forma más interesante, sobre la elección del objeto. Evidentemente es esencial el carácter incestuoso de ese objeto. Puede parecer paradójico, a primera vista, dada la juventud de Geli, que Hitler haya transferido a su sobrina la fijación amorosa con su ma- dre. Pero, en realidad, él volvía a colocarse en la situación del padre cuadragenario que se casaba con su ahijada veinte años menor. Geli, en otros términos, era su madre en la época en que su padre había abusado de la juventud de su ahijada. Ésa es una razón para pensar que fue él, efectivamente, quien asesinó a Geli. La mató, probablemente, en un acceso de rabia frenética, cuando vio que ella lo rechazaba, y que él fracasaba donde su padre había triunfado. Matarla, entraba en la lógica de su pensamiento paranoico, porque esa era para él una derrota capi- tal, probablemente la más grave de su vida privada, y Hitler, lo hemos visto, no podía sufrir un fracaso sin proyectarlo inmediatamente en rencor por los otros y deseo de destruir a los otros. Pero, muerta Geli, tuvo un momento de desesperación. Comprendió que había "matado" a su madre, y que esa muerte le quitaba para siempre toda posibilidad de reemplazar simbólicamente a su padre. No es asombroso, en esas con- diciones, que haya pensado en el suicidio. Si, desdichadamente para el mundo, no cumplió ese proyecto, es porque desde muchos años atrás se había desviado cada vez más de su vida privada para identificar su fra- caso con el de Alemania. En ese plano se jugaría en adelante su partida contra el padre, y el suicidio, en caso de ser vencido, se impondría,
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como se impuso de hecho en el Bunker de Berlín. Es característico que la identificación de su Yo con Alemania llegara, en esa época, a ser tan total, tan mística, que no imaginó un solo instante la posibilidad de que Alemania pudiera sobrevivirle, e impartió órdenes para la destrucción completa del pueblo alemán, "porque no había conseguido probar su superioridad sobre los otros pueblos". La muerte de Geli, que precedió en pocos años a la purga Roehm, es importante, porque cortó el último lazo que unía a Hitler con su propia vida privada, y las posibilidades de apaciguamiento y de satis- facción que le quedaban en ese orden de cosas. Es posible que si Geli hubiera aceptado las pretensiones de su tío, la faz del mundo habría cambiado.